Kautokeino-Oslo, febrero de 2011
Nora se arrastró hasta los árboles y se apoyó en un tronco. Aparte de sus jadeos, que sonaban como sollozos, reinaba el silencio. Le temblaban las piernas. Nunca se había sentido tan extenuada y débil.
Una sombra oscura apareció en su campo de visión. No era una persona, tenía cuatro patas. Nora se quedó atónita: ¿un lobo? Aguzó la vista e intentó distinguir en la penumbra qué era lo que se movía. Parecía solo un animal, no una manada. Se dirigía hacia ella. Nora agarró un bastón y lo levantó como si fuera una lanza. Si era un lobo dispuesto a atacarla, estaba perdida, pero tampoco se dejaría devorar mansamente. Afianzó las piernas para tener buena estabilidad.
Sabía que en el norte de Europa había naturaleza virgen y animales salvajes como osos y lobos, cosa que siempre le había parecido muy interesante y le gustaba ver documentales televisivos sobre el tema. Sin embargo, nunca habría imaginado verse expuesta e indefensa en un paraje como aquel.
De repente el animal soltó un ladrido. Nora suspiró aliviada: no era un lobo. Al cabo de un instante, la perra de Mielat saltó sobre ella y se puso a lamerle las mejillas.
—¡Algo, bonita! —Nora la abrazó y le rascó detrás de las orejas. Se le llenaron los ojos de lágrimas de agradecimiento.
Algo le dio un empujoncito en las corvas, avanzó unos metros, volvió la cabeza para mirarla y se puso a ladrar. Nora la siguió sin vacilar: el cansancio y la desesperación se habían desvanecido. La perra procuraba estar siempre a la vista y cada tantos metros se volvía para mirarla. Al cabo de media hora llegaron a la orilla del lago, y poco después Nora vio el resplandor de una hoguera. Reconoció varias siluetas: Algo la había llevado con los demás. Bigga fue la primera en verla, le hizo señas de que se acercase, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y habló un momento.
—¡Nora, gracias a Dios! —Bigga guardó el teléfono y le dio un fuerte abrazo.
Lotta apareció corriendo por detrás de su madre y se aferró a las piernas de Nora.
—¡Teníamos tanto miedo por ti! Papá y el tío Mielat te están buscando por todas partes.
—Llegarán enseguida —anunció Bigga—. Les acabo de informar que has aparecido.
Nora miró al suelo, abochornada.
—Lo siento, ha sido una estupidez.
—¡Y que lo digas! —se oyó de repente la voz de Mielat, que se acercó al fuego, se quitó los guantes y se frotó las manos sobre las llamas. Parecía querer decir algo más, pero se calló cuando Bigga sacudió la cabeza.
—Ahora necesitas beber algo caliente —le dijo a Nora, al tiempo que desenroscaba la tapa de un termo.
Nora tenía las manos tan entumecidas que Bigga tuvo que ayudarla a llevarse a la boca la taza de té. Mielat se ocupó de darle un premio a Algo.
Ealla, que se había mantenido en un segundo plano, se acercó a él sin dignarse mirar a Nora y dijo:
—Qué manera tan rara de hacerse notar. Pero muy eficaz, ya que durante horas no se ha hablado de otra cosa. —Su voz rezumaba desdén.
Bigga la miró suplicante y luego le dijo a Nora:
—No le hagas caso. Lo importante es que has vuelto sana y salva.
Nora se aclaró la garganta y dijo con voz ronca:
—¿Cómo me ha encontrado Algo?
Bigga señaló a Lotta, que llevaba la bufanda roja de Nora al cuello.
—La perra olfateó la bufanda y siguió tu rastro. —Esbozó una sonrisa pícara—. Mielat consiguió hacerle entender de alguna manera que eras una especie de reno extraviado que tenía que volver con la manada.
Nora buscó los ojos de Mielat para darle las gracias, pero él la miraba furibundo. Ealla, que lo había cogido del brazo, lucía una sonrisa triunfal. Nora bajó la cabeza y no dijo nada. Habría dado cualquier cosa por desaparecer de allí, lejos de la maldita Laponia, donde no era bienvenida. Gáddja y Ealla tenían razón: no se le había perdido nada allí.
Mientras deambulaba, Nora había perdido la noción del tiempo, así que le sorprendió que apenas hubieran pasado tres horas desde que se había ido. De todos modos, ya no podía plantearse volver a casa de Mielat con los esquís. Como en la cabaña de Duvre había poco espacio para que pernoctaran todos, decidieron dividir el grupo.
Mielat se quedó con Ealla y su madre en casa de Duvre. Nils, que había regresado a la hoguera poco después que él, se unió a ellos. Quería aprovechar la ocasión para al día siguiente ver sus renos, ya que se encontraban en las inmediaciones. Bigga quería volver a Kautokeino con los niños, y tomó prestada la oruga para la nieve de Duvre junto con el remolque. Esta vez Lotta no tuvo que suplicar para que Nora fuera con ellos. La idea de pasar la noche en un espacio reducido con gente que la detestaba le resultaba insoportable. Aceptó agradecida el ofrecimiento de Bigga de ir con ellos, recoger su equipaje de camino y pasar la noche en su casa. Así por la mañana podría tomar tranquilamente el autobús al aeropuerto de Alta.
Veinticuatro horas después, Nora iba en el avión con destino a Oslo. Se reclinó en su asiento y cerró los ojos. La irritación en la garganta y la pesadez que sentía en la cabeza confirmaron lo que había temido al despertar: se había resfriado. A eso se sumaban unas agujetas terribles. Le dolía todo el cuerpo, pero peor que esos dolores físicos era la vergüenza que la reconcomía. Con su escapada insensata al desierto de nieve había dado la razón a Gáddja y Ealla, y había causado una impresión de lo más ridícula, sobre todo para Mielat, cuya mirada de enojo aún recordaba. La simpatía que tal vez sintiera por ella se había esfumado. Además, seguro que medio Kautokeino estaba cotilleando sobre ella, pues en esas regiones las novedades se propagaban rápido. Por eso tampoco había pasado a ver a Ravna y Ukko, aunque le habría dado tiempo, ya que el autobús a Alta salía a última hora de la mañana.
Le costaba creer que desde el viernes, cuando había viajado con su madre Bente, solo hubieran pasado diez días. Le habría gustado retroceder en el tiempo y no haber viajado nunca al norte. «Pero bueno, no te lo tomes así —se dijo—. Podría haber sido mucho peor. En Oslo nadie sabe lo de tu ridícula excursión, y a los demás no los volverás a ver nunca».
Cuando, al cabo de dos horas, atravesó el vestíbulo del aeropuerto Gardermoen con su maleta de ruedas, estaba resuelta a cerrar de una vez por todas el capítulo «búsqueda de las raíces paternas». A partir de ahora se centraría en su propia vida. Dejó el equipaje en casa, se dio un baño caliente, tomó una infusión para el resfriado y se tumbó en la cama. Enseguida se sumió en un profundo sueño del que despertó al día siguiente a la hora acostumbrada.
El día empezó bien. El dolor de garganta no había empeorado y la nebulosa de la cabeza había desaparecido. De camino al centro infantil entró en su restaurante preferido de Thorvald Meyers Gate, se sentó en una cómoda butaca y tomó café y un croissant antes de llegar puntualmente a las siete y media a su lugar de trabajo.
Los niños de su grupo de leones la saludaron con ímpetu. Leene, con quien tenía el turno de pausa para el desayuno, le dio un fuerte abrazo y se alegró de su regreso.
Mientras pelaban naranjas y cortaban manzanas en cuartos, dijo:
—¡Estoy ansiosa por saber cómo fue! ¿Quieres que vayamos a comer algo después del trabajo? Así me lo podrás contar todo.
Nora dudó un momento.
—No lo sé, estoy un poco floja y…
—¡Va, por favor! —exclamó Leene—. ¡Me muero de curiosidad! Además, estoy sola en casa, Jens está en Copenhague por trabajo, y no tengo ganas de comer sola. Por otro lado, hace mucho tiempo que no hablamos tranquilamente.
—Vale, vale —cedió Nora, y levantó las manos como si se rindiera.
—Buena idea, yo también me apunto.
Nora y Leene no habían visto a Petrine, que estaba en la puerta de la cocina que conectaba con la sala de descanso.
—Espero que hayas hecho muchas fotos —dijo—. Yo y Lasse estamos pensando en hacer un viaje por Noruega en nuestra luna de miel. Seguro que puedes aconsejarnos sobre lo que hay que ver en el norte.
—En cuanto a las fotografías, me temo que soy un desastre. Ni siquiera pensé en hacer fotos. Estaba demasiado absorta en observarlo y asimilarlo todo.
Petrine se quedó perpleja. Ella volvía de la excursión más breve con un montón de fotografías digitales para luego enseñarlas en una tableta que se había comprado expresamente para ello.
—Bueno, no pasa nada —dijo en un tono que apenas disimulaba su disgusto—. Bueno, nos vemos luego. Yo y Lasse hemos descubierto un local italiano precioso, seguro que os gusta.
Cuando se fue, Nora soltó una risita.
—Yo y Lasse… la medida de todas las cosas.
—Sí, desde que anunció su compromiso es todo el tiempo así. Y siempre en ese orden: yo y Lasse —dijo Leene, y puso cara de desesperación—. Lo siento, tendría que haberla visto, pero es que tiene una manera de acercarse con sigilo…
—No importa. Ya quedaremos las dos lo antes posible —contestó Nora sonriendo, y se alejó presurosa con una bandeja de fruta para los niños, que se estaban pintando unos a otros con rotuladores.
La intromisión de Petrine la había molestado menos de lo habitual. Al contrario, la salvaría de contarle su viaje a Leene, quien tampoco podría bombardearla a preguntas.
La decoración del restaurante italiano al que las llevó Petrine era, para el gusto de Nora, demasiado fría y sofisticada, pero los platos de pasta, risotto y carne estaban muy buenos. Mientras comía sus tortelloni rellenos de setas, Nora dejó que le contaran lo que había pasado en el centro durante su ausencia. Leene le puso al día y terminó diciendo:
—Ya ves, no ha pasado nada especial.
—Qué iba a pasar de especial… —dijo Petrine—. Solo has estado fuera una semana. Es mucho más interesante lo que has vivido tú, ¿no? —Y se volvió hacia Leene en busca de apoyo.
Antes de que Nora pudiera decir nada, Petrine continuó:
—Debe de haber sido muy impactante que tu padre muriera poco antes de vuestro primer encuentro. —Mientras enrollaba los tagliatelle con salsa de salmón, preguntó—: ¿O fue más bien un alivio para ti?
Leene arrugó la frente y se aclaró la garganta. Petrine se volvió hacia ella.
—Podría ser, ¿no? Lo de conocerse tan tarde podría haber salido fatal, sobre todo porque al ser sami tenían un bagaje muy distinto.
Leene respiró hondo y sacudió la cabeza.
Nora se enderezó y dejó los cubiertos.
—¿A qué te refieres?
—No te lo tomes a mal, pero en parte son muy peculiares —respondió Petrine—. Tanto alboroto por el derecho a mantener su lengua y sus tradiciones, como si fueran mejores que las nuestras solo porque son antiguas. Y recuerda las disputas que tuvo el Gobierno con ellos respecto a la riqueza del subsuelo en Finnmark. No paraban de decir que íbamos a explotar y degradar sus tierras ancestrales.
—Bueno, a fin de cuentas se trata de los pastos de sus renos, es comprensible que… —dijo Nora.
Petrine no se amilanó.
—Pero ¡si son los renos los que destrozan el entorno! ¡Mira los daños que provocan en los bosques! No entiendo por qué los sami dicen que viven en comunión con la naturaleza. ¡Eso solo funciona para su propio provecho!
Petrine cada vez hablaba más alto. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. Leene lanzó una mirada a Nora, que vio reflejada en ella su propia estupefacción. No sabía que Petrine pensara así.
—¿Has conocido alguna vez a un sami? —le preguntó.
—Yo no, pero mi padre tenía discusiones a menudo con ellos.
—Ah, ya entiendo —contestó Leene.
Nora la miró confusa.
—El padre de Petrine trabajaba para Statoil —le explicó Leene.
Nora asintió. El hecho de que el padre de Petrine estuviera contratado por la empresa estatal de petróleo y gas explicaba en parte sus reservas. De todos modos, Nora supuso que además intervenían fuertes prejuicios que le recordaban a la actitud del padre de Bente. Por lo visto, Petrine también opinaba que los sami, mientras no se adaptaran sin rechistar a la sociedad noruega, eran ciudadanos de segunda que sembraban la discordia con su retraimiento en su propia cultura y no tenían derecho a una igualdad real. Y no era la única. En diversas ocasiones a Nora le había llamado la atención que se considerara a los sami elementos folclóricos, pero al mismo tiempo no se les tomara por ciudadanos de pleno derecho.
—¿Por qué los sami no pueden buscar su propio beneficio como todos? —preguntó—. A ti también te molestaría que alguien te colocara una tubería en el jardín o te expropiaran porque quieren excavar en tu terreno en busca de petróleo y gas.
—Statoil vela por los intereses comunes, es una empresa estatal —repuso Petrine con aspereza—. Todos tenemos que aceptarlo.
—Bueno, pero resulta raro que la supuesta igualdad de los sami no tenga ninguna importancia cuando se trata de intereses materiales —dijo Leene—. No hace mucho tiempo, creo que en 2003, Noruega firmó un contrato con la Unión Europea para explotar las riquezas del subsuelo de Finnmark sin implicar a los sami.
Nora la miró atónita.
—No sabía que estuvieras tan bien informada.
Leene sonrió.
—Bueno, desde que me hablaste de tu padre he indagado un poco. Debo admitir que antes yo también tenía tópicos en la cabeza. —Miró a Petrine—. El tema es mucho más complicado de lo que pensaba.
Petrine se encogió de hombros, masculló algo y se llevó a la boca una cucharada de fideos.
Leene le guiñó el ojo a Nora, que le sonrió y cambió de tema.
—¿Cómo van vuestros planes de mudanza?
Como el embarazo de Leene discurría sin sobresaltos, era obvio que ella y Jens iban a necesitar una casa más grande.
—Aún no nos hemos puesto de acuerdo en qué queremos y dónde. Jens preferiría mudarse a las afueras de la ciudad, en un lugar con más naturaleza, pero yo estoy muy a gusto en nuestro barrio actual.
—Lo entiendo, yo tampoco tendría ganas de irme de Grünerløkka —dijo Nora.
La casa de Leene se encontraba cerca de su calle en St. Hanshaugen, una zona animada con muchas tiendas, cafeterías, parque y vida nocturna que se llenaba de los estudiantes de los institutos cercanos.
—Entonces haced como yo y Lasse —intervino Petrine—. Queremos alquilar una cabaña en la montaña, aparte de nuestro piso en la ciudad. Probablemente la misma a la que vamos siempre para las vacaciones de Pascua. De forma provisional, claro, hasta que podamos comprarnos una.
Mientras Leene y Petrine comentaban las ventajas y desventajas de tener una cabaña de propiedad, Nora se sumió en sus pensamientos. Comprobó sorprendida que la aversión de Petrine la había afectado más de lo previsible. Aparte de que su opinión le parecía cuestionable, se sentía personalmente afectada. No, no personalmente, más bien por Ravna, Ukko, Ante, Pernilla y sus familias, incluso por Gáddja y su hija Ealla. Ni siquiera ellas merecían ser juzgadas de una forma tan drástica.
¿Cómo una mujer moderna y con formación como Petrine podía mostrar semejante estrechez de miras? Si realmente pensaba así, probablemente trataba a los niños inmigrantes del centro buscando despojarlos de las tradiciones y cultura de sus países de origen para convertirlos en «auténticos» noruegos, fuera lo que fuese eso. ¿Ella era una verdadera noruega, a ojos de Petrine? Nora reprimió un suspiro. No por Petrine, le daba igual lo que pensara de ella, pero acababa de comprender que no podría desprenderse tan fácilmente de las «raíces sami» como había imaginado en el vuelo de regreso a Oslo.