Arendal, primavera de 1920
Áilu hizo el viaje a Arendal como en estado hipnótico. Tras la monotonía a que la había condenado su existencia en el orfanato, se sentía abrumada por las impresiones del viaje, como arrastrada por la marea. En Bergen, ambos pasaron del barco correo de Hurtigruten a un vapor que en veinte horas los transportaría al extremo sur del país, y finalmente, por Kristiansand, del Atlántico a Skagerrak, donde se hallaba su destino.
Áilu estaba junto a Gunnar en la cubierta de pasajeros, en el lado que daba a tierra, y apenas podía creer que estuviera de nuevo de viaje por aguas noruegas. El paisaje le parecía mucho más agradable que en la costa expuesta a las tormentas del mar del Norte. Los islotes y grandes rocas entre los cuales se abría camino el barco, estaban cubiertos de plantas exuberantes. Gunnar se hizo visera con una mano y con el otro brazo señaló una isla.
—Si la vista no me engaña, allí está Hisøy. Es una de las dos islas grandes por las que tendremos que pasar para llegar a Arendal.
Áilu miró y se le aceleró el corazón. La ilusión por conocer su nuevo hogar se mezclaba con los nervios: ¿cómo la recibiría Solveig, la mujer de Gunnar? ¿Se llevarían bien? Advirtió que él también estaba inquieto y se relajó: Arendal también era nuevo para el médico. La idea de que sus padres adoptivos apenas conocieran la ciudad le infundía ánimos. Antes de su misión para vacunar, Gunnar había hecho una escapada para ver algunas casas que un agente le había buscado. Su esposa había pasado las últimas semanas en compañía de su ama de llaves, en un balneario en el sur de Alemania para huir del largo invierno septentrional. Gunnar no sabía si había llegado a Arendal antes que ellos, pero suponía que Solveig estaba de regreso, pues no había contestado a su último telegrama.
—¿Por qué abres la consulta en Arendal? —preguntó Áilu—. ¿Eres de la zona? ¿O tu mujer tiene familia aquí?
—No. Elegimos esta zona por el clima. A Solveig no le sienta bien el frío.
La expresión de preocupación que Áilu vio brillar por un instante en sus ojos traicionó el tono ligero de sus palabras. Antes de que pudiera insistir, Gunnar sacó de la bolsa la guía de viaje que no paraba de abrir últimamente para informarse sobre las peculiaridades del paisaje y las ciudades por las que pasaban. El libro, encuadernado con un cordel marrón, estaba escrito en alemán. Gunnar había adquirido la Guía de viaje Meyers-Noruega, Suecia y Dinamarca de 1911 durante una estancia de varios meses de investigación en Berlín, en un arrebato de nostalgia, según le contó a Áilu. Desde entonces aquel libro había sido su compañero fiel cuando viajaba por Noruega. Le apasionaban sus descripciones bien documentadas y sus útiles datos, y se regocijaba con las opiniones del autor sobre el país y su gente.
—Veamos qué dice sobre Arendal —dijo, y hojeó el libro—. Te lo traduzco: Arendal, 10 294 habitantes, es una de las ciudades más bonitas de Noruega, pintoresca por su ubicación frente a islas rocosas en la desembocadura del Nidelv, centro de los astilleros y las compañías navieras de la zona. Tiene una bonita iglesia gótica y un entorno precioso con pueblos encantadores. —Hizo una pausa y sonrió—. Suena muy…
—¿Bonito? —se burló Áilu.
Él rio y guardó el libro.
—Vamos a la proa —propuso—. Así veremos si la guía tiene razón.
A medida que avanzaban, el barco iba girando hacia Galtesund, que se encontraba entre las islas de Hisøy y Tromøy. Al final Áilu avistó la silueta de una ciudad en una península.
Gunnar la señaló.
—Eso es Tyholmen, el centro. Las dos amplias rías a derecha e izquierda lo salvaron del fuego que hace sesenta años destrozó la otra parte de Arendal.
Los edificios se volvieron más altos de repente, y por encima de todos se erguía un campanario de ladrillo rojo.
—Esa debe de ser la bonita iglesia gótica —dijo Gunnar—. Ahí está tu escuela. —Y señaló el edificio amarillo situado en el margen izquierdo del centro de la ciudad—. Y allí viviremos.
Áilu miró en la dirección que señalaba. Por detrás del barrio antiguo se alzaba una colina con casas de madera que desprendían un brillo blanco al sol en medio de una espesa vegetación.
—Realmente es muy bonita —reconoció ella, y sonrió—. ¿Qué significa Arendal?
—Vaya, buena pregunta. Creo que procede de la palabra arn del nórdico antiguo, que significa «águila».
—Entonces significa «valle de águilas». ¿Será que aquí hay muchas?
—Tal vez águilas marinas —afirmó Gunnar—. Por lo menos habría peces suficientes para ellas. El Nidelv debe de estar lleno de salmones.
Áilu asintió y volvió a mirar. El vapor pasó junto al paseo marítimo y atracó en la dársena derecha de la península de Tyholmen. La niña cruzó los brazos, se agarró los antebrazos y apretó. No estaba soñando: ahí delante estaba aquella ciudad que después del lúgubre orfanato parecía un paraíso. Y a partir de entonces viviría allí. Los ojos se le anegaron de lágrimas de modesta alegría.
Al cabo de media hora siguieron a un mozo que transportaba en una carretilla las maletas de Gunnar, el maletín de médico y las cajas con los rosales asentados en virutas de madera. Recorrieron los callejones de la ciudad, ascendiendo hacia el barrio que Áilu había visto desde el barco. En una calle que rodeaba la colina a media altura, el mozo se detuvo delante de una empalizada blanca. Detrás se erguía una casa de madera de tres plantas que superaba en altura a su vecina pero no tenía tejado a dos aguas, sino de copete arqueado. Los marcos de las ventanas tallados y las columnas a ambos lados de la entrada le daban un aire señorial.
Gunnar pagó al mozo, abrió la puerta y con un cabeceo indicó a Áilu que pasara delante. En el crujido de sus pasos en el sendero de grava se mezclaban sonidos que Áilu no supo identificar. Le recordaban remotamente a los tonos de la armonía desafinada con que se acompañaban las canciones durante el servicio religioso en el orfanato. Pero aquella música era distinta de los himnos o las canciones populares que Áilu conocía. Así sonaba la belleza, pensó mientras se le erizaba el vello de los brazos.
Gunnar le sonrió y anunció:
—¡Solveig está en casa!
Áilu entró en el vestíbulo, donde había una maleta del tamaño de una persona y varias sombrereras. A la izquierda, una escalera pegada a la pared llevaba a las plantas superiores, y a la derecha había una puerta con una ventana de cristal opalino tras la cual Áilu supuso que se instalaría el consultorio. Se paró un momento y escuchó la melodía que goteaba hacia ella desde la parte superior de la casa. Si los rayos de sol pudieran crear tonos, sonarían así, pensó, invadida por una sensación de pura felicidad.
La música se interrumpió.
—¡Gunnar! —llamó una voz aguda, y al cabo de un momento una figura delicada con el cabello ondulado bajó atropelladamente la escalera y se lanzó a los brazos del médico, que la levantó entre risas y le dio un abrazo antes de volver a dejarla en el suelo.
—Solveig, esta es Helga —presentó a la chica, y le hizo una seña a Áilu para que se acercara.
Su mujer cogió las manos de Áilu y las apretó mientras la observaba sonriente con sus ojos azul marino. Era un poco más alta que Áilu y tenía facciones suaves, aniñadas.
—Es tal como la describiste —dijo a Gunnar. Apretó más las manos de Áilu antes de soltarla—. Estoy muy contenta de que hayas venido —añadió, y con esa frase disipó cualquier duda sobre si estaba conforme con la decisión de Gunnar.
Áilu y su nueva familia apenas tuvieron descanso durante los primeros días en Arendal. Solveig había llegado con Mette, el ama de llaves, pocas horas antes que su marido y Áilu. Sven, el asistente de Gunnar, había organizado unos días antes la mudanza desde Kristiania. Abajo se había acondicionado la consulta de Gunnar. En las dos plantas superiores, donde se hallaban las habitaciones, la mayoría de los muebles ya estaban colocados en su sitio, pero por todas partes se amontonaban cajas, cestas y maletas cuyo contenido había que ordenar en los armarios, estanterías y baúles.
En la planta baja también estaba el salón, con una estufa de azulejos pintados con motivos marineros. Por una puerta de vidrio de dos hojas se veía la sala de música, donde se ubicaba el piano de cola de Solveig: el mueble de tres patas de la fotografía que Gunnar le había enseñado a Áilu. Lo sucedían una pequeña biblioteca con una chaise longue, dos butacas de lectura y un secreter, y un comedor con una mesa ovalada para ocho o diez personas. Al lado había una cocina muy espaciosa. En la planta de arriba estaban los dormitorios de Gunnar, Solveig, Mette y Áilu, además de un baño moderno con agua corriente y un retrete con ducha que Áilu solo conocía por los anuncios de periódico. El asistente ocupaba dos cuartos en la buhardilla.
Mette, una mujer fornida a la que Áilu ponía unos cincuenta años, se ocupó de poner remedio al caos rápidamente y a los pocos días reinaba en la casa un ambiente agradable. Supervisaba a Sven, un joven alegre que rozaba la treintena, que ayudó al médico a desembalar su instrumental y sus libros de consulta y se encargaba de los trabajos más duros en el jardín, de cortar leña y encender la estufa. Además había una mujer que acudía todos los días unas horas a limpiar, lavar y hacer remiendos. Mette casi no tenía un minuto libre y revoloteaba por todas partes dando órdenes, cuando no estaba en la cocina preparando la comida.
Al principio su carácter decidido, que le recordaba a la patrona del orfanato, intimidaba a Áilu. Sin embargo, enseguida se percató de que tras la aparente severidad se escondía una persona cariñosa que había dedicado su existencia al bienestar de su señora. Mette no dudó ni un segundo en considerar a Áilu, que había sido recibida con los brazos abiertos por Solveig, un nuevo miembro de la familia. Que encima la hija adoptada le ayudara de buena gana en las tareas domésticas y trabajara con habilidad, aún decía más en su favor. Pronto convirtió a Áilu en su aliada en sus constantes esfuerzos por mantener a Solveig apartada de las actividades que requirieran esfuerzo y no fuesen aconsejables para su delicada salud, y en hacerle la vida lo más cómoda posible.
Poco después de su llegada, Áilu estaba el domingo por la tarde con Mette delante de un gran armario del pasillo de la segunda planta ayudándole a ordenar la ropa de cama y las toallas. Solveig se había retirado a la biblioteca con un libro, y Gunnar se hallaba en el consultorio. Sven estaba cavando un bancal en el jardín para plantar los rosales de Molde. Áilu aprovechó la ocasión para interrogar a Mette y averiguar algo más de sus padres adoptivos. No tuvo que insistir mucho para que le hablara de Solveig.
—¿Cuánto hace que conozco a Solveig? —contestó Mette a la primera pregunta—. A ver, déjame pensar. Yo tenía catorce años cuando sus padres me contrataron de niñera de su hija pequeña. Solveig entonces tenía dos.
Le señaló con una sonrisa orgullosa una diminuta fotografía sepia que llevaba en un colgante al cuello, regalo de Solveig. Mette aparecía joven, con trenzas largas, delante de una imponente mansión junto a un carrito infantil. Tenía a un bebé en el brazo y miraba a la cámara con expresión solemne.
—¿Dónde es esto? —preguntó Áilu.
—En Copenhague, delante de la casa de los padres de Solveig.
—¿Es danesa?
Mette asintió.
—Sí, aunque no danesa pura. Los antepasados de su padre eran hugonotes huidos de Francia. De ellos heredó el cabello oscuro y los rasgos finos. Se parece mucho a su padre, que también era muy dulce. Su madre, en cambio, es una rubia espléndida.
—Perdona, pero ¿qué son los hugonotes? —preguntó Áilu, avergonzada por su ignorancia.
—Ah, no te apures. Yo tampoco lo sabía antes de conocer a la familia de Solveig. Eran los protestantes franceses, perseguidos y expulsados por los católicos. La mayoría huyeron a los países vecinos donde se había impuesto la Reforma, como Suiza, Holanda, Inglaterra, Irlanda y Alemania. Algunos también se instalaron en Escandinavia.
La muchacha asintió.
—¿Y Gunnar? ¿Él también es de Dinamarca?
—No, su familia es de Noruega, pero estudió una temporada en Copenhague y allí conoció a mi Solveig.
—Y cuando se casó con Gunnar, tú la acompañaste a Kristiania, ¿no?
—Exacto, como ama de llaves.
—¿Y no te costó dejar tu país?
—Bueno, un poco sí. Pero le tenía tanto cariño a Solveig que no podía imaginar hacer otro trabajo.
Áilu pensó que con los años se había creado un vínculo muy fuerte de confianza y afecto entre las dos, y que Solveig veía en Mette más a una amiga maternal que a un ama de llaves.
Mette colocó el último montón de toallas en el armario y cerró la puerta con una llave que se balanceaba en un manojo grande que le colgaba del delantal.
—¿Puedo ayudarte con algo más? —preguntó Áilu.
Mette sacudió la cabeza.
—No, gracias. —Sonrió—. Por cierto, en tu habitación aún faltan las cortinas. Vamos a escoger unas. —Señaló un baúl donde se guardaban telas y levantó la tapa—. ¿Qué te parece esta? —propuso, y le dio una tela brillante azul marino—. Quedaría bien con el dibujo celeste de la colcha de tu cama.
La muchacha asintió y acarició la gruesa seda. Era muy extraño tener una habitación entera para ella sola, y además poder decorarla y amueblarla con cosas bonitas. Gunnar había dicho que encargaría a un carpintero que le hiciera un escritorio con una silla a juego. La cama y el armario ropero eran de la antigua habitación infantil de Solveig y había que ir sustituyéndolos por muebles nuevos del gusto de Áilu, pero ella no quería saber nada de eso. Los muebles heredados le daban una sensación tangible de formar parte de su nueva familia y entrar en su tradición, más que los papeles de adopción.
Mientras Mette se disponía a coser unas cortinas con la tela, Áilu bajó, atraída por los sonidos del piano procedentes de la sala de música. Atravesó de puntillas el salón, se detuvo en la puerta abierta y observó a Solveig tocar. Para Áilu era pura magia que aquellas pequeñas manos arrancaran melodías tan maravillosas a ese enorme instrumento. Volaban por las teclas como por impulso propio, como arrastradas por un remolino invisible. Solveig tenía los ojos cerrados, parecía ensimismada, totalmente abstraída en la música. Se le habían formado dos manchas rojas en las mejillas pálidas, y le costaba respirar. Áilu sintió que se le encogía el corazón: de pronto entendió la preocupación de Gunnar por la salud de su esposa.
Como si hubiera notado la presencia de la muchacha, ella abrió los ojos y dejó de tocar.
—Perdón por la interrupción —dijo Áilu, y se dispuso a marcharse.
—¡No te preocupes, no me molestas! —respondió Solveig, y se dio la vuelta en la banqueta del piano hacia ella.
El brillo que emanaba de su rostro acrecentó la sensación de miedo de Áilu.
Solveig se hizo un poco a un lado y dijo:
—Ven, siéntate conmigo.
Áilu se acercó vacilante y se situó en el borde de la banqueta. No paraba de toquetearse una arruga de la falda y apenas se atrevía a mirar a Solveig. El silencio se prolongó. Áilu tenía ganas de levantarse y salir corriendo, era muy extraño para ella estar tan cerca de otras personas.
—¿Te sentirás a gusto con nosotros? —preguntó Solveig en voz baja. Su voz sonó tímida, casi temerosa.
Áilu levantó la cabeza, sorprendida, y la miró a los ojos, que la observaban con inseguridad.
—No querría estar en otro lugar —dijo.
Solveig soltó un suspiro y abrió los brazos. Áilu se acercó a ella, se apoyó en su pecho y aspiró el aroma dulce que la envolvió. Solveig le acarició la espalda. La muchacha rompió a llorar: había olvidado lo que se sentía al recibir un abrazo.