Masi-Kautokeino, febrero de 2011
Mientras Mielat se quitaba la chaqueta y los zapatos, la perra, un animal grande y fuerte con una barriga redondeada, se acercó a la mesa. Su pelaje marrón y negro solo tenía manchas blancas en el pecho y encima de los ojos. Saludó a Ravna y Ukko con un breve ladrido antes de plantarse delante de Nora y observarla con sus ojos oscuros. Ella le acercó una mano despacio, y la perra la olisqueó.
—Se llama Algo —dijo Mielat—. Puedes acariciarla tranquilamente.
—Hola, Algo —murmuró Nora, se inclinó hacia ella y le rascó entre las orejas erguidas. Bajo el grueso pelaje se notaba un pelo suave.
La perra acercó la cabeza a la mano de Nora y luego volvió con su dueño, que le indicó un sitio junto a la puerta, donde se instaló para mordisquear unos huesos que le dio Mielat.
—¿Cuándo le toca parir? —preguntó Ante mirando a la perra.
—Los próximos días —contestó Mielat, y se acercó a la mesa—. Por eso la he traído, después del entierro quiero llevarla al campamento.
Ante asintió y le sirvió sopa en un plato. Mielat sonrió al grupo y se sentó enfrente de Nora.
—Gracias por tu email —dijo Ukko—. Fue una alegría recibirlo.
—No es nada —dijo Mielat—. Era lo mínimo. Siento no haber podido asistir al funeral.
—No pasa nada —dijo Ravna—. Es un consuelo saber que Ánok sigue vivo en el corazón de tanta gente.
A Mielat se le ensombreció el semblante.
—Aún me cuesta creer que ya no esté —dijo en voz baja.
—Eso nos pasa a todos —contestó Ravna. Tras un breve silencio, añadió—: Tuvo una vida feliz. —Sonrió a Nora y al hacerlo hizo que Mielat la mirara.
Nora sintió que se ruborizaba y bajó la cabeza.
—La vio y nos la trajo —oyó que decía Ravna.
—¿Dónde la vio? —Mielat parecía confuso.
—En Oslo.
—¿Cómo? ¿Ánok estuvo en Oslo? ¿Qué hacía allí? Pensaba que…
—Perdona —le interrumpió Ravna—. Me refería a su yo espiritual.
De nuevo a Nora le pareció rara la naturalidad con que su abuela hablaba de un fenómeno paranormal.
—Ya —dijo Mielat—. Siempre pensé que tenía ese don. ¿Tú también lo tienes?
Nora levantó la cabeza y miró los ojos grises de Mielat, que a su vez la miraban fijamente. Sintió un escalofrío y se encogió de hombros.
—Porque tú eres su hija —dijo con firmeza, más que preguntar.
—Sí… —contestó Nora, y le dio rabia el tono de disculpa que le salió. ¿Por qué se dejaba confundir así?
Mielat esbozó una sonrisa que le dio brillo a los ojos. Le tendió la mano derecha.
—Encantado de conocerte —dijo—. Yo quería mucho a Ánok.
Nora dudó un instante antes de darle la mano, que él estrechó con sus dedos cálidos y secos. Tras un breve apretón se retiraron, pero Nora los siguió sintiendo.
Por la mañana salieron pronto, pues se habían acostado temprano. Ante le había cedido a Ravna su cama. Nora durmió en un colchón inflable al lado, y los hombres acamparon en el salón. Cuando salieron de la casa tras un desayuno rápido, estaba amaneciendo. La tormenta había amainado, las nubes habían desaparecido y la nieve recién caída despedía un brillo rosado.
—Esperemos que las quitanieves ya hayan pasado —dijo Ukko.
—En Riksveien casi seguro, pero aquí tendremos que quitarla nosotros con la pala —contestó Ante, y señaló con una sonrisa las dos montañas de hielo bajo las que estaban enterrados los coches de Ukko y Mielat.
Mielat, que llevaba como Ante un kofte azul marino para celebrar el día, de lana gruesa y decorado con cintas de colores, asintió y sacó palas y escobas de un cobertizo contiguo a la casa. Nora miró a Ravna con preocupación.
—¿Cuándo empieza el servicio religioso? ¿Llegaremos a tiempo?
—No te preocupes, por suerte solo es nieve polvo ligera. La retiraremos en un santiamén.
No tardaron ni cinco minutos en apartar la nieve y en que los coches estuvieran listos. El de Mielat era una furgoneta en cuya parte trasera había una lona extendida.
—Nos vemos en la iglesia —dijo Ante, y subió al vehículo de Mielat.
Ukko acompañó a su madre en su coche. Nora, como los días anteriores, se acomodó en el asiento trasero. Poco después estaban de nuevo en la Rv 93, que ahora discurría junto al lecho del río Kautokeinoelv, como se llamaba allí el Altaelv, a través de Vidda.
Cuando apenas habían recorrido veinte kilómetros, Nora vio una amplia cascada congelada. Con la nieve reciente parecía una exuberante obra culinaria de un pastelero.
Ravna se volvió hacia su nieta y le dijo:
—Es la Pikefossen.
—¿La cascada de la niña? —preguntó Nora—. Qué nombre más curioso.
Ravna sonrió.
—Como te imaginarás, detrás hay una antigua leyenda. En cierta ocasión una niña tenía que cuidar de un rebaño de renos mientras su dueño estaba de viaje. Los animales querían cruzar el río congelado por encima de la cascada, pero se hundieron y se ahogaron. Cuando el dueño regresó, se puso hecho un basilisco y arrojó a la imprudente niña a la cascada.
—Es muy bonito y triste —dijo Nora.
Ukko sonrió.
—Se rumorea que desde entonces anda por aquí como un fantasma y algunas noches se oyen gritos desgarradores en el agua.
Nora miró de nuevo por la ventana y dejó que la amplitud del altiplano la sobrecogiera. Se sentía como en una road movie americana en que la gente viaja durante días por paisajes áridos, siempre recto, hacia un objetivo inalcanzable tras el horizonte. De nuevo se preguntó cómo influía la vida en un entorno así en la esencia de las personas. Tuvo que admitir que le interesaba sobre todo cómo influía en una persona en concreto: Mielat, el sobrino de Ante. Le parecía la encarnación de un hijo de la naturaleza, aunque no sabría decir qué significaba eso exactamente. Sobre todo lo pensaba por la calma y satisfacción que transmitía, que no había visto en nadie. ¿Acaso uno era así cuando uno estaba día sí, día no de viaje por la naturaleza, en contacto directo con animales y rara vez con más gente en la llamada civilización?
Pero tal vez parecía tan sereno solo porque era feliz con su mujer y sus hijos, intervino el sarcasmo de Nora, que evocó la imagen de la joven lacera en el festival sami de Tromsø, a la que Mielat había enviado un beso con la mano mientras ella tenía un niño en brazos. ¿Ella también asistiría al entierro? Si había entendido bien, Mielat vivía por la zona.
—Bueno, ya hemos llegado —penetró la voz de Ukko en sus pensamientos—. Ahí abajo está Kautokeino.
Nora miró al frente. Desde el borde del Vidda había una buena vista del lugar, con las casas diseminadas entre pequeños abedules sobre la depresión del río.
Nora señaló el letrero bilingüe que rezaba: «Guovdageaidnu/Kautokeino».
—¿Qué significa el nombre?
—La mitad del camino —contestó Ravna—. Desde aquí la zona de hibernación y los pastos de verano están aproximadamente a la misma distancia. Antes muchos sami paraban aquí en sus migraciones a los pastos donde los renos paren para celebrar juntos la Pascua.
—Y hoy en día se sigue haciendo —dijo Ukko—. El festival de Pascua es la gran atracción aquí arriba.
—Es verdad —confirmó Ravna—. Para mí personalmente todo esto se parece demasiado a un espectáculo. —Sonrió a Nora—. Pero hay actuaciones fantásticas. ¿Tal vez te apetezca venir en vacaciones de Pascua a visitar a tu abuela cuando tengas ocasión?
Nora le devolvió la sonrisa. La invitación de Ravna sonaba sincera, no era palabrería que se decía por decir en la que había un pacto tácito de que no había que tomárselo al pie de la letra. Le hacía feliz que aquella mujer tan cariñosa fuera su abuela. En todo caso la iría a visitar en cuanto tuviera oportunidad. Tenían mucho tiempo que recuperar.
Al sur del centro, formado por la filial de un banco, una comisaría de policía, un supermercado y el Ayuntamiento, la Rv 93 atravesaba el Kautokeinoelv y seguía al este del río en dirección a Finlandia.
Poco después del puente, Ukko giró por una callejuela que conducía a una iglesia. La madera de color rojo carmesí que se elevaba sobre un montículo, resplandecía bajo el sol.
Llegaban tarde. Las campanas que llamaban al servicio religioso dejaron de sonar cuando bajaron del coche. Algunos rezagados corrían por la plaza de delante de la iglesia. Ukko y Nora agarraron del brazo a Ravna y los siguieron hacia la iglesia. Varias arañas de latón sumían el espacio en una luz cálida que se reflejaba en las paredes pintadas de color ocre. En la fachada, detrás de la mesa del altar, colgaba una pintura moderna donde aparecía Cristo con el báculo pastoral y tres ovejas.
Los bancos, que podían dar cabida a unas doscientas cincuenta personas, estaban abarrotados, y había mucha gente en la parte de atrás de la sala.
—¿Quién es toda esta gente? —susurró Nora.
—La mayoría deberían de ser parientes nuestros —contestó Ravna.
Nora se quedó perpleja, y Ravna la miró con aire divertido.
—Debes saber que los primos de quinto y sexto grado también cuentan como familia cercana, aunque eso no significa que yo los conozca a todos por su nombre.
La austeridad de la iglesia hacía que resaltaran especialmente los coloridos trajes de fiesta, Nora solo vio de forma aislada el habitual color negro de funeral. Su chaqueta de piel de cordero parecía un cuerpo extraño entre tanto traje de color azul y rojo. De pronto se adueñó de Nora la misma sensación que tuvo durante el funeral en Alta y antes en el mercado sami de Tromsø: se sentía fuera de lugar, como un intruso de otro mundo.
Como si los estuvieran esperando, el órgano empezó a sonar en cuanto la puerta se cerró tras ellos. Sin pensarlo, Nora soltó el brazo de su abuela y se detuvo debajo del coro alto. Ravna la miró intrigada y le tendió una mano, pero Ukko se la llevó hacia delante, donde por lo visto habían dejado unos asientos libres para ellos.
Nora se dio la vuelta, abrió de nuevo la puerta y salió. En el cementerio, detrás de la iglesia, se puso a deambular con la mirada perdida entre las tumbas. Tenía la respiración acelerada. Sentía la necesidad de huir, estaba angustiada, casi presa del pánico. Nunca se había visto así. Para calmarse, se obligó a leer las inscripciones de las lápidas. La mayoría estaban en sami, que utilizaba el alfabeto latino enriquecido con muchos acentos, líneas transversales y otras peculiaridades. En algunas que estaban corroídas Nora descubrió inscripciones de tipo rúnico que le parecieron mensajes misteriosos de un mundo lejano y bárbaro. Nora recordó el búho nival con el que soñó en el momento de la muerte de su padre. ¿Antiguamente los sami no creían en animales místicos? ¿El búho blanco era el espíritu protector de Ánok?
Un pequeño hoyo sacó a Nora de sus pensamientos: debía de ser la tumba para su urna. Se quedó mirando el agujero y de pronto comprendió por qué mucha gente no podía resignarse a que con la muerte acabara todo, que los llamados restos mortales fueran lo único que quedara. Por primera vez la idea de Ravna de que su hijo seguía estando presente pero con otra forma no le pareció turbadora ni inquietante, sino un consuelo. Aun así, no creía que pudiera tener algún tipo de contacto con él, pero lo sentía cerca de un modo inexplicable.
Vio por el rabillo del ojo que los asistentes al funeral salían de la iglesia y seguían al cura hacia el cementerio a paso lento. Nora se retiró y se colocó tras un abedul a una distancia que le permitiera oír.
—¡Eh! —gritó una voz aguda por detrás de Nora.
Alguien le tiró de la chaqueta. Ella se dio la vuelta y vio a la niña pequeña a la que había conocido en la carrera de renos de Tromsø que le sonreía contenta.
Tras el entierro, Nora se dirigió a la plaza de delante de la iglesia, donde había grupitos de gente por todas partes conversando al sol. Estaba buscando a Ravna y Ukko cuando se le acercó la niña.
—Tú eres Lotta, ¿verdad? —dijo Nora.
La niña asintió.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Nora.
Lotta la examinó con la mirada.
—¿Ahora sabes sami?
Nora sacudió la cabeza.
—No, ¿por qué?
—Entonces no has entendido nada de lo que ha dicho el cura —afirmó Lotta, y señaló al párroco, que, como la mayoría de los asistentes al servicio religioso, estaba charlando tras el entierro de la urna.
Era cierto que había oído la bendición junto a la tumba sin entender nada detrás de su abedul, y había deseado estar muy lejos. Se sentía fuera de lugar, a pesar de que oyó mucho noruego, pues no todos los presentes, ni mucho menos, hablaban sami entre sí. Incluso le daba la impresión de que algunos se sentían de forma parecida a ella e incluso algunos de los que llevaban los trajes tradicionales habrían preferido una misa bilingüe. Aun así, no dejaba de sentirse extraña.
—¡Aquí estás! Te habíamos perdido de vista. Mi madre quiere presentarte a mi hermana.
Nora no se había dado cuenta de la llegada de Ukko, que la observaba preocupado junto a ella.
—¿Todo bien?
Nora asintió y se esforzó por utilizar un tono de voz despreocupado.
—Me he encontrado con una conocida —explicó, y sonrió a Lotta.
La niña sonrió, cogió a Nora de la mano y le señaló unas cuantas personas que se encontraban a unos metros de ellas, enfrascadas en la conversación.
—¡Ven conmigo!
Nora miró hacia donde señalaba la niña y vio a la abuela de Lotta, y junto a ella a una pareja joven y Ante.
Ukko miró intrigado a Nora.
—¿De qué conoces a la niña?
—Tanto como conocerla, tampoco —contestó Nora—. Nos vimos por casualidad en Tromsø, en la semana sami.
Ukko sonrió.
—Ya entiendo. Entonces allí ya te hiciste una idea de lo sencillo que es el mundo de los sami de los renos.
Nora se quedó confusa, y Ukko le guiñó el ojo.
—Hoy en día son pocos los que se ganan la vida exclusivamente con la cría de renos, pero a su juicio y sobre todo para la mayoría de los profanos en el tema, ellos y sus descendientes son los únicos sami auténticos.
Nora quiso insistir en que le explicara mejor qué quería decir con eso, pero Lotta le tiró de la mano. En ese mismo momento, Ante, que estaba hablando con el joven, les hizo una señal para que se acercaran. Ukko le contestó con otro gesto.
—¿Luego vendrás con nosotros? —le preguntó a Nora, y señaló unos abedules que se encontraban por detrás de la iglesia—. Hace un momento mi madre y mi hermana estaban ahí detrás.
Nora asintió y siguió a Lotta, que tiraba de ella con impaciencia. Sin querer buscó con la mirada a Mielat y la lacera, pero no los vio por ninguna parte.
—¡Abuela, mira con quién me he encontrado! —exclamó Lotta en tono triunfal, y señaló a Nora, que sonrió cohibida. Se sentía como parte de un botín.
La chica joven, que tenía a un niño pequeño cogido de la mano, le dirigió una mirada de disculpa y se volvió hacia Lotta.
—Pero ¿qué te has creído? No puedes ir por ahí asustando a desconocidos.
Lotta hizo un gesto altanero.
—¡Pero no es una desconocida! ¡Abuela, díselo! —ordenó a su abuela, que sonrió a Nora y le tendió la mano.
—Me alegro de volver a verla, creo que en Tromsø no nos presentamos. Soy Pernilla.
Se volvió hacia la chica joven.
—Lotta tiene razón, nos conocemos y…
—Se llama Nora —interrumpió Lotta, dándose importancia, y volvió a agarrar a Nora de la mano.
Pernilla se echó a reír y le dijo a Nora:
—Realmente se ha encaprichado contigo.
Señaló a la chica con el niño pequeño.
—Mi hija Bigga y el hermano pequeño de Lotta.
Nora comprendió que la lacera no era la madre de los niños, ni Mielat el padre, aunque prefería no pensar en por qué se alegraba tanto de saberlo. Ante y el joven se acercaron a ellas.
Bigga abrazó por la cintura al chico y le dijo a Nora:
—Este es mi marido, Nils.
Al mismo tiempo Ante se volvió hacia Nora.
—No sabía que conocieras a mi hermana.
Pernilla se quedó de piedra, con los ojos desorbitados.
—¿Tú eres Nora? Antes ni siquiera lo he relacionado cuando Lotta ha dicho tu nombre.
Se le dibujó una sonrisa afectuosa en el rostro.
—Le tenía mucho cariño a tu padre. No lo veía mucho, pero era un hombre muy simpático. Siento mucho que no lo hayas conocido.
Aquellas palabras conmovieron profundamente a Nora, que tragó saliva y asintió en silencio.
—¡Mielat, Mielat! —gritó Lotta, que se puso a dar saltitos emocionada—. ¡He encontrado a la chica que te dio suerte!
Nora siguió su mirada. Mielat iba hacia ellos, y le hizo un gesto a la niña para que se acercara. Tras él vio a Ravna y Ukko, que también se acercaban, solos. Por un momento se preguntó dónde estaba la hermana de Ukko, a la que aún no había conocido.
Lotta se volvió hacia su madre y le explicó exaltada:
—Ganó la carrera gracias a Nora, porque ella le deseó suerte y… —Hizo una pausa, pensó un momento y se corrigió—: ¡Ganó gracias a las dos, porque sin mí Nora ni siquiera habría entendido que tenía que desearle suerte!
Mielat se había unido al grupo y le pellizcó la nariz a Lotta.
—Qué haríamos sin ti —dijo, y le guiñó el ojo a Nora. La mirada que le lanzó no encajaba con la sonrisa pícara: era directa e intensa, como una caricia. Nora apartó la vista.
—¿Te vas ahora al campamento? —preguntó Bigga.
Mielat asintió.
—Quiero ir contigo —dijo Lotta—. ¡Por favor, por favor!
Su hermano pequeño soltó la mano de su madre, se colocó al lado de Lotta y se unió a la súplica de su hermana.
Mielat hizo un gesto de fingida resignación y miró a Bigga y a Nils.
—Si a vosotros os parece bien…
—Claro que sí —dijo Bigga—. Vamos a recoger nuestras cosas y luego vamos.
Lotta tiró de la chaqueta de Mielat, que se inclinó hacia ella. La niña le susurró algo al oído. Mielat miró a Nora y contestó a Lotta:
—Por mí encantado de que se lo preguntes.
Lotta sonrió y se plantó delante de Nora.
—¿Quieres venir con nosotros?
Nora se puso tensa. Ahí estaba de nuevo, el impulso de huir que la había empujado a salir de la iglesia.
—No lo sé, no quiero molestar…
Mielat se volvió hacia ella.
—Vamos, a mí me parece muy buena idea. Así podemos enseñarte un poco la zona. —Le guiñó el ojo a Lotta.
La pequeña se puso a dar palmadas y a cantar:
—¡Nora viene con nosotros! ¡Nora viene con nosotros!