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Masi, febrero de 2011

Ukko giró a la izquierda por la carretera Rv 93 y salió de la ciudad. Pronto dejaron atrás los bosques con los espléndidos pinos y siguieron por un valle hacia las montañas. Las rocas que se elevaban a derecha e izquierda eran cada vez más empinadas. En algunos lugares los arroyos congelados se precipitaban al vacío, como si alguien los hubiera petrificado con una varita mágica en medio del salto.

Nora se había quitado las botas y estaba acurrucada, con las piernas recogidas sobre el asiento trasero. Miró por la ventanilla lateral y dejó vagar los pensamientos. Delante, Ravna conversaba a media voz con su hijo. Su mujer Andrine se había quedado en Alta con los niños. Nora no entendía por qué, no tenía por qué representar un problema que se cogieran un día libre en el colegio, o dejarlos con amigos si no querían hacerles pasar por más ceremonias funerarias. Le daba la impresión de que Andrine se había escudado en los niños para no tener que ir a Kautokeino al entierro de Ánok, que tendría lugar al día siguiente. Seguro que no se trataba de que no le gustara su cuñado o le fuera indiferente; Nora estaba convencida de que su tristeza por su muerte era sincera. ¿Qué había entonces detrás de todo aquello?

Notó una náusea en el estómago. La Riksveien 93 ascendía serpenteando hacia el altiplano, así que se arrepintió de haber rechazado el ofrecimiento de su abuela y no haberse sentado delante al lado de Ukko. Desde pequeña odiaba los trayectos en coche con curvas o los viajes en barco oscilantes. Envidiaba a su madre, que parecía inmune a los mareos y podía seguir leyendo un libro sin inmutarse aunque el coche diera una vuelta de campana.

Nora colocó los pies en el suelo. Miró entre los asientos delanteros hacia el parabrisas para combatir las náuseas. Por suerte, poco después llegaron a Finnmarksvidda. La carretera discurría ahora recta por un paisaje donde las superficies nevadas, bajo las cuales Nora suponía que había lagos y pantanos congelados, alternaban con cerros bajos cubiertos de abedules de tronco estrecho y pinos escuálidos. El cielo encapotado parecía descender sobre la tierra. De vez en cuando unos chubascos de nieve en forma de granizo golpeaban contra las ventanillas. La difusa penumbra no daba pistas sobre la hora del día. Nora miró su reloj de pulsera: poco más de las tres.

Se alegraba de ir en un vehículo con calefacción. Sabía por Ravna que antes, con los trineos de renos, se tardaba casi una semana en recorrer los ciento veinte kilómetros que separaban Alta de Kautokeino. ¿Cómo debía de ser viajar todo el día con mal tiempo por aquella zona inhóspita, sin la perspectiva de llegar por la tarde a un hotel cómodo y darse un baño de agua caliente? Solo de pensarlo tiritaba de frío.

Su abuela se volvió hacia ella y señaló un gran lago.

—Es el Trangdalsvatn. Aquí empieza el municipio de Kautokeino.

—¿Ya? Pero aún nos queda un trecho para llegar, ¿no?

Ravna asintió.

—Es verdad, pero Kautokeino es el municipio más grande de Noruega, por lo menos en cuanto a superficie. También es el que cuenta con menos habitantes, solo unas tres mil personas.

Ukko buscó la mirada de Nora en el retrovisor y le sonrió.

—Sí, aquí arriba uno puede aislarse del mundanal ruido si quiere. Solo hay cero coma tres personas por kilómetro cuadrado. En cambio hay muchísimos renos, en invierno casi cien mil.

Nora volvió a mirar hacia fuera, donde una incipiente ventisca oscurecía aún más el día. Le costaba imaginar que en una región tan extensa viviera tan poca gente. Nordfjordeid, la pequeña ciudad al oeste del país de donde era originaria su abuela materna, tenía más o menos los mismos habitantes, y eso que parecía un pueblito en comparación con Oslo. Le gustaba pasar allí las vacaciones y disfrutar unas semanas de su plácida tranquilidad, pero nunca la habría cambiado por la variada vida de la ciudad.

¿Cómo debía de ser vivir en un lugar tan aislado? ¿Cómo había marcado a su padre el hecho de criarse allí? ¿Se sentía a gusto? ¿Se alegró cuando se mudó a Tromsø a estudiar, o había sentido nostalgia? ¿Y dónde habría pasado ella su infancia si no se hubieran separado sus padres?

—¡Maldita sea!

Ukko frenó de golpe, el coche dio un bandazo, derrapó y se quedó parado.

—Perdonad —dijo Ukko—, pero han aparecido de repente.

Nora miró al frente: bajo la luz de los faros, que apenas penetraba la espesa cortina de copos de nieve, vio unas diez figuras espectrales en medio de la carretera. Renos. Volvieron la cabeza hacia el coche, pero no hicieron amago de apartarse del asfalto.

Ukko hizo sonar el claxon varias veces: no hubo reacción alguna. Abrió la puerta y una ráfaga de aire frío invadió el coche. Ukko se puso de pie, agitó los brazos y gritó algo.

Los renos retrocedieron, fueron al trote hacia la pendiente y desaparecieron del campo visual de Nora. Ukko subió al coche y cerró la puerta.

Nora lo miró atónita.

—Estoy impresionada. ¿Qué les has dicho?

Él se volvió hacia su sobrina.

Mani eret! Significa «¡Largaos!». —Sonrió—. No creas que soy el hombre que susurraba a los renos o algo así. Esos bichos chalados no temen a los coches, aunque sean mucho más grandes que ellos, pero en cambio prefieren no tratar con las personas. Podría haberles gritado en italiano o chino.

Reanudó la marcha despacio. Entretanto había caído tanta nieve que no se veía a tres metros por delante. La carretera solo se intuía. Sin los mojones de marcación que de vez en cuando sobresalían de las dunas de nieve, Nora no sabría si aún se encontraban en la Rv 93. Aparte de ellos no había nadie, y hacía rato que no se cruzaban con ningún vehículo.

Ravna posó una mano en el antebrazo de Ukko.

—Será mejor que hagamos una parada en Masi y esperemos a que amaine. —Se volvió hacia Nora—. Me temo que vamos directos hacia una tormenta de nieve.

Ukko asintió.

—De acuerdo. Pronto deberíamos llegar a la bifurcación.

Parecía aliviado, y Nora lo entendía perfectamente. Ella también sentía cierto desasosiego y había perdido la orientación.

—Tienes que girar ahí delante —dijo Ravna unos minutos después.

—Gracias —repuso Ukko—. Me lo habría pasado.

A Nora también le había pasado por alto el indicador donde ponía «Masi/Máze», pues estaba casi completamente cubierto de nieve.

—¿Máze es el nombre en sami? —preguntó.

—Sí, el municipio de Kautokeino fue el primero en utilizar el antiguo nombre sami al lado del noruego.

Ukko enfiló una carretera estrecha que descendía trazando una amplia curva. Pasaron por varias granjas dispersas y una iglesia.

—Máze significa «Río que se ensancha» —explicó Ravna, e hizo un gesto vago hacia delante—. Ahí detrás la carretera que va a Kautokeino vuelve al Altaelv, y a partir de entonces continúa paralela al río.

—Veamos si Ante está en casa —dijo Ukko, y paró delante de una casa de madera baja—. A lo mejor tenemos suerte y no sale hasta mañana hacia el entierro. Ante es un viejo amigo de Ánok —le explicó a Nora—. Seguro que se alegra de conocerte.

—Sin duda. Y también le gustarás —dijo Ravna, y abrió la puerta.

—¿Podemos presentarnos así, sin más? —Nora miró incómoda las dos ventanas iluminadas. A ella no le gustaba que alguien se plantara en la puerta de su casa sin avisar.

Ukko no oyó su pregunta, había bajado del coche para ayudar a su madre. Nora suspiró y los siguió.

—¡Ah, sois vosotros!

El hombre que abrió la puerta los recibió con una ancha sonrisa, se apartó a un lado y los invitó a pasar.

Nora pensó que debía de faltarle poco para cumplir los sesenta. Al ver su rostro surcado de arrugas entendió el significado de «estar curtido por el tiempo». La mano que él le tendió era áspera y callosa al tacto. La observó detenidamente.

—Es Nora, la hija de Ánok —la presentó Ukko—. Vino a vernos hace unos días desde Oslo.

Ante puso cara de sorpresa, pero no hizo preguntas y le dio un abrazo a Ukko.

—Me alegro de volver a verte.

Ukko le dio unas palmaditas en la espalda.

—Sí, ha pasado demasiado tiempo.

—La última vez estuviste aquí con tu hermano, ¿verdad? —preguntó Ante.

Ukko asintió y se le ensombreció el semblante.

Ante se volvió hacia Ravna y le cogió las manos.

—¿Cómo estás? —le preguntó con ternura.

Nora vio que a su abuela le costaba contener las lágrimas. Ante asintió.

—Yo tampoco puedo expresar con palabras el dolor. —Se aclaró la garganta—. Bien, pasad dentro.

Abrió una cortina gruesa que servía de cancel. Detrás estaba el salón. Frente a la puerta ardía un fuego en una chimenea abierta de ladrillo. Aparte de varios bancos y taburetes bajos cubiertos como el suelo de pieles de reno y coloridas alfombras de lana, Nora no vio más muebles. Las dos ventanas que había visto desde la calle estaban a la derecha, y a la izquierda un tabique a media altura dividía el espacio en un rincón de cocina y una zona para comer. Sobre la mesa había una pila de platos y cucharas.

—La hora es perfecta —dijo Ante después de enseñarles dónde dejar chaquetas y zapatos—. Acabo de terminar de cocinar. —Señaló la mesa con la cabeza—. Espero que tengáis hambre.

—¿Cómo sabía que íbamos a venir? —le susurró Nora a Ravna.

—No lo sabía, pero pensé que no me vendría mal cocinar un poco de más —contestó Ante, y sonrió a Nora con picardía.

Ukko señaló el montón de platos, suficientes para el doble de personas.

—Pues has calculado un poco de más.

Ante le dio un golpecito juguetón en la espalda.

—Es que no sabía cuántas visitas podían aparecer. Además, un plato es para mi sobrino. Me ha avisado por teléfono que vendrá, supongo que avanza lento por la tormenta.

Nora miró hacia fuera por la ventana, donde la nieve pintaba un cuadro desbocado. No era agradable viajar ahora.

Mientras las visitas se sentaban a la mesa, Ante cogió una olla grande de los fogones de la cocina. La puso sobre un salvamanteles y la destapó. Nora percibió un aroma muy sabroso que le abrió el apetito.

Ukko miró la olla y murmuró satisfecho:

—Vaya, boazojukca.

Ravna se volvió hacia Nora.

—Es sopa de carne de reno con nata y hierbas.

Ante cortó pan y les llevó una garrafa con agua.

Nora posó la mirada en un gran tablero de corcho que había en la pared, detrás de la mesa, donde colgaban varias fotografías y recortes de prensa. Se levantó un poco para verlos mejor. En algunas imágenes se veían manifestantes que enarbolaban pancartas con lemas como «¡Nosotros llegamos primero!» y «¡No nos iremos!». Muchos llevaban las típicas túnicas sami. Nora reconoció en una fotografía el edificio del Parlamento en Oslo. Delante había una tienda parecida a la que había visto en el mercado sami de Tromsø. En otra había docenas de personas cogidas por el brazo frente a una hilera de policías.

—Sí, fue una época tempestuosa.

Nora se volvió hacia Ante, que estaba a su lado.

—¿Te refieres a las protestas contra el dique de Alta?

Él asintió.

—Parece increíble que ya hayan pasado treinta años. Fue en enero de 1981, para ser exactos.

Le enseñó un artículo de prensa con el titular: «El Gobierno envía ochocientos policías a Alta». En la imagen aparecían uniformados que atizaban con las porras a los manifestantes.

—Estuvimos acampados durante meses con un frío terrible en un solar edificable y cavamos agujeros en el hielo. Cuando las excavadoras avanzaban, formábamos una cadena humana. Éramos dos mil manifestantes. —Le guiñó el ojo a Nora—. Los policías tuvieron trabajo.

—Tú también estabas entre los detenidos, ¿verdad? —preguntó Nora.

—Sí, nos detuvieron aproximadamente a la mitad. —Ante soltó una risita—. ¿Y a que no adivináis adónde nos llevaron? ¡A un barco de lujo!

Ravna asintió.

—Lo sé, me lo contó Ánok. —Miró a Nora y le explicó—: Los militares se negaron a poner a disposición de la policía barracas y vehículos para encarcelar a los manifestantes porque la Constitución prohíbe utilizar el ejército contra el pueblo.

—¿Mi padre también estaba? —preguntó Nora.

Ante puso cara de sorpresa.

—Claro, por supuesto. Ahí fue donde nos conocimos y nos hicimos amigos. Pensaba que lo sabías.

Señaló una fotografía en color en la que aparecían tres chicos delante de una furgoneta Volkswagen. Nora se inclinó sobre la foto. Al lado de Ánok, que llevaba el pelo largo recogido en una coleta y miraba serio a la cámara, había una versión sonriente y más joven de Ante. Tenía un brazo sobre el hombro de Ánok, y con la otra mano hacia la señal de la victoria.

—¿Quién es esta? —preguntó Nora señalando a la chica que estaba cogida del brazo de Ánok al otro lado.

—Gáddja, la hermana de Ánok —contestó Ante.

Nora se fijó mejor: eran muy parecidos. Gáddja tenía los mismos rasgos armoniosos y el pelo castaño claro de su hermano. Solo los ojos eran un poco más claros.

Se volvió hacia Ukko.

—¿Tú también participaste en las protestas?

Él sacudió la cabeza.

—Por aquel entonces casi no estaba en Noruega, estudiaba en Estados Unidos.

Nora sabía por Andrine que después del bachillerato Ukko había recibido una beca para estudiar ingeniería en una prestigiosa universidad americana.

Ante empezó a servir la sopa. Nora volvió a sentarse y dijo:

—Pero la presa se construyó a pesar del torrente de protestas, ¿no?

Ante le dio un plato lleno.

—Sí, pero una versión reducida. Si se hubiera construido según los planes originales, ahora no estaríamos aquí sentados porque se habría inundado todo. No solo el pueblo, también los extensos prados y muchas de las rutas de migración de los renos.

—La auténtica victoria consistió en que durante los años de protestas el significado del conflicto se fue transformando —dijo Ravna—. Al principio se trataba de los intereses contrapuestos de la industria energética y los ecologistas. Sin embargo, de ahí surgió un conflicto político entre el Estado y la minoría sami. Muchos noruegos fueron conscientes en aquel momento de que en su país existía una población autóctona. En el fondo debemos agradecer a los manifestantes que hoy tengamos leyes que protegen nuestra cultura y estilo de vida.

Ravna sonrió a Ante y señaló un costurero redondo que había junto a la bandeja de corcho. Sobre un fondo azul estaban bordadas en hilo rojo, verde y amarillo las letras ČSV.

—¡Todavía lo tienes!

—Sí, me alegro de haberlo encontrado. Hace poco, mientras descartaba medicamentos viejos lo vi al lado de una chaqueta que ni siquiera recordaba —dijo Ante—. Significa mucho para mí, sobre todo sabiendo lo poco que te gustan las manualidades.

Sonrió y explicó a Nora:

—Ravna nos dio este costurero en aquella época. Lo utilizamos como señal de reconocimiento en el movimiento sami.

—¿Qué significan las letras? —preguntó Nora.

—Hay varias versiones —contestó Ante—. Č, S y V son las letras que más se utilizan en la lengua sami, con ellas se forman diferentes lemas. El más popular era: Čájehehkot sámi vuoinna, «Enseña tus raíces sami».

Ravna asintió.

—Otra variante es: Čohkkejehket Sámiid Vuitui, «Reúne a los sami para la victoria». Y no debemos olvidar…

Ukko levantó la mano.

—Creo que hay alguien en la puerta.

La conversación se interrumpió, solo se oía el rugido de la tormenta y un ladrido.

Ante se levantó.

—Tienes buen oído —le dijo a Ukko mientras iba a la puerta para abrir.

Entró un perro, saltó sobre él y le lamió la cara con un ladrido de alegría. Le siguió un hombre que se sacudía la nieve de la chaqueta. Nora se lo quedó mirando. ¡No podía ser! Lo conocía. El sobrino de Ante no era otro que Mielat, el hombre al que había visto en Tromsø en la carrera de renos. Sus miradas se cruzaron y él se quedó perplejo. Ella bajó la mirada, sintió un nudo en el estómago y el corazón acelerado. «Calma», se dijo. No recordaba la última vez que había tenido una reacción tan intensa ante una persona.