Alta, febrero de 2011
—¿Ravna? —llamó una voz desde fuera.
Al cabo de un momento se abrió la puerta del salón y entró una mujer que parecía unos años mayor que Nora. Supuso que era la madre de los niños, pues tenía los mismos ojos azul marino sobre los que se arqueaban unas cejas finas. Llevaba un traje pantalón de lanilla que resaltaba su figura femenina. La melena rubia dorada, retirada de la frente por una diadema, le caía formando una onda sobre los hombros.
—Ah, estás aquí… —Se detuvo al ver las visitas—. Oh, perdona, no sabía que estabas ocupada. Pero ¿no íbamos a preparar la conversación con la pastora Frelse?
Ravna parecía aturdida, como si acabara de despertarse.
—Lo siento, Andrine, se me olvidó completamente. —Sacudió la cabeza y se levantó con dificultad.
La mujer se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.
—¿Está todo bien? Si es demasiado para ti, podemos hacerlo Ukko y yo.
Sonaba preocupada, y Nora la entendía muy bien: Ravna estaba pálida y temblorosa.
—No; me encuentro bien —contestó, y se enderezó.
—Ukko también ha venido —añadió Andrine, y le hizo una seña a un hombre de unos cincuenta años que apareció en el umbral de la puerta. Era delgado y un poco más alto que Nora, de pelo oscuro como ella y pómulos altos. Tenía ojeras bajo unos ojos irritados.
A Nora le pareció que durante la noche había llorado más que dormido, y se levantó para despedirse. No quería molestar más a esa gente tan afligida.
—Pasa —le dijo Ravna a su hijo, y se volvió hacia Bente y Nora—. Este es mi hijo menor Ukko, y su mujer Andrine. A sus hijos ya los habéis visto antes.
Nora asintió.
—Creo que deberíamos irnos. Seguro que aún os quedan muchas cosas por preparar y…
Ravna no pareció oírla, pues miró a Ukko y le dijo:
—No te vas a creer quién es ella. —Señaló a Nora.
Ukko la observó, le sonrió con amabilidad y se encogió de hombros.
—¡La hija de Ánok!
Él puso cara de asombro y su mujer hizo aspaviento.
—¿De Ánok? Pero no es po…
—Ánok no sabía que era padre —terció Bente y se aclaró la garganta—. Por cierto, yo soy Bente Nybol, la madre de Nora.
Nora se puso rígida, a la espera de una reacción negativa. Seguramente no sabían nada de la intromisión del padre de Bente en la relación de su hija y Ánok.
Andrine se quedó desconcertada. Ukko miró a Nora a los ojos, ella le correspondió nerviosa y se relajó un poco al no ver signo alguno de rechazo, solo tristeza. De pronto hizo un gesto, se secó una lágrima y le tendió la mano a Nora.
—Bienvenida, Nora. —Se le quebró la voz y se aclaró la garganta—. Perdona, es que… Ánok se habría alegrado mucho. Es muy triste que ya no te pueda conocer.
Andrine rodeó los hombros de Ukko con un brazo.
—Sí, Ánok siempre quiso tener niños.
—¿Por qué no pudo llegar a vivir esto? Es muy cruel. —Ukko miró a Nora—. Ay, si hubieras venido unos días antes… —Se dio la vuelta y se sonó la nariz con el pañuelo.
Nora bajó la cabeza y Andrine le acarició el brazo.
—Ukko no te lo dice como un reproche. No sabías que tu padre estaba enfermo. —Sacudió la cabeza—. Ninguno de nosotros imaginaba que su estado era tan grave.
Ukko se volvió hacia ellas.
—Me alegro de que hayáis venido. Para mi hermano habría sido importante que Nora conociera a su familia. —Miró a su madre—. Sé que no opinas lo mismo, pero yo estoy convencido y…
Ravna levantó una mano para interrumpirle.
—Tienes razón.
Sonrió al ver la cara de estupefacción de Ukko. Volvió a sentarse en su silla, invitó a los demás a tomar asiento con un gesto, y les contó lo que Bente le había explicado.
Andrine sacudió la cabeza.
—¡Es increíble! —Lanzó una mirada compasiva a Bente—. Qué horrible que tu propio padre te engañara de esa manera. —Se volvió hacia Nora—. Y para ti debe de ser aún peor, ya que esperabas conocer por fin a tu padre.
A Nora se le hizo un nudo en la garganta. La comprensión de Andrine la emocionó profundamente, pero al mismo tiempo fue consciente de que aún no había asimilado la muerte de Ánok. No le resultaría fácil aceptar que ya no podría conocerlo.
Nora sonrió a Andrine y se levantó.
—Muchas gracias por habernos recibido con tanta amabilidad, pero no queremos molestaros más. —Lanzó una mirada a su madre.
—Es verdad, no queremos molestaros. —Bente se levantó.
Ukko sacudió la cabeza.
—Pero ¡si no molestáis! Por favor, quedaos. —Se dio la vuelta en busca del apoyo de Ravna.
Ella asintió y miró a Nora.
—Hace muy poco que Ánok nos ha dejado, quizá por eso has aparecido ahora. Eres una parte de él, y para mí es un gran consuelo.
A Nora se le humedecieron los ojos. No lo había considerado desde ese punto de vista. Ukko apretó la mano de su madre y dijo:
—Y tenéis que asistir al funeral pasado mañana. Habría significado mucho para Ánok vernos a todos juntos. Para él la familia era lo más importante.
—Bien, voy a preparar café para todos. También deberían quedar galletas de chocolate, seguro que necesitamos un pequeño refrigerio. —Andrine sonrió al grupo, se levantó de la butaca y salió de la sala.
Nora la siguió con la mirada. La nuera de Ravna le caía muy simpática. Era sensible, no sensiblera, directa sin importunar, y tenía mucho tacto para saber lo que era importante.
La desazón que había invadido a Nora al verse con Bente en medio de aquella familia de luto remitió enseguida. Realmente parecía que para Ravna, Ukko y Andrine era un consuelo hablarles de Ánok y hacerles partícipes de su recuerdo. Después de recoger el juego de café, Ukko sacó varios álbumes de fotos de la vitrina y los puso en la mesa.
Ravna cogió uno con la tapa raída. Le temblaba la mano y dudó un momento antes de abrirlo. Las páginas iniciales, con un patrón de telaraña impreso, estaban amarillentas en los bordes. En la primera página con fotografías había instantáneas de la infancia de Ánok, la mayoría en blanco y negro.
—Mis padres nos regalaron una cámara para nuestra boda. Todavía hoy sigo estándoles muy agradecida —dijo Ravna, que colocó el álbum de manera que Nora pudiera verlo con comodidad.
Nora vio como en cámara rápida los primeros años de vida de su padre: poco después de nacer, tendido en una cuna trenzada de corteza de abedul, de bebé royendo un mordedor y durmiendo sobre una piel de reno, de niño caminando entre la hierba alta de un prado, berreando sobre un orinal, de pie junto a un enorme muñeco de nieve, montado en un reno de madera.
No eran muchas fotografías, probablemente los jóvenes padres no podían permitirse los costosos carretes ni el revelado muy a menudo. Por lo que se veía, el mobiliario de la casa era bastante modesto, los muebles parecían desgastados y la vajilla era una mezcla de varias. Por primera vez Nora visualizó el comentario de Bente de que Ánok era de una familia pobre.
Ravna acarició ensimismada una fotografía en color en que aparecía ella a los treinta y pocos años. A su lado había un niño de unos siete con unos rizos castaño claro que sonreía travieso al objetivo. Tenía agarrada de la mano a una niña más pequeña con el pelo recogido en trenzas que le miraba. La joven madre tenía un bebé en brazos con una camisola blanca.
—Dios mío, cuánto tiempo ha pasado —musitó la anciana—. Es el bautizo de Ukko. En 1962.
Nora señaló la fotografía.
—¿Quién es la niña?
—Mi hija Gáddja. Dos años menor que Ánok.
—Me hablaba mucho de su hermana —comentó Bente—. Tenían una relación muy estrecha, ¿no?
Ravna pareció que iba a contestar, pero se limitó a asentir con un gesto vago.
Nora vio que Ukko fruncía el entrecejo e intercambiaba una mirada con Andrine.
—¿Dónde vive? —preguntó Bente—. Vendrá, ¿verdad? Me gustaría conocerla. —Por lo visto no se había percatado del cambio de humor.
—En Kautokeino —contestó Ravna—. Cría renos. Por desgracia, no asistirá al funeral. Se ha fracturado un pie con la moto de nieve y apenas puede moverse.
—¡Ay, pobre! —exclamó Bente—. Debe de ser horrible para ella no poder despedirse de su hermano.
—Podrá hacerlo en el entierro —replicó Ravna—. Ánok será sepultado en Kautokeino, como casi toda nuestra familia.
Bente estaba a punto de hacer otra pregunta cuando Andrine la interrumpió.
—¡Oh, mirad!
Sacó una fotografía suelta de un lateral del álbum y la enseñó a los demás. Ravna la cogió y dijo, sorprendida:
—Pensaba que las había quemado todas. —Suspiró y la observó un momento antes de dársela a Bente—. Me alegro de que se dejara esta.
Nora se acercó a su madre para echar un vistazo a la fotografía.
Parecían tan jóvenes… despreocupados, sonrientes. El niño que en la última imagen aparecía junto a su madre se había convertido en un joven de complexión atlética, se había dejado crecer el pelo en tirabuzones y lucía un bonito bronceado. Su rostro bien proporcionado transmitía franqueza.
Nora se quedó perpleja y aguzó la vista: era como si ya lo hubiera visto, pero ¿dónde? No, seguro que eran imaginaciones suyas.
El chico rodeaba los hombros de una muchacha ataviada con un vestido veraniego, cuya larga melena ondeaba al viento como un capullo de seda. Parecía una princesa de cuento de hadas.
Nora observó a su madre. Nunca la había visto tan relajada, tierna y femenina. Desde que tenía uso de razón, su madre llevaba prácticos cortes de pelo corto y pantalones cómodos, no recordaba la última vez que se había puesto una falda o un vestido ceñido. A Bente le gustaba reírse y podía estar contenta por muchas cosas, pero en algunos momentos parecía envuelta en un halo de melancolía.
Había amado a Ánok en cuerpo y alma, en sentido literal. Nora comprendió que jamás se había sobrepuesto a la separación, y aquella idea la acongojó, no solo porque su madre hubiera sufrido tanto, también porque ella jamás había experimentado en sus carnes un amor así.
El funeral por Ánok Kråik no tuvo lugar, como Nora suponía, en la iglesia que les había enseñado el taxista la primera vez que fueron a Bossekop. Andrine, que las llevó en su MiniCooper rojo, condujo en dirección contraria, hacia el sur por la E6, que discurría junto a la orilla del fiordo de Alta. Delante de ellas iban Ukko, su madre y sus dos hijos Kasper y Filippa en un viejo Saab.
—La nuestra es demasiado pequeña —contestó Andrine cuando Nora le preguntó por qué la pastora Frelse no despedía al miembro de su comunidad en su iglesia.
Señaló a la derecha una bahía cuya orilla estaba cubierta de piedras planas. Desde la Altaveien había un acceso a unos extensos aparcamientos, tras los cuales se alzaba un conjunto de edificios modernos.
—Por cierto, ahí trabajo yo —les informó—. Es el museo Hjemmeluft.
—¿Hjemmeluft? ¿No es la zona donde hay pinturas rupestres de la Edad de Piedra? —preguntó Nora.
Andrine asintió.
—Exacto. En el fiordo de Alta hay cuatro áreas donde se han encontrado esas pinturas durante los últimos cuarenta años, pero solo en Hjemmeluft se pueden visitar.
—Qué nombre más raro —comentó Bente—. ¿Por qué «aroma de hogar»?
Andrine rio.
—Es una desfiguración del nombre sami de este lugar. Se llama Jiepmaluokta, y los noruegos lo han convertido en Hjemmeluft. En realidad significa «bahía de focas». Aquí hay muchas palabras así, por ejemplo, nuestro barrio, Bossekop. No tiene nada que ver con «suciedad» ni «tazas», como pudiera parecer. Bossugoppi significa «ballenato».
Bente asintió, se reclinó en el asiento trasero y miró por la ventanilla.
—¿Y de qué trabajas en el museo? —preguntó Nora, sentada al lado de Andrine.
—Soy arqueóloga. Ahora mismo estoy con el registro digital de nuestras pinturas rupestres para confeccionar un archivo central de arte rupestre.
—Vaya, menuda tarea. Debe de haber miles de pinturas.
—Sí, tendremos trabajo para una temporadita —confirmó Andrine con una sonrisa—. Para ti puede sonar a una monótona recogida de datos, pero para mí cada día hay algo fascinante que descubrir de ese mundo remoto.
Nora pensó que la voz de Andrine trasmitía auténtico entusiasmo. A ella también le parecían muy interesantes esos testimonios del pasado que aportaban información sobre culturas desaparecidas y sus hábitos de vida. La idea de trabajar en ello día tras día, sin embargo, no le resultaba del todo atractiva. Prefería trabajar con personas vivas.
—Pero tú no eres de por aquí —le salió de repente, y tragó saliva—. Es decir, lo digo por tu dialecto y por eso. —Señaló el llavero del coche, que representaba una rosa estilizada de cinco pétalos—. Es una rosa de Trondheim, ¿verdad?
Andrine lanzó a Nora una mirada divertida.
—Serías una detective estupenda. Sí, me crie en Trondheim. Después de estudiar en Oslo estuve aquí un verano entero ayudando a limpiar las pinturas rupestres para que se pudieran ver mejor. Entonces conocí a Ukko. —Sonrió a Nora—. El resto te lo puedes imaginar.
Entretanto la E6 se había alejado del agua y adentrado un tramo hacia el interior antes de acercarse a la orilla de un lateral del fiordo de Alta. Tras un breve trayecto llegaron a su destino, la iglesia de Kåfjord.
Nora empezó a comprender lo que quería decir Andrine con «nuestra iglesia es demasiado pequeña». La calle ya estaba abarrotada por una larga fila de coches aparcados, y los que iban llegando se desviaban hacia unos prados contiguos al cementerio. Delante y al lado de la iglesia había grupos de gente a los que iban uniéndose más asistentes al funeral. Con sus abrigos y chaquetas oscuras formaban un fuerte contraste con el edificio de madera blanca, los troncos claros de los abedules y las lápidas nevadas.
—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.
—Amigos de la familia, algunos parientes lejanos, pero la mayoría son pacientes de Ánok. Era un médico muy querido —contestó Andrine.
Frenó delante de la puerta por la que se accedía al terreno vallado de la iglesia, dejó que bajaran Bente y Nora y luego fue a buscar un sitio para aparcar. Nora vio a Ravna y a sus dos tíos junto a la entrada, delante de una escultura de una pareja vestida con ropa sencilla. La mujer sostenía un bebé en brazos, y el hombre sujetaba un pico.
—¿Por qué tiene una mirada tan triste la mujer? —estaba preguntando la pequeña Filippa cuando Bente y Nora se acercaron a ellos.
—Su marido ya no tiene trabajo y tienen que mudarse a otro sitio. Se dedicaba a extraer cobre en la mina que había aquí hace muchos, muchos años —le explicó Ravna, y le enseñó el pico—. Cuando cerraron la mina, muchas familias emigraron a América.
—Pero ¡América es guai! —exclamó Kasper, el hermano de Filippa.
Ravna le acarició la cabeza.
—Bueno, esperemos que les haya ido bien allí. Aunque en aquella época la larga travesía en barco era agotadora.
—¿Y por qué no en avión? —quiso saber Filippa.
—Po aquel entonces no había aviones —contestó Ravna—. Y ahora vamos a entrar en la iglesia.
La modesta construcción, de 1837, con ventanas ojivales de estilo neogótico, había sido construida por el propietario inglés de la mina de cobre para sus trabajadores, pero pronto la empezó a utilizar toda la población del entorno para los servicios religiosos. También sobrevivió a la ira destructiva de las fuerzas alemanas, y en la última restauración se había recuperado su aspecto original.
Nora siguió a Ravna por el vestíbulo bajo el campanario hacia la nave de la iglesia. Una galería lateral se extendía hasta el coro semicircular, más estrecho y bajo que la nave y separado de ella por una balaustrada. El púlpito se elevaba sobre el altar junto al frente del coro, flanqueado a ambos lados por dos tablas oscuras con los diez mandamientos. La única decoración consistía en dos arañas broncíneas que colgaban del techo abovedado. En honor al difunto habían encendido las velas, que irradiaban una luz cálida.
La mayor parte de los bancos estaban ocupados. Nora calculó que podían alojar a unas trescientas personas, pero aquel día no sería suficiente. Muchos asistentes que aún estaban fuera tendrían que seguir el servicio religioso de pie. Nora miró alrededor y vio muchos rostros llorosos. Oyó retazos de conversación murmurados a media voz sobre el vacío que dejaba aquel médico tan querido, sobre su altruismo y buen corazón.
Nora sintió una punzada al ver que toda aquella gente había conocido a su padre. No era un consuelo que hablaran de él con respeto y genuina tristeza, solo intensificaba la sensación de haber perdido algo sumamente valioso que nunca había tenido.
Ravna se volvió hacia ella y Bente y señaló uno de los bancos de delante.
—Esos asientos están reservados para nosotros.
Bente miró a Nora y susurró:
—No sé, me resulta un poco incómodo sentarme directamente con la familia…
La anciana la oyó, sacudió la cabeza y la interrumpió:
—¡Claro que no! Vosotras formáis parte de la familia. Además, Ukko tiene razón: Ánok habría querido que hoy estuvierais con nosotros. —Agarró a Bente del brazo y se la llevó a las primeras filas.
Nora las siguió. Entendía las dudas de su madre: a ella también le parecía demasiado sentarse en la misma fila que los familiares más cercanos de Ánok. El hecho de ser su hija no mitigaba esa impresión, le parecía algo casi abstracto. Apenas sabía nada de la persona que estaba delante del altar en un ataúd.
Nora se fijó en una gran fotografía enmarcada que habían colocado al lado en un caballete. De pronto se detuvo en seco. Una anciana que venía detrás de ella la rozó al esquivarla, pero Nora ni se dio cuenta. Se había llevado la mano a la boca y miraba fijamente aquel retrato.
No había duda: era el hombre que le había llamado la atención en Oslo mientras patinaba sobre hielo, y poco después en la entrada al patio de su edificio.