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Arendal, primavera de 1920

El vaticinio de Gunnar se cumplió: Áilu no tuvo grandes dificultades para seguir las clases y ponerse al nivel de sus compañeros de curso. Absorbía como una esponja los conocimientos, estudiaba el vocabulario, las reglas matemáticas y los datos históricos, y no entendía a los demás alumnos cuando se quejaban por tener demasiados deberes. Igual de extraño le resultaba el gusto de sus compañeras de clase por retirarse a un rincón durante el recreo, juntar las cabezas y cuchichear sobre los chicos, perderse en especulaciones sobre quién le había echado el ojo a quién y comentar entre risitas los primeros intentos de flirteo. A Áilu le parecía ridículo. Para no ser de nuevo la marginada se prestaba a participar, pero mentalmente solía estar en otra parte.

Grete, su compañera de pupitre, y sus amigas Hedda y Liv se daban cuenta de que «la nueva» tenía intereses distintos. Pero como Áilu se dejaba copiar los deberes, compartía de buena gana los deliciosos pasteles de mantequilla de Mette que a veces le ponía con el bocadillo del recreo y hacía de «campana» cuando el kløverblad, la hoja de trébol, como llamaban a las tres inseparables amigas, se iban del terreno de la escuela sin permiso para comprar dulces en una tienda cercana, la admitieron con gusto en su círculo y se alegraban de ser un firkløver, un trébol de cuatro hojas. Áilu se alegraba, pero seguía temiendo que Grete y sus amigas la tratarían con menos amabilidad si supieran cuáles eran sus verdaderos orígenes.

Lo mismo ocurría con los profesores. El rector Bodin, que les daba clase de cálculo y ciencias naturales, mostraba una actitud tolerante. No juzgaba a las personas por cosas como el dinero o los orígenes, sino por sus valores, pero Áilu no sabía dónde estaba el límite de aquella actitud tan abierta.

La señorita Lund, a la que los niños llamaban señorita Undulat a espaldas de ella por la ropa colorida y la voz aguda que recordaba a un periquito, les daba alemán y geografía. Áilu comprobó extrañada que el mapa de Noruega que colgaba junto a la pizarra terminaba poco después de Trondheim. En el libro de geografía tampoco había ni rastro de las regiones y ciudades del norte del país. Daba la impresión de que las inhóspitas tundras de hielo hacían imposible la vida humana allí y por tanto estaban despobladas.

El señor Hallingdal, un hombre de rostro rubicundo que se exaltaba con facilidad —ya fuera por enfado con un alumno distraído o por entusiasmo con un poema—, enseñaba literatura noruega y dirigía el coro de la escuela. Para la fiesta nacional del 17 de mayo, en que se celebraba la aprobación de la Constitución de 1814, ensayaba con los alumnos varias canciones, aparte del himno nacional, que elogiaban la belleza de Noruega y las íntegras convicciones de sus habitantes. No escondía su fervor patriótico ni su ideario socialdemócrata, según el cual un estado del bienestar era la mejor forma social. No preveía tratos de favor para minorías con otras tradiciones o lenguas, y a sus ojos tampoco era deseable. En su presencia, Áilu iba con especial cautela, no quería arriesgarse a que la identificara como perteneciente a una población que despertara su desconfianza.

Áilu solo estaba realmente cómoda en casa de sus padres adoptivos. Allí nunca tenía la sensación de fingir y tener que andar con cuidado de no delatarse con expresiones o por no saber algo obvio. La biblioteca que había junto al salón, donde se retiraba por la tarde a estudiar, era su lugar preferido. Solo tenía que estirar la mano para que una de las enciclopedias de varios tomos le explicara una palabra desconocida o un acontecimiento histórico, seguir a un descubridor en sus expediciones al corazón de África o en el Polo Sur, o sumirse en un atlas anatómico del misterioso cuerpo humano. En cambio, las novelas, que tanto gustaban a Solveig, le atraían menos. Había tanto por descubrir en el mundo real que no tenía necesidad de historias inventadas.

Aquel año, el 17 de mayo cayó en lunes. Por la mañana, alumnos y profesores se reunieron en el patio del colegio para ir hacia la iglesia de la Santísima Trinidad, donde empezaría la festividad nacional con un servicio religioso. Las chicas y la señorita Lund llevaban vestidos o faldas claras con blusas; los niños, traje de marinero, y los alumnos mayores y los profesores, traje oscuro.

Hallingdal, el director del coro, iba y venía nervioso entre los niños, dispuestos en filas de a cuatro, y se ocupaba de que las diferentes voces del coro estuvieran bien colocadas; en cabeza estaba la orquesta de viento. Finalmente se puso al frente e inició la marcha con una señal de la batuta. Los chicos y chicas de los extremos agitaban banderitas noruegas y saludaban a los espectadores que abarrotaban las calles. De la mayoría de las casas colgaban banderas que ondeaban con la brisa y proyectaban sus sombras danzantes en las paredes encaladas de blanco. Los niños pequeños y los perros corrían a su lado, y los rostros de los adultos exhibían sonrisas relajadas.

Cuando giraron por Kirkebakken, Áilu, que iba al lado de Grete, Liv y Hedda, buscó con la mirada a Gunnar y Solveig, que querían presenciar, junto con Mette y Sven, el desfile de estudiantes. Pronto divisó el sombrero de Solveig con la gran flor de tela a un lado que se había hecho enviar por un sombrerero de Kristiania. Su nuevo abrigo resaltaba su esbelta figura. Gunnar, que llevaba uno de sus trajes claros, le rodeaba los hombros con un brazo. Al ver a Áilu esbozaron una amplia sonrisa. Solveig le lanzó un beso con la mano e hizo que Mette se fijara en ella. El ama de llaves lucía un vestido «bueno» decorado con volantes y una estola de encaje de Bruselas, y a Áilu le recordó los merengues en forma de nieve que se vendían en la pastelería de la plaza del mercado. Sintió ganas de gritar de júbilo: ¡era su familia!

—Mira, ¿ese no es Sander, el hijo del alcalde? —cuchicheó Grete emocionada, y le señaló a un chico alto de rasgos armoniosos, pelo castaño claro y ojos azules.

Liv y Hedda estiraron la cabeza para echarle un vistazo.

—Pensaba que estaba estudiando en Kristiania —dijo Hedda.

—Aun así puede venir de visita —opinó Liv.

—¿Cuánto tiempo se quedará? —preguntó Grete.

—¿Qué tiene de especial? —preguntó Áilu.

Las tres amigas la miraron incrédulas.

—¿Es que no tienes ojos en la cara?

Liv se inclinó hacia ella y susurró:

—Sander Andersen es el soltero más codiciado de Arendal.

Grete suspiró.

—Es taaaaan guapo…

—Pero vosotras sois demasiado jóvenes para él —soltó Áilu—. ¿De verdad ya estáis pensando en serio en casaros?

—¿Por qué no? —contestó Grete—. Mi madre tenía dieciséis años cuando se prometió con mi padre.

Los estudiantes habían llegado a la iglesia y estaban entrando, seguidos por el público en general. Aunque Áilu había estado varias veces con Solveig y Gunnar en misas, aún la impresionaba e intimidaba un poco el enorme recinto con capacidad para más de mil personas. Los arcos ojivales y columnas de ladrillo rojo contrastaban con las paredes y bancos blancos y la galería pintada de gris, que se extendía desde el órgano sobre la entrada por un lateral hasta el coro con el altar. Este estaba entre un púlpito cubierto a la izquierda y una pila bautismal a la derecha. En la parte frontal colgaba un cuadro que presentaba a Cristo el día de su ascensión a los cielos, rodeado de sus apóstoles e iluminado por una araña suspendida del techo.

Tras el servicio religioso, la comunidad se dirigió al Ayuntamiento, donde se izó la bandera al compás del himno nacional antes de que el alcalde pronunciara un discurso cuyas palabras se llevó el viento. Áilu, que estaba más alejada con su familia, intercambiaba miradas divertidas con Gunnar y Solveig por los gestos grandilocuentes con que Ove Andersen remarcaba su alocución, dotados de la solemnidad y dramatismo que requería la ocasión.

—El mundo se ha perdido un gran actor —susurró Solveig.

Gunnar se inclinó hacia ella.

—Tienes toda la razón. Ayer un paciente me contó que nuestro alcalde es un miembro activo de la Asociación de Amigos del Teatro y le apasiona la interpretación. Por desgracia, parece que su talento no se equipara a su entusiasmo.

Áilu soltó una risita y le dijo a Solveig:

—Apuesto a que tarde o temprano te pedirá que participes como actriz. Como reencarnación de la divina Kitty.

Solveig la amenazó en broma con el dedo.

—¡Qué descaro!

—¿Os apetece una excursión? —propuso Gunnar—. El tiempo es fantástico y hasta la fiesta de esta tarde hay tiempo.

—Buena idea —respondió Solveig—. Podríamos montar en el tren y descubrir un poco la zona. ¿Qué te parece, Helga?

—¡Estupendo! Nunca he ido en tren.

—Bueno, pues ya es hora —dijo Gunnar.

Al cabo de una hora iban los tres en un vagón del ferrocarril de vía estrecha que desde 1908 recorría por la ribera del Nidelv los dieciocho kilómetros hasta Froland. Mette les había preparado una improvisada cesta de pícnic. Ella prefirió quedarse en casa para adelantar un bordado para el que apenas tenía tiempo libre. Sven fue a la fiesta popular en la plaza del mercado, donde una banda de música tocaba sones de baile.

Áilu tardó un rato en acostumbrarse al fuerte traqueteo y la espesa columna de humo que despedía la locomotora y a veces les tapaba la vista del paisaje. Poco antes de llegar a su destino el tren cruzó el río por un puente alto y por fin se detuvo en la estación, que se encontraba fuera de la localidad, en un prado. Desde el puente Gunnar les había señalado una iglesia de madera en un montículo, y fueron paseando despacio hacia ella.

—¿No es aquí donde está enterrado el matemático Nils Abel? —preguntó Áilu—. El rector Bodin nos contó hace poco que murió en Froland.

—Vamos a verlo —propuso Gunnar, y abrió la verja del cementerio.

Junto a una haya descomunal encontraron una lápida de mármol negro con el nombre de Abel.

—Vaya, el pobre murió con solo veintiséis años —lamentó Solveig tras leer los datos.

Áilu asintió.

—Sí, qué triste. Aún se conserva un libro de texto de su etapa escolar donde su profesor escribió que Abel podría llegar a ser el mejor matemático del mundo. Murió poco antes de recibir el ansiado consentimiento para una plaza de docente. Tampoco pudo casarse con su prometida. Imaginaos, le pidió a un amigo que ocupara su lugar con su mujer, algo que acabó haciendo. —Sacudió la cabeza.

—Supongo que quería asegurarse de que ella estaría en buenas manos —dijo Gunnar.

—¿Y de qué murió? —preguntó Solveig.

—De tuberculosis —contestó Áilu. Gunnar soltó un suspiro y a Solveig se le ensombreció el semblante—. ¿He dicho alguna inconveniencia?

—No, cariño —contestó Solveig.

Gunnar rodeó a su mujer con el brazo.

—Solo es que en su familia existe una predisposición a esa maldita enfermedad. El padre de Solveig murió hace unos años de lo mismo.

—¡Oh! Yo… lamento haber hablado sin pensar y… —balbuceó Áilu.

Solveig le acarició las mejillas.

—No tienes que disculparte. Y no tengas miedo, no me pasará nada. Todo el mundo me cuida muy bien. —Sonrió—. Bueno, y ahora vamos a buscar un sitio bonito para nuestro pícnic. Tengo un hambre de lobo.

La celebración nocturna en el Ayuntamiento a la que el alcalde Ove Andersen había invitado a la familia del médico empezó con un banquete en el salón de fiestas, de cuyas paredes de color rojo Pompeya colgaban grandes cuadros paisajísticos. En una esquina había una pequeña orquesta y los invitados conversaban con música de fondo. En un frontispicio resplandecía un retrato del rey Håkon VII. Cinco enormes arañas iluminaban la estancia y hacía que brillaran los cristales y la vajilla.

—Parece que la concurrencia es selecta —murmuró Gunnar cuando se sentó entre Solveig y Áilu junto a una de las dos mesas largas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Áilu.

—Que solo han invitado a los ciudadanos importantes.

La muchacha abrió los ojos de par en par.

—¿Y nosotros somos parte de ellos?

—Bueno, eso parece —contestó Gunnar, y sonrió.

Áilu miró alrededor y descubrió en la mesa algunos rostros conocidos. El rector Bodin, el farmacéutico que suministraba los medicamentos a Gunnar, un naviero y su esposa —que había estado en la consulta hacía poco— y el reverendo de la iglesia de la Santísima Trinidad. Desde la otra mesa le saludó Grete, que había ido con sus padres. Su padre era empresario minero y concejal.

Hasta entonces Áilu no se había planteado qué posición social ocupaban sus padres. El hecho de que los tuvieran en alta estima y fueran miembros importantes de la comunidad le suscitó sentimientos encontrados. El orgullo se mezcló con el viejo miedo a que descubrieran sus orígenes. En caso de que así fuera, ¿seguirían siendo considerados ciudadanos respetables Gunnar y Solveig? ¿O los mirarían por encima del hombro por haber adoptado a una niña lapona?

—¿No te gusta? —preguntó Solveig.

Áilu estaba removiendo la sopa sin tomar ni una cucharada.

—Sí, claro, está deliciosa —afirmó, y ahuyentó los malos pensamientos—. Pero todo es fascinante, me siento como en un cuento.

Solveig sonrió.

—A mí también me pasó en mi primer baile. Estaba tan nerviosa que me dio hipo y casi me muero de vergüenza.

—¿De verdad? Pero si tienes don de gentes y seguridad en ti misma…

Solveig rio.

—Créeme, a tu edad era terriblemente tímida. Solo cambié cuando conocí a Gunnar.

Tras la comida retiraron las mesas para dejar espacio a la pista de baile. Grete se acercó a ellos con sus padres a presentarse. Mientras los adultos conversaban, las dos niñas fueron a investigar las otras tres salas de la misma planta, que estaban comunicadas por puertas de doble hoja. Había sofás y butacas para relajarse y conversar o admirar los retratos colgados de las paredes.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó Áilu.

—No lo sé exactamente —contestó Grete—. Algunos son miembros de la casa real y estadistas, pero la mayoría son comerciantes locales, religiosos y benefactores que han aportado algo a la ciudad. —Soltó una risita y señaló el cuadro de un hombre con bigote y cejas pobladas que miraba a las niñas con aire furibundo—. ¿Lo reconoces?

—¡Es tu padre! —exclamó Áilu.

—Hace dos años hizo una donación importante para el museo municipal. Mi madre se puso hecha un basilisco. Habría preferido comprar una casa de vacaciones con ese dinero.

—Y este, estimada señora Foss, es un retrato de Kitty Kallevig —dijo una voz masculina tras ellas.

Áilu se volvió y vio al alcalde a unos pasos con sus padres delante del retrato de una mujer morena de mirada melancólica. Grete le dio un codazo en el costado.

—¡Ahí está! —susurró casi sin aliento.

Junto al alcalde estaba su hijo Sander, que escuchaba sin apenas disimular su aburrimiento las alabanzas con que su padre colmaba a su ídolo.

Gunnar vio a Áilu y le hizo un gesto para que se acercara. Grete la siguió y se atusó el pelo.

—Ah, aquí tenemos a la señorita Foss —dijo el alcalde—. Sander, esta es Helga Foss.

Sander la miró y sus ojos brillaron fugazmente. La sonrisa reservada que esbozaban sus labios se ensanchó. Áilu sintió un nudo en el estómago: nunca un hombre la había mirado así. Por primera vez entendió el interés de sus amigas. Lo miró, sonrió con timidez y de pronto se percató de que la mirada del joven no iba dirigida a ella, sino a Grete, que estaba a su espalda.

Sin fijarse en Áilu, él le ofreció el brazo a Grete.

—¿Me concedes este baile? —preguntó, y señaló con la cabeza en dirección a la sala, donde sonaba un vals. Grete asintió y se dejó llevar.

Áilu se los quedó mirando aturdida, y notó cómo le subía la sangre a la cara. «Me considera una niña pequeña —pensó—. Ni siquiera se ha fijado en mí». Se le formó un nudo en la garganta.

—No te desanimes —le susurró Solveig—. Aún eres un capullo a la espera de florecer. Cuando llegue el momento, no podrás quitarte de encima a los admiradores.