Kautokeino, febrero de 2011
A las tres de la tarde se pusieron en camino hacia el campamento de perros de Mielat. Hacía media hora que se había puesto el sol y las primeras estrellas brillaban en el cielo despejado. Nora se dio la vuelta y se despidió con un gesto de Ravna, que estaba junto a Ukko delante de la iglesia.
—Por supuesto que vas con ellos —dijo ella cuando Nora quiso rechazar la invitación de Mielat alegando que le había prometido a su abuela pasar con ella los dos días que le quedaban antes de regresar a Oslo.
En ese momento llegó Ravna con Ukko y no dejó hablar a Nora, que estaba a punto de replicar.
—El paisaje es maravilloso, no puedes perdértelo de ninguna manera. Y nosotras nos veremos en tu próxima visita —añadió, para dejar claro que quería volver a ver lo antes posible a su nieta recién descubierta.
Nora tenía la sensación de que a Ravna no le iba mal el cambio de planes. Insistió con vehemencia, como si estuviera alterada por algo o hubiera discutido con alguien. ¿Con su hija Gáddja? En todo caso, era evidente que sentía la necesidad de estar sola, pues le pidió a Ukko que la llevara directamente a casa, no a la celebración que tenía lugar para recordar a Ánok. En su fuero interno Nora sintió un gran alivio, pues no quería participar en otra celebración por su padre en la que apenas conocía a nadie.
Nora se dio la vuelta y se sentó con los dos niños al lado de Mielat en el banco del copiloto de dos asientos, con Algo a sus pies. Mielat condujo la furgoneta en dirección al este por el altiplano. Pronto quedaron atrás las casas del pueblo, y la Vidda cubierta de nieve los envolvió. Lotta se acurrucó a la izquierda de Nora y la obligó a rodearla con el brazo. Su hermano pequeño, que iba sentado a la derecha de Nora, la imitó.
—Tienes buena mano para los niños —dijo Mielat.
Nora sintió su mirada y un cálido cosquilleo en el estómago. Se esforzó por emplear un tono relajado y dijo:
—Bueno, al fin y al cabo estudié educación, así que tenía que tratar con niños.
Mielat soltó una carcajada.
—¡Esa sí que es buena! Como si se pudiera estudiar cómo ganarse la confianza de los demás.
Nora se puso tensa. Le había salido el tiro por la culata en su intento de hacerse la simpática.
—No, eso depende de ti, mejor dicho, está en ti —continuó Mielat—. Los niños y los animales notan enseguida si alguien es sincero. —Señaló a Algo, que dormitaba sobre las botas de Nora.
La joven se relajó: no se estaba riendo de ella. Para cambiar de tema, preguntó:
—¿De qué raza es?
—Es un perro pastor de renos —dijo Lotta antes de que Mielat pudiera contestar—. Hay muy pocos, ¡y el tío Mielat lo salvó de la extinción!
Mielat sonrió y revolvió los cabellos de la niña con una mano.
—¿Por qué de la extinción? —preguntó Nora.
—Después de la Segunda Guerra Mundial realmente su raza corría serio peligro. Los alemanes, además de destrozar las casas de la gente de la zona, también mataron miles de renos. Muchos sami perdieron su medio de vida, y cuando los dueños de los rebaños empezaron a llevar a sus animales con motos de nieve en los años sesenta, los perros dejaron de utilizarse casi completamente —explicó Mielat.
—¿Y tú los crías?
Él asintió.
—Para entonces muchos pastores se dieron cuenta de que con los perros era más fácil controlar a los renos. Un buen perro como Algo controla solo un rebaño.
La perra despertó sobresaltada, levantó la cabeza y soltó un ladrido.
—Sí, estamos hablando de ti —dijo Mielat, y le explicó a Nora—: Algo puede reunir hasta quinientos renos, buscar animales descarriados y traerlos de vuelta. Para los renos, que son muy sensibles al ruido, supone menos estrés que si los siguen con helicópteros o motos.
—Estoy impresionada —admitió Nora, y rascó a Algo detrás de las orejas—. ¿Educas tú a los perros?
Mielat sacudió la cabeza.
—Solo les enseño algunas órdenes básicas que todos deben dominar. No hay que enseñarles a comportarse con los renos, lo llevan en la sangre.
Frenó y paró junto a un buzón situado al borde de la carretera. Según ponía un cartel, «Mielats Hundeoppdrett» estaba a un kilómetro. Mielat bajó, recogió el correo y luego giró a la derecha. Nora solo intuía que iban por un camino, pues no veía nada por el grosor de la nieve. Pasaron por un bosquecillo bajo de abedules. Al cabo de unos minutos los árboles fueron desapareciendo para dejar a la vista una llanura en descenso. A la luz de los faros del coche, Nora vio dos casas de madera, cobertizos y varias cabañas pequeñas de las que salieron ladrando media docena de perros unidos por largas cadenas.
Mielat aparcó la camioneta bajo una marquesina. Algo se sentó sobre las patas traseras y se puso a rascar la ventanilla lateral mientras gañía. Nora le abrió la puerta deprisa y le siguió con los dos niños. Los demás perros saludaron a Mielat, que esquivaba entre risas sus saltos y jugueteaba con ellos. Nora se sorprendió observando sus movimientos suaves y enérgicos a la vez.
—Ven —dijo Lotta, y la cogió de la mano—. Te lo enseñaré todo.
No tardaron mucho en verlo «todo». Lotta la llevó a las dos casas. Nora vio que la construcción más grande era vieja y estaba medio derruida, igual que algunos pequeños cobertizos que antes debían de utilizarse para guardar provisiones.
—La construyó el tío Mielat hace dos años —informó Lotta, y abrió la puerta de la casa.
Nora imaginó a Mielat arrastrando y manipulando troncos, una escena propia de las películas del Oeste que tanto le gustaba ver de niña y en las que los colonos blancos construían sus cabañas en la llanura.
Dentro estaba bastante caldeado, y un aroma a madera fresca, resina y humo impregnaba el aire. Había un recibidor con perchero, zapatero y armario, y un pasillo hasta la sala. Había dos puertas que daban a la cocina y el baño, y una escalera empinada llevaba arriba, a las habitaciones. Mientras la niña buscaba el interruptor de la luz en la pared, Nora vio un brillo rojizo procedente de una estufa de hierro fundido que había en un rincón.
—Ah, Søren se ha acordado de encender la estufa para nosotros.
Nora se volvió hacia Mielat, que había entrado con el hermano pequeño de Lotta.
—¿Quién es Søren?
—Un vecino. Se ocupa de los perros cuando estoy fuera y nadie más tiene tiempo de venir —explicó Mielat.
A Nora le habría gustado saber a qué se refería con «nadie más». ¿Su novia? En cambio, preguntó:
—¿Un vecino? No he visto otras casas.
—Aquí el concepto de vecino es muy vago. Søren vive a un cuarto de hora de aquí. —Le guiñó el ojo—. En coche, claro.
Nora puso cara de asombro.
—Entonces estás solo. —Señaló por la ventana la casa vieja—. ¿Y quién vive ahí?
—Ahora mismo nadie. Estoy acondicionándola. Es la casa de mis padres.
—Vaya, ¿entonces te criaste aquí?
—Solo hasta que tuve diez años. Hasta que murieron mis padres.
Nora se quedó sorprendida.
—Pensaba que Pernilla era tu madre.
Mielat sonrió.
—Sí, se ha convertido en mi madre. Su marido era el hermano de mi padre. Me adoptaron.
—¡Ahí están mamma y pappa! —exclamó Lotta, y salió corriendo hacia la puerta seguida por su hermano.
Al cabo de unas horas los adultos estaban sentados delante de la estufa, bebiendo distendidamente la cerveza que Bigga y Nils habían llevado. Mielat había abierto la tapa de cristal de la estufa para que el fuego se pudiera ver y oír como en una chimenea. Los niños ya estaban durmiendo en una habitación bajo la azotea. Lotta solo aceptó irse a la cama después de que Nora le prometiera que pasaría la noche con ella y su hermano.
El cariño que le mostraba la niña parecía habérselo transmitido a sus padres, que no trataban a Nora como a una desconocida y la incluían con toda naturalidad en la conversación, sin evitar los temas personales. La natural inhibición de Nora se fue desvaneciendo a lo largo de la tarde, y pronto participó activamente en la conversación.
—¿Vosotros también criais renos? —les preguntó a Bigga y Nils, después de que planearan una excursión a pie a la mañana siguiente para ver una manada, pues Mielat tenía que llevar dos de sus perros al dueño.
Bigga asintió y Nils sacudió la cabeza. Se miraron y se echaron a reír.
—Tenemos una parte de un rebaño más grande —aclaró Bigga.
—Pero no somos criadores a tiempo completo —añadió Nils—. Quedan muy pocos que se ganen la vida exclusivamente de ello.
Nora asintió, Ukko ya se lo había contado.
—Soy maestra en la escuela primaria de Kautokeino —dijo Bigga—. Y Nils tiene varios trabajos.
—Ahora mismo ninguno —gruñó él.
—¡Seguro que por poco tiempo! —lo animó Bigga—. Además, a mí no me desagrada del todo. Así tienes tiempo por fin para hacerles camas nuevas a los niños. —Se volvió hacia Nora—. Nils es un carpintero nato; ha hecho todos nuestros muebles. —Sonaba orgullosa.
Él se encogió de hombros y sonrió, pero Nora notó que el tema le incomodaba. Sabía que en el norte había mucha gente desempleada a la que le costaba salir adelante.
—¿Y por qué no decías nada? —intervino Mielat, que miró sorprendido a Nils—. Pero si sabes que necesito a alguien urgentemente para que me repare los muebles viejos de arriba.
Nils miró a un lado, cohibido.
Mielat sacudió la cabeza.
—De verdad, tu ayuda me vendría como anillo al dedo.
Bigga sonrió a Mielat.
—Ya se lo he dicho a este cabezota.
Mielat le dio un empujón a Nils en el antebrazo.
—Vamos, anímate, no me apetece tener a un desconocido en casa durante semanas.
Nils sonrió y se relajó.
—De acuerdo, está bien. Veremos si se pueden salvar esos vejestorios.
Nora vio que Bigga le daba las gracias en silencio a Mielat sin que su marido se diera cuenta.
—¿Y cómo te ganas tú el pan? —preguntó Mielat a Nora.
Ella tuvo ganas de decir «Ya lo sabes», pero reprimió el comentario. Le impresionó que él tratara de poner fin al tema que incomodaba a Nils, que por lo visto era muy sensible. Contestó a su pregunta y se alegró del guiño cómplice con que se lo agradeció él.
Al día siguiente salieron de excursión antes del amanecer. Habían encontrado unos esquís de fondo para Nora en un cobertizo donde se amontonaban palas, layas, herramientas y otros aparatos junto a botas de nieve, bastones de esquí, un viejo trineo, varias cañas de pescar y diversas cajas.
Lotta y su hermano iban envueltos en pieles de reno, sentados en un trineo. Lotta, que habría preferido tener a Nora a su lado, comprendió que no había espacio para tres personas. Sin embargo, insistió en cambiarle a Nora la bufanda para tener con ella algo de su amiga mayor. Nora accedió, emocionada, y le puso su bufanda roja alrededor del cuello.
Nils y Mielat arrastraban el trineo por turnos con una cuerda, y Bigga y Nora llevaban mochilas con las provisiones. La perra Algo y los dos cachorros casi adultos que Mielat quería vender al dueño de los renos daban saltos alrededor del grupo y correteaban adelante y atrás, con lo que hacían el trayecto varias veces.
Los primeros kilómetros los recorrieron en silencio. Debido al fuerte viento que soplaba en contra, iban con la cabeza gacha. Nora agradecía que Mielat la hubiera obligado a ponerse un anorak encima de la chaqueta de piel de cordero. Le lloraban los ojos y tenía las mejillas entumecidas. Al cabo de un rato las ráfagas de viento amainaron y amaneció.
Se detuvieron en un pequeño montículo. Nora miró alrededor y se quedó hechizada con la luminosidad del paisaje. El sol ya estaba un palmo por encima del horizonte y confería un brillo dorado al manto de nieve. Una forma perfilada seguramente por azar le llamó la atención. Bajo el grueso manto de nieve no se distinguía si era una roca o una creación humana.
—Te has percatado enseguida —dijo Mielat, que estaba a unos pasos de ella y había seguido su mirada.
—¿Qué es eso? —preguntó Nora—. Es curioso.
Mielat asintió.
—Es un sieidi, una piedra sagrada. En épocas bárbaras esas rocas con formas peculiares, así como árboles que destacaban, fuentes de agua y huecos se consideraban sitios de energía donde moraban los espíritus poderosos.
—En la Vidda hay muchos —dijo Nils, y le tendió a Nora un vaso que llenó de té caliente de un termo.
—Cada clan familiar tenía sus propios dioses protectores a los que pedían ayuda en lugares como este y contentaban con ofrendas. La gente creía que todo el mundo visible tenía su equivalente en el mundo invisible y espiritual —explicó Mielat.
—Igual que los indios de Norteamérica —dijo Nora—. Para ellos todo lo que había en la naturaleza tenía un vínculo animado y estrecho con las personas.
Mielat asintió.
—Son conceptos chamánicos que existen en todas las culturas. Piensa en…
—Mejor sigamos avanzando —le interrumpió Bigga, que se abrazaba el torso y no paraba de frotarse—. Si seguimos más tiempo aquí me convertiré en un carámbano.
—Es verdad, hace bastante fresco —admitió Nils. Se volvió con una sonrisa hacia Mielat—. La clase sobre la cultura sami puedes continuarla después, en algún sitio caldeado.
Mielat se encogió de hombros y miró a Nora.
—Si es que te interesa.
¿Por qué pensaba que su interés no era sincero? ¿Y por qué la pinchaba así? Nora se incorporó.
—Claro que sí, me parece muy emocionante y…
Bigga le interrumpió.
—Perdona, pero no conoces a Mielat. Cuando empieza con este tema…
Mielat soltó una carcajada.
—Bigga tiene razón. Sabe hasta qué punto me fascina. Bueno, vamos.
Nils guardó el termo y cogió el trineo con los niños, que estaban dormidos. Mielat se colocó en cabeza de la pequeña caravana, y Nora detrás, seguida de Bigga y Nils, que cerraban la marcha. Los tres perros no dejaban de dar saltos y revolcarse en la nieve polvo. Al cabo de un rato llegaron a un gran lago congelado. En la orilla de enfrente Nora vio un bosquecillo donde, según Bigga, se encontraba su destino.
Nora disfrutó del silencio y el aire puro y respiró hondo. Los esquís se deslizaban con suavidad sobre la nieve seca. Los movimientos regulares la tranquilizaban, los pensamientos se fueron desvaneciendo y entró en un estado contemplativo. Al cabo de un rato vio que se había acoplado al ritmo de Mielat. Se sentía muy unida a él, como dos piezas bien ensambladas.
El hechizo se rompió cuando pasada una hora llegaron a la orilla. Los perros se adelantaron ladrando. Entre los árboles Nora vio varios renos que los observaban. Mielat llamó a los perros y se detuvo. Bigga levantó una mano y saludó. Una joven se acercó presurosa hacia ellos, muy sonriente, y le dio un abrazo a Mielat.
Nora tragó saliva: era la lacera de Tromsø.