Kautokeino, febrero de 2011
—Creo que no os conocéis —dijo Mielat tras abrazar a la chica, y se volvió sonriente hacia Nora—. Te presento a tu prima Ealla.
Nora se quedó perpleja al ver su propio asombro reflejado en el rostro de Ealla.
—Es Nora, la hija de tu tío Ánok —aclaró Mielat.
Lotta, que había bajado del trineo, se colocó junto a Nora y anunció:
—¡La he encontrado yo!
Ealla no miró a la niña ni vio que Nora la tenía cogida de la mano. Sacudió la cabeza.
—Es imposible, el tío Ánok no tenía hijos, mi madre lo sabría.
—¿Qué sabría yo? —preguntó una voz por detrás de Nora.
Esta se dio la vuelta y vio a una mujer corpulenta que le sacaba una cabeza, más o menos de la edad de Bente. El parecido con su hermano mayor, que ya le había llamado la atención en la antigua fotografía de juventud, se había acentuado con los años. La tía Gáddja parecía la versión femenina de Ánok.
A Nora se le aceleró el corazón. Aquel encuentro la alteró: por muy irracional que fuera, se sentía muy cerca de su padre. Además, dado que por lo visto su padre había tenido una relación estrecha con su hermana, esta podría contarle muchas cosas sobre él.
—Mielat dice que es mi prima —dijo Ealla, al tiempo que señalaba a Nora. Sonó como si hubiera anunciado que eran parientes de un criminal peligroso o un extraterrestre viscoso.
Gáddja entornó los ojos, observó a Nora y asintió.
—Es obvio que eres una Kråik. Aunque a primera vista te pareces más a Ukko —admitió.
A diferencia de su hija, no parecía tener nada que objetar a ese añadido a la familia. Nora le sonrió aliviada.
Gáddja le tendió la mano.
—¡Bienvenida! —Agarró con firmeza la mano de Nora y la miró a los ojos—. Es increíble, nunca lo habría dicho de Ánok —admitió tras un breve silencio, con una mezcla de sorpresa y divertimento. Se rascó la barbilla—. A ver, déjame pensar… ¿conoció a tu madre en 1981 durante las pruebas para la obra de teatro?
Nora sacudió la cabeza y estuvo a punto de decir algo.
—No, no encaja con tu edad —se respondió la propia Gáddja—. Entonces tuvo que ser durante su estancia en Suecia…
—Conoció a mi madre mientras estudiaba en Tromsø —aclaró Nora—. Se llama Bente y…
La transformación que vio en el rostro de Gáddja la hizo enmudecer. La sonrisa se esfumó y sus ojos reflejaron rechazo, incluso odio.
—¡Eso es mentira! —Gáddja retrocedió un paso y apretó los puños.
—Claro que no, ¿por qué iba a mentir? —balbuceó Nora.
—¡Ánok jamás se habría mezclado con una noruega!
Nora se estremeció. Las palabras de Gáddja le sentaron como un tiro. No podía creer que fuera la misma persona que acababa de saludarle con tanta amabilidad. Vio que Bigga se llevaba una mano a la boca, su marido Nils arrugaba la frente y Lotta los miraba confusa, mientras Ealla adoptaba un gesto de satisfacción. Mielat miró a Gáddja y dio un paso hacia ella.
Gáddja le gruñó:
—¿Por qué la has traído? No se le ha perdido nada aquí. ¡No pertenece a nuestra familia!
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Mielat—. No entiendo que…
—No puedo creer que alguien le atribuya una cría noruega a Ánok y manche su buen nombre —le interrumpió ella, y fulminó a Nora con la mirada—. No sé qué pretendes, pero sea lo que sea, ¡no lo conseguirás!
Se dio media vuelta y se dirigió cojeando al bosquecillo. Nora la siguió con la mirada, aturdida, y por un momento pensó que Gáddja se movía con una agilidad sorprendente para haberse roto un pie y no haber ido a Alta por no poder andar.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Bigga, que se quedó mirando a los demás, consternada.
Nils se encogió de hombros y Mielat miró furioso a un lado.
Ealla hizo un gesto de indiferencia y dijo con ligereza:
—Ya sabéis lo importante que es para ella la causa sami. Nunca superó que el tío Ukko se casara con una noruega, imaginad lo horrible que debe de ser para ella pensar que su hermano preferido, Ánok, también haya deshonrado a la familia. —Evitó mirar a Nora y le dijo a Mielat—: No sé en qué estabas pensando cuando la trajiste precisamente aquí.
Mielat puso cara de pocos amigos.
—¡Espero que no lo digas en serio! Puedo traer a quien quiera. Además, ni siquiera sabía que estabais también vosotras.
—Quería darte una sorpresa —dijo Ealla con voz tierna.
Mielat cedió.
—Espero que no pienses igual que tu madre.
—Por supuesto que no, no lo decía en ese sentido —dijo Ealla.
Sonó falso. Nora estaba segura de que Ealla solo cedía porque no quería ponerse a Mielat en contra. Tal vez tuviera motivos distintos que los de su madre para no querer tener a Nora cerca, pero estaba claro que sentía una hostilidad parecida hacia ella.
En el borde del bosque apareció un anciano que les hizo un gesto para que se acercaran.
—¡Hola! ¿No queréis pasar? Hay café recién hecho y galletas.
Sonrió con amabilidad y señaló una montaña de nieve que Nora había confundido con una colina. En ese momento vio el humo que salía del tubo de la chimenea.
—¡Sí, galletas! —chilló Lotta, y agarró a Nora de la mano.
El hombre se acercó, señaló con la cabeza a los dos jóvenes perros pastores y preguntó:
—¿Son para mí?
Mielat asintió.
—Sí, Duvre. Creo que están preparados para que los dejes con los renos.
Mielat silbó y Algo y los dos machos que se revolcaban en la nieve dejaron de jugar. Se acercaron corriendo y jadeando, se sentaron delante de Mielat y lo miraron expectantes. Él se inclinó sobre Algo y le rascó detrás de la oreja.
—Tú no, bonita. Tú te quedas conmigo.
Nora presenció la escena como si estuviera ausente. Las duras palabras de Gáddja y los comentarios insolentes de su hija aún resonaban en sus oídos. No le sorprendía que Andrine, la mujer de Ukko, no tuviera trato con ellas y no hubiera querido asistir al entierro de Ánok. ¿De dónde salía ese odio que su tía al parecer sentía hacia todos los noruegos? Su hija tenía motivos más personales para mostrar reservas hacia Nora. En Tromsø ya le había dado esa impresión. Por lo visto, Ealla la consideraba una rival que competía por el afecto de Mielat. Su madre, en cambio, al principio mostró una curiosidad amable y la había considerado uno de los suyos por su aspecto.
—No te lo tomes tan a pecho. Por desgracia, Gáddja tiene muy malas maneras, pero conseguirá contenerse.
Bigga estaba a su lado y le puso una mano en el hombro.
—Ven, vamos a tomar un buen café calentito.
—Y a comer galletas —dijo Lotta.
Nora asintió abstraída y siguió a los demás, que ya iban en camino a la cabaña nevada de Duvre. Tras dar unos pasos se detuvo.
—No os lo toméis mal, pero ahora no puedo entrar.
Bigga la miró con preocupación, y Lotta, sorprendida: no le entraba en la cabeza que alguien renunciara voluntariamente a unas galletas. Nora se forzó a sonreír y le dijo a Bigga:
—Id vosotras, no te preocupes. Os esperaré aquí, al sol.
Bigga no intentó convencerla y agarró a Lotta de la mano.
—Seguro que no estaremos mucho tiempo. Antes de que anochezca queremos estar de regreso en casa de Mielat.
Nora siguió con la mirada a Bigga, que caminó con Lotta hacia la cabaña de Duvre, se quitó los esquís y los colocó junto a los demás, que estaban en fila en la nieve. Se volvió de nuevo y saludó antes de cruzar la puerta.
Nora decidió ir a dar una vuelta al lago. No quería arriesgarse a encontrarse de nuevo con Gáddja o Ealla, y además estaba demasiado alterada para estar quieta. Algo levantó la cabeza y ladró cuando pasó por su lado. No había nadie más. Los renos se habían retirado al bosque, Duvre estaba con los dos cachorros de perro y los demás en la cabaña.
Nora se deslizó dándose fuertes impulsos. El viento soplaba más fuerte y la empujaba por detrás, solo se oía el ruido de los esquís al arrastrarse y sus jadeos, que iban en aumento por el esfuerzo. Furiosa, clavó los bastones en la nieve.
Pero ¿qué se creía esa Gáddja? Tratarla de mentirosa porque no podía ser que su hermano se hubiera enamorado de una noruega… ¡Qué acusación más absurda! Y qué mentalidad más fanática. Nora nunca habría imaginado ser víctima de un ataque racista, y menos en su propio país. Los sami habían luchado con razón contra la represión de su lengua y su cultura y por ser considerados ciudadanos de pleno derecho. Pero ¿por eso había que volver las tornas y despreciar ahora a otras personas, como obviamente hacía Gáddja?
¿Cómo se había convertido en alguien así? Ni su madre Ravna ni su hermano Ukko compartían sus ideas lo más mínimo. Y Ánok, que por culpa de la historia con Bente tenía más probabilidades de odiar a los noruegos, según todo lo que Nora sabía de él no tenía nada en contra de ellos en general. La multitud de pacientes no samis que atendía en Alta eran buena prueba de ello.
¿Cómo se atrevía su hermana a manipularlo de esa manera? ¿Por qué motivo había discutido Ravna con ella en el funeral? ¿En qué lío se había metido ella, Nora? De nuevo deseó haber regresado a Oslo con su madre, así se habría ahorrado unas cuantas cosas. Pero no, tenía que ceder a ese impulso romántico de buscar sus raíces. Esperaba que todo saliera como con su prima Lisa de Alemania, que el verano pasado había encontrado un nuevo hogar en la casa de su familia cuando buscaba a sus parientes noruegos.
Nora torció el gesto. Todo se había ido al garete. Nunca se había sentido tan extraña como en aquella extensión infinita, que le parecía fascinante pero que hasta el momento no la había hecho vibrar ni le despertaba la sensación de estar en casa.
De pronto surgió la idea que llevaba todo el tiempo reprimiendo: ¿qué ocurría con Mielat? Nora no estaba tan enfadada con Gáddja y Ealla como consigo misma, por su decepción al ver que Mielat no se posicionaba de una forma más clara a su favor. ¿Qué esperaba? Pues que no hubiera ido con los demás a tomar café y se hubiese quedado a hacerle compañía. Soltó un suspiro.
—¿Por qué iba a hacerlo? —se preguntó en voz alta.
Su voz resonó en sus oídos. Caminó más despacio y posó la mirada en un pino maltrecho. Se detuvo: había salido del lago congelado sin darse cuenta. Se paró y miró atrás. Tras ella el paisaje se ondulaba, las rocas sobresalían aisladas, como los árboles pelados, del manto blanco. No se veía el lago.
Nora dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. El viento le azotaba la cara. Bajó la cabeza y caminó contra él. Pronto estuvo empapada en sudor. Se paró un momento para enjugarse la cara y consultar el reloj. Entonces comprobó sorprendida que llevaba una hora fuera y forzó la vista. No podía estar muy lejos de la orilla… Continuó, con la mirada fija en los surcos que dejaban los esquís en la nieve. ¿Eran imaginaciones suyas o realmente era cada vez más difícil distinguirlos? El miedo se adueñó de ella como una ola cálida al ver que el viento borraba sus huellas.
—Bueno, ahora no te dejes llevar por el pánico —murmuró, y se forzó a respirar con calma.
Fue en vano: empezó a recordar historias de personas extraviadas que caminaban en círculo desorientadas y finalmente se desplomaban del cansancio y se congelaban. Ya veía los titulares en la prensa anunciando la muerte de una urbanita irresponsable que, contra toda lógica, se había adentrado en el desierto helado de Finnmark para encontrar allí un trágico destino.
¿La buscarían? ¿Cuándo? ¿La echarían ya de menos? Seguro que alguien ya se había percatado de su ausencia. ¿Qué pensarían los demás? Probablemente que había emprendido sola el camino de regreso a casa de Mielat, y no se preocuparían hasta no encontrarla allí. Nora tragó saliva. La idea no ayudaba a mitigar el pánico incipiente, igual que ver el sol bajo, a punto de ponerse.
Aunque le diera vergüenza, tenía que pedir ayuda. Podía llamar a Ravna, seguro que tenía el número del móvil de Mielat, o de Bigga y Nils. A alguien encontraría. En caso de necesidad, incluso a Gáddja o Ealla. En su situación no podía permitirse hacerse la orgullosa. Buscó a tientas su móvil y soltó un gemido: no lo llevaba encima, lo había dejado en casa de Mielat con el equipaje. ¿Cómo iba a saber que lo necesitaría durante la excursión? Empezó a sentir nervios en el estómago.
Se maldijo por haberse dejado llevar por la rabia sin fijarse en el entorno. Nada le resultaba familiar, era como si hubiera caído en aquel lugar de la nada.
—¡Concéntrate! —se dijo en voz alta, e intentó recordar algo llamativo que hubiera visto durante el camino.
¿Tal vez aquella arboleda en el cerro? ¿Estaba detrás del lago? Apretó los dientes y caminó en esa dirección. Al cabo de cinco minutos su vaga esperanza se vio frustrada. Desanimada, se detuvo. El sol estaba desapareciendo tras una cresta montañosa baja, pero Nora no estaba en situación de apreciar la riqueza cromática que los rayos daban a las superficies nevadas.
—¡Ayuda! ¡Hola!
Su voz le sonó débil. Se aclaró la garganta y gritó con todas sus fuerzas, pero el sonido solo parecía rascar el silencio circundante, que después parecía aún más profundo. Contuvo la respiración y aguzó el oído: nada. Respiró hondo y notó que tenía miedo. Y frío.
«Tienes que estar en movimiento y seguir adelante», se dijo. Pero ¿hacia dónde? Cada paso que diera en una dirección incorrecta la acercaría más a su perdición. ¿Debería cavar un agujero en la nieve y esperar a que volviera a salir el sol? Por un momento se lo planteó, pero lo descartó. No tenía saco de dormir ni ropa suficiente para soportar la noche. Además, le pareció aún más horrible estar enterrada bajo la nieve en un agujero que vagar sin rumbo. Antes de seguir caminando, recobró fuerzas con el último bocadillo que le quedaba de la pausa de la mañana. Se obligó a masticar despacio y a conciencia, pues podía tardar horas en volver a comer algo. Si es que antes no le llegaba su hora, pensó sombríamente.
A las tres y media, poco después de la puesta de sol, Nora se había alejado del cerro de la arboleda. El cielo estaba estrellado, pero ella apenas lo veía. Las ráfagas de viento arremolinaban la nieve en polvo, que bailaba alrededor como si fuera niebla, se posaba sobre las pestañas y le nublaba la visión. El viento no paraba de cambiar de dirección, lo que volvía inútil su intención de empecinarse en caminar en contra. Le costaba bastante dar cada paso. Tenía los dedos de las manos congelados, agarrados a los bastones de esquí. «¡No puedes perderte! ¡No te caigas!». No paraba de ordenárselo, como un mantra.
Al cabo de un rato oyó otra voz que la tentaba diciendo: «Para, descansa, solo para recuperar el aliento. Solo un momentito, para apoyarte y buscar refugio bajo esos árboles de ahí delante».
Nora soltó un grito. Había acabado de nuevo en el cerro de la arboleda del que se había alejado una hora antes. Se inclinó y se atragantó con una náusea. El miedo la indisponía.