Møre og Romsdal, mayo de 1915
Con un crujido, la proa de la embarcación se dirigió a la playa de guijarros. El pescador que había llevado a Áilu la ayudó a bajar evitando mirarla a los ojos, y le entregó un sobre. Después dejó en tierra un barrilete, dos cajas de madera y un paquetito envuelto en papel parafinado. A continuación se fue.
Áilu miró alrededor. «Esto es el fin del mundo», pensó. Paredes de roca verticales que, a menos de cien metros del agua, se elevaban hacia el cielo y cerraban la pequeña bahía al final de un fiordo, derivado de un brazo de mar que se extendía desde la costa atlántica hacia el este, tierra adentro. Enfrente, en un lado de la entrada del fiordo, se elevaba la orilla escarpada tan cerca que solo dejaba un estrecho paso.
A la sombra de la ladera por la que descendía un torrente, Áilu avistó una gran casa de piedra tallada, y al otro lado varios edificios pequeños de madera y más allá los bancales de un jardín vallado. ¿Acaso el sol llegaba a brillar alguna vez en aquel rincón?
Áilu echó la cabeza atrás. En lo alto vio un trozo de cielo azul y sintió un escalofrío en la espalda. Se volvió hacia el agua y siguió el bote con la mirada. No le extrañaba que el pescador se hubiera dado prisa en largarse de allí: la bahía rezumaba algo siniestro, incluso maldito. Áilu siempre había creído que esos lugares solo existían en las historias de su abuela.
Sintió el impulso de gritar: «¡Lléveme con usted! ¡No me deje aquí!». Levantó un brazo, pero enseguida lo dejó caer. No tenía sentido. El pescador no la entendería, y aunque lo hiciera, no la ayudaría, igual que el funcionario que había ido a recogerla al internado la mañana después del fracaso de su huida nocturna.
En el viaje en trineo a Øksfjord, el puerto más cercano para los barcos de correo de Hurtigruten, le había suplicado que la dejara escapar. Sabía unas palabras de sami y había sido amable con ella, incluso había compartido su pan con queso, pero eso no impidió que cumpliera con su obligación. Por lo visto estaba convencido de que era lo mejor para ella. Chapurreando sami, le explicó que seguro que le iría bien en su nuevo hogar, que allí se ocupaban de los niños como ella, sin padres. Ella intentó en vano aclarar aquel terrible malentendido, decirle que no tenía por qué ir a ese hogar porque no era huérfana. El hombre hizo un gesto compasivo, le dio unos toquecitos en la mejilla y la entregó al capitán de un barco de vapor de Hurtigruten para que continuara el viaje.
Áilu se apartó del fiordo. Se sentía abandonada como nunca antes. Estaba a varios días de viaje de su hogar y no tenía esperanzas de lograr regresar algún día. Mientras el barco correo la transportaba hacia el sur, comprendió lo que significaba aquel vekk de la mujer de hielo: no la enviaban a otro internado de la zona, sino muy lejos, a lo desconocido.
La imagen de la casa de piedra y los alrededores avivó sus peores miedos. No era un hogar amable para niños huérfanos, su aspecto era lúgubre y frío. Las ventanas de las plantas baja y primera estaban enrejadas. No había ningún camino que llevara a la pequeña finca, solo se llegaba por agua. Era una cárcel, de allí no había escapatoria posible. Áilu sintió que le fallaban las rodillas. Cayó sobre la grava y ya no intentó contener las lágrimas.
Entre los sollozos de Áilu se coló un gruñido. Levantó la cabeza y vio dos ojos amarillos: tenía delante un perro con la cabeza gacha enseñando los dientes. Era más grande que Guoibmi, de pelaje marrón claro opaco y enmarañado, los flancos hundidos y la cola entre las patas traseras.
Áilu se incorporó despacio hasta quedar arrodillada delante de él. Adelantó una mano para que el perro la olisqueara, pero el animal reculó. Empezó a yoikear al perro en voz baja, sentía su miedo con tanta claridad como si fuera suyo. ¿Qué le había ocurrido para que fuera tan miedoso? Su voz pareció calmarlo, pues el gruñido se detuvo. No se acercó, pero irguió las orejas y no apartó la vista de Áilu.
—No tienes que tener miedo de mí —susurró.
Un fuerte ruido hizo que el perro se estremeciera, aullara y echara a correr. Áilu se levantó y miró hacia la casa de piedra, de donde habían salido dos niñas con unos cubos de hojalata. Se daban empujoncitos entre ellas y se reían del perro, que acababa de desaparecer entre las cabañas de madera. Parecían tres o cuatro años mayores que Áilu y llevaban vestidos gris claro con delantales azules y el cabello rubio recogido en trenzas. Una de ellas vio a Áilu y la señaló con el dedo. La otra torció el gesto e hizo un comentario que les provocó una risa maliciosa.
Tras ellas apareció un hombre corpulento que llenó el umbral de la puerta. Dijo algo haciendo un breve gesto con la mano. Las niñas enmudecieron, se inclinaron, bajaron los tres escalones de la entrada de un salto y corrieron hacia un pozo situado junto al jardín. Allí, con ayuda del mango de una bomba, llenaron los cubos de agua.
El hombretón sacó un cristal redondo y traslúcido de un bolsillo del chaleco, que ceñía su prominente barriga, se lo colocó delante de un ojo y observó a Áilu. Le hizo una seña para que se acercara. Ella respiró hondo y recorrió los metros que restaban hasta la casa.
A través de aquel cristal el ojo parecía enorme, como el Stallo tuerto de los cuentos de la abuela. El hombre arrugó la frente y masculló algo incomprensible. ¿Estaba enfadado con ella? Pero ¿por qué? Insegura, Áilu levantó la mirada y le entregó el sobre que la había acompañado durante su viaje y que había pasado de un vigilante a otro.
Áilu había intentado descifrar qué ponía la carta que había redactado el hombre cuervo. Probablemente nada bueno. ¿Y si le complicaba la vida en aquel lugar con mentiras y falsas acusaciones? No dudó que le darían credibilidad, a ojos de los noruegos ella no era nada. Además, no tenía posibilidad de defenderse. Áilu apretó los dientes. Tenía que aprender noruego lo antes posible.
El hombre no le prestaba atención, tenía la mirada perdida en el agua. Por lo visto era el pescador, cuyo bote atravesaba en ese momento la bocana de roca por la que se accedía al fiordo, el que había provocado su disgusto. Sacudió la cabeza, puso una mano en el hombro de Áilu y la empujó hacia la casa.
En el vestíbulo, una gran escalera llevaba a las plantas superiores, y a derecha e izquierda había pasillos. De uno de ellos salió una mujer casi tan grande y corpulenta como el hombre. Escudriñó a Áilu y se acarició la chaqueta de piel. Arrugó la nariz y dijo:
—Hvem er det?
El hombre miró a Áilu. En ese momento vio la carta que llevaba en la mano, la cogió, abrió el sobre y leyó el papel.
—Hun heter Helga —anunció.
Áilu reprimió el impulso de corregirlo y decir su verdadero nombre.
—Hvor gammel er hun? —preguntó la mujer.
El hombre echó un vistazo a la carta.
—Ni år.
Áilu comprendió que preguntaba por su edad. En el internado tenían que contar los golpes que les atizaba la mujer de hielo en noruego y en voz alta, así que sabía contar hasta veinte.
La mujer sacudió la cabeza e hizo una mueca de extrañeza. Al parecer no podía creer que Áilu ya tuviera nueve años. El hombre le enseñó el lugar donde lo ponía en la carta. La mujer se encogió de hombros, se volvió hacia Áilu y ordenó:
—Kom!
Subieron la escalera a la primera planta, donde giraron a la derecha. Áilu siguió a la mujer y pasó junto a dos puertas abiertas. Tras la primera vio una fila de fregaderos junto a una pared de azulejos y dos grandes tinas de zinc. En la segunda habitación había seis camas adosadas a una larga pared. Un grupo de niñas pequeñas estaban cambiando las mantas y almohadas. En la siguiente habitación vio lo mismo, pero las niñas eran mayores.
La mujer se detuvo en el umbral y dio una palmada. Las niñas se colocaron enseguida en el pasillo del medio, entre las camas. La mujer profirió una orden, empujó a Áilu hacia el interior de la habitación y se fue.
Las niñas se acercaron y la rodearon. Áilu tragó saliva: todas eran mayores que ella. Sonrió vacilante al grupo. Una niña de aproximadamente su edad le devolvió la sonrisa. Una niña fornida de unos catorce años se plantó a su lado, le masculló algo y la cogió de la trenza. La más pequeña rompió a llorar y agachó la cabeza. La mayor se colocó frente a Áilu y puso los brazos en jarras.
—Løs! Kle av deg!
Áilu se encogió de hombros, sin entender.
La otra repitió la orden, y la confusión de Áilu fue en aumento.
La chica se acercó y le tiró con fuerza de la bata. Áilu retrocedió un paso y alisó su pesk. La fornida puso cara de pocos amigos, volvió la cabeza hacia las demás y gritó:
—¡Hanne! ¡Fridun! Kom!
—Sí, Turid.
Dos niñas, que Áilu reconoció por ser las dos que habían asustado al perro desgreñado, se acercaron y agarraron a Áilu de los brazos. La tal Turid se inclinó y desató las cintas de una bota enrolladas alrededor del tobillo.
Las demás formaron un círculo alrededor de Áilu y comentaron entre cuchicheos su traje, que entre los monótonos vestidos grises y delantales azules parecía aún más exótico y colorido. Cuando Turid le quitó la bota a Áilu, algunas rieron. Muertas de risa, señalaron sus pies descalzos, teñidos de verde por el musgo seco. En el internado la mujer de hielo obligaba a las niñas a limpiarse los pies a diario, pero durante el largo viaje Áilu no había tenido ocasión de hacerlo. Aun así, no entendía qué había de malo en tener los pies verdosos. No estaban sucios. Lo importante es que estaban calientes y secos.
—Hun er en Grønnfot! —dijo Turid, desdeñosa. Se irguió y animó a las demás a pronunciar las mismas palabras entre gritos de júbilo.
Hanne y Fridun intentaron seguir desvistiendo a Áilu, que, sin embargo, se zafó de las chicas y volvió a ponerse la bota. Turid pidió ayuda a las demás.
—¡No, dejadme! ¿Qué pretendéis? —protestó Áilu.
Las tres chicas insistieron con más ahínco. Áilu se revolvió con decisión. ¿Qué se creían esas arpías rubias? Su miedo e inseguridad se convirtieron en rabia. Áilu lanzaba puñetazos alrededor, les tiraba del pelo, mordió una mano, arañó una mejilla, sin cesar de gritar en sami:
—¡Parad! ¡Dejadme en paz! ¡Son mis cosas!
La mujer gorda apareció con un hato de ropa bajo el brazo y separó a las chicas. Las tres niñas señalaron a Áilu y se quejaron. La mujer la observó con el ceño fruncido e hizo el amago de desvestirla ella misma.
Áilu la esquivó y gritó:
—¡Este no es mi sitio! ¡No soy huérfana! ¡Quiero ir con mis padres! ¡Dejadme ir ahora mismo!
La mujer se acercó más. Áilu se agachó e intentó correr hacia la puerta esquivándola, pero Turid le puso la zancadilla. Áilu trastabilló, pero empujó a un lado a Turid y siguió avanzando. Sin que nadie pudiera detenerla, llegó a la puerta de la casa y salió corriendo. En el porche se detuvo. ¿Y ahora adónde iría? ¿Dónde podía esconderse? Paseó la mirada por la pequeña bahía y se fijó en las cabañas de madera: allí había encontrado cobijo el perro. Áilu corrió hasta la cabaña más grande y se metió dentro.
De pronto se vio envuelta por el calor y el olor a estiércol y paja, mezclado con aroma de heno. Parpadeó. Tardó un poco en que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y distinguieran varios animales grandes, tumbados y de pie a ambos lados de un pasillo, tras unos gruesos travesaños de madera. Una cabeza enorme con cuernos se levantó entre dos listones y Áilu retrocedió un paso. Era la primera vez que estaba tan cerca de una res. Hasta entonces solo había visto esos animales de lejos, pastando en los prados cuando su familia pasaba junto a las granjas de los sami sedentarios durante sus migraciones. Criaban vacas, cabras y ovejas.
Un fuerte ladrido desde el establo la sobresaltó. El perro estaba delante de la puerta. Áilu la abrió un poco y se inclinó sobre él.
—¡Por favor, estate callado! No me delates.
El perro dejó de ladrar y la miró, atento.
—Gracias —dijo Áilu, y abrió más la puerta—. Pasa, aquí se está calentito. —Miró nerviosa hacia la casa. No tardarían mucho en buscarla fuera.
El perro gañó y metió la cola entre las patas.
—Ya te he dicho que no me tengas miedo… —Áilu se interrumpió.
Una sombra se cernió sobre ella. Se volvió a un lado con el corazón en un puño. A su lado había un muchacho de cejas espesas que la fulminaba con la mirada, furioso. Tenía una poblada barba, del mismo color rojo que el pelo, y una fisura en el labio superior, debajo de una nariz chata. Estiró una mano callosa y Áilu retrocedió. Él cerró la mano en un puño, lo agitó amenazador hacia ella y soltó un improperio con una voz nasal.
Con el rabillo del ojo Áilu vio que la mujer gruesa se acercaba. El muchacho dio un paso hacia Áilu, que sin pensarlo sacó el cuchillo que llevaba colgado del cinturón y lo amenazó con decisión. El barbudo soltó un bufido, le arrebató el arma de un manotazo, la agarró por los hombros y le dio un empujón que la lanzó directamente a los brazos de la mujer.
Áilu bajó la cabeza, derrotada. Era como si con aquel empujón hubiera perdido todo el valor y la fuerza. La idea de esconderse en el establo ahora le pareció absurda, y salir corriendo de nuevo no tenía sentido: ¿hacia dónde? Cegada por las lágrimas, regresó a la casa dando tumbos junto a la mujer, que la sujetaba por la nuca.
Durante las semanas siguientes, Áilu se adaptó al orfanato, cuyo nombre era Den Gode Hyrde (El Buen Pastor) y alojaba a unos sesenta niños. Las normas eran parecidas a las del internado: la limpieza también era el mayor precepto, los niños tenían que llevar a cabo todas las tareas de la casa, la cocina y el jardín, se rezaba con frecuencia, para cada tipo de falta había un castigo determinado y las clases consistían en su mayoría en aprender de memoria estúpidos textos edificantes, datos históricos y pasajes de la Biblia.
A diferencia del internado, allí se separaba a niños y niñas, y no solo de noche. Asistían a clase por separado y nunca les asignaban trabajos juntos. Solo comían en la misma sala, donde la estricta prohibición de hablar impedía cualquier tipo de contacto entre las mesas de niños y niñas.
El temor de Áilu a que la carta del hombre cuervo le acarreara la animadversión del personal de su nuevo hogar al parecer era infundado, pues la trataban igual que a los demás niños. Como se esforzaba por llamar la atención lo menos posible y hacía las tareas que le encargaban con diligencia, rara vez despertaba el enfado o la ira de algún adulto.
Fueron las otras niñas quienes convirtieron su vida en un infierno. Antes, en el internado, todas se consideraban hermanas que sufrían el mismo destino y sentían la misma añoranza de sus familias. A todas les resultaban extrañas la lengua, las reglas y la ropa de los noruegos, y todas temían ser el blanco de su ira. Pero, sobre todo, todas parecían seres inferiores a cuyos sentimientos nadie prestaba atención y a los que, en el mejor de los casos, miraban con condescendencia compasiva. Eso las unía y las consolaba un poco.
En cambio, en aquel orfanato Áilu estaba sola. Allí era la rara, la marginada. Entre todas aquellas niñas blancas, con el pelo de todos los matices de castaño y rubio, desde el color de la miel clara al blanco como el algodón, ella parecía la proverbial oveja negra. Además era especialmente esmirriada, en comparación con los niños noruegos, la mayoría altos o fuertes.
Así debía de sentirse la grajilla blanca que Áilu había observado el verano anterior. Aquella albina había intentado una y otra vez unirse a un grupo de sus semejantes, pero la atacaban a picotazos hasta que finalmente se rindió y se alejó volando. Áilu carecía de esa posibilidad. No tenía escapatoria.