Arendal, verano de 1920
Por primera vez desde que tenía nueve años, Áilu celebró su cumpleaños aquel verano, y además en el momento adecuado. En el orfanato no consideraban necesario prestar especial atención a los alumnos por su cumpleaños, ni mucho menos hacerles regalos. A juicio del director y los profesores, había más que suficiente con ocuparse de ellos, darles un techo y una buena educación.
Jonte sorprendía a Áilu todos los años en julio con un regalo hecho por él mismo, pero nunca había una fecha concreta porque Áilu no sabía el día exacto. En Laponia era el día en que el sol de medianoche por fin no desaparecía tras el horizonte.
Gunnar adquirió una tabla donde aparecían los amaneceres y las puestas de sol en distintas regiones de Noruega, y determinó que el 23 de julio era el cumpleaños de Áilu: ese día tenía lugar en Kautokeino la última noche de verano sin que se pusiera el sol. Así que su cumpleaños caía en vacaciones.
Como Gunnar no quería cerrar la consulta durante semanas ese primer año, la familia renunció a ir de viaje de vacaciones y alquiló una casita en la pequeña isla de Merdø, situada delante de Galtesund y que gozaba de gran popularidad entre los habitantes de Arendal como lugar de veraneo. La isla en forma de media luna respondía a la idea general de «Riviera noruega»: casitas de madera pintadas de blanco y rojo entre exuberantes jardines, prados cubiertos de manzanos entre los que serpenteaban estrechos senderos, playas blancas a orillas del mar y playas de guijarros en la parte externa de la media luna, donde las tormentas de otoño e invierno producían a menudo olas de varios metros de altura.
En barco se llegaba a Merdø en media hora. Por la tarde y los fines de semana el médico iba a reunirse con Solveig, Áilu y Mette, que pasaron allí todas las vacaciones. Sven y la mujer de la limpieza se encargaban de la casa de la ciudad y las necesidades de Gunnar durante esas semanas.
Como todas las tardes hacia las cuatro, aquel martes Solveig y Áilu salieron hacia el embarcadero para recoger a Gunnar. Para celebrar el día, las dos llevaban los vestidos de verano nuevos de muselina floreada que habían encargado antes de las vacaciones al sastre Nål, el padre de Hedda, la compañera de clase de Áilu. El solgangsbris, como llamaban al viento los lugareños, que soplaba en la costa de Skagerrak las mañanas de los días soleados desde el sudeste en forma de brisa templada, rolaba a lo largo del día hacia el sur y el suroeste y a menudo se convertía en un viento fuerte y fresco que hacía ondear las cintas de colores de sus sombreros de paja. Además esparcía semillas de diente de león en el prado por donde discurría un sendero de grava desde su casa hasta la orilla, situada a medio kilómetro aproximadamente. Solveig y Áilu pasaron por el terreno de una antigua casa del siglo XVIII y finalmente llegaron al pueblecito en el puerto.
La embarcación acababa de echar amarras. Gunnar era el único pasajero que había viajado tan tarde. En cuanto bajó, subieron a bordo varias familias que habían pasado el día allí y ahora regresaban a Arendal.
—¡Mis dos preciosas flores! —exclamó Gunnar, y las cogió por los hombros para encaminarse entre las dos hacia la casita de vacaciones, donde antiguamente había vivido un práctico con su familia, que seguro que había dirigido numerosos veleros que se dirigían a Arendal por el estrecho de Galtesund. Hasta el auge del barco de vapor, Merdø era uno de los antepuertos más importantes del sur de Noruega.
Ya de lejos vieron a Mette en la cancela de la valla blanca saludándoles. La casa se hallaba en un prado, a media altura del cerro donde se encontraba Vestre Valen, una de las dos estaciones desde donde antes se vigilaban los barcos. Mette había dispuesto la mesa del café en el porche, rodeado de una madreselva que despedía un aroma dulce. En el centro había un pastel de chocolate, rodeado de una corona de mariposas de mazapán rosa y un «15» escrito con nata.
Áilu se quedó sin habla, se llevó una mano a la boca y murmuró:
—¿Lo has hecho para mí?
Mette asintió.
—Por supuesto. No hay cumpleaños sin pastel. Y tampoco puede faltar un regalo —añadió, y le tendió un paquetito envuelto en papel de seda.
—¡Te deseo todo lo mejor! —intervino Solveig, abrazó a Áilu y le dio otro paquetito con un lazo.
—Muchas felicidades de mi parte también —dijo Gunnar, y sacó una cajita del bolsillo de la chaqueta.
—¿Todo esto es para mí? —se asombró Áilu—. No sé qué decir…
—Tú siéntate y abre los regalos —le dijo Solveig, y le acarició las mejillas.
Mientras Mette troceaba el pastel y lo servía en los platos, Áilu se centró en sus regalos. El ama de llaves había bordado doce pañuelos de bolsillo con el nombre «Helga». El regalo de Solveig era una cajita de palo de rosa con tallas decorativas en la tapa. El de Gunnar era un delicado reloj de pulsera con el borde dorado, números romanos y una correa de piel trenzada. Áilu se lo puso enseguida.
—¡Un reloj, es fantástico! —exclamó, y se levantó de un salto para abrazar por detrás a Gunnar—. Y una cajita preciosa para mis tesoros —continuó, y le dio un beso en la mejilla a Solveig antes de volverse hacia Mette—. ¿Cuándo has encontrado tiempo para bordar para mí? ¡Oh, me encantan! Muchas gracias a todos —añadió, y se secó una lágrima.
Gunnar sonrió con picardía y le ofreció uno de los pañuelos de Mette.
Áilu sacudió la cabeza.
—No, esos son demasiado elegantes para mancharlos con lágrimas.
Mette frunció el entrecejo.
—Ahora ya eres casi adulta, eres una joven dama, así que no es adecuado limpiarse la cara con las manos.
Solveig soltó una carcajada.
—Vamos, Mette, no seas tan quisquillosa.
Gunnar observó a la muchacha.
—Mette tiene razón. Durante las últimas semanas has crecido bastante.
Solveig se levantó y se puso a su lado.
—Es verdad, ya casi eres tan alta como yo. —Sacudió la cabeza—. Y yo sin darme cuenta…
Áilu también estaba sorprendida. Se había resignado a ser para siempre menuda. Se puso más recta y se esforzó por llevarse a la boca un bocado de pastel con un movimiento elegante.
—Ah, casi se me olvida —dijo Gunnar, y se llevó de nuevo la mano al bolsillo de la chaqueta—. Has recibido una carta.
Áilu lo miró sorprendida.
—¿Yo? ¿Quién me iba a escribir?
Gunnar sonrió y le entregó un sobre. Áilu miró la dirección y reconoció la letra desmañada de Jonte.
—¡Oh, qué alegría! Estaba preocupada por no saber nada de él desde nuestra despedida.
Abrió el sobre y sacó una postal en la que aparecía una ciudad vista desde el mar y una enorme estatua de una mujer con una antorcha. Los espacios libres y el dorso estaban llenos de garabatos de Jonte. Áilu leyó las líneas por encima y luego leyó en voz alta:
—«Querida Helga: Hace dos semanas que llegué a Nueva York. El trayecto fue tranquilo. Aquí, en el Nuevo Mundo, todo es nuevo y raro. Los edificios, que aquí llaman rascacielos, son increíblemente altos, y se puede subir a las plantas superiores en unas cabinas pequeñas. Hay montones de gente por todas partes, tranvías eléctricos, automóviles y coches de caballos, siempre hay ruido y de noche nunca oscurece del todo porque las farolas de la calle, los carteles publicitarios e incluso los escaparates de las tiendas están iluminados. Tengo los ojos y oídos saturados. Es interesante estar aquí, pero pronto me iré de la ciudad a conocer el campo. Aún no sé dónde me instalaré. Creo que me daré un tiempo. En toda mi vida no he visto nada aparte de nuestra bahía, ¡ahora quiero viajar! Espero que te vaya bien con tu nueva familia. En cuanto tenga una dirección fija te informo. Saluda al doctor y a su esposa de mi parte. ¡Y cuídate! Saludos, Jonte».
Gunnar miró el sello.
—No me extraña que tuvieras que esperar tanto a que diera señales de vida. La carta ha tardado en llegar casi cinco semanas.
—¿Dónde estará ahora? —se preguntó Áilu. Miró la postal e intentó imaginar a Jonte, rodeado de multitudes de desconocidos cuya lengua no entendía, caminando por calles abarrotadas flanqueadas por edificios enormes. Menuda sorpresa—. Espero que le vaya bien —dijo, pensando en voz alta.
—No tienes que preocuparte por Jonte —opinó Gunnar—. Parece que está disfrutando de conocer un país nuevo.
Después del café dieron un paseo hasta la antigua estación de vigilancia. Desde ahí tenían buenas vistas: por un lado del mar abierto y, por el otro, del estrecho y las islitas frente a la costa. El mar estaba salpicado de manchas blancas: velas de embarcaciones pequeñas de veraneantes y lugareños. Solveig se acomodó en una de las rocas bañadas por el sol, entre las cuales crecían plantas de espesas inflorescencias.
Áilu le señaló unas flores amarillas.
—Esa es la hierba de Santiago, ¿verdad?
Gunnar sonrió.
—Exacto. ¿Sabes para qué sirve?
Áilu asintió. Se había dejado contagiar por el entusiasmo de Gunnar por las plantas curativas y le encantaba demostrarle que había escuchado con atención sus explicaciones.
—Externamente se usa para quemaduras, artritis y reuma. Antes también se administraba para las enfermedades que cursan con fiebre y diarreas, así como para el asma y las hemorragias nasales, pero hoy en día se ha renunciado al uso interno porque es difícil de dosificar y puede dañar el hígado.
—¡No sé cómo te acuerdas de todo eso! —dijo Solveig en tono de admiración—. Yo no tengo cabeza para esas cosas.
Áilu notó que se sonrojaba, bajó la mirada, cohibida, y se fijó en una rosa de los vientos incrustada en la roca donde Solveig estaba sentada, con el año «1654» grabado.
—¿Quién lo habrá hecho?
Gunnar se encogió de hombros.
—Probablemente los encargados de la estación, para pasar el tiempo. —Miró a la muchacha con detenimiento—. No me sorprendería que acabaras estudiando algo relacionado con la medicina. Tienes una percepción aguda, capacidad de observación, sabes escuchar y aprendes rápido.
Tras una breve pausa, se dirigieron al oeste hacia una zona de grandes arbustos junto a la orilla. Nada revelaba que aquel lugar hubiera servido de cementerio durante siglos. Allí estaban enterrados marinos de todo el mundo víctimas de enfermedades durante sus largas travesías, o que habían caído por la borda o sufrido un naufragio.
A Áilu le sorprendió cuando Gunnar se lo contó durante su primer paseo por aquella parte de la isla. Enseguida quedó cautivada por la peculiar atmósfera de los sepulcros. Se sentía como en los sieidi, los lugares energéticos sagrados de su tierra, donde reinaba una calma parecida. No un silencio en el sentido de ausencia de ruido, sino una especie de energía concentrada como la que se notaba en las iglesias antiguas. Se estremeció y se acercó a unos arbustos de bayas para llevar a Solveig un puñado de frutos maduros.
Áilu despertó con un sobresalto en plena noche: en el silencio penetraba un ruido agudo. Le dio un vuelco el corazón. Se incorporó y aguzó el oído: ¿había alguien en su habitación? Se oyó de nuevo el chirrido y respiró aliviada. No, el ruido procedía de las contraventanas, que se habían soltado por el viento y cuyas bisagras chirriaban. Se levantó para cerrarlas de nuevo. Asomó la cabeza por la ventana de su habitación, que estaba en la planta superior, y alzó la vista hacia el cielo oscuro, donde la luna estaba en fase creciente. Respiró hondo el aire fresco, que sabía a mar. El aroma dulce de madreselva debajo, en el porche, y el olor fresco de un prado recién segado le anegaron el olfato.
Cuando estiró el brazo para agarrar el postigo se fijó en algo blanco en las ramas del peral que había frente a su ventana. Se detuvo y aguzó la mirada: era un búho nival. ¡No podía ser! Áilu sacudió la cabeza, cerró los ojos y los volvió a abrir. El ave seguía ahí, posada y mirándola fijamente.
Áilu se echó a temblar. Un frío interior se apoderó de ella. No tuvo que pensar mucho para saber lo que acababa de ocurrir, lo sabía. Ahí estaba Virok, el espíritu protector de su abuelo. Eso solo podía significar que áddja había muerto. Él mismo le contaba de pequeña que el búho nival se le había aparecido por primera vez la noche del entierro de su madre. A Áilu le pareció un consuelo pensar que existía la posibilidad de heredar el animal protector de un ser querido.
De repente se trasladó a cientos de kilómetros al norte. La asaltaron los recuerdos que había reprimido durante todos esos años, con la misma claridad que si el día anterior hubiese visto el paisaje árido de los altiplanos y la tienda de su familia, oyó el crujido de las pisadas del reno en la nieve y el borboteo del hielo derritiéndose, y sintió en la nariz el aroma a pan recién hecho y pescado seco. Una añoranza que creía haber superado impregnó el aire.
«¡No! ¡Olvídalo ahora mismo! —se dijo—. Eso es pasado». Se retiró de la ventana y se enderezó. No quería pensar en que su abuelo, al que tanto había querido, hubiese muerto. Y menos aún reconocer que tal vez había heredado su don para percibir o visualizar cosas que no eran perceptibles normalmente. Eso eran supersticiones primitivas. Tampoco había espíritus protectores, y aunque existieran no quería saber nada de ellos. Aquello formaba parte de la vida que le habían arrebatado. Se inclinó sobre el poyete de la ventana y gritó:
—¡Desaparece! ¡No te quiero, déjame en paz!
La rama estaba vacía. Áilu se inclinó más hacia fuera y miró alrededor: nada, ni rastro del búho. Se afanó en cerrar los postigos y luego se quedó hecha un ovillo bajo la manta. En la satisfacción de haber ahuyentado al fantasma se mezclaba una mala sensación, la idea de haber cometido un error del que tal vez algún día se arrepentiría.