Oslo, febrero-marzo de 2011
Kautokeino, 20 de febrero de 2011
Querida Nora:
Esta tarde ha venido de visita Bigga con los niños y me ha contado vuestro encuentro con Gáddja y Ealla. No sabes cuánto lamento el trato que te dispensaron. ¡Me avergüenzo de ellas!
Temía que mi hija pudiera tener prejuicios contra ti, pero me horroriza que sea tan terca y esté tan imbuida de odio. Aunque debería saberlo. Durante los últimos años ha ido defendiendo opiniones cada vez más extremas; por ejemplo, decidió sin consultar conmigo ni con Ukko que el funeral de Ánok se celebrara solo en sami y no fuera bilingüe. Nada le habría resultado más extraño a Ánok que semejante decisión. Tu padre era una persona generosa que recelaba de ese tipo de fanatismo, le repugnaba. Vio con preocupación cómo evolucionaba su hermana e intentó moderarla. Por desgracia fue en vano, por mucho que se esforzó.
Entiendo que el rechazo de Gáddja te hiriera, pero espero que por su comportamiento y el de Ealla no te cierres en banda con nosotros. Hablo también en nombre de Ukko y su familia cuando te pido que vengas a visitarnos en cuanto puedas para poder conocernos mejor. Por cierto, Ante y su hermana Pernilla también te envían saludos. Y la pequeña Lotta te echa de menos, lo dijo como mínimo cuatro veces mientras estuvo aquí con Bigga.
Esperamos pronto noticias tuyas.
RAVNA
Nora dejó la carta y miró por la ventana. Fuera oscurecía poco a poco. Cuando salió de la guardería pasadas las cinco, el sol crepuscular había teñido de rosa y rojo las delgadas nubes. En Kautokeino ya hacía dos horas que se había ocultado, pensó Nora. Si las estrellas no brillan, allí es noche cerrada.
Respiró hondo. Habría preferido tirar a la basura sin leer la carta de Ravna que acababa de recoger del buzón, pues le planteaba un dilema muy incómodo. Si bien la alegraba recibir unas palabras de cariño, no sabía cómo reaccionar.
En la semana que llevaba de regreso en casa había tratado de no pensar en su estancia en Finnmark, pero ahora volvía a recordarla con tanta nitidez que instintivamente buscó en el cielo las auroras boreales y creyó percibir el olor de la hoguera a orillas del mar y oír la fría voz de Mielat al verla tras perderse en el páramo de nieve. Para ser sincera, lo que más la inquietaba era pensar en él. El hecho de que Ravna no se hubiera referido a él le había sentado como una puñalada. Pero ¿por qué iba a hacerlo?, le preguntó su sentido común. Podía estar contenta de que Bigga no hablara abiertamente de la tontería que había cometido. Además, era más que improbable que Mielat le diera recuerdos para ella.
Nora se dirigió a la cocina. Se le había pasado el apetito de albóndigas con ensalada de patata que había comprado de camino a casa. Las guardó en la nevera y se sirvió una copa de vino. ¿Debería llamar a Ravna? No, aún no había llegado a ese punto.
Fue al salón, sacó una caja donde guardaba papeles de carta, sobres y sellos en un cajón de la vieja cómoda de madera y se sentó a la mesa de la cocina. Había pasado una eternidad desde la última vez que había escrito una carta a mano, aparte de las felicitaciones que enviaba por Navidad y los cumpleaños. Después de escribir la fecha y «Querida Ravna», se quedó mirando la hoja en blanco. ¿Qué debía contestarle a su abuela? Durante diez minutos se estuvo atormentando, soltó el bolígrafo, volvió a cogerlo, mordisqueó la punta y finalmente lo dejó en la mesa, enfadada. Reprimió el impulso de olvidarse de todo, volvió a coger el bolígrafo y escribió rápido unas líneas:
Oslo, 22 de febrero de 2011
Querida Ravna:
Muchas gracias por tu carta, me he alegrado mucho de recibirla. De verdad es una alegría haberte conocido, ¡y jamás se me ocurriría ponerte en el mismo saco que Gáddja! Por favor, no te preocupes por eso.
Por desgracia aún no puedo decir cuándo volveré a tener vacaciones. En cuanto lo sepa te lo diré para que podamos organizar un reencuentro.
Un abrazo,
NORA
Soltó el aire que sin darse cuenta había estado conteniendo. Escribió la dirección de Ravna en un sobre, le puso el sello, metió dentro la hoja plegada y lo cerró. Se puso la chaqueta de piel de borrego y salió de casa para echar la carta en el buzón y así deshacerse de ella. No quiso escuchar la voz que le preguntaba por qué tantas prisas, pues los buzones no se recogerían hasta el día siguiente por la mañana. Tampoco hizo caso de la mala conciencia que la corroía por haber despachado a Ravna con unas pocas líneas y una promesa vacía. No tenía intención de viajar al norte en breve.
Durante las semanas siguientes se sumió en su vida diaria en Oslo e intentó no pensar en sus experiencias en el norte. Aun así, igual que desde que sabía del embarazo de Leene se fijaba en que había madres jóvenes con cochecitos y bebés por todas partes, a cada paso topaba con cosas que le recordaban su viaje. Algunos días tenía la sensación de que la ciudad estaba en manos de futuras madres y plagada de anuncios de vacaciones en Laponia, carteles de exposiciones de artistas sami y folletos de entidades sami. En una hoja informativa para educadores y maestros leyó una noticia sobre la Samisk Barnehage, la guardería sami, que no estaba muy lejos de su lugar de trabajo en Tøyenpark, y a principios de marzo Leene le enseñó un anuncio en internet del museo etnológico, que a mediados de mes iba a organizar una jornada sami para toda la familia.
—Mira esto, ¿no crees que estaría bien para nuestros niños? —preguntó.
Nora se puso tensa.
—De todos modos queríamos llevarlos al museo, y seguro que se lo pasan en grande con algo así —continuó Leene, tan entusiasmada que no se fijó en la reticencia de Nora—. A decir verdad, yo misma siento curiosidad por la cultura sami.
Nora se esforzó por mostrarse indiferente.
—Bueno, no sé, seguro que estará repleto de gente. Mejor vayamos otro día.
Leene torció el gesto.
—Vamos, anímate. A mí me encantaría. Quién sabe cuánto más estaré en condiciones de hacer excursiones —dijo acariciándose la barriga, ya bastante crecida.
Para no dar motivos a que Leene hurgara en el motivo de su rechazo, Nora cedió y su amiga esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
Su esperanza de que el mal tiempo les impidiera hacer la visita no se cumplió. Era un día soleado de principios de primavera cuando Nora con sus leones y Leene con sus ardillas llegaron en autobús a la península de Bygdøy. En el terreno del Museo de Historia de las Culturas había más de ciento cincuenta construcciones típicas de todos los rincones del país, desde la Edad Media hasta el presente. Había incluso una iglesia de madera de la época vikinga procedente de Hallingdal.
Habían pasado muchos años desde la última visita de Nora. De niña iba a menudo con su madre a la isla de los museos: la idea de hacer en unas horas un recorrido por las regiones de Noruega y su historia le fascinaba y despertaba su imaginación. Los distintos trajes que llevaba el personal del museo ilustraban, además de la multitud de bunader, la diversidad de vestuarios. Nora paseaba entre las casas de campo de madera y las cabañas, muestras de una forma de vida tradicional muy influida por la agricultura. En los numerosos talleres y edificaciones de la primera época industrial le fascinaban las técnicas de artesanía, cómo se fabricaba el holán o cómo se tallaban y decoraban los baúles, armarios y otros muebles. Los molinos de cereales, aserraderos y otras instalaciones para moler mostraban la importante función de la fuerza hidráulica desde que Noruega producía su energía. En algunos talleres los visitantes podían ver trabajar a un velero, un ceramista o un platero. Por aquel entonces a Nora le interesaban especialmente los edificios urbanos: en las calles del gamblebyen había una hilera de casas de los últimos tres siglos del barrio antiguo de Oslo. Nora aún recordaba una tienda de principios del siglo XX en la se podían comprar bombones elaborados según recetas antiguas. En todas las visitas suplicaba a Bente que le comprara una bolsa de esas ansiadas golosinas.
Nora y Leene llevaron a sus niños desde la entrada principal por la gran plaza situada entre los edificios, donde se presentaban diferentes colecciones de objetos históricos, hasta la zona de la exposición sami. Junto a una cabaña había montada una gran tienda, una lavvu, como le habían explicado a Nora en el mercado sami de Tromsø. Llegaban justo a tiempo para la visita guiada. Una mujer de mediana edad vestida con un colorido kolt los invitó a sentarse en las pieles de reno dispuestas alrededor de una hoguera en medio de la tienda.
El pequeño Amal, que caminaba de la mano de su hermana Bhadra, miró intrigado alrededor y preguntó:
—¿Tu pappa también vivía en una tienda de indios así?
A Nora le sorprendió que aún recordara lo que les había contado sobre su padre, y al mismo tiempo fue dolorosamente consciente de que no podía darle una respuesta concreta. En las fotografías de la infancia que le había enseñado Ravna se veía una casa sencilla, pero no sabía si Ánok y su familia vivían en una tienda durante los meses de verano para estar cerca de sus renos. ¿Tenían un rebaño? Eran muy pobres. ¿De qué vivían los padres de Ánok? ¿Y por qué no les llegaba más que para lo básico?
—¿Nora? —Amal le tiró de la manga de la chaqueta y la miraba expectante.
—Perdona, estaba distraída.
Entretanto la tienda se había llenado. Sus niños y los de Leene ya estaban sentados a los pies de la cuentacuentos. Nora envió a Amal con ellos y se acercó a Leene, que había encontrado un sitio detrás y le hacía señas para que fuera con ella. A continuación la chica sami dio la bienvenida a los visitantes y les explicó brevemente una regla tradicional sin la cual no podía funcionar la vida de una familia muy numerosa en un espacio tan reducido: cada persona y cada cosa tenía su lugar en la tienda. Señaló el espacio a ambos lados del fuego.
—Aquí dormían los padres. Más hacia la entrada estaban los sitios de los niños, luego los invitados, y delante de todo, los sirvientes. Frente a la entrada estaba la cocina, que era un lugar sagrado en la época precristiana. Si venía un invitado, tenía que esperar en la entrada con los perros y la leña hasta que alguien le pidiera que se acercara al fuego. —Sonrió al grupo—. Bueno, y ahora os contaré una de nuestras leyendas.
Mientras los niños escuchaban la historia de un hombre que podía convertirse en oso, Nora pensó en su padre.
¿Le habría contado las leyendas de su pueblo, tal vez incluso aquella, si hubiera seguido con su madre? ¿Y lo habría hecho en sami? ¿Cómo habría influido en ella criarse con dos culturas? Aquellas preguntas la persiguieron todo el día, eran como la música de fondo que acompañaba el alegre alboroto que reinaba en el samenplassen, el asentamiento sami. Tras la hora de cuentos que la narradora terminó con un yoik sobre un oso, los niños salieron fuera en tromba para aprender a utilizar el lazo. Además, hicieron carreras en un prado nevado con raquetas que, según la tradición ancestral, estaban hechas con listones de madera curvados en forma de óvalo y una trama de cintas de piel. Entretanto repusieron fuerzas en la lavvu con carne de reno asada al fuego y pan tradicional antes de ir a ver a un hombre que les enseñó a tallar una taza con un cuchillo y una raíz tuberculosa. Dos chicas jóvenes les mostraron cómo se hacían las cintas decorativas que adornaban los trajes, las cofias y las bolsas. Antes de emprender de nuevo el camino de regreso a la ciudad, los niños pudieron ponerse trajes sami y hacerse fotografías.
La imagen de aquel heterogéneo grupo de raíces procedentes de diversos rincones del mundo con trajes de una cultura que les resultaba más extraña que la noruega hizo reflexionar a Nora. ¿De verdad podría acceder a sus raíces sami? Uno no podía asimilar tradiciones ajenas como si fueran una prenda de ropa y apropiárselas. Y ¿quería hacerlo realmente? ¿Para qué? Ella sabía quién era, ¿por qué tenía que definirse de otra manera solo porque su padre, que no había tenido ninguna presencia en su vida, tuviera otro origen?
Nora dejó a un lado su dilema. Le costaba admitir que sí era importante, igual que los niños fruto de un donante anónimo de esperma a menudo no se daban por satisfechos con no saber quién había aportado el otro cincuenta por ciento de su herencia genética. O como los huérfanos adoptados de otros países que más tarde, de adultos, querían saber a qué cultura, paisaje y sociedad pertenecían sus padres biológicos.
«No se puede comparar —le dijo a su voz interior para acallarla—. Yo sí que sé algunas cosas de mi padre y sus orígenes, y eso debería ser suficiente. Al fin y al cabo, mi vida está aquí. Ha llegado el momento de centrarme de nuevo en ella».
Al cabo de unos días, al abrir el buzón, Nora supo que no sería tan fácil como esperaba llevar su empeño a buen fin. Entre una factura y un folleto publicitario había un sobre con sello de Kautokeino.
De nuevo correo del norte. «¿No podría dejarme en paz? —pensó, resuelta a tirar la carta sin abrirla—. No seas ridícula», se reprochó. Abrió el sobre y sacó dos entradas para una exposición en el Schous Kulturbryggeri y una carta con una letra que no conocía.
Querida Nora:
Tu visita despertó el recuerdo de los viejos tiempos y de tu padre con una fuerza como hacía tiempo que no sentía. En 1981 asistimos a la representación de la primera obra de teatro en el recién fundado teatro Beaivvás de Kautokeino. Ayudamos a preparar la escenografía. Con motivo del trigésimo aniversario se ha recuperado Våre Vidder, se ha adaptado y se escenifica de nuevo. El 23 y el 24 de marzo se representará en Oslo. ¿Te apetecería verla?
En aquel momento significó mucho para tu padre participar en su montaje. A mi juicio, el tema sigue estando de actualidad, igual que hace treinta años. Así podrías hacer un pequeño viaje al pasado y respirar un poco el espíritu que tenía Ánok y todos nosotros entonces.
Espero tenerte pronto por aquí arriba, en el norte.
Saludos,
ANTE
La curiosidad por aquella obra de teatro en que había intervenido su padre se apoderó de la parte de ella que ya no quería saber nada de todo eso y añoraba la época en que aún no sabía nada de Ánok y sus orígenes. No tuvo que insistir mucho para que Leene la acompañara, pues quería aprovechar las últimas semanas de libertad antes del parto. Por muy contenta que estuviera, no le hacía ilusión pensar hasta qué punto el niño cambiaría su vida durante los años siguientes y el poco tiempo que le dejaría para asistir a espectáculos nocturnos.
Como las dos representaciones eran entre semana y el teatro no estaba muy lejos de la guardería, Nora y Leene fueron el miércoles directamente del trabajo al terreno de una antigua fábrica cervecera que unos años antes la ciudad había convertido en una zona cultural. El Schous Kulturbryggeri, que llevaba el nombre del antiguo propietario, alojaba, además del Riksscenen, un auditorio de música popular internacional y noruega, yoik y danzas populares, una academia de baile y el bar musical Schous Corner. En noviembre iba a abrir el Popsenteret, un museo de historia de la música noruega.
En el cruce de Thorvald Meyers Gate y Trondheimsveien que delimitaba la zona cultural había además un bar de tapas, antes de pasar a los teatros en el interior del recinto.
—¡Mira allí! —exclamó Leene, y señaló una señal que indicaba el camino a la Samisk Hus—. No sabía que estuviera aquí.
—Pues yo no tenía ni idea de que existiera algo así en este sitio —dijo Nora.
Leene la miró de reojo y sacudió levemente la cabeza, pero se abstuvo de hacer comentarios. Nora sabía lo que estaba pensando. Su amiga no entendía por qué no quería saber nada de sus orígenes sami ni tener contacto con otros sami, que los había y muchos en Oslo. Algunos incluso pensaban que la capital era el lugar de Noruega con mayor población sami.
El teatro Riksscenen era un edificio moderno. Al entrar, las trescientas butacas ya estaban casi ocupadas. Nora y Leene se dirigieron a las suyas en la tercera fila, desde donde tenían una buena vista del escenario y la pantalla en que se proyectaba la traducción al noruego de los textos sami. Leene hojeó el programa: «Våre Vidder: nuestros altiplanos, un musical rock en dos actos».
Leyó en voz alta:
—«En 1981 un grupo de jóvenes fundaron una compañía teatral a la que llamaron Beaivvás (Sol). Motivados por el conflicto de Alta, crearon el musical con el que en 1983 fueron de gira con una versión revisada».
—¿Entonces vamos a ver la tercera versión? —preguntó Nora.
Leene asintió.
—La han modernizado un poco y han incluido vídeos. Pero la trama básica es igual que hace treinta años.
Se apagaron las luces de la sala. Pese al austero decorado y los subtítulos, Nora enseguida quedó cautivada por la obra, una historia de amor con el trasfondo del conflicto entre los criadores de renos, que querían proteger sus pastizales, y los poderosos intereses de la minería, que extraía recursos minerales y quería crear nuevos puestos de trabajo. Un tema tan serio se abordaba con humor, bailes y números musicales. Los actores lo interpretaban con manifiesta alegría y a menudo recibían aplausos espontáneos.
Pasada una hora hubo un intermedio. En el vestíbulo, ambas amigas compraron dos limonadas y comentaron la obra. A Leene algo la distraía, pues no paraba de desviar la mirada más allá de Nora.
—¿Qué miras tanto? —preguntó esta.
—Un hombre muy guapo que no deja de mirarte, como si quisiera hipnotizarte por la espalda —contestó Leene.
—¿A mí?
Nora arrugó la frente, se volvió y se quedó de una pieza: a unos metros de ellas estaba Mielat, apoyado en una columna.