28

Arendal, primavera de 1920

El lunes por la mañana, Áilu estaba tan emocionada que no le cabía nada en el estómago. La tarde anterior Gunnar le había anunciado que después del desayuno irían al Ayuntamiento para empadronarse oficialmente en Arendal y luego Áilu debería escolarizarse. Solo de pensarlo sentía retortijones en el estómago.

Mette arrugó la frente al ver que Áilu dejaba intactos los gofres que había hecho especialmente para ella («¡Para que vayas bien alimentada un día tan importante!») y bebía solo una taza de leche caliente.

Gunnar le sonrió y dijo:

—Luego, cuando Áilu vuelva en sí, tendrá un hambre de lobos y arrasará con todas tus delicias.

Mette gruñó algo y salió del comedor.

Solveig le guiñó el ojo a Áilu.

—No te lo tomes mal. Su lema es muy significativo: una buena comida armoniza el cuerpo y el alma. De pequeña siempre me atosigaba con eso. Yo tampoco tenía hambre cuando estaba nerviosa. —Sonrió y añadió—: Pero no tienes por qué estarlo.

—No sé si lo de la escuela es buena idea —dijo Áilu en voz baja, y ladeó la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó Solveig enarcando las cejas—. Eres una chica muy lista, y con una buena formación luego podrás estudiar, si quieres.

—Pero no sé casi nada. En el orfanato apenas teníamos clases normales, más que nada nos hacían aprender de memoria textos farragosos.

Gunnar, que estaba sentado en la cabecera de la mesa entre Solveig y Áilu, se limpió la boca con la servilleta de lino almidonada y retiró el plato vacío en que Mette le había servido huevos revueltos con jamón.

—Tienes razón, es una vergüenza —dijo, y comentó a su mujer—: En la mayoría de esas instituciones creen que los niños deben aprender a ser obedientes y cumplidores para luego convertirse en hormiguitas trabajadoras, y ante todo dóciles.

Se volvió hacia Áilu.

—Estoy seguro de que, aun así, no tendrás dificultades para seguir las clases. Además, nosotros te ayudaremos, ¿verdad, Solveig?

—Naturalmente —contestó ella, y cogió la mano de Áilu sobre la mesa—. No temas.

Áilu forzó una sonrisa y Solveig la miró a los ojos.

—A ti te preocupa otra cosa —dijo.

Áilu tragó saliva. ¡Qué bien que la entendía ya Solveig! Como si realmente se conocieran de toda la vida, como si fuera su verdadera madre. Respiró hondo y preguntó:

—¿Los demás sabrán que antes estuve en un orfanato y que en realidad soy de Laponia?

—Si tú no quieres… —empezó Solveig. Se interrumpió y buscó la mirada de Gunnar, que le correspondió con la misma sorpresa.

—Ahora soy vuestra hija, ¿verdad? —preguntó Áilu. No paraba de tamborilearse la palma izquierda.

—¡Por supuesto! —exclamó Gunnar. Arrugó la frente y, tras una breve pausa, añadió—: Espero que no creas que tienes que renegar de tus orígenes por nosotros. —Y le lanzó una mirada inquisitiva—. Es una parte importante de ti, no pienses que nos molesta.

—¡No quiero ser «la otra» nunca más! —prorrumpió Áilu—. ¡Quiero integrarme!

Se levantó, salió corriendo de la habitación y subió a su habitación con la vista nublada por las lágrimas. Allí se dejó caer en la cama y se tapó la cabeza con la almohada.

—Querida, por favor, no llores.

La voz de Solveig se abrió paso entre los sollozos. Notó su mano en el hombro.

—No sabíamos que el orfanato hubiera sido tan duro para ti —dijo Gunnar, que había seguido a su mujer y estaba en la puerta.

Áilu se incorporó, se arrodilló delante de Solveig, que se había sentado en el borde de la cama, y abrazó la almohada contra el cuerpo.

—¿Qué pasó allí? —preguntó Solveig.

Áilu apartó la cara.

—Por favor, querida, no nos ocultes tus preocupaciones.

—Te hará bien hablar de ello y no guardártelo dentro —dijo Gunnar.

—¿Qué te hicieron? —insistió Solveig.

—Las otras chicas me trataban como una leprosa —contó Áilu con voz ronca.

—Pero ¿por qué? —preguntó Solveig.

—Porque era la salvaje primitiva que no entendía su idioma y tenía un aspecto distinto. Se burlaban de mí y me atormentaban. Era su esclava.

Cerró un momento los ojos, abrumada por los recuerdos de las primeras semanas en el orfanato. Volvió a sentir el mismo miedo, inseguridad y rabia que entonces.

Solveig se llevó una mano a la boca y musitó:

—Los niños pueden ser tan crueles…

—Sí, pero ¿de quién lo aprenden? —intervino Gunnar—. Por desgracia, esos prejuicios están muy extendidos, igual que la intolerancia.

Solveig miró a Áilu.

—Qué triste que hayas que tenido que pasar por semejante infierno tras la muerte de tus padres.

—No estaba allí porque mis padres hubieran muerto —repuso Áilu, y notó un nudo en la garganta.

Gunnar se sentó al lado de su mujer y arrugó la frente.

—¿Cómo puede ser?

Áilu explicó con la voz entrecortada:

—Hace cinco años me separaron de mi familia y me enviaron a un internado. Luego mis padres se fueron a Finlandia. Probablemente querían impedir que se llevaran también a mis hermanos. Por eso me dejaron en la estacada y no evitaron que me llevaran a ese orfanato, a cientos de kilómetros de distancia.

—¡Es horrible! —exclamó Solveig, con los ojos anegados en lágrimas.

—Nunca me buscaron, me abandonaron a mi suerte. —Se le quebró la voz. Se puso la almohada contra la cara y rompió a llorar.

Gunnar se aclaró la garganta y dijo con la voz tomada:

—Siento haberte hablado con tanta arrogancia antes. Entiendo que quieras olvidar esas experiencias, y haremos todo lo posible para que nadie te mire ni te trate mal por eso.

Áilu dejó caer la almohada en el regazo.

—Pero ¿cómo? Mentiríais si dijerais que soy vuestra hija.

—Pero es que lo eres —repuso Solveig, y tocó el brazo de Áilu—. Nadie tiene por qué saber que no eres nuestra hija biológica. Y como aquí nadie nos conoce, ni siquiera se plantearán esas preguntas.

—Y si alguien pregunta, algo que considero improbable porque te pareces mucho a Solveig, entonces nos permitiremos una mentira piadosa —dijo Gunnar.

—Pero se darán cuenta de que no he ido a una escuela normal.

Gunnar sacudió la cabeza.

—No necesariamente. Sabremos explicar por qué no has alcanzado el nivel de los chicos de tu edad. —Les hizo un guiño cómplice a las dos y les tendió la mano.

Solveig puso la suya encima, y Áilu la imitó.

—¡Somos una familia! —dijo Gunnar—. Si estamos juntos, nadie podrá con nosotros.

Áilu ya se había fijado en el Ayuntamiento cuando el barco entraba en el puerto. El elegante edificio encalado de blanco dominaba el paseo marítimo y, según Gunnar, era la casa de madera más alta de Noruega.

El alcalde, Ove Andersen, un hombre que rozaba la cincuentena al que acompañaba un asistente, les saludó con amabilidad y los condujo a la primera planta, donde se encontraba el registro de empadronamiento. Áilu necesitó un rato para entender lo que decía, pues pronunciaba blandas las consonantes p, t y l, se comía las erres y pronunciaba las terminaciones er como å. Así, Arendal lo pronunciaba «Ehndal».

Repitió en nombre de la comunidad cuánto lo satisfacía que el doctor Foss, un médico tan cultivado y competente, pasara a engrosar la lista de ciudadanos.

Tras una leve inclinación hacia Solveig y Áilu, añadió:

—Por no mencionar a su encantadora compañía femenina. Me alegro de que nuestra modesta ciudad tenga este honor, pues soy consciente de que en el ámbito cultural y científico no podemos estar a la altura de Kristiania.

Antes de que Solveig pudiera responder, añadió con orgullo:

—Aun así, estimada señora Foss, aquí no tendrá que renunciar del todo al entretenimiento de nivel. En 1832 Arendal, como cuarta ciudad de Noruega, abrió un museo público, tenemos una nutrida biblioteca, además de un teatro de casi trescientos años de antigüedad.

Echó un vistazo a la partida de nacimiento de Solveig, que estaba junto al resto de documentos familiares sobre un gran escritorio y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero ¡qué casualidad, o mejor, qué coincidencia! ¡Es usted de Copenhague! Catherine Kallevig se educó allí. Era una actriz genial y fundadora de nuestra Asociación de Amigos del Teatro. Kitty, como prefería que la llamasen, seducía a todos, además de por su encanto y estilo, por su formación. —Miró a Solveig con expresión extasiada—. Seguro que usted se habría llevado muy bien con ella y…

—¿Kallevig? —lo interrumpió Gunnar—. ¿No era el comerciante y propietario de la compañía naviera que hizo construir este edificio como su residencia?

—Sí, era su esposo —confirmó el alcalde—. Era el hombre más rico y poderoso de Arendal. Tras su muerte en 1827, Kitty vendió la casa a la ciudad y regresó a Copenhague —explicó, e hizo un gesto lastimero.

Áilu vio que Solveig reprimía una sonrisa. Probablemente le hacía gracia el arrebato del alcalde por una mujer que se había ido de Arendal mucho antes de que él naciera y sin duda había fallecido. A ella le llamó la atención otra cosa.

—¿Construyó esta casa enorme solo para su familia? —preguntó, sin poder creer que alguien necesitara tanto espacio.

—Bueno, no solo le daban un uso privado —aclaró Ove Andersen—. En la planta baja se encontraban los almacenes para las mercancías, y aquí, en esta planta, estaban los despachos del señor de la casa y las habitaciones privadas de la familia. La planta superior, con las salas fastuosamente decoradas, estaban destinadas a fines sociales. Hoy en día sigue siendo así. Si lo desean, se lo enseñaré con mucho gusto.

Gunnar sacudió la cabeza.

—Es usted muy amable, pero no queremos robarle más de su preciado tiempo. —Levantó una mano para atajar la réplica cortés del alcalde—. Además, tenemos prisa. Hemos quedado con el director de la escuela a la que irá nuestra Helga.

La desilusión que se dibujó en el rostro del alcalde fue muy graciosa.

—Entonces verán nuestras salas de fiesta en el banquete que celebraremos el día de la fiesta nacional. Por supuesto, serán mis invitados.

Después de que Gunnar agradeciera la invitación y Andersen acompañara a sus nuevos conciudadanos hasta el portal, se dirigieron a la escuela. Gunnar rodeó a Solveig con el brazo, entre risas.

—Tendré que andarme con cuidado contigo. Nada más presentarte en sociedad ya te has ganado un admirador.

Solveig le dio un golpecito juguetón en el brazo.

—Va, no es verdad. Nuestro alcalde está locamente enamorado de Kitty Kallevig, y ve en mí a una pálida sucesora.

Pasados unos minutos llegaron a la Videregående Skole, donde, tras siete cursos de educación primaria, se podía obtener un certificado real. Además, el enorme edificio con dos torres que recordaban a un castillo albergaba un instituto donde se podía estudiar tres años más y salir con el bachillerato.

Áilu siguió a Gunnar y Solveig con el corazón acelerado hasta el despacho del director. Sus miedos de que resultara similar a los rectores del internado y el orfanato se desvanecieron al tenerlo delante. Thorwald Bodin, un hombre escuálido que rondaba los sesenta años, daba la impresión de ser retraído, incluso tímido, pero sus ojos azul claro transmitían bondad. Áilu estaba segura de que, si era necesario, podía obrar con severidad, pero no cabía esperar de él indiferencia ni crueldad hacia los estudiantes. Se relajó y se concentró en Gunnar, que acababa de explicar que su hija hacía tiempo que no asistía a clase debido a una larga convalecencia tras una enfermedad que también había influido en su crecimiento y la hacía parecer más joven de lo que era.

—Así que a Helga le falta casi un año escolar entero —concluyó su historia—. Si usted cree, como esperamos, que aun así puede asistir al noveno curso, haremos todo lo posible para que se ponga al día. Contrataríamos a un profesor particular que le enseñara alemán.

—¿Podría ver sus últimas calificaciones? —pidió Thorwald Bodin.

Áilu contuvo la respiración, y Gunnar parpadeó.

Solveig bajó la mirada y dijo con gesto culpable:

—Me temo que con la mudanza nos las dejamos por descuido en las cajas de papeles viejos. —Se volvió hacia Gunnar y añadió, compungida—: Donde estaban tus certificados semestrales y los libros de estudios, ¡un desastre! No sé dónde tengo la cabeza.

Áilu vio que a Gunnar le costaba no reír y le guiñaba el ojo a hurtadillas. Luego vio fascinada cómo Solveig, entre coqueteos, se metía al director en el bolsillo. Lo miró directamente a los ojos y dijo con una sonrisa cohibida:

—Lo siento muchísimo. Debe de pensar que soy un ama de casa muy desordenada.

El director sacudió la cabeza.

—No, por favor. Las mudanzas siempre son un engorro, mientras solo se trate de documentos relativamente poco importantes…

—Por supuesto, solicitaré copias —le interrumpió ella con expresión diligente.

El director le hizo un gesto con la mano.

—Descuide, no es necesario. —Se volvió hacia Áilu—. Creo que vale la pena intentarlo. Hace poco que empezó el curso. En caso de que haya lagunas demasiado grandes, podrás cambiar a octavo. —Sacó su reloj de bolsillo del chaleco, lo abrió y echó un vistazo—. Será mejor que te lleve abajo antes del recreo.

Áilu tragó saliva y reprimió el impulso de salir corriendo. Thorwald Bodin los acompañó hasta la puerta. Solveig le dio un breve abrazo a Áilu y le puso algo en la mano: una bola de un material rosa transparente.

—Es cuarzo rosa —le explicó—. Me lo regaló mi padre antes de mi primer concierto en público, como amuleto. Estaba muerta de miedo. Creo que ahora te puede servir a ti.

Áilu apretó la bola, que estaba tibia.

—Gracias —susurró, y siguió presurosa al director, que ya la esperaba en la escalera.

Al cabo de unos instantes estaban delante de unos veinte estudiantes, chicos y chicas, del noveno curso, que al aparecer el director se habían levantado para saludarlo al unísono. Tenían clase de geografía con la señorita Lund, una mujer de unos treinta años de pelo rubio oscuro, cuyas formas voluptuosas contrastaban con la silueta angulosa del director. Llevaba un vestido estampado de colores alegres. Áilu no podía creer que esa criatura afable que asentía amablemente fuera profesora.

—Esta es Helga, la hija de la señora Foss y su marido, el médico que se encargará de los pacientes del doctor Persson en Høyveien.

Algunos niños asintieron y cuchichearon entre sí. Era obvio que conocían al anterior médico.

—Me gustaría que recibierais con amabilidad a Helga en vuestra clase y espero que la ayudéis a adaptarse rápido. —Le hizo un gesto con la cabeza a la profesora y salió del aula.

La señorita Lund le puso una mano en el hombro a Áilu y con la otra señaló un banco donde había un sitio libre.

—Puedes sentarte al lado de Grete.

Grete le sonrió y colocó sus cuadernos y libros, que estaban esparcidos por todo el pupitre, en su mitad. Como casi todos sus compañeros de clase, le sacaba una cabeza. Tenía el cabello tirando a rojizo y una nariz pecosa.

Cuando Áilu se sentó al lado de Grete, sonó la campanilla que anunciaba el recreo. La señorita Lund escribió presurosa los deberes en la pizarra mientras los alumnos se removían inquietos en sus pupitres, ansiosos por salir al patio.

Áilu se quedó sentada sin saber qué hacer, aferrando la bola de cuarzo rosa. Grete, que había sido una de las primeras en levantarse y dirigirse hacia la puerta con otras dos niñas, se volvió sonriente hacia ella.

—Ven con nosotras, te lo enseñaremos todo.

Áilu le devolvió la sonrisa y se levantó.

Grete señaló a una de sus acompañantes, una niña mofletuda con unas trenzas trigueñas.

—Esta es Hedda.

—Y yo me llamo Liv —se presentó la otra amiga, cuyo cabello rubio plateado le cubría la espalda hasta la cintura como un velo.

—Somos casi vecinas —continuó—. Mi familia también vive en Høyveien. Si quieres, luego podemos ir juntas a casa.

—Estaría bien —contestó Áilu.

—Pero ahora toca un recorrido por la escuela —anunció Grete con gesto grandilocuente—. Tienes que saberlo todo sobre este venerable edificio y su historia.

Hedda soltó una risita.

—Y sobre las rarezas de nuestros profesores.

Grete sonrió y las condujo fuera del aula.

Áilu recordó a Turid y sus amigas, que habían convertido en un infierno sus primeros meses en el orfanato. Y se preguntó si Grete y las demás la despreciarían igual si supieran quién era en realidad. ¡No debían descubrirlo jamás! Se tragó todas sus dudas y siguió a las niñas al patio.