Møre og Romsdal, junio de 1915
El nítido tañido de una campana penetró por la ventana en el dormitorio de las niñas de entre nueve y quince años y le recordó a Áilu que era domingo. Los días laborables los habitantes del orfanato eran llamados a las oraciones y lecturas bíblicas conjuntas con un gong. Los domingos venía un predicador en un bote a aquel fiordo recóndito y anunciaba con una campanilla su llegada desde el agua. Valoraba mucho que todos estuvieran reunidos cuando entrara en el comedor, donde oficiaba el servicio religioso.
Áilu volvió con las demás del aseo que compartían con las niñas pequeñas, que se alojaban al lado. Las dos habitaciones y el aseo de los niños estaban al otro lado de la escalera. Áilu se puso el vestido gris y el delantal azul y se inclinó sobre la cama para arreglar sábanas y manta.
—¡Pies verdes, ven de una vez! —Turid tenía los brazos en jarras y la fulminaba con la mirada, impaciente.
Áilu apretó el pulgar contra la madera de la parte inferior de su rejilla y acarició las marcas que había hecho con la uña. Eran tres. Ya llevaba cuatro semanas en el Orfanato del Buen Pastor. Para no perder la noción del tiempo como en el internado, marcaba cada domingo con una muesca.
Se incorporó y fue a la cama de la niña de catorce años a la que servía desde su llegada. Turid no era la niña de más edad, pero gracias a su fuerza era la cabecilla incontestada a la que se sometían todas. Áilu se afanó en doblar el camisón y hacer la cama.
Turid, que estaba a su lado, le daba golpecitos con el dedo índice en el costado. «Skynd deg, din tosk!» («¡Date prisa, idiota!»). Áilu enseguida aprendió las órdenes e insultos. Agachó la cabeza y alisó las últimas arrugas.
Turid se acercó a la cama de Áilu y retiró la manta. Miró alrededor buscando una reacción. Hanne y Fridun, sus dos amigas íntimas, soltaron una carcajada. Se oyeron algunas risitas de otras niñas, otras hicieron como si no hubieran visto nada. Ninguna se atrevería a ponerse en contra de Turid y ayudar a Áilu.
Esta bajó la cabeza y evitó mirar a los ojos de su torturadora. Apretó los puños y los dientes. Tenía ganas de abalanzarse sobre Turid y darle su merecido, cada día sentía más necesidad de hacerlo. Imaginaba la sangre manando de esa nariz pecosa, y la sonrisa maliciosa convertida en un llanto quejumbroso.
Cuando Áilu evocó por primera vez aquellas imágenes, se sorprendió de sí misma. Nunca se había sentido así hacia nadie. En casa, con su familia, a veces rabiaba contra sus hermanos o sus padres. Y en el internado, la mujer de hielo y el hombre cuervo le provocaban miedo y finalmente solo desprecio, pero la sensación que le despertaban Turid y sus amigas era más visceral. Tardó en comprender que se trataba de odio.
Áilu recibió el coscorrón que le propinó la patrona por su lentitud en hacer la cama como quien acepta un chaparrón o un golpe fortuito de una rama. Para ella los noruegos adultos eran seres cuya existencia se regía por reglas incomprensibles. Le parecía imposible sentirse tan próxima a uno de ellos como para amarle u odiarle.
En el comedor retiraron las mesas hacia las paredes y colocaron las sillas en varias filas delante de la parte frontal, donde la mesa del rector estaba decorada como un altar: sobre un mantel blanco de lino había dos pesados candelabros de latón, en medio, una sencilla cruz de madera, y delante, la Biblia.
El cura, un hombre joven y mofletudo, plantado delante del altar con un traje negro, entonó un himno en cuanto todos los habitantes de la casa estuvieron reunidos. Uno de los dos profesores lo acompañó con un viejo armonio al que sacó sonidos ásperos y disonantes en los que apenas se reconocía una melodía. Para Áilu sonaba como una mezcla entre los agudos chillidos de las gaviotas y los graznidos de los alcatraces que en verano incubaban en la orilla rocosa junto al mar.
Áilu movía los labios pero no cantaba, sino que mantenía un diálogo interior con sus padres: «Volveré con vosotros, lo prometo. No me rendiré. En algún momento se darán cuenta de que no debo estar aquí».
El sermón y las lecturas de la Biblia sonaban como un susurro para Áilu, que no entendía ni una palabra, y eran el ruido de fondo de sus ensoñaciones que la llevaban a casa.
¿Dónde estaba su familia en ese momento? El mes de los becerros había dado paso al mes de verano, así que seguro que los renos se dirigían ya con sus crías recién nacidas hacia los pastos en la orilla del fiordo de Alta, si no habían llegado ya. La abuela enviaría a los niños a buscar raíces. Ahora, poco antes de que las plantas echaran hojas, era el mejor momento. Más tarde las raíces secas servirían para teñir la piel y el hilo y tallar tazas y cuencos. El verano anterior Áilu había encontrado un sitio con muchas plantas de árnica y llevó algunas raíces al campamento. Su abuela se alegró mucho y la elogió, pues casi se habían agotado las provisiones de esa planta curativa que empleaba para las inflamaciones y las heridas.
¿O quizá su padre ese año no había llevado su pequeña siidja hacia la zona de pastos ancestral? ¿Habría abandonado la zona para poner a salvo al resto de sus hijos de los funcionarios noruegos? ¿Cómo estaría su nuevo hermano? Esperaba que hubiera nacido sano. Áilu estaba segura de que era una niña. Tenía que serlo, pues se moría de ganas de tener una hermana pequeña.
Sus pensamientos se desviaron hacia Lohcca. ¿Cómo le habría ido durante ese tiempo? Tragó saliva al pensar que su amiguita podría haber sido entregada al hombre cuervo. No, la mujer de hielo no lo permitiría. No, de ninguna manera. Enseguida borró de su mente la imagen del rector con su mirada lasciva clavada en Lohcca, y se entregó a su fantasía favorita: la de su padre enfrascado en su búsqueda, sin descansar hasta encontrarla.
Cuando sus pensamientos llegaban a ese punto, Áilu se rascaba la palma izquierda con la mano derecha y cerraba los ojos para evocar el rostro de su padre. «¡Por favor, encuéntrame!», rogaba en silencio, una y otra vez. «Pero ¿cómo va a conseguirlo?», replicaba otra voz interior. Si ni siquiera había podido evitar que los hombres de negro se la llevaran. «Nos cogieron desprevenidos —replicaba Áilu—. Heaika encontrará un camino para venir a buscarme. ¡Tiene que conseguirlo!». La otra voz no le daba tregua: «Pero ¿cómo? No sabe noruego. No tiene ni idea de adónde te han llevado». «Pero ¡yo soy su hija del Sol! —exclamaba Áilu—. Haría cualquier cosa por encontrarme».
—¡Amén!
La palabra del pastor devolvió a Áilu al comedor, que enseguida recuperó su disposición habitual para celebrar la comida dominical. Como en el internado, la comida de los niños era monótona e insulsa, pero gracias al gran huerto, un patatal y varias vacas, era nutritiva y saciaba. Áilu comió a cucharadas la sopa de lentejas, en la que, para celebrar el domingo, flotaban algunos trocitos de carne, y observó a los adultos sentados a la mesa del rector.
Con el pastor, todos los domingos llegaba también el correo, artículos como el café y el azúcar y otras cosas que no se producían en el orfanato. El suministro del pescador que tanta prisa se había dado en alejarse de la bahía había sido una excepción. Por lo visto, aquel cura era la única persona que ponía un pie voluntariamente en la casa del Buen Pastor. En las cuatro semanas que Áilu llevaba allí, nunca había visto otra visita.
Su aparición siempre suscitaba en los adultos una alegría exaltada. El rector estaba ansioso por revisar el correo y la prensa, con la que después de la misa y la posterior comida se retiraba a su habitación. Su esposa, que al mismo tiempo ejercía de husmor de la casa, le echaba una mano a la cocinera en la preparación del asado del domingo y los postres para la mesa del rector. Más tarde, cuando la visita ya se había ido, la patrona iba sin demora a ver a la cocinera, que estaba ansiosa por saber qué le había parecido la comida.
Los dos profesores que daban las clases a los niños junto con el rector competían por dar una conversación entretenida al cura en la mesa, lo que agradaba al agasajado. Áilu sospechaba que se consideraba la encarnación del buen pastor, y tanto los huérfanos como los demás habitantes del orfanato eran sus ovejas.
Solo el muchacho pelirrojo con el labio superior partido no aparecía en los servicios religiosos, tampoco en los oficios y horas de oración que tenían lugar entre semana por la mañana y por la tarde, además de evitar siempre entrar en la casa de piedra. Era el único que no dormía allí, sino que tenía un cuarto en el establo. Áilu no sabía cómo se llamaba, pues todos se referían a él solo como el knekten. Le daba la impresión de que miraba a niños y adultos con una mezcla de miedo y desdén, y temía acercarse a él.
Aquel domingo Áilu recibió el encargo después de lavar y pulir la cubertería de plata que se utilizaba en honor de la visita en la mesa del rector. Para su alivio, a Turid y sus amigas Hanne y Fridun no les asignaron el turno de cocina. Agradecía cada minuto que podía pasar sin ser molestada.
Después de haber frotado los cuchillos y tenedores al gusto de la cocinera, esta le entregó una cesta con la piel de las patatas para que la dejara delante del gallinero. Los niños tenían prohibido acercarse a los animales y entrar en sus recintos, y el mozo echaba con malos modos a cualquiera que lo intentara. Por lo visto, los cobertizos y establos eran su reino, y hasta los adultos lo rehuían. Áilu entendía al mozo, había visto varias veces cómo los niños tiraban piedras a hurtadillas a las gallinas o al perro. No entendía por qué lo hacían.
Áilu salió de la casa y expuso el rostro al viento procedente del fiordo. El cielo estaba encapotado, probablemente por la tarde llovería, como los días anteriores. Miró alrededor: no se veía un alma. Ni en los campos de patatas y cereales que se extendían a un lado de la orilla, ni en los prados de enfrente, donde pastaban las vacas.
Áilu se quitó los odiosos zuecos de madera y corrió descalza hacia los establos. Disfrutó al sentir los guijarros y la hierba en la planta de los pies y la tierra reblandecida entre los dedos. Respiró hondo el aire fresco, con el que se mezclaba la brisa salada con una nota acre. Cerró los ojos y por un momento se trasladó al fiordo de Alta, vio a sus hermanos saltando en la playa sobre las rocas, bajo un cielo infinito.
Áilu no se acostumbraba a la estrechez de su nuevo entorno. Anhelaba las extensas ciénagas de los altiplanos, sobre las que sonaban los graznidos del águila marina, que volaba en círculos en lo alto con su nostalgia indefinida.
Aquel lugar le recordaba poco a su país. El verano había cubierto de todos los tonos de verde la bahía, que al principio parecía tan inhóspita. La tierra estaba compacta y fértil, a diferencia de los suelos arenosos o empantanados de Finnmark, en los que jamás prosperarían las plantas que crecían allí, de las que los campesinos solo conseguían cosechas escasas.
Áilu echaba de menos las noches blancas del norte, donde en verano el sol no se ponía nunca. El sol también penetraba en aquel estrecho fiordo, pero mucho antes de que se pusiera a última hora de la noche ya solo se distinguía un brillo por encima de las crestas montañosas, y la bahía hacía tiempo que había quedado sumida en la penumbra.
Áilu dejó las pieles de patata junto a la puerta del gallinero. En un nicho entre el establo y un cobertizo que quedaba oculto, se puso en cuclillas y empezó a yoikear en voz baja al perro. No tuvo que esperar mucho. Se deslizó como una sombra por el pasadizo entre las dependencias y se detuvo delante de ella. Agitó la cola y la saludó con un breve ladrido. Enseguida entendió que debía ser discreto para que nadie descubriera aquel encuentro secreto.
Desde el primer día, Áilu había aprovechado cualquier ocasión para ganarse su confianza. Siempre que la enviaban fuera a vaciar cubos de agua sucia, sacar la basura o llevar los restos de comida a los establos, buscaba al perro con la mirada. El animal parecía notar que era distinta de los demás niños, pues pronto superó su desconfianza y pasados unos días se dejó acariciar. Solo cuando el mozo estaba cerca no se atrevía a acercarse a Áilu. Como no sabía cómo se llamaba —nunca había oído que su dueño lo llamara por un nombre—, ella lo llamaba simplemente beana, perro.
—Mira lo que tengo para ti —susurró, y sacó un hueso del bolsillo del delantal que había pescado por la mañana en los desperdicios.
Beana se acercó más y le lamió la mejilla a Áilu, que le rascó detrás de las orejas y le dio un abrazo.
—Guoibmi y tú os habrías llevado bien —susurró, y una lágrima le resbaló por la mejilla. ¿La echaría de menos, Guoibmi?
Tras la pared del establo se oyó un alboroto y un fuerte mugido. Áilu se incorporó. Creía que el establo estaba vacío ya que todas las vacas se hallaban en el prado. Los mugidos se mezclaban con gritos de miedo.
Áilu se dirigió a la puerta y se asomó al interior. Una vaca estaba con la cabeza gacha delante de tres chicos en la parte trasera del establo. Los chicos estaban apretados contra la pared y miraban lloriqueando al animal, que rascaba la paja con la pezuña y resoplaba. Áilu aguzó la vista: no, ese animal enorme no era una vaca, sino un toro. Seguramente los chicos lo habían estado provocando, hasta que había arrancado la soga que lo retenía y ahora quería atacarlos.
Áilu se acercó despacio, murmurando palabras tranquilizadoras. El toro volvió la cabeza hacia ella: tenía los ojos inyectados en sangre. Áilu tragó saliva y se esforzó por reprimir el temblor de su voz. Las piernas querían salir corriendo. Respiró hondo y empezó a yoikear.
Cantó sobre un toro hostigado por tres chicos insolentes mientras él estaba triste y solo en un establo oscuro, añorando a las vacas que pacían en un prado soleado. Las palabras le salían solas. El toro dejó de piafar y se dio la vuelta hacia la niña. Esta le llegaba por el hombro y podía mirarlo directamente a los ojos. Siguió yoikeando y retrocedió despacio en dirección a la salida. El toro la siguió.
Cuando casi había llegado a la puerta, chocó contra algo blando. Miró atrás con cuidado y se quedó callada: había caído directamente en los brazos del mozo. Áilu cerró los ojos y se puso tensa, a la espera de una colleja o un empujón. No sucedió nada. La resistencia a su espalda desapareció y el mozo le dejó el camino libre. Ella siguió reculando y llevó al toro fuera del establo hasta un manzano, donde lo ató con el resto de la soga.
Los tres chicos salieron pálidos del establo y corrieron como alma que lleva el diablo hacia la casa. El mozo los miró con gesto adusto y escupió. Se volvió hacia Áilu, que seguía indecisa junto al toro, y se la quedó mirando. Su mirada no era severa o exigente como la de los profesores o la patrona, ni hostil o insidiosa como la de Turid y sus amigas. Ella le correspondió y lo miró por primera vez a sus ojos azul claro, donde descubrió tristeza y vulnerabilidad. Entonces se relajó. «Es como yo —pensó—. Él también es una grajilla blanca».