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Alrededores de Alta, primavera de 1915

Áilu abrió la puerta del internado femenino y sacó el cubo con el agua sucia de limpiar para vaciarlo junto al edificio. En vez de volver a llenarlo directamente en la tina de agua que había junto al cobertizo de madera y regresar a su trabajo, se apoyó un momento en la pared y puso la cara hacia el sol de mediodía que cada día ganaba intensidad. El patio estaba desierto. Áilu disfrutó agradecida de aquel momento, pues rara vez conseguía estar sola y sin vigilancia.

Los maderos estaban calientes al tacto. Áilu absorbió el ligero aroma a resina que despedían, cerró los ojos y escuchó la nieve derritiéndose. Desde el techo caían gotas gruesas que chapoteaban en los charcos formados alrededor de las casas del internado. De noche se congelaban, pero pronto el sol brillaría el tiempo suficiente para clausurar definitivamente al invierno. El mes de las superficies nevadas se acercaba a su fin, ya habían pasado dos semanas desde la Pascua.

Una de aquellas noches Lohcca y ella tenían que atreverse a huir, de lo contrario no coincidirían con su familia. Inquieta, Áilu se planteaba las preguntas que no la dejaban tranquila desde aquel servicio religioso: ¿de verdad su plan era tan bueno como le pareció entonces? ¿Y si había calculado mal la distancia y el campamento estaba más lejos de la iglesia de lo que pensaba, o el rebaño de renos llegaba más tarde? En ese caso, ¿encontraría un buen escondite donde esperar a su familia? ¿Y Lohcca soportaría la fatiga?

Un grito prolongado y melancólico interrumpió sus cavilaciones. Alzó la vista hacia el cielo claro de primavera y vio planear una gran ave rapaz. Se hizo visera sobre los ojos: por debajo las plumas eran claras, solo la punta de las alas y la cola eran oscuras. No había duda, se trataba de un ratonero calzado volando en círculos.

A Áilu se le aceleró el corazón. Esas aves migratorias regresaban de sus cuarteles de invierno en el sur hacia la zona de cría en Fjell cuando las hembras de los renos parían sus crías. La incertidumbre de saber si era el momento adecuado para su huida dio paso a una súbita determinación: aquella misma noche se escaparía con Lohcca. Aquella ave había sido la señal definitiva. Se separó de la pared de la casa, cogió un cubo y fue hasta la tina de agua, con ganas de gritar de júbilo. Al día siguiente a la misma hora, el internado, la mujer de hielo y todo lo horrible de aquel lugar habría quedado atrás.

El entusiasmo de Áilu se esfumó durante las horas siguientes. Había dado por hecho que le asignarían el turno en la sala de costura como los últimos días. Allí no habría sido difícil apartar las bufandas que les protegerían la cabeza de la helada nocturna. En cambio, la mujer de hielo envió a Áilu y otras tres chicas con las que había limpiado los dormitorios a sacudir las alfombras que dos chicos mayores habían sacado de las habitaciones del rector y las profesoras al patio, donde colgaban de un palo horizontal. Estuvieron una eternidad apaleándolas hasta que ya no despedían ni una mota de polvo y la mujer de hielo estuvo satisfecha.

—¿Tú también tienes los brazos tan entumecidos y flojos? —susurró la niña que volvía trotando a la casa al lado de Áilu, exhausta, poco antes de la oración de la tarde.

Áilu asintió. Tenía la sensación de no tener ya huesos y músculos en los brazos sino papilla. Le colgaban dormidos, como cuerpos extraños que ya no obedecían a su voluntad. Aquel día le costó llevarse a la boca la sémola de centeno mezclada con agua que constituía la cena habitual de los niños. El aroma del sabroso potaje que sirvieron al rector y las profesoras como plato principal intensificaba la sensación de hambre y hacía que ese puré viscoso pareciera aún más insípido. Mientras lo engullía rápidamente para padecerlo lo menos posible, la cuchara le pesaba como si fuera de piedra. «Tienes que comer —se ordenó—. Si quieres escapar necesitas fuerzas». Se enderezó y hundió la cuchara en el cuenco.

Después de comer tuvo suerte: la enviaron junto con Lohcca y otras dos niñas a fregar en la cocina. Las hermanas con bata frotaban los restos de la sémola de la olla grande y fregaban los cuencos, y las niñas lavaban la vajilla y la secaban.

—Déjalas caer cuando las lleves —susurró Áilu cuando le dio a Lohcca un montón de cucharas limpias que la pequeña tenía que dejar en un cajón.

Lohcca la miró confusa y abrió la boca. Áilu se llevó un dedo a los labios.

—Por favor, hazlo. Luego te lo explico.

Lohcca asintió y cogió las cucharas.

El estrépito metálico les dio un buen susto a todas, como esperaba. Áilu aprovechó la distracción, agarró una de las latas de provisiones que había en una estantería junto al fregadero, sacó unas manzanas secas y las hizo desaparecer bajo la bata. Al salir de la cocina además consiguió llevarse un buen pedazo de queso que había sobrado de la mesa del rector.

Aquella noche Áilu esperó ansiosa a que sus compañeras de habitación se durmieran, quería meterse en la cama de Lohcca y prepararla para la fuga. Ya se había ocupado de los víveres. Si los consumían con moderación les alcanzarían para dos días. Además, podrían cubrirse y abrigarse la cabeza con las mantas. Buscó a tientas el cuchillo que había atado con un hilo al soporte de la cama la primera noche. No lo pensó, simplemente siguió un impulso de origen desconocido. A la mañana ya habría sido demasiado tarde para esconder el cuchillo, pues la mujer de hielo les había quitado a los recién llegados todos los objetos personales que llevaban en los cinturones. Áilu cerró la mano en la empuñadura tallada y la embargó una sensación de calidez. Su padre le había regalado aquel cuchillo al cumplir los nueve años, el mismo día que le dieron su perro Guoibmi.

Por fin oyó ruido en las demás camas y poco después se arrimó a Lohcca, que la estaba esperando con impaciencia.

—¿Qué era eso de las cucharas?

—Esta noche nos vamos —soltó Áilu. Y le contó que por la mañana había visto un ratonero calzado y que desde la misa de Pascua sabía dónde encontrar a su familia—. En cuanto pase la siguiente ronda de vigilancia, saldremos por la ventana. Es la parte más difícil ya que no podemos hacer ruido si no queremos despertar a alguien.

—¿Y luego? —susurró Lohcca—. ¿Estás segura de que encontrarás el camino? ¿Y si nos perdemos? —Sonaba asustada.

—No temas, estoy segura. Hasta la iglesia es imposible equivocarnos de camino, y luego tenemos que ir en dirección noroeste y seguir las estrellas del cisne. Cruzaremos dos riachuelos y pasaremos por un peñasco que parece un lemming enorme.

Acarició el hombro de Lohcca y susurró:

—Ahora duerme un poco. Yo haré guardia y te despertaré cuando llegue el momento.

Áilu se quedó mirando la luz mortecina que penetraba por el cristal congelado de la ventana del dormitorio. Le pesaban los párpados. Se pellizcó el brazo, ahora no podía dormirse. Levantó la cabeza, contuvo la respiración y aguzó el oído. ¿Eso que oía eran pasos en el pasillo? No, aún no. Se tumbó de nuevo y movió los labios sin emitir ningún sonido: «¡Nada de dormir! ¡Tienes que permanecer despierta! ¡No te duermas!».

«¡Áilu, hija del Sol!».

La voz de su padre se coló en su cabeza. La alegría la invadió como un cálido rayo de luz. ¡Él la había encontrado! ¡Estaba delante del internado esperándola!

—¡Voy! —gritó.

—¡Helga! ¡Karlotte!

Esa no era la voz de Heaika. Áilu abrió los ojos y se quedó de piedra. A pesar de los nervios por la fuga inminente, debía de haber echado una cabezada, pues no había advertido que alguien había entrado en el dormitorio. Pero ¡no podía ser verdad! ¿Por qué no había prestado más atención?

En la zona de paso delante de la cama de Lohcca había una silueta. Cegada por la vela que tenía cerca de la cara, Áilu apartó la cabeza. La silueta la agarró del antebrazo y la sacó del jergón. Al cabo de un momento Lohcca aterrizó a su lado en el suelo. Áilu la ayudó a ponerse en pie. La pequeña se aferró a ella, estaba llorando y le temblaba todo el cuerpo. Áilu notó que a ella también le caían lágrimas. Precisamente en ese momento tenía que pillarlas la mujer de hielo. ¿Con qué les pegaría, con el palo o con la correa de piel?

La profesora no hizo amago de castigarlas, pero las empujó hacia la puerta y las sacó al patio. Era una noche despejada, a la luz de las estrellas se distinguía el contorno de los edificios. Áilu apretó la mano de Lohcca: tenían que huir ahora, era su única oportunidad. Como si le leyera el pensamiento, la mujer de hielo la agarró del cuello. Áilu intentó retroceder, pero la mujer soltó un bufido sarcástico y la cogió con más fuerza. Áilu se quedó quieta y afianzó los pies en el suelo. La mujer de hielo la levantó sin esfuerzo, como si fuera un saco de paja, y la sacudió. No había escapatoria.

—¿Adónde nos conduce? —susurró Lohcca temerosa—. No nos llevará ante el hombre cuervo, ¿verdad?

Era obvio que la mujer de hielo no pensaba aplicar ella la sanción, dormir juntas en una cama era uno de esos delitos que el rector castigaba en persona. No era habitual, la última vez había sido el caso de los dos chicos que fracasaron en su intento de huida.

Poco después, Áilu entró por primera vez en la sala del hombre cuervo. Hasta entonces nunca le habían asignado el servicio de limpieza ni otras tareas en sus dependencias. La habitación solo estaba iluminada por la vela y unos leños ardiendo en una chimenea abierta. Áilu vio un banco tapizado, varias sillas y un gran armario. El rector salió de una habitación contigua que Áilu supuso que era su dormitorio. Tenía cara de dormido y llevaba un abrigo que nunca le había visto, de una tela mullida y sujeto con un grueso cordel. La mujer de hielo señaló a Lohcca y Áilu, explicó algo y luego se colocó a su lado con los brazos cruzados. El hombre cuervo asintió, arrugó la frente y se agachó hacia un atizador que colgaba delante de la chimenea. Áilu vio una sonrisa de satisfacción en el rostro de la mujer. Lohcca rompió a llorar.

El castigo se aplazó porque en ese momento llamaron a la puerta y apareció la profesora de manualidades. Nerviosa, le hizo una señal a la mujer de hielo para que se acercara y se puso a hablarle en voz baja. Algo debía de haber ocurrido en la planta baja, pues señaló varias veces hacia abajo. La mujer de hielo torció el gesto y siguió a su colega al pasillo, no sin antes vacilar un momento.

Áilu se volvió hacia el rector. Había dejado el atizador y observaba a Lohcca, que levantó la vista hacia él. Tenía las mejillas mojadas de las lágrimas y le temblaban los labios. El hombre estiró una mano y le acarició los rizos. Áilu vio en su mirada un brillo que la inquietó, rodeó a Lohcca con un brazo y la acercó hacia sí.

En ese momento el rector pareció advertir su presencia. Esbozó una sonrisa torcida que no llegó a los ojos, y dijo en un tono afectado algo que no entendió. Su desconfianza iba en aumento: ¿por qué no le pegaba? ¿Por qué de pronto se mostraba amable? Aquella actitud le parecía más amenazadora que un acceso de ira. Aun sin comprender sus palabras, tuvo claro que quería estar a solas con Lohcca. Señaló varias veces a Áilu y la puerta mientras hacía gestos para ahuyentarla. Al ver que ella no tenía intención de marcharse, la apartó de Lohcca, la empujó hasta el pasillo y cerró la puerta por dentro.

Áilu se quedó inmóvil en la oscuridad. Estaba sola, la mujer de hielo había desaparecido con la otra profesora. Las voces se oían débiles desde la planta inferior.

«¿A qué esperas?», le decía una voz interior. No habrá mejor ocasión para escapar. Sus pies se dirigieron solos hacia la escalera. Se vio cruzando el patio a hurtadillas y recorriendo el camino hasta la iglesia, con la luz de las estrellas le resultaría fácil encontrarlo.

A medio camino hacia la puerta del edificio dio media vuelta. No podía dejar sola a Lohcca, no con el hombre cuervo, que al parecer la consideraba una golosina. Áilu corrió hacia la puerta cerrada, apoyó la oreja y oyó un murmullo amortiguado. Intentó ver por el ojo de la cerradura lo que ocurría dentro, pero como la llave estaba puesta no veía. Accionó el picaporte de la puerta siguiente, que se abrió con un leve chirrido. Se coló en el dormitorio del rector y se acercó con sigilo a la puerta intermedia, que estaba abierta. Se asomó a hurtadillas y los espió.

Lohcca estaba de pie de espaldas, delante de una butaca donde él estaba sentado. Con una mano le daba a la niña una galleta, y con la otra se desataba el nudo del cordel del abrigo. El hombre cuervo la agarró y la acercó a él. Áilu vio de nuevo en sus ojos aquel brillo codicioso.

Sin pensarlo, Áilu entró de un salto en la habitación y se abalanzó sobre el rector. Mordió con todas sus fuerzas la mano con que sujetaba a Lohcca y notó el sabor de la sangre. El rector soltó un grito y le pegó con la otra mano. Áilu apartó a Lohcca del hombre, que, con una destreza inimaginable, se levantó de un brinco, la rodeó con el cordón y le ató los brazos al cuerpo.

—Grita todo lo que puedas —le dijo a Lohcca antes de que el hombre le metiera un pañuelo en la boca.

Por un momento Áilu pensó que Lohcca no la había entendido, pues estaba rígida y tenía los ojos cerrados. El rector la agarró del brazo y la acercó a la butaca. Áilu intentó liberarse y escupir la mordaza, con los ojos llenos de lágrimas de rabia.

—¡¡Nooooo!!

Por fin. El grito de Lohcca rompió el silencio de la noche. Seguía con los ojos cerrados, pero chillaba con toda su alma.

La mujer de hielo apareció en la puerta del dormitorio, sin aliento. Al ver al rector medio desnudo se quedó perpleja y abrió los ojos de par en par. Con una mano buscó a tientas el marco de la puerta para apoyarse. Miró a Lohcca, luego a Áilu y luego al hombre cuervo, que se puso el abrigo a toda prisa. Hizo una mueca de desagrado.

Fy! —espetó.

Áilu no entendió lo que la mujer le contestó al rector, pero le quedó claro que la palabra solo podía significar «qué asco».

El hombre palideció, le costaba respirar, parecía encogerse bajo la mirada de la mujer de hielo. Con una mano sujetaba el abrigo y la otra la adelantó para enseñarle a la mujer el mordisco sangrante. Señaló a Áilu e intentó convencer a la profesora, que había recuperado la compostura y le escuchaba con semblante impertérrito. Áilu vio el desprecio en los ojos de la mujer.

Comprendió que no le creía, sabía que él tenía algo malo en mente. Por un momento Áilu tuvo la impresión de que la mujer de hielo estaba de su parte y que el comportamiento del rector le parecía imperdonable. Ella trataba a los niños con frialdad y sin amor, pero parecía reconocerles ciertos derechos que él no podía usurparles. A Áilu no le habría sorprendido que esgrimiera el puntero para castigarlo como a un niño desobediente.

Aquel momento se desvaneció y se produjo un diálogo mudo entre los dos adultos. Áilu pensó en la prueba de fuerza cuando los zorros polares luchaban por su territorio y el perdedor a menudo se retiraba sin luchar aceptando que el otro era más fuerte. Comprendió que la mujer de hielo no denunciaría al rector y que a partir de eso él estaba en sus manos. Una idea terrorífica. ¿Qué haría con Lohcca y ella, testigos de ese pacto tácito? Áilu miró a Lohcca, que se había desmoronado en el suelo entre sollozos. Probablemente no se había enterado de nada, ella no suponía un peligro.

La mujer de hielo perforó a Áilu con su mirada de ojos claros. Luego la señaló con un brazo estirado y dijo con aspereza:

—Den der må vekk!