Møre og Romsdal, primavera de 1920
Igual que la primavera en que Áilu fue separada de su familia, pasados cinco años Pascua también cayó en abril. Aquel mes había empezado a llover. Hacía una semana que no se abría el cielo encapotado. El viento del oeste no paraba de llevar chubascos a la bahía, eliminaba los últimos restos de nieve y convertía el lugar entre la casa principal y los establos en una ciénaga espesa en la que se atascaban los zuecos de madera. Quien podía se quedaba dentro y se alegraba de quedar exento de tareas como recoger agua y leña o sacar la basura.
Áilu atravesó el vestíbulo de entrada hacia la puerta para ir, como todas las tardes, con Jonte y los animales. Se paró un momento delante de un espejo alto que colgaba de la pared junto a la escalera y comprobó cómo iba peinada. Se había soltado el moño con que se recogía el pelo. Sacó rápido las peinetas que lo sujetaban y volvió a hacerse la trenza, que ya le llegaba por la cadera. Le costaba sujetar las rebeldes caracolas de cabello. Arrugó la frente con impaciencia y se miró fugazmente los ojos, con el iris castaño claro rodeado de un borde oscuro. Deslizó la mirada hacia abajo. ¿Eran imaginaciones suyas o el vestido gris cerrado hasta el cuello se abombaba de manera casi imperceptible sobre los pechos? Hacía unos meses que le dolían cuando se los tocaba. Al ver que sus compañeras de habitación cuchicheaban sobre los cambios en su cuerpo, Áilu dedujo que el dolor no era síntoma de una enfermedad, sino que se debía a que le crecían los pechos. Casi no se le notaba nada, al contrario que la mayoría de las otras niñas de su edad, que tenían formas muy femeninas y se ponían valpefett. Áilu no tenía ni un gramo de grasa. Era delgada y esbelta, y, gracias al trabajo regular y las muchas horas que pasaba al aire libre, tenía músculos firmes y la piel bien irrigada.
Abrió la puerta, se quitó los zapatos, se recogió la falda con la otra mano y corrió descalza hacia el establo de las reses. El lodo frío le salpicaba los muslos y le hacía dar saltos más grandes. Con el rabillo del ojo vio un movimiento, se detuvo y miró hacia el fiordo. Un bote acababa de pasar por la entrada que formaban las orillas escarpadas en la entrada de la bahía. Forzó la vista para ver quién llegaba bajo la llovizna. No era la barca del cura, que el día anterior había pronunciado la misa dominical como de costumbre para los habitantes del orfanato. Era una balandra. ¿Tal vez un pescador de uno de los pueblos del fiordo principal o de la costa, que transportaba a un visitante?
Durante esos años algún invitado o desconocido había recalado allí en varias ocasiones. En otoño aparecía con regularidad un empleado de las autoridades que administraban el orfanato estatal para vigilar que todo estuviera en orden. En Navidad, el hermano menor de la cocinera, que era marino, visitaba durante dos semanas a su hermana y se dejaba mimar por ella. Además, de vez en cuando aparecían campesinos de la zona para llevarse a uno de los niños mayores, no tanto por amor al prójimo o un deseo insatisfecho de tener hijos, sino porque los pupilos del rector eran considerados mano de obra cualificada y dócil.
El sueño de muchos huérfanos de que unos amorosos padres adoptivos llegaban a ese rincón apartado del mundo en busca de un niño para liberarlo de su triste destino nunca se cumplía. Las historias sobre esos destinos felices, contadas entre susurros en los dormitorios cuando se apagaba la luz, tenían un halo de cuento de hadas. No se correspondían con la realidad, por lo menos en el orfanato del Buen Pastor.
También en eso Áilu era distinta de los demás niños. Ya no deseaba ni soñaba con una vida protegida en una nueva familia. Había pasado los últimos años como envuelta en un capullo, contenta en su pequeño mundo, que compartía con Jonte, su perro Beana y los animales que tenían a su cargo. A veces le parecía que el tiempo se había detenido, en primer lugar porque ella misma apenas cambiaba. La distancia entre las muescas que Jonte tallaba cada medio año en el marco de la puerta de su habitación para registrar el crecimiento de Áilu casi no se distinguían: simplemente no crecía. Además, el transcurso de los días, que en su caso se adaptaban a la estación del año y las diferentes tareas que requerían, casi no se veía alterado por factores externos. Incluso la vida de los demás habitantes del orfanato parecía tener lugar en otro lugar y la afectaba muy poco. Áilu a veces tenía la sensación de ser invisible. Desde que su torturadora Turid y sus dos amigas se habían marchado tres años atrás estaba tranquila. El reparo que les daba Jonte a los demás niños parecía aplicarse también a su pequeña ayudante, así que nadie la importunaba.
Áilu lanzó una última mirada al bote y entró en el establo, donde la recibieron varios mugidos. Sacó un periódico de debajo del delantal y saludó a Jonte, que se encontraba en la parte trasera, sentado sobre una bala de paja bajo una pequeña ventana, reparando un taburete de ordeñar. Como todos los lunes, Áilu había rescatado de la cesta de los periódicos viejos que utilizaban para encender las estufas el semanario Morgenbladet que el rector desechaba el domingo, cuando el cura le llevaba el nuevo ejemplar. En unos días, cuando Jonte y ella hubieran terminado de leerlo, lo devolvería. Hasta entonces nadie había reparado en que el rector tenía dos compañeros de lectura secretos.
Al principio los periódicos les servían solo para practicar la lectura, sin tener en cuenta el contenido, pero con el tiempo se habían convertido para Áilu y Jonte en mensajeros de un mundo desconocido que a menudo parecía enigmático. Ambos seguían diversos acontecimientos sin verse directamente afectados por ellos. La gripe española que había arrasado Europa durante dos años y también había afectado a muchos noruegos, solo la conocían por las noticias, pues en ese caso la ubicación remota del orfanato había sido una bendición.
Se habían informado con más o menos indiferencia sobre el transcurso de la guerra en la que su país no había participado oficialmente como estado neutral. Sin embargo, en su papel de amigo de los aliados, Noruega les había proporcionado con su flota comercial materias primas y otras mercancías esenciales para la guerra, y por tanto había estado en el punto de mira de los submarinos alemanes. Para Áilu, en cuya lengua materna no existía una palabra para «guerra», resultaba difícil de imaginar que miles de hombres se dispararan unos a otros durante años, sobre todo porque no entendía el motivo.
Los marinos noruegos muertos o desaparecidos en los ataques de los alemanes eran para Áilu y Jonte cifras abstractas, así como las personas que habían perdido su trabajo en el inicio de la crisis económica y perdían hasta el techo que les cobijaba. Acontecimientos políticos como el ingreso de Noruega en la Sociedad de Naciones en marzo de 1920 o el reconocimiento internacional de sus exigencias en Spitzberg un mes antes les resultaban indiferentes.
En cambio, pasaban horas elucubrando sobre cómo habría sido la celebrada actuación de un famoso tenor en el Teatro Nacional de Kristiania. Ninguno de los dos había visto nunca un teatro ni oído una orquesta, ni sabía exactamente qué era una ópera. Lo mismo ocurría con algo llamado «cine», que por lo visto gozaba de gran popularidad en las grandes ciudades. Ni Áilu ni Jonte comprendían qué ocurría en los llamados cines. Las fotografías y estampas que ilustraban muchos artículos de periódico despertaban su imaginación y les ayudaban a desvelar esa clase de misterios. Sin embargo, muchas cosas seguían resultándoles incomprensibles y enigmáticas.
Con la misma confusión examinaban los anuncios de corsés o gramófonos y se preguntaban cómo se podía recibir música, palabras y otras emisiones a través de una pequeña caja de madera llamada «radio», como afirmaban en los anuncios.
—Hay otra imagen bonita de un barco —dijo Áilu cuando, después de limpiar el establo, se sentó con Jonte en su cuarto y abrió el periódico. Le dio un empujoncito en el costado y señaló la noticia de una compañía que ofrecía viajes en barcos de vapor equipados con todos los lujos—. Creo que este no lo tienes. ¿Quieres que lo recorte y lo cuelgue? —preguntó Áilu y señaló la pared junto a la cama de Jonte, de la que colgaban numerosas reproducciones de grandes barcos de vela y de vapor.
—Gracias, Lys, eres muy amable.
Jonte le sonrió y cogió otra parte del Morgenbladet. Hacía un año que había desarrollado un interés por los transatlánticos que Áilu no comprendía. Mejor dicho, no quería comprender. Lo que más le fascinaban no eran los detalles técnicos como el tonelaje, la velocidad y el equipo de esos monstruos flotantes que podían transportar a toda la población de una pequeña ciudad, sino la posibilidad de llegar a países lejanos.
La idea de que Jonte se fuera algún día a conocer mundo angustiaba a Áilu, aunque al mismo tiempo le entendía. Desde que siendo un recién nacido, hacía casi cuarenta años, había acabado en la puerta del orfanato del Buen Pastor no había salido de aquel brazo del fiordo. Áilu no podía creer que ni siquiera hubiera visto el mar, que estaba unos pocos kilómetros al oeste.
El sonido lejano del gong con que llamaban para comer y al recogimiento alertó a Áilu.
—¿Lo has oído?
Jonte asintió.
La chica arrugó la frente.
—¿Qué querrán? Aún es muy temprano para comer.
Jonte se encogió de hombros y murmuró:
—Mejor que vayas si no quieres que te reprendan.
Un cuchicheo de expectación llenaba el comedor donde se reunieron los niños. Áilu se dirigió con sigilo al lado de las niñas y ocupó su sitio en la fila de detrás con las mayores. Delante, a la mesa de los profesores, estaban el rector, la patrona y un desconocido que debía de haber llegado con la barca que había visto dos horas antes. Junto a la corpulenta figura del rector, que iba vestido de negro como de costumbre, parecía un abedul esmirriado. El traje claro y el cabello rubio reforzaban el contraste.
—¡Silencio! —ordenó el rector, y dio una palmada.
En el acto enmudeció el murmullo.
—Saludad a nuestro invitado, el doctor Foss.
—Buenos días, doctor Foss —respondió al unísono la sala.
El rector asintió satisfecho y enlazó las manos delante de la barriga.
—Como ya sabéis, hay enfermedades peligrosas que son muy contagiosas, como por ejemplo la viruela. Para que estéis protegidos ante ellas, el Ministerio de Salud de Kristiania ha dispuesto que todos los niños del país sean vacunados —explicó en tono afectado—. El doctor Foss ha accedido amablemente a recorrer el largo camino hasta aquí para vacunaros.
Sus palabras sugerían que el médico se había abierto camino por zonas inhóspitas arriesgando la vida para alcanzar aquella bahía remota. Áilu vio que al invitado se le movían las comisuras de los labios, como si se aguantara la risa.
El rector se detuvo, dejó vagar la mirada por las filas y añadió con severidad:
—¡Le estamos muy agradecidos por ello y llevaremos a cabo el procedimiento juiciosamente!
Áilu tardó en comprender que ese «nosotros» que tanto le gustaba utilizar al rector en la mayoría de casos no lo incluía a él, sino solo a sus pupilos. Y como ese uso de la primera persona del plural principalmente se utilizaba con ocasión de acontecimientos desagradables, no le extrañaba que se propagara una sensación de inquietud y viera el miedo reflejado en muchos rostros.
El médico sonrió y levantó una mano.
—No tenéis nada que temer. Os haré un corte diminuto en el antebrazo con esto. —Levantó un pequeño bisturí—. Escuece un momento nada más.
Su voz sonaba cálida y sincera. Parecía decirlo en serio, no quería salir del apuro con una mentira. No trataba a los niños con condescendencia como los profesores o la patrona, sino que los comprendía.
Áilu vio fascinada cómo se acuclillaba delante de un niño pequeño que lo miraba con los ojos desorbitados del miedo. Le subió una manga de la chaqueta y le pidió a la patrona que le sujetara el brazo. Luego metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un títere con la nariz larga, un gorro con borla y un vestido de cuadros.
—Hola, Kasper —dijo el médico—. Mira, aquí hay muchos niños.
El títere saludó. Con voz impostada, el médico dijo:
—¡Hola, niños! —Y añadió con su voz normal—: Bueno, Kasper, hoy es día de vacunas, y tú eres el primero.
—¡No, no! —gritó Kasper, llevándose las manos a la cara y sacudiendo la cabeza—. Vamos, Kasper, no te pongas así —dijo el médico—. ¡Claro que me pongo así, no quiero! —lloriqueó el títere.
El pequeño miraba embelesado la figura del títere y no se dio cuenta de que el médico cogía el bisturí con la otra mano y le hacía una incisión en la piel con un movimiento rápido.
—¿Ves? No ha estado tan mal —dijo el doctor, y le guiñó el ojo al niño, que se miraba atónito el brazo.
Gracias al títere, los pupilos formaron una juiciosa fila para recibir la vacuna. Incluso los niños mayores se dejaron seducir por el títere, se reían con sus payasadas y se ponían contentos cuando les daba la mano para despedirse. Hasta que le tocó el turno, Áilu tuvo tiempo suficiente para observar al doctor Foss, que, aparte de Jonte, era muy distinto de los noruegos que había conocido hasta entonces.
Se subió una manga del vestido y se plantó delante del médico, mirándolo a los ojos en vez de al títere.
—Bueno, allá vamos —dijo Foss, y le colocó el bisturí en el antebrazo.
El médico le sostuvo la mirada con tranquilidad y directamente. Tras la amabilidad que transmitían sus ojos, Áilu vio cierto dolor; al parecer cargaba con una preocupación. Áilu no se movió cuando la hoja le cortó la piel, apenas la notó. Un cambio en la expresión de los ojos del médico la dejó sin respiración. Algo brilló en su interior, como si la reconociera. Áilu notó que se le erizaba el vello del antebrazo.
—¡Ya está! —dijo Foss, y limpió las gotitas de sangre de la herida y le sonrió.
Áilu no oyó lo que le decía. Intentaba comprender la pregunta que le formulaban sus ojos.
—Vamos, estás retardando a todos.
La voz de la patrona penetró en su interior, y la mujer agarró a Áilu del brazo y la apartó a un lado. Áilu notó que el médico la seguía con la mirada.
Después de la cena la patrona llamó a Áilu y la llevó al cuarto del rector, en la primera planta. La niña se quedó quieta con la cabeza gacha entre las dos butacas en que la patrona y el rector solían sentarse por las noches delante de la chimenea. En aquel momento el doctor Foss estaba sentado en una. La patrona acercó una silla junto a la butaca de su marido.
—¿De verdad está seguro de que quiere precisamente a esta niña? —La voz del rector transmitía asombro y disconformidad.
Áilu bajó más la cabeza.
—Debe saber que Helga es un poco retraída —continuó—. Es buena con los animales, pero por lo demás… —Torció el gesto en una mueca lastimera.
—Es muy hábil y trabajadora —intervino la patrona—. Pero tengo mis dudas de que sirva como criada. Nunca ha tenido una responsabilidad tan grande. Estoy segura de que encontraremos a una chica adecuada que…
—No busco una criada —la interrumpió el médico con firmeza—. Mi esposa y yo queremos una hija.
Áilu se encogió de hombros y se apretó las manos, que tenía cogidas. Sintió calor en la cara y la invadió una mezcla de alegría y pánico.
Foss se volvió hacia ella.
—¿Cuántos años tienes?
Antes de que pudiera contestar, el rector dijo:
—Bueno, según su expediente tiene catorce años y en septiembre cumplirá quince. Pero no creo que sea cierto, es demasiado pequeña e inmadura. Calculo que tendrá once o doce, y…
Sin pensarlo, Áilu dio un paso adelante, miró al médico a los ojos y dijo:
—Mi cumpleaños no es en septiembre, sino en julio. Nací en 1905, el año en que se disolvió la unión entre Noruega y Suecia y en que Noruega consiguió la independencia. El año en que Albert Einstein formuló la teoría de la relatividad y se fundó la Unión Internacional Bautista.
El rector se quedó sin habla y la patrona, boquiabierta. El médico observó a Áilu con atención. ¿Comprendía que había mencionado el último acontecimiento para demostrar a los otros dos que se enteraba de las cosas y comprendía más de lo que pensaban? Un tiempo antes había descubierto por casualidad que el cura que daba la misa los domingos en el orfanato era bautista y no pertenecía a la iglesia habitual. En la enciclopedia de varios tomos que había en el despacho del rector había consultado a escondidas de qué trataba esa comunidad de creyentes.
La patrona y su esposo seguían atónitos. Miraban a Áilu como si la vieran por primera vez.
El doctor Foss reprimió una sonrisa y preguntó:
—¿Te agradaría venir a vivir conmigo y mi esposa? Hace tiempo que queremos adoptar una niña, y creo que tú encajarías muy bien en nuestra pequeña familia. —Rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera donde guardaba una fotografía—. Esta es Solveig —explicó, y le dio la fotografía a Áilu.
Aparecía una mujer esbelta apoyada en un mueble de tres patas con una forma curiosa, con la cara rodeada de tirabuzones oscuros.
—Seguro que os llevaréis bien —continuó el médico, y miró a Áilu a los ojos. Ella lo evitó—. Pero, por supuesto, lo entendería si después de tantos años consideras que el orfanato es tu hogar y no quieres abandonarlo.
A Áilu le costaba respirar. Una parte de ella no deseaba nada más que irse con ese hombre amable y dejar atrás para siempre aquella bahía sombría. Desde que unas horas antes lo había visto por primera vez, el capullo en que llevaba años recogida parecía haberse resquebrajado. Ya no se sentía a salvo dentro, sino atrapada. Pero ¿qué ocurriría con Jonte?, le preguntaba la otra parte. «No puedes dejarle en la estacada, después de todo lo que ha hecho por ti», se dijo.
El doctor Foss le levantó la barbilla y la miró a los ojos.
—No tienes que decidirlo ahora. La barca me recogerá mañana por la mañana. Consúltalo con la almohada.
—¡Como si hubiera algo que consultar, niña desagradecida! La mayoría en tu situación se pasan toda la vida soñando con una oportunidad así. —El rector había recuperado el habla y fulminó a Áilu con la mirada—. Disculpe —dijo al médico—, por desgracia no tiene modales, a pesar de lo mucho que hacemos hincapié en ello. Pero, como ya le he dicho, es un poco corta de entendederas y…
El médico levantó una mano y sacudió la cabeza.
—No, no pasa nada. Esto ha sido una gran sorpresa para la pequeña. —Sonrió a Áilu.
—Gracias —susurró Áilu, y se marchó sin hacer caso de las exclamaciones del rector y la patrona.