18

Møre og Romsdal, verano de 1915

—Du hjelper knekten.

La patrona señaló a Áilu, que estaba con los demás niños delante de la mesa del profesor —los niños a la derecha, las niñas a la izquierda—, esperando como cada día después del almuerzo a que le asignaran una tarea.

Aquella mujer se había dado cuenta de que Áilu no era tan torpe como pensara al principio y tenía maña, por lo menos cuando Turid y sus amigas no se cruzaban en su camino. Procuraba alejarla de ellas en el trabajo, y ponía a Áilu, que gracias a su complexión pequeña y delgada era especialmente adecuada para ello, a limpiar en lugares de difícil acceso para otros.

Para entonces Áilu ya se había aprendido las órdenes de barrer, fregar, lavar los platos, ir a buscar agua o leña, hacer remiendos y varios trabajos en la cocina, pero aquellas instrucciones eran nuevas. Alzó la vista confusa y buscó la mirada de la patrona, que repitió la frase y señaló por la ventana en dirección a los establos.

Áilu asintió. Supuso que tenía que llevar algo allí o recogerlo. No obstante, el cuchicheo que oyó a su espalda, que enmudeció ante la severa mirada de la patrona, no presagiaba nada bueno. Por lo visto, a las demás niñas algo les parecía fuera de lo común. Áilu, sin parar de tamborilear en la palma izquierda con la mano derecha, se esforzó por respirar con calma.

Cuando se hubieron repartido todas las tareas para la tarde y los niños salían del comedor, Áilu se quedó quieta. Esperaba que le dieran una cesta llena de restos de comida para las gallinas, o la orden de ir a buscar huevos o leche. Sin embargo, la patrona se acercó a ella con las manos vacías, le puso una mano sobre el hombro y la dirigió sin decir palabra hacia la puerta, mientras le lanzaba una mirada en la que, para su sorpresa, Áilu descubrió cierta compasión.

Salió del edificio principal y se dirigió a las dependencias. Se detuvo indecisa frente al establo de vacas. No tenía ni idea de qué debía hacer. Beana le saltó encima agitando la cola. Ella lo acarició, buscó con la mirada al mozo y lo vio de espaldas junto a las conejeras.

Como si hubiera notado su mirada, se dio la vuelta y se acercó a ella. Áilu se estremeció. No era fácil leerle la expresión, oculta tras una espesa barba. Las cejas pobladas endurecían la mirada: ¿la había reconocido? ¿Se acordaba de su encuentro unos días antes cuando calmó al toro, o para él solo era un pequeño incordio que debía mantener alejado de sí mismo y los animales?

El mozo la miró un momento y señaló el gallinero. Por sus movimientos Áilu dedujo que tenía que limpiarlo, y asintió. Cuando él iba a irse, ella estiró la mano y tiró con suavidad de la manga de su bata de lino. Él se volvió y se la quedó mirando con cara de pocos amigos.

Áilu tragó saliva, pero le sostuvo la mirada.

—¿Dónde está escoba? —preguntó en noruego, con la esperanza de haber dado con la palabra adecuada.

El mozo le señaló un cobertizo y se fue dando zancadas.

Áilu respiró aliviada, y la sensación desagradable se desvaneció. Si tenía que echarle una mano con sus tareas, eso solo podía significar que se lo había pedido el rector. Desde su llegada, nunca había ocurrido que enviaran a un niño a trabajar a los establos como castigo.

Áilu barrió primero el gallinero vallado, donde correteaban las gallinas cacareando exaltadas entre sus pies. A continuación fue al establo trasero, donde reinaba un fuerte olor a excrementos y paja enmohecida. Hacía tiempo que nadie limpiaba allí. Probablemente el mozo tenía dificultades para moverse en aquel estrecho tugurio en el que ni siquiera ella podía estar de pie.

Áilu cogió una pala del cobertizo y se puso a retirar la paja hedionda en una carretilla, mientras procuraba respirar lo mínimo posible. Después de repartir la paja fresca que encontró en el granero y de poner agua en las fuentes preparadas para ello, se puso a buscar al mozo. Lo encontró junto al establo de las vacas, sentado en un banco al sol remendando correas de piel. Se plantó delante de él.

—Yo terminado. —Se encogió de hombros y le preguntó con un gesto qué debía hacer a continuación.

El mozo dejó los remiendos a un lado, se levantó y se dirigió al gallinero. Áilu lo siguió y observó cómo lo revisaba todo. Él vio la carretilla con la porquería y soltó un gruñido de aprobación. Áilu suspiró aliviada. El mozo se volvió hacia ella, le hizo un leve movimiento con la cabeza y agarró el asidero de la carretilla.

Sin pensarlo, Áilu se acercó, se señaló y dijo:

—Yo me llamo Áilu. —Le señaló a él y preguntó—: ¿Tu nombre?

El mozo se la quedó mirando con expresión hosca. ¿Se había molestado porque no le había dicho su nombre noruego? ¿O la pregunta le parecía impertinente?

—Jonte. —Tenía una voz cálida y una pronunciación espesa. La señaló a ella—. ¿Áilu?

La niña asintió con ímpetu.

—Jonte y Áilu.

Él torció las comisuras de los labios para esbozar una diminuta sonrisa.

—Áilu y Jonte.

Sonaba como si acabaran de sellar un pacto.

—Hareskår og grønnfot! Hareskår og grønnfot!

El canturreo burlón persiguió a Áilu cuando entró por la noche en el dormitorio. Turid se plantó delante de ella, arrugó la frente y se puso a imitar con voz grave la pronunciación confusa de Jonte.

Áilu comprendió que hareskår, «caraliebre», era el apodo que los niños habían puesto al mozo. Se debía al corte que tenía en el labio superior, que recordaba a las hendiduras en forma de Y que tenían las liebres desde la boca hasta las fosas nasales. Esa deformación, además de dificultarle el habla, era el motivo por el que los demás excluían a Jonte. Al parecer lo consideraban un zoquete ingenuo y rudo que tenía más en común con los animales a los que cuidaba que con ellos.

Áilu se quedó quieta delante de Turid. Esbozó una sonrisa bobalicona y miró a la chica mayor con sumisión fingida. El truco también le funcionó aquel día. Turid se dio la vuelta y soltó un bufido de desdén. Áilu reprimió una sonrisa. La abuela tenía razón: se podían aprender muchas cosas de los cuentos antiguos. Los héroes de sus cuentos no se enfrentaban con violencia a Stallo, que les superaba físicamente, sino haciéndose los tontos para luego ser más astutos que él. A veces era muy útil que lo subestimaran a uno.

Los días siguientes fue enviada nuevamente a ayudar a Jonte. Turid y sus amigas arrugaban la nariz asqueadas cuando se acercaba a ellas, dándole a entender que no se acercara con la peste del establo. Por lo visto creían que Áilu trabajaba con Jonte porque en la jerarquía del orfanato ambos pertenecían al mismo nivel inferior. Lo consideraban un castigo humillante.

Áilu estaba encantada de que opinaran así. Nadie tenía por qué saber que esas tareas especiales le daban un espacio de libertad inimaginable en aquel lugar. Las horas que pasaba con los animales eran como islas soleadas en medio del gris del día a día, con unas reglas tan estrictas. Le daban fuerzas para soportar las humillaciones e injusticias con más entereza.

Le producía una especial alegría que, además de Beana, que esperaba con impaciencia su llegada, a Jonte se le iluminara la cara cuando aparecía en los establos. No hablaba mucho, pero Áilu estaba segura de que no era por cortedad. Sus ojos despiertos, con los que observaba con atención el entorno, decían lo contrario. Suponía que su defectuosa pronunciación y las burlas durante años habían hecho que enmudeciera.

Como ella seguía empeñada en aprender noruego, al principio intentó sacarlo de su reserva. No paraba de señalarle objetos, plantas y animales para preguntarle por sus nombres. Pero Jonte rezongaba reticente y se la quitaba de encima enviándola de vuelta a sus tareas, así que Áilu desistió al cabo de unos días. No quería hacerlo enfadar. Tal vez necesitara más tiempo para confiar del todo en ella, igual que los renos especialmente tímidos necesitaban ser domesticados durante mucho tiempo para dejarse tocar, aparejar u ordeñar.

El verano fue avanzando. La fila de muescas que Áilu hacía cada domingo en su cama era cada vez más larga. El mes del heno, al que los noruegos llamaban juli, se extinguió, y con él el cumpleaños de Áilu. Ignoraba la fecha exacta, pero aun así en casa sabía cuándo tocaba: el último día en que el sol no se ponía. Como en aquella zona a cientos de kilómetros al sur del círculo polar no había noches de verano y de noche no podía salir fuera para orientarse por las constelaciones, no sabía cuándo había cumplido los diez años.

En agosto, el mes del cambio de piel, la inquietud se apoderó de Áilu. Le costaba dormir y se despertaba a menudo jadeando de sueños en los que intentaba escapar corriendo y no conseguía avanzar. Era como si sus piernas quisieran seguir la llamada ancestral que desplazaba a los renos y con ellos a los sami a la larga migración a los pastos de invierno, interrumpida por una larga pausa en los prados donde tenía lugar la época de celo desde tiempos inmemoriales.

Siempre le venían a la cabeza las mismas imágenes. Eran tan reales que le parecía oír las órdenes que su padre y el tío Jov gritaban a los perros pastores para recoger a los renos machos de la manada que había que sacrificar. Notaba en el paladar el sabor de las sabrosas albóndigas que preparaba su madre con la sangre fresca y percibía el aroma de los salmones que colgaban encima del fuego para ahumarse.

Áilu echaba de menos pescar con sus hermanos en Altaelv, que en esa época del año rebosaba de peces, y competir a ver quién pescaba más salmones para las provisiones de invierno. O retozar con Guoibmi en el altiplano, donde la hierba brillaba argentada y el musgo y el pelaje de los renos se teñía de rojo. Añoraba incluso echar una mano a su madre para tejer las nuevas cintas de las botas, una tarea que no le agradaba. O ayudar a su abuela a raspar la piel de los renos y limpiar los tendones y evadirse con ella en un mundo de personajes legendarios. A veces le parecía que su tierra natal también era un país de cuento y temía no volver a encontrarlo jamás.

Ta ut asken! —ordenó la patrona entregándole una pala pequeña y un cubo metálico esmaltado, y señaló las cenizas de la chimenea del despacho del rector.

Como todas las semanas, aquel sábado de mediados de septiembre se hacía limpieza a fondo. Luego Áilu tenía que quedarse en la casa y limpiar los lugares de difícil acceso.

Tras las dos ventanas que, como todas las de la primera planta, no estaban enrejadas, pendían velos de niebla que se depositaban formando gotitas en el cristal. Áilu se arrodilló delante de la chimenea y empezó a poner las cenizas frías en el cubo. Para llegar al fondo se metió dentro y las sacó con una escobilla. Después de apilar los leños nuevos, volcó el cubo hacia abajo y lo vació fuera en el hoyo cavado para ese fin. De regreso en el despacho, tuvo que meterse debajo del enorme archivador situado detrás del escritorio y frotar las patas de madera con cera para muebles. Cuando más tarde estaba sentada debajo del escritorio puliendo la madera, la patrona sacó los cajones para limpiarlos a fondo. Montones de carpetas, cartas y documentos cayeron alrededor de Áilu en el suelo.

Un sobre sobresalía de una carpeta. La niña lo reconoció enseguida, pues durante el viaje al orfanato había memorizado las letras que llevaba escritas. Era la carta del hombre cuervo que ella le había entregado al rector el día de su llegada.

Áilu espió a escondidas: la patrona estaba sumergiendo los trapos de limpiar en el cubo del agua, mirando en otra dirección. Se metió el sobre en el bolsillo del delantal.

Por fin sabría qué había escrito el hombre cuervo sobre ella, y por qué la habían enviado allí pese a no ser huérfana. Estaba segura de que solo había contado mentiras sobre ella y su familia. Si sabía cuáles eran, podría rectificarlas, convencer al rector de que su sitio no era ese y de que debía enviarla de vuelta con sus padres. Le pediría a Jonte que le leyera la carta. De alguna manera podría explicarle lo más importante, ya entendía muchas palabras.

Al cabo de una hora corrió hacia los establos. En la espesa niebla solo distinguía el contorno de los edificios. El aire húmedo se posó como una segunda piel sobre su rostro, y olía al humo que descendía desde la chimenea de la casa principal. Unos fuertes graznidos le avisaron de que Jonte estaba con los patos y los gansos, alojados junto a las gallinas. Esperó a que saliera del establo. Él le hizo una señal con la cabeza y se dirigió al granero, donde encendió una lámpara de petróleo que colgaba de un gancho en la pared. Antes de que empezara a colocar balas de heno en la carretilla, Áilu se plantó delante de él y le tendió la carta.

—¡Por favor, leer! —dijo, y lo miró a los ojos.

Jonte se quedó mirando el sobre sin cogerlo.

Áilu estiró un poco más el brazo.

—¡Por favor!

Jonte sacudió la cabeza y se dio media vuelta.

Áilu tragó saliva. Seguro que se enfadaría si seguía insistiendo, pero no podía rendirse tan pronto. Le tocó el brazo y repitió en voz baja:

—¡Por favor, por favor!

Jonte se volvió hacia ella. Áilu alzó la vista temerosa, pero no parecía enfadado. Él apartó la mirada y se encogió de hombros.

—No sé leer —espetó, y apartó a Áilu a un lado para coger una bala de heno.

La niña tardó un momento en comprender sus palabras: Jonte era analfabeto. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Fue a trompicones hasta la puerta y salió. Beana se abalanzó sobre ella. Ella se inclinó sobre él, hundió el rostro en su pelaje y lloró de desesperación.

No sabía cuánto tiempo llevaba acurrucada en el suelo húmedo cuando una mano empezó a darle palmaditas torpes en el hombro. Áilu levantó la cabeza: Jonte, inclinado sobre ella, le tendía un libro. Ella se puso en pie, se secó las manos en el delantal y cogió el libro. Era un manual de lectura para enseñar a niños pequeños. Ella ladeó la cabeza y miró a Jonte a los ojos.

—¿Aprendemos juntos? —propuso.