Alta, febrero de 2011
El taxi no tardó mucho en ir del céntrico hotel al barrio de Bossekop, donde estaba la consulta médica de Ánok Kråik. La calle Altaveien, como se llamaba allí la carretera europea E6, unía los tres núcleos de población de Alta que se extendían en la orilla del fiordo del mismo nombre. A diferencia de Tromsø, que estaba rodeado por masas montañosas, el paisaje accidentado alrededor de Alta era más abierto y menos abrupto.
—Nunca habría pensado que tan al norte también crecían árboles altos —dijo Bente, que iba junto a Nora en el asiento trasero, y señaló uno de los bosquecillos que salpicaban las zonas pobladas.
El taxista, un hombre rollizo de sesenta y pocos años, parecía estar esperando una ocasión para colarse en la conversación, pues volvió fugazmente la cabeza hacia Bente, sonrió y dijo:
—Le sorprende a mucha gente, pero aquí el clima es relativamente suave.
Bente puso cara de asombro.
—¿Suave?
—Bueno, si piensa que estamos a solo doscientos kilómetros del cabo Norte —explicó el conductor—. En nuestro puerto no hay hielo en ningún momento del año. —Arrugó la frente y señaló con la cabeza unos magníficos pinos cercanos—. Parece increíble, pero eso son solo los restos. Antes teníamos una masa forestal de pinos enorme. Cuando los alemanes prendieron fuego a la ciudad al irse en 1944, quemaron también la mayoría de los árboles.
Nora oyó que su madre respiraba hondo.
—¿De verdad lo destrozaron todo? No puedo ni imaginármelo. ¿Y qué fue de los habitantes?
—Fueron evacuados —gruñó el hombre.
Bente miró a Nora y susurró:
—¿He dicho algo malo?
Antes de que Nora pudiera contestar, el taxista giró por una calle lateral y se detuvo delante de una iglesia de madera blanca.
—Esto es lo único que se salvó del fuego. —Su voz transmitía cierto orgullo—. La iglesia es de mediados del siglo diecinueve, es nuestro edificio más antiguo. —Giró el coche y regresó a la calle principal.
—Es horrible ver los estragos que causaron aquí. —Bente sacudió la cabeza. La víspera lo había estado pensando. En la reconstrucción de la ciudad habían dado prioridad a una arquitectura funcional antes que a un estilo histórico, así que la belleza de Alta no residía en sus edificios, sino en el entorno.
Nora no estaba por la labor. Abstraída, miraba por la ventana y deseaba estar lejos de allí. No recordaba haber estado tan nerviosa nunca, ni siquiera antes de los exámenes finales en la universidad.
—Bueno, es aquí —anunció el taxista, y se detuvo delante de una casa de dos plantas.
Nora se estremeció. No se había dado cuenta de que habían abandonado la E6 para entrar en una zona residencial por encima de la orilla del río.
El hombre se dio la vuelta y les dijo el precio del trayecto. Mientras su madre buscaba el monedero en el bolso, Nora intentaba respirar con normalidad. Su respiración parecía haberse emancipado durante los últimos minutos y cada vez iba más rápida. ¿Era eso lo que se sentía cuando uno hiperventilaba? Abrió la puerta del coche y bajó.
Le sentó bien recibir la brisa fresca procedente del fiordo. Nora paseó la mirada por la superficie del agua. En el oeste, hacia el Atlántico norte, había dos islas grandes que bloqueaban el acceso a mar abierto y seguramente eran las responsables de que Alta no quedara a merced de las corrientes heladas. El cielo estaba despejado. Tras los días sin sol en Tromsø, era agradable ver brillar la luz en el agua y los campos nevados. Nora parpadeó y se volvió hacia la casa, que se encontraba a unos pasos. Tenía un estrecho jardín por el que discurría un sendero de pizarra que llevaba a los tres escalones delante de la puerta de entrada. En la pared lateral un gran cartel indicaba que era el consultorio del doctor Kråik y los horarios de atención.
Nora tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva y se volvió hacia su madre, que había bajado del taxi y se acercaba a ella.
—¿Cómo estoy? —preguntó Bente, y se atusó el pelo corto—. ¿Me reconocerá? —Sonaba insegura, temerosa.
Nora notó que se le serenaba el pulso. La calmó ver que no era la única que estaba nerviosa. Seguramente para su madre era mucho peor llamar a esa puerta y ver en unos segundos al hombre que la había abandonado por las buenas. ¿Cómo reaccionaría cuando de pronto estuviera ante su amor de juventud?
—Me sorprendería mucho que no te reconociera —contestó Nora—. Apenas has cambiado. Lo mismo dijo tu hermano, y también hacía el mismo tiempo que no te veía.
—Gracias —repuso Bente, y la cogió del brazo. Luego se aclaró la garganta—. Bien, vamos allá.
—Me temo que hemos venido para nada —dijo Nora cuando subieron los escalones, y señaló un papel sujeto a la puerta con una chincheta—. Aquí pone que la consulta permanecerá cerrada hasta nuevo aviso.
Bente dejó caer los hombros.
—Eso no suena a día de descanso. —Miró a Nora—. ¿Y ahora qué?
—Ni idea. —Nora se inclinó hacia los cristales de la puerta. Encima del timbre de la consulta había otro junto al que ponía «Kråik»—. Parece que también vive aquí —dijo, y se dispuso a llamar.
—¡Espera! —Bente le puso una mano en el brazo—. No sé si llamar así, sin más… —Se interrumpió en seco.
La puerta de la casa se había abierto. Una niña pequeña y un niño un poco mayor pasaron junto a ellas y bajaron corriendo a la calle, con las mochilas del colegio a la espalda.
—¡Eh, esperad! —gritó una mujer mayor que los seguía—. Os dejáis vuestros matpakke. —Sacudió en alto dos bolsas de plástico.
Nora dio un paso a un lado para dejarle espacio. La mujer era un poco más alta y de constitución más delgada, tenía el rostro surcado de arrugas y el pelo blanco recogido en una trenza. Nora le calculó unos ochenta y cinco años. Sus ojos verdes, con un brillo muy vivo, parecían mucho más jóvenes.
Los niños, de entre siete y nueve años, regresaron corriendo y cogieron las bolsas con los bocadillos para el recreo.
—Gracias, áhkku —dijeron, y le dieron un beso a la anciana a la vez en ambas mejillas.
—¿Queréis ver al doctor Kråik? —preguntó esta cuando los niños se fueron dando saltos. Desvió la mirada de Bente y Nora hacia la puerta—. Me temo que debo enviarlas a la consulta del doctor Jenssen. No está lejos y…
—No necesitamos un médico —la interrumpió Bente—. Nos gustaría hablar de un asunto privado con Ánok Kråik.
A la mujer se le ensombreció el semblante y observó a Bente.
—¿De qué conoces a mi hijo? No te había visto nunca.
—Entonces eres Ravna —replicó Bente. Tragó saliva y continuó—: Me llamo Bente Nybol. Conocí a Ánok hace más de treinta años en Tromsø…
Ravna levantó la mano y torció el gesto. Tras un breve silencio que a Nora le pareció una eternidad, dijo:
—Sé quién eres. Le rompiste el corazón a mi hijo. ¿Qué buscas aquí después de tanto tiempo? ¿Disculparte? —Y la miró con el ceño fruncido.
Nora vio que su madre tragaba saliva. Ninguna de las dos contaba con semejante recibimiento. Le dieron ganas de agarrar a Bente del brazo y llevársela.
—Hace poco me enteré de que fui víctima de un horrible engaño —empezó Bente con voz entrecortada—. Mi padre me hizo creer durante todos estos años que le había dado dinero a Ánok para que me dejara. Ahora sé que él no lo aceptó. He venido a preguntarle por qué aun así desapareció de mi vida sin más.
Ravna entornó los ojos. Sacudió la cabeza y se dio media vuelta.
Bente adelantó la mano para retenerla, pero no la tocó.
—Por favor, ¿puedo hablar con él? ¿Está en casa?
—Llegas demasiado tarde. Mi hijo murió hace unos días —repuso Ravna.
Nora necesitó un momento para asimilar el significado de aquellas palabras. No podía ser, creía que la consulta estaba cerrada porque Ánok estaba enfermo o de viaje. Tal vez había oído mal.
Un gemido de Bente la alertó. Su madre estaba pálida y se tambaleaba. Nora la sujetó por el brazo, y su mirada se detuvo en un trineo.
—¡Pobres niños! —exclamó—. Es horrible perder al padre tan pequeños.
Ravna la miró confusa.
—¿A qué te refieres? Ah, no, esos no son hijos de Ánok.
Bente tiró del brazo de Nora y le susurró con voz casi inaudible:
—Vámonos.
Nora asintió y la cogió con fuerza de la cintura para ayudarla a bajar los escalones. Apenas se tenía en pie.
Ravna parecía debatirse con un dilema, era obvio que la había sorprendido la conmoción sufrida por Bente.
—Pasad —dijo, y retrocedió un paso para que entraran en la casa.
Nora aceptó aliviada, pues temía que su madre se desmayara en cualquier momento, y siguieron a la anciana por una escalera hasta la primera planta. «Es mi abuela», pensó fugazmente. A la anciana le costaba caminar, parecía un poco rígida de caderas. Abrió la puerta de una habitación dominada por una chimenea cuya piedra gris verdosa despedía un brillo plateado, como las baldosas del sendero de entrada. Delante había un tapiz de colores que le daba un aire alegre a la sala. Un cochecito para muñecas y un cohete espacial de piezas de Lego atestiguaban que también servía de sala de juegos.
—Sentaos —dijo Ravna, señalando un sofá situado frente a la chimenea y delante de una mesita baja—. Yo me siento aquí. —Tomó asiento en una silla—. Nunca conseguiría levantarme del sofá —explicó.
Bente se dejó caer en un extremo del sofá. Parecía aturdida.
—No puedo creer que haya muerto. ¿Qué pasó?
Ravna adoptó un semblante serio.
—Ánok contrajo una infección que le afectó al corazón. Como nunca se cuidó, fue un combate desigual. —Bajó la cabeza, sacó un pañuelo de papel de un paquetito que había sobre la mesa y se sonó la nariz.
Bente se movió inquieta y se inclinó hacia Ravna.
—Perdone, ¿a qué se refería con que yo le había roto el corazón?
Ravna se secó los ojos y miró a Bente.
—Bueno, nunca superó que hubieras cedido a la presión de tu padre y te hubieras casado con un noruego «de verdad» —dijo.
—¿Qué? —dijo Bente, incrédula.
La anciana no contestó. Se levantó y se dirigió a un armario de vitrina donde guardaba álbumes de fotos, manualidades de los niños y diversos trabajos artesanales. Abrió la puerta y volvió a la mesa con una cajita.
—Mira —dijo, y le tendió a Bente un sobre—. No puedes haberlo olvidado.
Bente lo cogió y sacó una hoja. Leyó las pocas líneas manuscritas y se quedó sin aliento.
—¿Qué es? —preguntó Nora. Echó un vistazo a la carta y reconoció la letra redonda de su madre.
—Esto no lo escribí yo —dijo Bente con voz ronca.
Nora le cogió la hoja y leyó:
Tromsø, 15 de marzo de 1976
Hola, Ánok:
Mi padre tiene razón cuando dice que lo nuestro está condenado al fracaso. Me he dejado llevar por despecho hacia él. Cuando Bjørn me confesó su amor hace unos días y me pidió que me casara con él, por fin lo entendí.
Por favor, perdona que no tenga valor para decírtelo en persona. Es mejor que no nos veamos más.
Te deseo lo mejor,
BENTE
Nora dejó la carta sobre la mesa, confusa. Por mucho que se esforzara, no imaginaba a su madre escribiendo algo así, ni que alguien que la conociera mínimamente lo hiciera.
Ravna sacó una tarjeta de la cajita y se la tendió a Bente.
—Esto lo recibió Ánok dos días antes de la carta.
Era una invitación de boda impresa en cartulina gruesa. Bjørn Skarrud y Bente Nybol se alegraban de celebrar su enlace junto con sus familias y amigos.
—¿Bjørn Skarrud? —dijo Nora—. Tiene que ser una broma. ¿Ese no era el tipo horrible y aburrido de las manos húmedas?
Bente asintió y se volvió hacia Ravna.
—Le juro que es la primera vez que veo esto —dijo señalando la carta y la tarjeta—. Parece que mi padre no me engañó solo a mí con documentos falsificados. —Señaló la fecha de la carta—. Para entonces hacía tiempo que me había ido de Tromsø.
Ravna abrió los ojos de par en par.
—Pero eso significa que… No, no puede ser…
Bente se inclinó sobre la mesa hacia ella.
—Sí, realmente mi padre no se detuvo ante nada para separarnos a Ánok y a mí. Lo peor es que nos hizo creer a los dos que el otro se había alejado por codicia o egoísmo.
La anciana prorrumpió en sollozos y se tapó la cara con las manos. Nora miró a su madre. Realmente era increíble el daño que podía llegar a ocasionar una sola persona. Knut Nybol, además de destrozar el gran amor de su hija, había cambiado para siempre la vida de muchas personas, como la suya. ¿Cómo habría sido la vida para ella si su abuelo no hubiera estado obsesionado con alejar a su hija de un marido «inadecuado»? ¿Dónde habría crecido? ¿Habría tenido hermanos? ¿Ánok y Bente habrían sido felices como pareja?
—Perdonad, por favor —se disculpó Ravna, enderezándose para mirar a Bente—. Me alegro de que se haya aclarado este terrible malentendido.
Bente dejó caer los hombros.
—Pero demasiado tarde. Ánok nunca sabrá la verdad. Si hubiera venido antes…
Ravna sacudió la cabeza.
—Lo sabrá de todas formas. Sigue ahí, lo noto.
«Lo dice en serio», pensó Nora, y no pudo considerarlo charlatanería esotérica al mirar a Ravna a los ojos, que transmitían un convencimiento conmovedor.
De pronto pareció que la anciana reparaba en la presencia de Nora por primera vez. Enarcó un poco las cejas y preguntó:
—¿Y tú quién eres? Con tanta emoción ni siquiera lo recuerdo.
—Nora es la hija de Ánok —dijo Bente.
Ravna palideció y se llevó las manos al cuello como si le costara respirar.
—Él no lo sabía —se apresuró a añadir Bente—. No supe de mi embarazo hasta después de huir de Tromsø.
Ravna se quedó mirando a Nora y balbuceó:
—Él te vio.