Møre og Romsdal, otoño de 1915
En el orfanato del Buen Pastor, en otoño el trabajo en el jardín y en los campos era prioritario. Las clases se aplazaban a la tarde para aprovechar la luz del día, y a menudo se suspendían. El sol solo conseguía durante unas pocas horas lanzar sus rayos por encima de las altas cimas hacia la bahía, y oscurecía pronto.
Después de que los niños pasaran el día entero sacando patatas de la tierra, recogiendo coles y zanahorias, peras, ciruelas y frutos secos, pasaban a licuar, confitar, desecar, escarchar y poner en vinagre.
Durante los últimos días de octubre se reunían todos en el comedor para hacer conservas. Sobre las mesas había unas fuentes enormes con fruta pelada y cortada en trocitos y trozos de verdura limpia, y los cubos llenos de pieles, huesos de la fruta y otras partes incomestibles. Los niños se sentaban con la cabeza inclinada sobre sus tablas de cortar y llevaban a cabo su trabajo en silencio. Un profesor vigilaba sobre una silla alzada que nadie se saltara la prohibición de hablar y leía en voz alta el catecismo.
Los pensamientos de Áilu, como tantas otras veces, se desviaban hacia el norte. En casa, las bromas y las risas llenaban el espacio, se contaban chistes y se cantaban canciones. En su familia casi siempre había un ambiente amable y alegre, pocas veces había riñas o quejas. Allí, en cambio, reinaba la tensión y el abatimiento. Por lo visto, los adultos consideraban inaceptable divertirse mientras uno trabajaba, como si así no lo hicieran tan a conciencia.
Si Áilu lo había entendido bien, además creían que Dios los censuraría si cumplían con sus obligaciones diarias con alegría. A juicio de los adultos, valoraba mucho la disciplina, el orden y el cumplimiento incondicional de las estrictas reglas y prohibiciones. Siempre que un niño era travieso, la mirada del profesor que supervisaba o la patrona se desviaba hacia la cruz de madera que colgaba en un rincón del comedor, así como en todas las aulas y dormitorios. En caso de que el comportamiento fuera especialmente grave, el infractor debía ir a ese rincón, de cara al crucificado.
Áilu también había tenido varias ocasiones para observar a fondo aquella figura de madera. A muchos niños les daba verdadero miedo y se mantenían temblorosos y llorosos en el rincón del castigo. Áilu no podía creer que ese pobre hombre atormentado estuviera enfadado con ella por haber derramado algo, no haber recitado bien un texto o porque la hubieran sorprendido yoikeando en voz baja.
Durante aquellos días de horas interminables cortando, Áilu estaba ansiosa porque llegara la comida principal que tomaban a última hora de la tarde, no porque tuviera más hambre de lo normal, sino porque luego a ella no la enviaban a la cocina, como a la mayoría de los niños, a hacer compota de pera y ciruela, de manzana o verduras, a preparar mermelada y jalea, sino con el mozo para ayudarle a ordeñar las vacas y en otras tareas que no había podido completar solo durante el día. Jonte nunca le reñía cuando hacía algo mal o no entendía algo a la primera. Tampoco le molestaba que calmara o atrajera a los animales con sus yoiks. Era obvio que no opinaba que fuera poco cristiano ni que despertara la ira de Dios. Al contrario, Áilu tenía la impresión de que le gustaba oírla.
Aquella tarde la papilla de avena estaba especialmente pegajosa en el paladar. Áilu tenía un nudo en la garganta, un hormigueo en el estómago y el corazón acelerado, pero se obligó a terminar el plato para no disgustar a la patrona. Una de las reglas del orfanato era que había que comer todo lo que hubiera en el plato. Al final se retiraron las sillas y las niñas encargadas de la limpieza recogieron los platos, mientras los demás se dirigían a la cocina en fila de a dos. Aquel día también había que seguir poniendo en conserva la fruta y la verdura cosechada.
Áilu buscó la mirada de la patrona, que estaba saliendo del comedor con los últimos niños. Como esperaba, le hizo saber con un gesto que debía ir a los establos. Los dos profesores estaban sentados a la mesa con el rector, donde les estaban sirviendo café y pasarían un rato conversando. Áilu siguió a la patrona al pasillo y se dirigió a la puerta de la casa. Allí se detuvo, comprobó que estaba sola y subió la escalera a la primera planta. Se detuvo delante del despacho del rector y accionó el pomo: la puerta estaba abierta. Miró alrededor con cautela antes de colarse en la habitación. Conteniendo la respiración, abrió el cajón del escritorio donde estaba la carpeta con la carta del hombre cuervo y otros documentos supuestamente relacionados con ella. Los había visto cuando devolvió en secreto el sobre después de que Jonte reconociera que no sabía leer.
Por fin sabría qué habían escrito sobre ella. La víspera Jonte le puso una mano en el hombro al despedirse, la miró con sus ojos azul celeste y dijo:
—Creo que ha llegado el momento.
No tuvo que explicarle a qué se refería: sabía las ganas que tenía de leer la carta del hombre cuervo.
Cuando salió de la casa, Jonte ya estaba con una lámpara de petróleo delante del establo de vacas, la buscó con la vista y le iluminó el camino en la oscuridad. Desde que aprendían juntos a leer y escribir con ayuda del manual escolar, se daban prisa en cumplir con sus obligaciones. Era un pacto tácito. Jonte esperaba con la misma impaciencia que ella el momento de sentarse a la mesa de su habitación, encima del establo, y sumirse bajo la luz de la lámpara en el mundo de las letras.
Empezaron haciendo que Jonte nombrara las imágenes de objetos cotidianos, animales y plantas en el libro, para que Áilu aprendiera las palabras en noruego. Como había aprendido con sus padres a escribir en sami, el alfabeto latino le resultaba familiar. Enseguida las incomprensibles combinaciones de letras que aparecían debajo de los dibujos se convirtieron en palabras legibles.
En los bordes de los periódicos viejos que Áilu cogía de la papelera cuando limpiaba, Jonte escribía letras y palabras. Progresaba rápido en la lectura, pero escribir le costaba más. Todo lo habilidoso que era con el cuchillo y otras herramientas lo tenía de torpe manejando el lápiz. Sacando la lengua entre los labios, se esforzaba por imitar las letras que Áilu le enseñaba. Sin embargo, sus temores a que perdiera pronto las ganas de aprender eran infundados. Cuando la punta del lápiz se rompía una y otra vez porque Jonte lo apretaba con demasiada fuerza, o las letras bailaban torcidas en las líneas que Áilu le trazaba con una regla, soltaba un breve bufido, se encogía de hombros y se animaba diciendo: Man må krype før man kan gå («Hay que aprender a andar a gatas antes de caminar»).
Para Áilu, el hecho de conocer las cosas por su nombre, preguntar su significado y establecer asociaciones constituía una agradable experiencia diaria. Era como si por fin tuviera en la mano la clave para comprender las enigmáticas costumbres y la mentalidad de los noruegos. Algunas cosas seguían siendo difícilmente comprensibles, pero mucho de lo que al principio le parecía ilógico, amenazador o raro había perdido ese aire aterrador.
Áilu saludó a Jonte y corrió hacia él. Sacó la carpeta que llevaba apretada bajo el delantal y la agitó. Jonte arrugó la frente, la agarró del brazo y la metió rápido en el establo.
—¡Cuidado! ¡Que pueden cogernos!
—Perdona —dijo Áilu, y alzó la vista—. Es que estoy muy emocionada.
Jonte asintió y señaló la escalera de madera que había en la parte trasera del establo y que llevaba a su cuarto.
—Vamos.
—¿No tendríamos que ordeñar las vacas primero? —preguntó Áilu, que miró a las vacas, de pie o tumbadas en sus boxes rumiando.
Jonte sacudió la cabeza y murmuró:
—Ya está hecho.
Antes de que ella pudiera darle las gracias, él ya se dirigía hacia la escalera. Pasaron los siguientes minutos en silencio. Jonte había colgado la lámpara de petróleo de un gancho encima de la mesa, en el techo bajo, y además había encendido una vela. Áilu leyó la carta del rector del internado, y Jonte se inclinó sobre un documento que parecía oficial. Movía los labios al leer y seguía las líneas con un dedo.
—Tu cumpleaños fue el once de septiembre —afirmó.
La chica sacudió la cabeza.
—No, no es verdad. ¿De dónde lo has sacado?
—Bueno, aquí lo pone —contestó Jonte, y señaló una línea en el texto.
—Pues ignoro por qué lo dicen. Mi cumpleaños es en julio, pero nunca me lo preguntaron.
Jonte frunció el entrecejo.
—Te llaman Helga, ¿verdad?
Áilu asintió y lo miró. Nunca había hablado tanto seguido, eso era una conversación de verdad. Unas semanas antes le habría parecido imposible.
Él prosiguió:
—El once de septiembre es santa Helga. —Señaló la carta que Áilu tenía en la mano—. ¿Qué dice sobre ti?
—No mucho —contestó ella.
Su suposición de que el hombre cuervo se había vengado con difamaciones por haber impedido que abusara de Lohcca no era cierta. En su carta se limitaba a presentarla como hija de lapones nómadas que estaban ilocalizables en los pastos de Finnmark, tras entregar a su hija a las autoridades escolares.
—Entonces realmente buscaron a tus padres —dijo Jonte cuando Áilu terminó de leerle ese pasaje.
Ella resopló.
—¡Qué va! Además, mis padres no me entregaron a las autoridades escolares. ¡Los hombres de negro me separaron por la fuerza de mi padre! —Su voz se volvía estridente y los ojos se le llenaron de lágrimas de rabia. Volvió a ver a Heaika forcejeando desesperado con el funcionario y llamándola su hija del Sol.
Jonte sacudió la cabeza.
—No solo me refiero a la carta —explicó, y levantó el texto oficial—. Lo digo por esto. —Le tendió el papel a Áilu—. Lee el penúltimo párrafo.
Knut Pertenter, funcionario de las autoridades escolares, comunica que no ha encontrado a las familias Svonni y Labba en sus pastos de verano en el fiordo de Alta ni más tarde en el campamento de otoño en los llamados pastos de las crías. El cura de Kautokeino hizo constar que miembros de su comunidad le habían contado que Heaika Svonni había expresado la intención de irse con su núcleo familiar a Inari, en el gran ducado de Finlandia, para solicitar allí la nacionalidad y evitar de ese modo a las autoridades noruegas. Así, la tutela de su hija Helga (Áilu) Svonni corresponde al Estado noruego hasta que cumpla la mayoría de edad.
La niña fue entregada el 3 de mayo de 1915 a la custodia de Ole Petterson, director del orfanato del Buen Pastor del Fiordo (provincia de Møre og Romsdal) y permanecerá allí hasta que alcance la mayoría de edad o encuentre unos padres adoptivos.
Áilu se quedó mirando las líneas que se desdibujaban ante sus ojos. Se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Qué significa «tutela»?
Jonte evitó su mirada.
—Que el rector es responsable de ti.
Ella sacudió la cabeza. Era imposible, tenía que tratarse de una confusión, un malentendido. ¡Sus padres jamás abandonarían el país dejándola en la estacada!
—Me contaste que tienes hermanos —dijo Jonte—. Seguro que tu padre quería evitar que los metieran también en un internado.
Áilu se levantó de la silla y lo fulminó con la mirada.
—Pero ¿por qué no viene a recogerme? ¿Por qué no viene aquí? ¿Es que soy menos importante que Vuoitu e Iskko? —Se le quebró la voz y susurró—: ¿O es que ya no me quiere?
Se desmoronó. Era la única explicación, y aquella certeza fue un terrible golpe para ella. Antes de que Jonte pudiera evitarlo, salió corriendo y se precipitó escaleras abajo y salió a toda prisa del establo.
El brillo de las estrellas reflejadas en el agua clara del fiordo sumergió la bahía en una luz difusa. El aire era puro con un toque gélido. Áilu exhalaba un vaho blanco con cada respiración. Pasó corriendo junto a la casa principal hacia los campos frutales que había detrás del jardín. Se detuvo bajo un manzano que sobresalía, dio un salto para colgarse de la rama inferior, se impulsó hacia arriba y se sentó en ella, abrazándose al tronco. Ya se había refugiado en aquel escondite varias veces huyendo de Turid y sus amigas. Además, el follaje ofrecía protección suficiente de miradas indiscretas. El árbol transmitía una paz que también en ese momento surtió efecto. El latido del corazón de Áilu se ralentizó, y por un momento se fundió con el silencio que la rodeaba.
Pensó que en Finnmark ya había nieve. Había empezado el otoño-invierno, seguro que sus renos ya estarían de camino a los bosques. ¿Cuándo llegarían Heaika, Gutnel y los demás al campamento de invierno? Contuvo la respiración e hincó las uñas en la corteza. No llegarían nunca. Ese año sus cabañas quedarían vacías, estarían vacías para siempre. «¡Y tú no volverás a verlos jamás!».
La idea era tan horrible que soltó un resoplido.
—¿Qué será de mí ahora? —gimió—. ¡No lo soporto!
No supo cuánto tiempo estuvo en la rama, agarrada al tronco del manzano. Apretó la frente contra la áspera corteza, cada vez más fuerte, y sintió cómo le desgarraba la piel, mas el escozor de la herida no superaba el dolor interno.
«No tienes por qué aguantarlo». Áilu se quedó helada. Aquella frase había salido de la nada, como si alguien se la hubiera susurrado al oído. «No tienes por qué aguantarlo». Sonaba reconfortante, tentador. ¿Para qué seguir viviendo si su familia la había dado por perdida? Ella había estado todo el tiempo preocupada por sus hermanos y sus padres. Y mientras tanto ellos hacía tiempo que se habían alejado de ella, la habían abandonado a su suerte, tal vez incluso se habían convencido de que era lo mejor para ella.
Áilu se enderezó y se secó las lágrimas de la cara. Fue como si se abriera un mar negro en su interior en el que todo se hundía: la desesperación, la nostalgia, la decepción. El mundo que la rodeaba también parecía más descolorido, como si se alejara de ella. Ya no oía el murmullo del agua sobre la grava en la orilla, el crujir de un erizo que buscaba frutos caídos bajo los árboles, el graznido de un pato que despertaba del susto.
Áilu sabía lo que tenía que hacer. Deshizo los nudos de las cintas del delantal y lo retorció para atarlo con un nudo corredizo. Seguro que aguantaría su peso, la patrona ponía mucho énfasis en que las costuras fueran sólidas y de hilo doble. Como si tuvieran vida propia, las manos lanzaron el delantal sobre la rama, ató las puntas a un nudo del árbol y se colocó el delantal alrededor de la cabeza. Cerró los ojos. La oscuridad lo llenó todo, los pensamientos quedaron acallados.
Se dejó caer.
No sintió el tirón en el cuello que esperaba. Cayó y cayó, no como una piedra, sino como una pluma. «Estoy volando», pensó. Oyó un susurro que creció hasta convertirse en un rugido que la envolvió antes de cesar de repente.
Algo húmedo le presionaba las mejillas. Áilu estaba aterida de frío, tumbada boca arriba. Buscó a tientas con una mano a su lado y tocó la hierba húmeda. Se obligó a abrir los ojos: había dos cabezas oscuras inclinadas sobre ella. Una emitió un leve aullido y le lamió la cara. Beana. Se volvió hacia la otra. No veía los ojos de Jonte, pero sentía su mirada de preocupación.
—Entiendo que quieras irte de aquí. Antes yo también lo pensaba —dijo en voz baja, y señaló el delantal, que se balanceaba en la rama—. Pero luego llegaste tú del lejano norte y trajiste luz a mi vida. Tú me has devuelto mi nombre, y le has regalado uno a Beana. ¡Por favor, no nos dejes!
Como si le hubiera entendido, Beana soltó un ladrido y apoyó la cabeza sobre el vientre de Áilu, que se puso a temblar. Se sentó, se lanzó a los brazos de Jonte y rompió a llorar. Él le acarició el pelo mientras repetía: «Du er vårt lys, vårt lys fra nord» («Eres nuestra luz, nuestra luz del norte»).
Aquella tarde Áilu recibió un nombre nuevo por segunda vez. Cuando estaban solos, Jonte la llamó Lys a partir de entonces. En el orfanato era Helga. Áilu, en cambio, había caído en el agua oscura y con ella el deseo de regresar al norte.