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Oslo, marzo de 2011

Mielat saludó con la mano, se apartó de la columna y se acercó a ellas.

—¿Es que lo conoces? —preguntó Leene.

Nora se había quedado desconcertada, incapaz de moverse o decir nada.

—¿Quién es? —insistió Leene.

—Soy Mielat —contestó él en lugar de Nora—. Nos conocimos en Kautokeino, en casa de mi tío. —Se volvió hacia Nora—. Muchos recuerdos de Ante. Me dijo que tal vez te encontraría aquí. Ya casi había perdido la esperanza porque antes no te he visto al entrar.

Nora notó la mirada inquisitiva de Leene clavada en ella. Seguía físicamente paralizada mientras la cabeza le daba vueltas. Si había entendido bien a Mielat, no estaba allí por casualidad, sino porque quería verla. Era imposible, seguro que lo había entendido mal.

—Hemos llegado en el último momento —oyó que decía Leene, que por lo visto había decidido no esperar a que Nora recuperara el habla—. Me llamo Leene. Nora y yo trabajamos juntas.

Mielat le estrechó la mano.

—Entonces tú también eres educadora infantil.

Leene asintió y preguntó:

—¿Y a ti qué te trae por aquí? Oslo no está precisamente a la vuelta de la esquina.

Mielat soltó una risita.

—Es verdad. Pero vengo con frecuencia.

Leene puso cara de sorpresa.

—Tengo un proyecto de investigación en la universidad —aclaró Mielat—. Y he de acudir cada pocas semanas.

—Entiendo —dijo Leene—. ¿En qué disciplina?

—Lingüística y estudios escandinavos.

«¿Qué hace un criador de perros en la Facultad de Humanidades?», pensó Nora mirándolo. Él le devolvió la mirada y sonrió.

—¿No creías capaz de algo así a un joven pueblerino?

Nora sintió que le subía la sangre al rostro. ¡Qué vergüenza! ¿De verdad era tan fácil leerle el pensamiento? ¿Por qué no se le ocurría un comentario ingenioso, una respuesta aguda? ¿Por qué en la vida real no había un director invisible, como tenían los presentadores de televisión, que en caso de necesidad les indicara qué hacer o decir? ¿Y por qué no sonaba de una vez el maldito timbre que anunciaba el final del intermedio?

—¿Y qué investigáis? —preguntó Leene.

—Participo en un proyecto que investiga los orígenes de la creciente proporción de emigrantes en nuestra sociedad, cómo se interrelacionan la lengua, la cultura y la identidad y se influyen recíprocamente —explicó Mielat.

—Vaya, qué interesante —dijo Leene—. ¿Y cuál es exactamente tu tarea?

—Analizo el tema desde el punto de vista de los sami, ya que en realidad se encuentran en una situación comparable a la de muchos inmigrantes de otras culturas.

Leene se volvió hacia Nora.

—¿Te acuerdas? Hace poco reseñaron el proyecto en la revista de pedagogía.

Nora asintió y murmuró:

—Sí, ahora que lo dices, sí.

—¿Cuánto tiempo durará vuestro estudio? —inquirió Leene.

—Empezamos en 2008 y el año que viene queremos presentar los resultados.

Sonó el timbre y el público regresó a la sala.

—¿Nos vemos luego? —preguntó Mielat—. Podríamos ir a tomar algo. Aquí al lado hay un bar que está bien.

—Con mucho gusto —dijo Leene, y agarró del brazo a Nora para llevársela antes de que pudiera objetar nada.

La segunda mitad del musical se le pasó sin que se enterara demasiado. Tenía la mirada clavada en el escenario, donde los actores hablaban en su lengua incomprensible, y no lograba concentrarse en la traducción de la pantalla. ¿Dónde estaba sentado Mielat? ¿La veía? Intentó buscarlo con la vista disimuladamente, pero la sala estaba tan oscura que no veía nada.

Como una película en bucle, repetía mentalmente el encuentro con Mielat: cómo se había acercado a ella con pasos ligeros, cómo notó su mirada de ojos de lobo como un roce físico y el fresco olor del aftershave. Lo que había dicho y cómo. Se le encogía el estómago cada vez que llegaba al punto en que le leyó el pensamiento y comprendió que lo consideraba un tipo sencillo que estaba fuera de lugar en una universidad, igual que un reno en el ecuador. ¿Por qué aun así quería salir con ella y Leene? ¿Y por qué había ido al teatro? Seguro que no era para ver la obra, que el mes anterior se había representado en Kautokeino. No, él mismo lo había dicho: estaba allí por ella.

Un sonoro aplauso sacó a Nora de sus cavilaciones. Atormentada por la mala conciencia de apenas haber prestado atención, aplaudió con ganas. «Y ahora recobra la compostura —se dijo—. Ya has hecho bastante el ridículo».

De camino al vestíbulo, Leene dijo:

—Qué tonta que soy, se me había olvidado que la madre de Jens viene a casa esta noche y él está de viaje de negocios hasta mañana. Tengo que irme a casa.

—¿No decías que llegaba mañana?

Leene se encogió de hombros y esbozó una sonrisa pícara. Nora abrió los ojos de par en par.

—Por favor, no puedes dejarme sola con él…

—¡Claro que sí puedo! Sé cuando sobro. Por mí seguro que no ha venido. —Le dio un abrazo y añadió—: Que pases una noche maravillosa. ¡Y mañana quiero que me lo cuentes todo con pelos y señales! —Y se dirigió presurosa hacia la salida antes de que Nora pudiera contestar.

—¿Tu amiga no viene?

Nora se estremeció. No se había dado cuenta de que Mielat había salido de la sala detrás de ellas.

—Eh… no, tiene que ir a cuidar de su suegra —repitió la excusa inventada de Leene.

Mielat le abrió la puerta y cruzaron juntos el gran patio interior hacia un pasaje que desembocaba en Trondheimsveien. Nora libraba una lucha interna. ¿Debería poner una excusa y despedirse? Aún estaba a tiempo.

Mielat señaló la calle.

—En la siguiente esquina está el bar del que os hablaba antes. ¿Quieres que veamos si hay sitio?

—No creo que sea fácil a estas horas —dijo Nora.

Por la noche, los locales del llamado barrio teatral de Grünerløkka estaban muy concurridos, y sus predicciones se cumplieron. Todas las mesas estaban ocupadas y había mucha gente en la barra.

—Después de tanto rato sentada, prefiero dar un paseo y tomar el aire que estar en un bar abarrotado —dijo Nora, para su sorpresa. ¿No acababa de pensar en despedirse lo antes posible?

—Buena idea, a mí también me vendrá bien estirar un poco las piernas.

—No muy lejos está el parque Sofienbergspark. Si quieres podemos ir.

Se pusieron en camino en silencio y siguieron la calle Toftes Gate, que llevaba directamente al parque. El césped aún estaba cubierto de nieve y reflejaba la luz de la luna, haciendo que los árboles esmirriados parecieran aún más oscuros. De día el parque gozaba de gran popularidad gracias a su céntrica ubicación, y en verano también se utilizaba para organizar fiestas nocturnas. Aquella noche fría, en cambio, apenas había gente, aparte de algunas personas que paseaban a sus perros.

—Me alegro de que hayas aceptado la sugerencia de Ante y hayas visto la obra —dijo Mielat al cabo de un rato.

Nora sentía que el corazón se le iba a salir del pecho.

—No esperaba que volviéramos a vernos —comentó en voz baja—. Y jamás se me habría ocurrido que quisieras verme. Estabas muy enfadado conmigo.

—Es verdad, estaba enfadado, pero no contigo —repuso Mielat con calma—. Bueno, a lo mejor un poco. Pero sobre todo me dabas mucho miedo. Más bien estaba enfadado conmigo mismo, y me he arrepentido mucho.

Se detuvo. Nora levantó la cabeza y lo miró a los ojos, que a la luz de la luna parecían aún más misteriosos. Tragó saliva.

—¿Te has arrepentido? ¿Por qué?

—Por no haberme puesto de tu lado cuando Gáddja y Ealla fueron tan antipáticas contigo. Advertí demasiado tarde que no habías entrado con nosotros en la cabaña. Yo en tu lugar probablemente también me habría ido si…

—Pero estabas furioso conmigo. ¡Tendrías que haberte visto la cara!

—Ya —admitió Mielat—. Me comporté como los padres que han perdido a un niño y lo reciben con reproches aunque tengan ganas de darle un abrazo.

El cosquilleo que Nora sentía en el estómago se acrecentó. Se dirigieron hacia la iglesia de ladrillo situada en medio del parque, en un pequeño montículo.

—No te imaginas cuánto me alegré cuando Algo te encontró —dijo Mielat tras un breve silencio.

—¡Y yo! —El recuerdo de vagar por aquel páramo le provocó un escalofrío. Añadió en voz baja—: Sin ella nunca habría encontrado el camino. Me salvó la vida.

—Sí, allí el invierno es peligroso. Hace poco, a principios de marzo, unos jóvenes se encontraron con una tormenta durante una excursión en motonieve y se congelaron.

—¡Qué horrible! —Nora se estremeció de nuevo. Tras dar unos pasos preguntó—: ¿Cómo está Algo? Espero que haya superado el parto. Tenía remordimientos por haberla forzado tanto en su estado.

—No tienes por qué preocuparte. Esa perra es muy resistente, lo aguanta todo. Tres días después de nuestra excursión dio a luz cuatro cachorros sanos. —Era evidente el orgullo que sentía por el animal.

—Seguro que son preciosos. ¿No tienes alguna foto?

Mielat le lanzó una mirada divertida y Nora suspiró por dentro. Ya había vuelto a hacer el ridículo.

—Me gustan mucho mis perros, pero para mí son en primer lugar compañeros de trabajo. Además, no soy muy dado a las fotografías. No entiendo por qué las necesita la gente para acordarse de alguien.

—Ya. Pero yo me alegré mucho de que existieran fotografías de mi padre.

Mielat asintió.

—Lo comprendo, pero en realidad no las necesitabas. Si entendí bien a mi tío, viste a tu padre poco antes de su muerte. Eso vale más que cien fotos.

Nora pensó en su abuela, que se tomaba ese don misterioso con la misma naturalidad que Mielat.

—¿A ti también te ha pasado algo así? —preguntó.

Mielat sacudió la cabeza.

—No, por desgracia no. Pero eso no se puede forzar, es un don.

Entretanto habían llegado a la puerta de la iglesia. Se detuvieron y disfrutaron de las vistas del mar de luces de la ciudad, donde el parque parecía una isla.

—¿Echas de menos Finnmark cuando estás en Oslo? —preguntó Nora.

—No. Al contrario, siempre disfruto de los días que paso aquí. Pero no creo que pudiera volver a vivir exclusivamente en una ciudad. —Señaló el cielo, donde, aparte de la luna, brillaban algunas estrellas.

Antes de que Nora pudiera preguntar a qué se refería con «volver a vivir», Mielat continuó:

—Aunque solo sea porque aquí nunca se puede ver un auténtico cielo estrellado que merezca ese nombre. Y también añoraría la aurora boreal.

—Eso lo entiendo —comentó Nora—. Son realmente fascinantes, maravillosas…

—Igual que tú —susurró Mielat, que le cogió las manos y buscó sus ojos.

Se inclinó hacia ella, Nora bajó los párpados y percibió su aroma, que respiró a fondo. Sintió un mareo. Sin querer, levantó la cabeza y le ofreció los labios.

«¿Qué demonios estás haciendo?», le dijo su sentido común. Nora abrió los ojos, soltó las manos de Mielat y retrocedió un paso.

—Perdona, pero no puedo. A lo mejor suena anticuado, pero tú estás con Ealla y no quiero entrometerme…

Mielat levantó una mano.

—Ya lo sé, por eso no he venido a verte hasta ahora.

Nora arrugó la frente, confusa.

—¿Hasta ahora?

—Hasta que he estado completamente seguro.

—¿Seguro de qué?

—De que lo mío con Ealla se ha terminado.

Nora se lo quedó mirando. ¿Estaba intentando decirle que se había separado de Ealla por ella?

—Ya hacía tiempo que tenía la sensación de que nos habíamos distanciado. Mejor dicho, que en realidad nunca la había querido. Durante mucho tiempo no quise admitirlo, pero cuando te conocí ya no pude seguir engañándome —explicó Mielat.

—¿Ealla también lo ve así? Daba la impresión de estar muy unida a ti.

Mielat torció el gesto.

—Sí, y se esforzaba mucho en dejarlo claro. Ya hace meses que le dije que me faltaba algo importante en nuestra relación, pero no quiso saber nada, ni mucho menos aceptarlo.

—Entonces debe de haberle afectado mucho que hayas cortado.

Mielat se encogió de hombros.

—Me temo que ni siquiera lo ha asumido. Se ha convencido a sí misma de que no lo digo en serio.

Nora se mordió el labio: eso no sonaba a corte limpio.

—Pero tendrá que aceptarlo —continuó él, y buscó su mirada—. Lo digo en serio. Aunque te vayas ahora mismo y desaparezcas para siempre de mi vida, no volveré con Ealla. Se ha acabado definitivamente.

Nora tragó saliva y bajó la mirada. Tenía frío. Su cuerpo estaba ansioso por abandonarse en brazos de Mielat, y su cabeza se esforzaba por comprender el sentido de aquellas palabras para decidir si él era sincero.

—¿Estás bien? —Mielat parecía preocupado—. Estás temblando.

Nora asintió, incapaz de decir nada. Mielat estiró una mano, le cogió con suavidad la barbilla y le dio un beso. La joven sintió un estremecimiento placentero, en su mente saltaban chispas como si fuera una bengala. Abrió los labios, Mielat la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.

Cuando se separaron, ella balbuceó:

—Yo… perdona, pero… tengo que irme.

Se dio la vuelta y salió corriendo por el césped.