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Møre og Romsdal, primavera de 1920

Áilu salió sin detenerse del edificio. Los pies le iban solos hacia los establos. A medio camino se detuvo, volvió atrás y caminó hacia los huertos frutales. Aún no podía mirar a los ojos a Jonte, necesitaba estar sola y reflexionar. La persistente llovizna había cesado, algunas gotas caían de los árboles en la hierba marchita del año anterior. Redujo el paso para no resbalar en el suelo mojado. En las ramas aún no había hojas. Junto a los cerezos se abrían los primeros brotes, y los crocos sacaban sus flores azules y amarillas de la tierra reblandecida, algo que Áilu intuía, pues en la penumbra no veía bien. Se subió a «su» manzano y se sentó en la rama que ya le había servido de escondite en otras ocasiones. Se apoyó en el tronco y alzó la vista hacia el cielo. El manto de nubes se había abierto y dejaba entrever algunas estrellas.

No había vuelto allí desde la noche en que había decidido olvidar su antigua vida. Como entonces, debía tomar una decisión muy importante para su futuro. La oferta del doctor Foss le parecía sumamente esperanzadora y deseaba aceptarla. Sin embargo, no sabía nada de aquel médico ni de la vida que tendría con él y su esposa. ¿Encajaría? ¿Y si no estaba a la altura de las expectativas del matrimonio? ¿La devolverían allí o la enviarían a otro orfanato?

Cerró los ojos y escuchó en su interior. No tuvo dudas: el miedo a arrepentirse si no se iba con Foss era más fuerte que sus otros temores, también el de herir a Jonte, aunque no le resultara fácil decírselo. Respiró hondo, abrió los ojos, saltó de la rama y fue corriendo al establo. Al entrar, Jonte asomó la cabeza de su cuarto y puso cara de sorpresa.

—¿Lys? ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No deberías estar en el dormitorio hace rato?

Ella se encogió de hombros.

—Sí, es verdad. Pero tengo que hablar contigo.

Jonte asintió y la invitó a entrar con un gesto. La chica se sentó enfrente de él en la mesa. Clavó la mirada en las vetas de la madera mientras buscaba las palabras adecuadas. ¿Cómo debía decírselo? Al cabo levantó la cabeza, y Jonte la miró a los ojos.

—Te vas. —No era una pregunta.

Áilu tragó saliva.

—¿Cómo lo sabes…?

—Desde que esta mañana volviste de la vacunación te noto inquieta. Es lo mismo que les pasa a las ocas cuando en otoño los ánsares comunes vuelan por encima del fiordo rumbo al sur.

Áilu se aclaró la garganta.

—Aún no lo he decidido…

—Claro que lo has decidido.

Qué bien la conocía. La muchacha desvió la mirada. ¿Estaba enfadado con ella?

Jonte se inclinó hacia ella por encima de la mesa.

—Lys, no pasa nada. Por supuesto, Beana y yo te echaremos de menos, pero no tienes que pudrirte aquí por nosotros. En algún momento tendrás que irte del orfanato de una forma u otra.

—¿Por qué? Tú nunca has salido de aquí.

—Bueno, a mí no me quiere nadie. ¿Adónde iba a ir yo? Nadie me espera. Además, ni siquiera conozco el mundo de ahí fuera. —Su voz sonaba triste.

Áilu sacudió la cabeza.

—Podrías conocerlo —repuso—. Estoy segura de que hay muchos sitios donde podrías ser feliz. Más feliz que aquí.

Jonte ladeó la cabeza y la miró.

—Bueno, puede ser. Pero por lo menos aquí sé a qué atenerme.

Áilu no aguantaba más. Se levantó del taburete y exclamó:

—No soporto la idea de que pases aquí el resto de tu vida, donde te desprecian y te tratan como a un leproso.

—Helga, ¿dónde te has metido? ¡Ven ahora mismo o ya verás!

La voz de la patrona sonaba iracunda. Áilu miró fuera del cuarto y la vio al otro lado del establo, en la puerta.

—Pero ¡qué te has creído, irte así, mocosa malcriada! Te mereces una tunda —siguió riñéndola.

Áilu se preguntó por un momento por qué la patrona se limitaba a amenazarla y no arremetía para darle un coscorrón o un tirón de orejas, como solía hacer sin vacilar.

Se volvió hacia Jonte y susurró antes de salir corriendo hacia la puerta del establo:

—Por favor, piénsalo.

Aquella noche Áilu no pudo conciliar el sueño. Aún resonaban en sus oídos las últimas palabras de Jonte. Ella también sabía a qué atenerse en el orfanato del Buen Pastor, en cambio no sabía qué le esperaba si entraba en la vida del médico. ¿Tenía razón Jonte? ¿Era mejor conservar lo conocido, aunque ofreciera pocas posibilidades de futuro? ¿Eran comparables sus situaciones? En su fuero interno Áilu sentía que no lo eran, y Jonte opinaba lo mismo, de lo contrario no la habría animado a aceptar la propuesta de Foss. ¿O solo lo había dicho para que la despedida fuera más fácil? ¿Podría vivir con la idea de haberlo dejado en aquel agujero?

Una voz discreta tomó la palabra: «¿Y qué pasa con tus padres? ¿Qué dirían si fueras la hija de otras personas?». Áilu se acurrucó. ¿Debía dejarse adoptar por aquel médico y su mujer? ¿No significaría una traición? Se sentó y respiró hondo. No, no lo era. Ella no había dejado en la estacada a su familia, no se había largado para entregarse a un futuro de huérfana.

Cuando al despuntar el día sonó el gong que despertaba a los niños, por una parte Áilu se sintió aliviada porque las cavilaciones habían llegado a su fin. Por otra, habría preferido taparse la cabeza con la manta y hacerse la muerta, pues el momento de decidirse era inminente. Reprimió un suspiro, se levantó y siguió a las otras niñas al lavabo. Durante el oficio y el posterior desayuno buscó en vano con la vista al doctor Foss. Dado que el rector tampoco apareció en el salón, supuso que él y su invitado se habían hecho servir la comida en sus dependencias. ¿Cuándo la llamarían para que le comunicara al médico su decisión?

Tras el desayuno le asignaron el servicio de cocina. Cuando sacaba el agua de lavar para vaciarla delante del edificio, oyó un leve silbido. Miró alrededor y vio a Jonte junto al montón de leña almacenada a un lado de la casa. Le hizo un gesto para que se acercara. Áilu se cercioró de que nadie la observaba y fue hacia él. Le brillaban los ojos y tenía la respiración acelerada, como si hubiera corrido.

—He estado pensando —dijo ella.

—Yo también —la interrumpió él—. Tienes razón. Ha llegado el momento de que conozca el mundo de ahí fuera.

Áilu se llevó una mano a la boca.

—Pero ayer decías…

—Ya lo sé. Tenía miedo. —Jonte sonrió—. Pero ahora es distinto, y te lo debo a ti, Lys.

—¿A qué te refieres?

—Siempre he pensado que no valgo para nada, ni siquiera sabía leer y escribir. Estaba contento de estar en paz aquí. —Se interrumpió y miró a Áilu—. Pero si soy sincero, siempre he barajado la idea de irme del orfanato —continuó, y sacó unos cuantos recortes de artículos de prensa del bolsillo de la chaqueta. Hablaban de emigrantes noruegos que habían encontrado una nueva patria en América. Un anuncio de la Norske Amerika Linje ofrecía la travesía en barco de vapor en solo ocho días de Bergen a Nueva York.

Áilu arrugó la frente.

—¿Quieres emigrar a América?

—Sí, ahí hay tierra más que suficiente, y se necesitan muchas manos para construir el país. También es fácil encontrar trabajo en el montón de fábricas que hay, es muy distinto que aquí. Y esto —se señaló el labio leporino— no tendrá importancia. Lo principal es que uno sea trabajador y pueda echar una mano.

Áilu asintió.

—Seguro, pero ¿qué pasa con el idioma?

—Bueno, ni siquiera es tan importante. En Minnesota, por ejemplo, viven muchos noruegos, allí no se necesita el inglés.

Áilu señaló el anuncio de la compañía marítima.

—¿Puedes pagarlo?

—Creo que a lo largo del año podría reunir suficiente dinero. Mi sueldo no es muy alto, pero nunca he gastado nada. Y si no llega, me enrolaré en un barco de carga como auxiliar.

La chica no pudo evitar una carcajada ante tanto entusiasmo. No era nada habitual que él hablara tanto.

—Realmente has pensado en todo —constató.

Jonte asintió, metió la mano de nuevo en el bolsillo, sacó algo y se lo dio. Era el cuchillo que le había regalado su padre para su noveno cumpleaños. Áilu abrió los ojos de par en par: desde que Jonte se lo había quitado en su intento de huida el día de su llegada no lo había vuelto a ver, pensaba que él lo había tirado a la basura.

—¿Todavía lo tienes? —dijo con voz ronca. Evocó imágenes olvidadas tiempo atrás, que había reprimido durante todos aquellos años.

—Sí, y debes llevártelo para tu nueva vida —dijo Jonte, entregándoselo.

Áilu sacudió la cabeza.

—¿Para qué? No quiero saber nada más de él, ya lo sabes.

—Siempre tendrás algo que ver con él —replicó Jonte—. Quieras o no, tu familia te pertenece, aunque te haya decepcionado. Puedes estar contenta de saber de dónde vienes.

Áilu se tragó el comentario que tenía en la punta de la lengua. Sabía lo mucho que sufría Jonte por ser un huérfano sin orígenes, rechazado por su malformación.

Él la miró a los ojos.

—Llévate el cuchillo como recuerdo mío, Lys. Lo he guardado para ti, así te acompañará una parte de mí.

Ella tragó saliva, se lanzó sobre él y le dio un fuerte abrazo.

Pasadas unas horas, Áilu abandonó la bahía y el orfanato. Cuando el bote en que el campesino fue a recogerles al doctor Foss y a ella pasó por la salida rocosa del brazo del fiordo, echó una última mirada atrás. No podía creer que estuviera abandonando para siempre aquel lugar.

Áilu estaba de pie junto al médico en la proa y miró alrededor. Los nubarrones de los últimos días se habían retirado del todo y el cielo se abovedaba azul celeste sobre ellos. Las cimas de las montañas circundantes, de cuyas pendientes escarpadas caían cascadas al ancho fiordo, estaban cubiertas de nieve. En los prados junto a la orilla brotaban las primeras plantas, y el aroma de tierra arada se mezclaba con el olor fresco del agua. Áilu oyó el canto de un mirlo y experimentó un súbito júbilo. La incipiente primavera despertaba la naturaleza y también algo que la muchacha llevaba en su interior como en una profunda hibernación.

—¿No tienes frío, Helga? —preguntó el médico al echar un vistazo a la fina capa de la chica.

Áilu lo miró.

—No; estoy demasiado emocionada para eso. —Le sonrió—. Pero gracias por preguntar, señor —añadió.

El médico arrugó la frente. ¿Había dicho algo inadecuado?

—Sé que apenas nos conocemos, pero ¿te importaría tutearme? Me llamo Gunnar.

Le tendió la mano derecha y con la otra señaló hacia el ya lejano orfanato.

—Dejemos que las formalidades se queden ahí, ¿de acuerdo?

Áilu le dio un apretón de manos y respiró aliviada.

—¡Con mucho gusto!

Gunnar le guiñó el ojo.

—En presencia del rector y su esposa de repente me sentía como un niño que había hecho algo mal. Parecen muy serios y estrictos.

Áilu soltó una risita e intentó imaginar cómo había sido el médico de pequeño, y no le costó mucho. Tenía el pelo revuelto por el viento y un brillo travieso en los ojos. No le habría sorprendido que se hubiera puesto a silbar una canción o a sacar guijarros del bolsillo para lanzarlos al agua.

—¿Tienes que vacunar a otras personas? —preguntó.

—No, el orfanato era mi última parada. Vamos directamente a Arendal. Es una pequeña ciudad en el sur.

—Pensaba que usted era… digo, que eres de Kristiania.

—Es cierto, hasta hace poco vivíamos allí. Trabajaba en el hospital universitario. Ahora tengo mi propia consulta, así que para mi mujer y para mí también es como empezar de nuevo.

Se le ensombreció el semblante, que traicionó su tono animado.

Aunque tenía ganas de saber por qué se iban de la capital, la chica preguntó:

—¿Cuánto tiempo estaremos de viaje?

—Veamos… Bueno, ahora vamos a Molde, en la costa. Ahí tomaremos el barco correo hasta Bergen, donde un vapor nos llevará a Arendal. En total, casi dos días de viaje.

Tras unos kilómetros el fiordo Langfjord dio paso al Romsdalfjord, en cuya desembocadura se encontraba Molde, una pequeña ciudad protegida de las tormentas del Atlántico por unas islas situadas delante. Aún quedaban unas horas hasta que zarpara su barco a las nueve y media de la noche. Cuando el bote entró en el puerto, el barco correo estaba anclado, y hacia las seis zarparía rumbo al norte. Por un momento Áilu recordó la tarde en que había bajado atemorizada del barco correo que la había alejado de su tierra.

Ambos observaron la maniobra de atraque de un gran vapor por la ventana de una cafetería situada en una de las coloridas casas de madera del muelle. Era la primera vez que Áilu estaba en una cafetería. Cohibida, dejó que el camarero le sirviera y la tratara con la misma amabilidad que al médico. Se sentía adulta y se sentó bien erguida. El camarero le sirvió café a Gunnar y un tazón de chocolate caliente a ella.

Conocía aquel olor. A veces los domingos la patrona se preparaba una taza de esa bebida dulce, a escondidas, mientras su marido hacía la siesta. Él no veía con buenos ojos esos pequeños placeres y solo los consentía en ocasiones especiales. Como los demás niños, no había nada que Áilu deseara más que saborear aquella bebida.

Ahora tenía delante un tazón solo para ella. Sumergió en el chocolate la punta de una galleta de mantequilla y se la llevó a la boca. Cerró los ojos. No recordaba haber probado nunca algo tan delicioso.

Mientras Áilu tomaba el chocolate, no cesaba de mirar alrededor. Todo le parecía fascinante: desde la ropa elegante de las damas, que, sentadas a las mesas redondas, tomaban el café de la tarde, cuyo aroma se mezclaba con su perfume, pasando por los caballeros solitarios absortos en los periódicos, fumando cigarrillos, hasta los manteles blancos con dobladillo de puntilla y los tapices con patrones de flores.

A Gunnar le complacía observar su curiosidad e interés ante tantas experiencias y sensaciones nuevas. Su inocencia le parecía increíble y procuraba no ponerla en apuros. No parecía atribuírselo a ella, sino a sus profesores, que apenas se habían ocupado de acercar a los niños al mundo que los rodeaba y explicárselo. Áilu ni siquiera sabía dónde estaba exactamente el orfanato. Acababa de enterarse en qué fylke había vivido todos esos años, y que Molde era el centro administrativo de la provincia de Møre og Romsdal.

—¿Quieres tomar algo más? —preguntó Gunnar cuando Áilu se acabó su tazón.

—No, gracias. —Se relamió los labios—. ¡Estaba delicioso!

Gunnar sonrió, pidió la cuenta al camarero y dijo:

—Bien, entonces nos queda tiempo para hacer unos recados.

Áilu lo miró extrañada.

—En el viaje de ida le compré unos rosales a un jardinero y tengo que recogerlos. Y tú necesitas un abrigo decente.

—No es necesario. —Le resultaba incómodo que se gastara tanto dinero en ella.

A Gunnar le temblaron las comisuras de los labios y dijo con falsa severidad:

—Nada de rechistar. A fin de cuentas soy médico. ¿Qué pensará la gente si llegas con un buen resfriado por ir con ropa inapropiada?

Áilu sintió calor en las mejillas, se aclaró la garganta y cambió de tema.

—Entonces ¿aquí crecen las rosas? Pensaba que solo las había más abajo, en el sur.

—Teóricamente así es, pero gracias a la cálida corriente del Golfo y su ubicación protegida, en Molde prosperan muchas plantas que normalmente solo se encuentran en los campos del sur. Por eso se le llama la Ciudad de las Rosas.

—Vaya. Pero ¿para qué necesitas rosas?

—Quiero llevárselas a Solveig. Le encantan. Y en Arendal tendremos un gran jardín donde podrá plantarlas.

Áilu asintió y reprimió otras preguntas que evidenciarían su ignorancia. Aparte de que solo conocía las rosas por fotografías, nunca había conocido a nadie que plantara flores en un jardín en vez de cosas útiles como verduras, hierbas, lechugas y bayas. Apreciar algo solo por su belleza contradecía las virtudes que le habían inculcado durante años: esfuerzo, obediencia, austeridad. Estaba ansiosa por conocer a la mujer de Gunnar.