Alta, febrero de 2011
La pastora invitó con un gesto a los asistentes al funeral a levantarse de los bancos y pronunció una bendición final. Luego los sonidos del órgano llenaron la sala de la iglesia, y todos cantaron la última canción:
Gracias por la paz, gracias por el consuelo…»).
Med denne sang vil jeg si,
takk for alt Du har gitt meg.
Takk for fred, takk for trøst…
(«Con esta canción quiero agradecer
todo lo que me has dado.
Gracias por la paz, gracias por el consuelo…»).
Nora estaba de pie junto a Bente. Miraba el cancionero y movía los labios en silencio. Sentía tal nudo en la garganta que temía que solo le salieran gallos. Por un momento se preguntó si su padre era creyente, si había encontrado consuelo en Dios, y su mirada regresó al caballete con su imagen. Durante todo el servicio religioso, que la pastora ofreció en noruego y en sami, se había quedado mirando el retrato junto al ataúd, intentando reconocer en aquel rostro enjuto de ojos tristes al joven de rizos enmarañados y sonrisa alegre que había visto en la vieja fotografía del Ánok estudiante. No lo consiguió.
Tampoco se veía a ella misma, aunque, como no se parecía a su madre, siempre había supuesto que se parecía a su padre. Por un momento barajó la idea de que tras el parto la hubieran confundido en el hospital y en realidad ninguno de los presentes fuera familia suya. Que hubiera caído como una especie de extraterrestre en una vida que en realidad pertenecía a otra persona. «¡No seas tonta!», se reprendió.
Volvió la cabeza hacia la derecha para lanzar una mirada a Ukko, que estaba junto a Andrine en la misma fila. El hermano menor de Ánok podría ser su padre. Era el único de la familia que tenía el pelo castaño oscuro y los pómulos marcados como ella, y además era más bajo que los demás.
Nora se había aferrado a esas reflexiones para evitar la pregunta que le resultaba más inquietante: ¿cómo podía haber visto a Ánok en Oslo, poco antes de su muerte? Había intentado convencerse de que se trataba de una confusión, pero no. Así que solo quedaba una explicación: sufría alucinaciones.
El cántico terminó. Entre murmullos amortiguados, los asistentes se dirigieron fuera. Nora vio que Ravna se apoyaba en Ukko, parecía tener la cadera más rígida que antes, normal después de tanto rato sentada en un banco de madera. No era la primera vez que Nora se preguntaba por qué no había sillas cómodas en las iglesias, por qué se daba por supuesto que Dios se tomaría menos en serio las oraciones y cantos dirigidos a él si venían de creyentes sentados en asientos acolchados.
—¿Volvéis conmigo? —Andrine se acercó a Bente y Nora, que estaban en la salida de la iglesia, un poco apartadas de los demás delante de una lápida conmemorativa de los rallaren, los trabajadores migratorios que construyeron los raíles del tren de carga que iba a la mina de cobre.
Bente miró su reloj de pulsera.
—Me temo que debo ir directa al aeropuerto, mi avión sale en una hora. Mejor llamaré a un taxi.
Andrine sacudió la cabeza.
—Ni hablar, te llevo yo. No hay que dar mucho rodeo. Y hasta que todos se hayan congregado en la sala municipal para la celebración de despedida pasará un buen rato.
—Gracias, eres muy amable —dijo Bente, y le apretó el brazo—. Voy un momento a despedirme de Ravna y Ukko.
Andrine la siguió con la mirada.
—Lástima que tenga que marcharse ya.
—Mamá solo pudo tomarse unos días libres —contestó Nora—. Su jefe no es muy flexible.
Andrine asintió y le sonrió.
—Nos alegramos mucho de que tú puedas quedarte unos días más. —Señaló con la barbilla a su suegra—. Significa mucho, sobre todo para Ravna.
Nora bajó la cabeza. ¿Realmente era buena idea? Cuando dos días antes había llamado al centro infantil para alargar sus vacaciones hasta el fin de semana, lo había hecho pensando en que necesitaba conocer a la familia de su padre y saber más cosas de él. Ahora ya no estaba tan segura. ¿Qué iba a averiguar en unos días? ¿No era mejor volver lo antes posible a su vida habitual? Consideraba el viaje al norte una experiencia interesante, pero a fin de cuentas una decepción. Su propósito había fracasado, había llegado demasiado tarde. Maldita sea, ¿por qué no empezó a buscar a Ánok el verano anterior? Así lo habría conocido. Habrían tenido una oportunidad de entablar una relación, tal vez incluso él seguiría con vida, a lo mejor su aparición lo habría llevado a prestar más atención a su salud. Nora se estremeció. «¡Para ya! —se dijo—. No tiene sentido especular con lo que podría haber sido».
—¿Estás bien? —Andrine cogió a Nora del brazo y la miró, preocupada—. Estás temblando. ¿Tienes frío?
—No; estoy bien. Solo estaba pensando, perdona —dijo, y se forzó a sonreír—. Vamos. Mamá está nerviosa.
Señaló a su madre, que se hallaba cerca de la calle y se rascaba frenética el pulgar izquierdo, cosa que siempre hacía cuando estaba nerviosa.
Nora entró en la explanada del Ayuntamiento de Bossekop y miró el cielo. Hacia el oeste, encima del Atlántico, aún había una luz rojiza. Si echaba la cabeza atrás, veía ya las primeras estrellas. Eran las tres de la tarde. En Oslo, donde Bente aterrizaba en esos momentos, el sol se pondría en unas dos horas.
Durante las últimas horas Nora había incrementado sus dudas sobre si no habría sido mejor volver con su madre. Entre toda la gente que se había reunido para recordar a Ánok Kråik, se sentía extraña y fuera de lugar. Todos lo conocían. Aunque la mayoría no habían tenido un vínculo muy personal con él y lo habían tratado solo como médico, por lo menos habían oído su voz, le habían mirado a los ojos, habían percibido su olor, le habían estrechado la mano y habían visto cómo se movía.
El hecho de oír retazos de conversación en sami entre los asistentes al funeral la hacía sentir aún más rara. ¿Así se sentían los padres de los niños del centro donde ella trabajaba, que normalmente entendían poco noruego y les resultaba difícil aprender una lengua que apenas guardaba parecido con la de sus países árabes, asiáticos o del este de Europa? A Nora el sami le sonaba completamente ajeno.
Un resplandor azul verdoso la sacó de sus pensamientos: la aurora boreal había aparecido de la nada y se elevaba como una serpiente. Nora siguió el brillo de la luz y sintió que se le aceleraba el corazón. Era un espectáculo cautivador.
—Nuestros antepasados creían que eran las almas bailarinas de sus antecesores.
Nora dio un respingo. No se había percatado de que Ravna la había seguido hasta la terraza.
—Es una idea bonita —dijo.
Ravna asintió y se colocó junto a Nora.
—A tu padre la aurora boreal le fascinaba desde pequeño. De joven leyó todos los estudios científicos que encontró sobre su origen, y aun así para él nunca perdieron la magia. —Hizo una pausa y continuó en voz más baja—. Creo que siempre vio en ellas algo místico, aunque nunca lo reconociera.
Nora se la quedó mirando. Aquella frase le recordó a la misteriosa exclamación de Ravna durante su primer encuentro. En aquel momento no se atrevió a pedirle una explicación.
—¿Qué quisiste decir con que Ánok me había visto? —preguntó.
Ravna volvió el rostro hacia ella y la miró a los ojos.
—¿Te parece bien que volvamos a casa? Allí podremos hablar con tranquilidad. ¿O prefieres quedarte? —Señaló con la barbilla el gran ventanal, tras el cual la celebración de despedida seguía en pleno apogeo.
Nora sacudió la cabeza.
—No, iré contigo con mucho gusto. —La propuesta de la anciana fue muy oportuna, la joven sintió un gran alivio por no tener que volver a aquella sala.
—¿Puedo? —preguntó Ravna, y cogió a Nora del brazo—. Los escalones son bastante resbaladizos.
Nora asintió y le colocó un brazo alrededor de la cadera. Le resultaba raro considerarla su abuela. Cuando inició la búsqueda de su padre no pensó en la posibilidad de conocer también a los demás miembros de la familia. La desilusión por haber llegado tarde para conocerle por fin después de treinta y cinco años había eclipsado hasta entonces todo lo demás.
Se dirigieron en silencio desde la sala municipal hasta la residencia de la familia, que estaba a solo dos calles. Nora memorizó el breve camino, pues le daba miedo que Ravna pudiera resbalar en el suelo congelado y caerse. Dudaba de poder sujetarla. Cuando llegaron a la casa, estaba empapada en sudor y tenía la sensación de haber hecho un sprint de cien metros.
—Gracias —dijo Ravna. Se detuvo en los escalones de la entrada y respiró hondo—. Me ha sentado bien caminar unos pasos sin tener que oír reproches por mi imprudencia. Si fuera por ellos me sentarían en una silla de ruedas por precaución. Lo hacen por mi bien, pero a veces me siento como un bebé.
Le guiñó el ojo, abrió la puerta y llevó a su nieta a la parte trasera de la casa. Pasaron por la sala de consulta y una zona de espera con un mostrador de recepción. Al final del pasillo, Ravna abrió una puerta donde un letrero ponía «privado».
—Es la habitación de Ánok —dijo al encender la lámpara del techo, y la invitó a pasar con un gesto.
Nora entró. Olía diferente que el resto de la casa. Poco después comprendió que debía de ser el olor de su padre. Fue como un roce, un contacto directo, mucho más inmediato que contemplar sus fotografías.
Miró alrededor. Por primera vez desde que sabía que Ánok Kråik era su padre sintió un vínculo con él. La habitación podría haberla decorado ella. No había muchos muebles: una cama con una colcha de colores terrosos cálidos, y delante una piel de reno; una cómoda butaca ante la ventana, al lado, un montón de libros, y enfrente, en una estantería baja, un equipo de música; encima, la única decoración de la pared era una gran fotografía enmarcada de una aurora boreal sobre una llanura nevada.
Nora señaló la cama y preguntó con voz casi inaudible:
—¿Aquí es donde…?
Ravna sacudió la cabeza.
—No; en el hospital. Se desplomó durante una visita a domicilio e ingresó inconsciente en urgencias. —Sacó un pañuelo de un bolsillo de la chaqueta y se limpió los ojos—. No puedo creer que ocurriera hace solo dos semanas.
Ravna se acercó a la cama y le indicó a Nora con un gesto que se sentara en la butaca.
—Era el sitio preferido de Ánok, para meditar, escuchar música y leer.
Nora dudó.
—¿No quieres sentarte tú ahí?
Ravna negó con la cabeza.
—Gracias, eres muy amable. Es muy cómoda, pero no para mis articulaciones.
Nora se sentó y miró a su abuela, que había agachado la cabeza y acariciaba la colcha con una mano, ensimismada.
—Estuvo en coma durante días. Desde el principio los médicos no nos dieron ninguna esperanza, creo que les sorprendió que viviera tanto tiempo. Ukko y yo estuvimos a su lado día y noche por turnos. —Levantó la cabeza y miró a Nora a los ojos—. No soy de esas personas que creen que los pacientes en coma no perciben nada o tienen el cerebro desconectado.
La joven asintió.
Ravna prosiguió:
—Poco antes de su muerte, Ánok despertó una vez. Yo acababa de sustituir a Ukko. Ánok estaba totalmente lúcido, como si solo se hubiera echado una siesta. Me miró, sonrió y dijo: «He visto a mi hija». —Se le quebró la voz. Se aclaró la garganta y continuó—: ¡Parecía tan feliz! Hacía siglos que no lo veía así.
A Nora se le puso la piel de gallina. Se inclinó hacia Ravna y le cogió la mano salpicada de manchas de la edad.
—Yo también lo vi. Dos veces.
La anciana abrió los ojos de par en par.
—Siempre pensé que eran alucinaciones, pero cuando hoy vi su fotografía en la iglesia tuve la certeza absoluta —añadió Nora.
Ravna le apretó la mano.
—Me alegro de que lo hayas percibido. La mayoría de la gente ya no tiene acceso a esa clase de sensibilidad.
Nora esbozó una media sonrisa.
—Yo no creo en esas cosas, pero…
Ravna se echó a reír.
—Eso podría haber dicho tu padre. Era científico de los pies a la cabeza, no le daba ninguna credibilidad a los fenómenos extrasensoriales. Y precisamente él fue el único de mis tres hijos que heredó ese don.
—Entonces ¿tú también lo tienes?
—No, a mí no se me concedió. —Sonrió.
—Pero ¿crees en esas cosas?
Su abuela ladeó la cabeza.
—Creer no es la palabra adecuada. Es una profunda certeza. Me cuesta explicarlo: para mí es tan real como la capacidad de ver y oír.
Nora se reclinó en la butaca. Le costaba creer que realmente ella poseyera ese don. Era como si de pronto dominara un idioma extranjero completamente desconocido. No, no era una comparación acertada. Nora no tenía en absoluto la sensación de dominar ese don y poder emplearlo a su gusto. Era más bien como si un virus raro e imprevisible hospedado en su cuerpo se hiciera notar y cobrara vida propia de vez en cuando, sin que ella tuviera influencia alguna.
Ravna le dio unas palmaditas en la rodilla.
—No lo pienses más, déjalo.
Nora fue a contestar, pero se limitó a encogerse de hombros. Su abuela tenía razón: no tenía sentido devanarse los sesos con algo tan inexplicable. Posó la mirada en el montón de libros que había junto a la butaca. Del volumen de encima del todo, una novela policiaca sueca, colgaba un punto de libro de piel con una figura blanca grabada que le despertó algún vago recuerdo. Nora tiró de él: era un búho. Le dio el punto de libro a Ravna.
—¿El búho nival tenía un significado especial para Ánok?
Su abuela la miró atónita.
—Pues ni idea. No que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Cuándo murió exactamente?
—La semana pasada. La noche del jueves al viernes, a las tres.
A Nora se le cortó la respiración: justo a esa hora se despertó asustada del sueño en que un búho nival la llevaba hacia una nube de plumas.