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Oslo, marzo de 2011

—¡¿Qué?! ¿Te fuiste espantada después de que te besara?

Leene miró a Nora sacudiendo la cabeza. Era última hora de la tarde del jueves y estaban sentadas en la sala de educadores de la guardería, redactando sus informes de trabajo. Leene había esperado a que Petrine se fuera a buscar un café antes de atosigar a Nora con preguntas sobre la noche anterior.

—Sí, lo sé, fue muy infantil por mi parte. Pero estaba muy confusa —se justificó Nora.

Leene la miró a los ojos y esbozó una sonrisa maliciosa.

—Estás enamorada —afirmó—. Te ha pillado, ¿eh?

—¿Qué te ha pillado?

Petrine estaba en la puerta, observando a Nora.

—¿Has pillado un resfriado? ¡Entonces vete a casa antes de que nos contagies a todos!

—No, no estoy enferma.

—Pues parece que te ha atropellado un tren —insistió Petrine.

—No he dormido muy bien, eso es todo —contestó Nora, y pensó en la víspera. Había estado en vela por culpa de las proverbiales mariposas en el estómago, mientras se reprendía por su tonta huida, se preguntaba cómo se lo habría tomado Mielat y al mismo tiempo se deleitaba en el recuerdo del beso.

Cuando al cabo de media hora se despidió de sus colegas y emprendió el camino a casa, el móvil emitió un zumbido. Miró la pantalla y vio un SMS: «¿Te apetece una excursión al trópico? Inicio de la expedición: 19 h, Lakkegate Skole (tranvía 17). Te esperaré con ilusión, Mielat».

Nora apretó con fuerza el teléfono y suspiró aliviada. Por lo visto, Mielat no se había tomado mal su espantada. Consultó el reloj y vio que aún le quedaba una hora, tiempo suficiente para ir a cambiarse a casa y luego coger el tranvía por Trondheimsveien hasta el punto de reunión. Nora guardó el móvil y pensó qué había querido decir con «excursión al trópico». Tal vez una comida en un restaurante exótico, en Grünerløkka había muchos locales con especialidades de diversos países. Llegó al punto de encuentro poco antes de las siete. Mielat estaba en la parada con una mochila. Los ojos le brillaron al ver a Nora, que se acercó a él con el corazón acelerado. Ambos hablaron a la vez:

—Siento haberte dejado plantado ayer…

—No estaba seguro de si vendrías…

Se miraron y soltaron una carcajada.

—¿Preparada para nuestra pequeña expedición? —preguntó Mielat.

Nora asintió y le siguió por la Blytts Gate. Su hipótesis de que iba a girar por una calle lateral y llevarla a un restaurante cercano se demostró errónea. Siguieron recto y pronto llegaron al Jardín Botánico. Nora miró a Mielat, intrigada. Él sonrió, le cogió la mano y dijo:

—Déjate sorprender.

Continuaron andando en silencio. Los dedos fuertes de Mielat agarraban con firmeza y calidez la mano delgada de Nora. Era agradable. Ella nunca había sido partidaria de ir de la mano con un hombre, le parecía una ñoñería y se burlaba a escondidas de las parejas que caminaban como si estuvieran pegadas. Pero con Mielat era distinto.

Pasaron por el Museo de Zoología, rodearon los edificios de administración y la cafetería, en cuyo patio interior tanto le gustaba sentarse a Nora en verano, y finalmente se dirigieron a los dos viejos invernaderos de la segunda mitad del siglo XIX. Mielat dejó a la izquierda la Gran Casa de las Palmeras y fue hacia la Casa Victoria, situada enfrente y, como en muchos jardines botánicos de la época, dedicada al nenúfar gigante homónimo descubierto por aquel entonces en el Amazonas. Era una construcción baja con una chimenea alta y una entrada en forma de arco.

—Cierra los ojos —pidió Mielat, y le soltó la mano.

Ella cerró los ojos, obediente, y oyó que él metía una llave en la cerradura y abría la puerta. Agarró la mano de Nora y la llevó dentro con cuidado, donde les recibió una atmósfera cálida y húmeda. Tras unos pasos, se detuvieron.

—Un momento —dijo Mielat, y se alejó de ella—. ¡Y no mires!

Nora percibió el olor de una cerilla encendida mezclado con un toque mohoso y el aroma dulzón que notaba desde que habían entrado en aquel invernadero.

—Ahora puedes mirar.

Nora abrió los ojos y se quedó sin aliento. Estaba en un recinto en penumbra, junto a un gran estanque con la superficie del agua cubierta de enormes hojas redondas. Con los bordes elevados parecían bandejas. En algunas de ellas, que se podían tocar desde el borde, había velitas encendidas con llamas temblorosas que proyectaban sombras inquietas en los árboles, arbustos y enredaderas que rodeaban el estanque. A Nora le pareció hallarse en una jungla poblada de criaturas nocturnas.

Se volvió hacia Mielat.

—¡Es maravilloso!

Se quitó la chaqueta de piel y la dejó en un banco. Mielat se inclinó sobre la mochila que había dejado en el suelo, sacó varios recipientes de plástico, dos platos, servilletas y dos botellas de cerveza y lo colocó todo en el borde ancho de la piscina. Con una reverencia invitó a Nora a tomar asiento y él se sentó a su lado.

—Espero que te gusten las tapas españolas —dijo Mielat, y abrió los recipientes, que contenían apetitosos bocaditos de jamón serrano y queso manchego, chorizo, ciruelas envueltas en jamón y fritas, tortilla de patatas troceada, aceitunas rellenas de anchoa y almendras saladas. Al ver aquellas delicias españolas, a Nora se le hizo la boca agua. Mielat abrió las botellas de cerveza, le tendió una y ambos brindaron.

—Me siento como si estuviera soñando —dijo ella—. De niña imaginaba a menudo cómo sería estar sola en el zoo, fuera de los horarios de apertura, en un museo o un invernadero. Y ahora aquí estoy… —Se interrumpió y arrugó la frente—. ¿Cómo has conseguido la llave? ¿Y si nos ve alguien?

—He distraído al vigilante y le he birlado la llave. Y si viene alguien… bueno, espero que seas una buena atleta.

Nora dio un respingo Y se dispuso a replicar, pero entonces vio su mirada pícara y se echó a reír.

—Casi me has engañado.

Mielat sonrió.

—Un amigo mío trabaja en el Museo de Historia Natural y me ha dado la llave.

Se quedaron en silencio. Nora disfrutó de los refrigerios y se dejó llevar por el embrujo del ambiente. En algún lugar el agua caía sobre los azulejos, y una brisa producida por el aparato de ventilación hacía que las hojas susurraran suavemente.

—Es como desplazarse al otro lado del mundo —dijo al cabo de un rato—. Nada menos que a la selva del Amazonas.

Mielat sonrió y se inclinó hacia un arbusto rebosante de flores blancas. Arrancó una y se la puso a Nora en el pelo.

El roce hizo que Nora se estremeciera.

—Mi princesa de la selva —dijo Mielat, y la miró con el rostro radiante.

Nora rio, cohibida. Siempre le había costado aceptar cumplidos, que en la mayoría de los casos le parecían florituras vacuas. Con Mielat, en cambio, tenía la sensación de que lo decía en serio. No era un adulador, por eso la conmovían sus palabras, pero al mismo tiempo se sentía insegura.

Se aclaró la garganta y cambió de tema.

—¿Has estado alguna vez en el trópico?

Mielat sacudió la cabeza.

—No, nunca he ido a países tan exóticos. Tampoco sé si me gustaría ir. El calor sofocante no es lo mío.

—¿Adónde te gusta ir en vacaciones? —preguntó Nora, y en el acto se arrepintió de formular una pregunta tan tonta.

Mielat se encogió de hombros.

—Me temo que no puedo contarte aventuras de lugares remotos. Aparte de Suecia y Finlandia, solo he estado una vez en Inglaterra y unos días en Rusia.

Nora lo miró con inseguridad. ¿Es que había dado con un punto débil? ¿Creía que ahora lo consideraba un aburrido?

—Pues yo tampoco soy mucho de viajar —mintió. Maldita sea, ¿por qué no pensaba antes de hablar? ¿Y si a Mielat le gustaba viajar pero no podía permitírselo o algún otro motivo se lo impedía? Continuó para disimular los nervios—: Mi prima Lisa sí que viaja mucho, es fotógrafa. Aunque ahora mismo en realidad está muy asentada y…

Se interrumpió. Pero ¿qué le pasaba? No cesaba de parlotear bobadas y sin duda estaba poniendo nervioso a Mielat. Probablemente ya se estaba arrepintiendo de haber quedado con ella.

Él le cogió la mano.

—Me halaga verte tan nerviosa.

Nora notó que se ruborizaba.

—A mí me pasa lo mismo —continuó Mielat—. Jamás habría pensado que me volvería a pasar.

Se puso de pie y levantó a Nora del borde de la piscina. Ella elevó el rostro hacia él, que lo agarró con ambas manos, la miró a los ojos y buscó sus labios. Una sensación cálida invadió a Nora y se le humedecieron los ojos. No sabía si alguna vez se había sentido tan emocionada, abrumada por una alegría fulgurante y al mismo tiempo conmovida en lo más profundo de su ser.

—Me cuesta creer que una mujer como tú no esté con un hombre —susurró Mielat cuando se separaron—. Y que yo ahora pueda estar a tu lado.

Nora sintió que se sonrojaba y recordó la expresión «estallar de alegría». Por primera vez comprendió a qué se refería.

Al cabo de dos horas caminaban cogidos del brazo por las calles de Oslo. A ella le parecía ver por primera vez aquellos cruces, plazas y edificios archiconocidos. A ambos se les aparecían cargados de un significado solo perceptible para ellos, y se convirtieron en «sus» lugares. Sin pensarlo, Nora emprendió el camino hacia su casa. No hablaron mucho. El mundo exterior pasaba deslizándose por su lado, como si estuvieran separados de él por un capullo invisible. El brazo de Mielat sobre sus hombros formaba parte de ella de una forma peculiar, y la mano de Nora, que había deslizado entre la chaqueta de él, ya no parecía pertenecerle a ella.

Cuando se detuvieron delante del portal, Nora despertó de ese estado de trance. Se separó de Mielat y miró cohibida al suelo. ¿Y ahora qué? Su cuerpo ansiaba fundirse con Mielat, pero su mente se entrometió para advertirle que no se precipitara. Se sentía insegura como veinte años atrás, como una adolescente antes de su primera vez.

—Tenemos todo el tiempo del mundo —dijo Mielat en voz baja.

Ella levantó la vista hacia él, que le retiró un mechón de pelo de la cara.

—Lo siento, no sé qué me pasa… ¿Te has enfadado? —balbuceó Nora.

Mielat le puso un dedo en los labios.

—Shhh… no pienses tanto.

Se inclinó, le dio un beso largo y la empujó con suavidad en dirección al portal. A continuación se fue, pero tras dar unos pasos se volvió y dijo:

¡Nora, mun ráhkistan du! —Y se alejó a paso rápido.

Nora no sabía qué había dicho, pero sonaba con una dulzura infinita.

Al día siguiente por la tarde Mielat tenía que tomar el vuelo de regreso. Después del trabajo Nora lo acompañó al aeropuerto. Se encontraron en la estación principal. Mielat fue directo desde la universidad, donde había estado todo el día trabajando con su grupo de investigadores. A esa hora el tren exprés a Gardemoen iba lleno de trabajadores y gente que salía de fin de semana, pero Nora ni los veía. Sentada al lado de Mielat, que la rodeaba con el brazo, inspiraba su aroma e intentaba contener las lágrimas.

—Ya te echo de menos —dijo Mielat, y le dio un beso en la coronilla.

Nora vio reflejado en sus ojos su propio dolor por la despedida.

—De haberlo sabido… —Mielat se aclaró la garganta—. Me habría encantado quedarme el fin de semana, pero de verdad que no puedo aplazar la cita de mañana.

—Ya lo sé.

—Prométeme que vendrás pronto —suplicó Mielat.

Nora asintió y se acurrucó contra él.

De regreso, bajó una parada antes en el Teatro Nacional y corrió al Coco Vika, un local asiático en Dronning Mauds Gate, conocido por su decoración sencilla y la comida casera y asequible. Leene ya estaba sentada a una mesita esperándola con una taza de té de jazmín.

—Gracias por evitarme pasar sola esta noche —dijo Nora, y le dio un abrazo a su amiga—. Espero que Jens no se enfade porque le dejes solo un viernes.

—Al contrario. Creo que incluso se ha alegrado, así puede ver tranquilamente una película de miedo que hacía siglos que quería ver. Ya sabes que a mí no me gustan esa clase de películas.

Nora sonrió. Comprendía perfectamente a Jens: ver una película de miedo con Leene era, por decirlo suavemente, estresante. No aguantaba la tensión, se sobresaltaba continuamente, cerraba los ojos ante la más mínima insinuación de una escena violenta o inquietante, se perdía momentos importantes y luego te atosigaba a preguntas.

Leene la miró y sonrió.

—Estás radiante. Ese Mielat te sienta bien.

Nora asintió.

—Me cuesta explicarlo, pero simplemente todo parece natural, aunque apenas le conozca.

—Me alegro mucho por ti. Si te soy sincera, ya tenía dudas de si te enamorarías de verdad algún día.

Nora se encogió de hombros. Su amiga había dado en el clavo. Durante los últimos años ella misma había pensado varias veces si le pasaba algo, pues los hombres no le interesaban en serio. Se preguntaba por qué no estaba dispuesta a comprometerse más, por qué le bastaban las relaciones pasajeras.

—Creo que tiene que ver con que es la primera vez que investigo mis orígenes —dijo—. Aunque no me agrada admitirlo, sufría de forma inconsciente por no saber quién era mi padre, de algún modo tenía la sensación de no estar «completa».

—¿Y tenías miedo de que los demás tampoco pudieran tomarte en serio?

Nora torció el gesto.

—Suena estúpido, ya lo sé.

—No, en absoluto —dijo su amiga con vehemencia.

—Gracias, Leene. Contigo nunca tuve ese miedo, espero que lo supieras.

La aparición de la camarera con su pedido interrumpió la conversación. Cuando se hubo ido, Leene se inclinó sobre la mesa y preguntó:

—¿Mielat ya ha estado en tu casa?

Nora sonrió.

—¿Te refieres a si ya…?

—¡Shhh, no hables tan alto! —Leene lanzó una mirada a las mesas cercanas, todas ocupadas.

Nora sonrió aún más al ver que se le encendían las mejillas.

—No, no lo hemos hecho —admitió—. Solo nos vimos durante una noche y…

—Bueno, si no recuerdo mal, hasta ahora eso no era un impedimento.

—Es verdad, pero, como te decía, con Mielat es distinto. Es raro. Con él me siento como una principiante en el amor, y al mismo tiempo lo que siento por él es tan profundo que casi me desgarra. —Sacudió la cabeza y suspiró—: No sé cómo voy a soportar esta separación temporal.