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Alrededores de Alta, primavera de 1915

Los bastonazos de la mujer de hielo habían surtido efecto. El dolor que sentía Áilu en los dedos cada vez que movía las manos evocaba la voz de su torturadora pronunciando las dos sílabas de su nuevo nombre mientras le pegaba. Helga. Jamás lo olvidaría. Pasados unos días seguía mordiéndose los labios para reprimir un grito cuando tenía que doblar los dedos del todo. Por la mañana, durante la clase, disfrutaba de una tregua, pero por las tardes Áilu tenía que cumplir varias tareas, como todos los demás, en la cocina, la casa y la sala de costura.

Sin embargo, la nostalgia que corroía a Áilu era peor que el dolor y los arduos esfuerzos. Seguro que su familia estaba muy preocupada por ella. ¿Sabían adónde se la habían llevado? Recordaba una y otra vez la imagen de su padre intentando a la desesperada liberarla de los hombres de negro, sin parar de gritar: «¡Áilu! ¡Mi hija del Sol!».

El hombre cuervo, como le llamaban los niños por el traje negro, se mantenía al margen del día a día de la escuela. Pronto Áilu comprendió que era el rector del internado, al que todo el mundo obedecía, incluida la mujer de hielo, aunque le daba manga ancha. Rara vez se inmiscuía y parecía dar por buenas sus decisiones.

Mientras los niños más pequeños se dedicaban sobre todo a limpiar y servir en la cocina, los mayores tenían que ir a buscar agua varias veces al día a un riachuelo cercano y llevarla en grandes cubos a la casa o a una tina que había en el patio. Además serraban y cortaban leña para la cocina, las estufas de las aulas y las chimeneas de la zona donde residían el rector y las profesoras en la planta superior del edificio principal.

Áilu tenía la impresión de que se necesitaba una cantidad ingente de agua y madera. No le extrañaba que los dormitorios de los alumnos no estuvieran calientes, pues necesitarían aún más leña. Además, por lo visto los noruegos creían que los niños sami eran inmunes al frío. De lo contrario no se explicaba por qué les quitaban los gorros y los obligaban a salir fuera sin cubrirse la cabeza aunque el viento fuera helado. Se hacía hincapié en que se lavaran bien todos los días. Se consumía mucha agua caliente en la limpieza de las habitaciones, pasillos y escaleras y en lavar los platos.

«Pusse» y «gjøre rent» fueron las primeras palabras que Áilu aprendió en noruego: para la mujer de hielo y las demás profesoras lo más importante era enseñar a los niños a limpiar y lavar, mucho más que leer, escribir y contar. Incluso más importante que memorizar la multitud de oraciones que se decían antes y después de las comidas y por la noche antes de acostarse.

Como la mayoría de sus compañeros de tormento, Áilu nunca había limpiado con tanta frecuencia. En casa se barría la tienda con regularidad, se cambiaban las ramitas de abedul que cubrían el suelo y se sacudía la piel de reno, y los días soleados las tendían al aire en unos tendederos delante de la cabaña. Sin embargo, allí no bastaba con barrer y quitar el polvo. Tenían que fregar el suelo todos los días, una actividad que suscitaba especial odio. El gesto de arrodillarse y deslizarse por los tablones rayaba en la tortura, escurrir las bayetas después de varias pasadas era un trabajo pesado para unas manos pequeñas. Pero ay si la mujer de hielo sorprendía a una niña que dejaba el suelo demasiado húmedo o no sumergía lo suficiente los trapos de limpiar en el cubo del agua. Áilu comprobó en sus propias carnes ya el segundo día lo que se sentía cuando se lo tiraban a la cara, acompañado de afrentas cuyo significado exacto prefería no saber.

El turno en la cocina, en cambio, era muy apreciado por los niños. Cuando no había una de las profesoras cerca, podían hablar entre ellos mientras no elevaran demasiado el tono, a las dos chicas del delantal no les importaba. Ellas tampoco hablaban una palabra de sami, pero miraban con otros ojos a los niños, no como sus superiores. Les pasaban a escondidas galletas de las que horneaban para el café de la tarde del rector, les acariciaban la cabeza al pasar y se sobresaltaban igual que ellos cuando una profesora entraba en la cocina.

Al principio el trabajo en la sala de costura también le parecía a Áilu una obligación soportable. Allí no hacía frío, y las niñas eran vigiladas por la profesora cansada, que se pasaba la mayor parte del tiempo sumida en un grueso libro y solo levantaba la vista cuando el cuchicheo subía de tono. Tenían que tejer bufandas y mantones o coser prendas de una tela tosca, todo de un marrón oscuro que a Áilu le recordaba al follaje corroído que en primavera salía a la luz bajo el manto de nieve que se derretía.

—¿Para quién es todo esto? —preguntó en un susurro a Biret, que estaba sentada a su lado. Llevaba casi una semana separada de su familia y ya conocía la jornada estrictamente regulada, pero muchas cosas seguían resultándole extrañas y le costaba comprenderlas.

—Bueno, para nosotros, claro —contestó Biret.

—Pero ¿por qué? Tenemos ropa que abriga mucho más —afirmó Áilu al tiempo que miraba con desprecio la tela con la que estaban cosiendo unos pantalones.

—Yo tampoco lo entiendo, pero es así. Y ahora estate callada.

Como Biret se negó a continuar la conversación por miedo a un castigo, más tarde Áilu le preguntó a una niña «veterana». Las habían asignado juntas a triturar avena para la sopa matutina. Mientras hacían girar los molinillos manuales, Áilu se enteró de que el internado se había inaugurado ese mismo invierno. Ya estaban todos los niños que debían pasar allí su escolaridad. Áilu había llegado con la última remesa.

Por lo visto se le había pedido al hombre cuervo que los alumnos se hicieran todo lo que necesitaran en su nuevo «hogar», y eso incluía también un uniforme. El hecho de que los alumnos del internado aún llevaran sus trajes sami era una medida transitoria que se descartaría en cuanto fuera posible.

A Áilu le resultaba más dolorosa la idea de tener que dejar sus queridos trajes y así perder lo último que le recordaba a su vida real, que los golpes y humillaciones de la mujer de hielo, y más insoportable que la bazofia incomible, el duro trabajo y las noches gélidas. ¡No podía ser!

Aquella noche, cuando subió a su cama, solo tenía una idea en la cabeza: tenía que irse de allí, de aquel lugar donde reinaba el miedo, estaba prohibida la alegría y la risa y les obligaban a olvidar todo lo que había influido e importado en sus vidas. Aún peor, pretendían que lo despreciaran. Tenía que escapar pronto, mientras aún tuviera su ropa de abrigo que la protegía del frío, que en el extremo norte persistiría hasta el mes de los becerros, y antes de que la mujer de hielo consiguiera convertirla en una criatura miedosa e insegura que se avergonzara de sus orígenes sami, como era el caso de algunos niños.

A Áilu le costó contener el impulso de salir corriendo a la menor ocasión. Era mejor de noche. Las puertas de los edificios de dormitorios estaban cerradas, y las profesoras comprobaban varias veces si todas las niñas dormían y respetaban la orden del silencio, pero Áilu confiaba en poder escurrirse por la ventanita de su dormitorio sin que la vieran.

—¡Oh, no, ni lo intentes! —contestó Lohcca a la pregunta de Áilu de si algún niño había conseguido huir.

Como todas las noches, Áilu se había colocado a su lado después de darle la forma de su cuerpo al jergón de paja, para que a la débil luz de la vela con que las profesoras iluminaban la estancia de noche pareciera una niña durmiendo.

Estaba tajantemente prohibido dormir de a dos en una cama. Áilu no quería ni imaginar el castigo que les impondrían si las descubrieran, pero el miedo no superaba la necesidad de calor y de consolar y ayudar a dormirse a su hermana pequeña, como la llamaba secretamente. La niña no podía sustituir a Vuoitu e Iskko, pero aliviaba un poco la nostalgia que cubría a Áilu por las noches como una capa de hielo y amenazaba con asfixiarla.

—¿Adónde quieres ir? —preguntó Lohcca.

Áilu apretó los labios. La pregunta estaba justificada, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Era una tontería salir corriendo de allí presa del pánico como una gallina asustada.

Lohcca interpretó su silencio como una señal de terquedad, la abrazó y le dijo:

—Te pondrán un castigo terrible si te atrapan. Unos días antes de que llegaras lo intentaron dos niños mayores, y un campesino de la zona al que le pidieron comida los devolvió aquí. El hombre cuervo les dio una paliza. Luego no podían ni sentarse. —Lohcca soltó un suspiro—. ¡No quiero que te pase lo mismo! Prométeme que te quedarás.

Áilu la acarició y murmuró:

—No tengas miedo, no te dejaré sola.

«Te llevaré conmigo —pensó—. Cuando tenga un buen plan te lo contaré. Antes es demasiado peligroso, aún eres muy pequeña».

Esbozó una sonrisa al pensar en lo mucho que le costaba guardar un secreto a Vuoitu, que era de la misma edad que Lohcca, aunque lo intentara con todas sus fuerzas. Solo con la expresión del rostro, esa mezcla de arrogancia y deseo de contarlo, o la vergüenza culpable, siempre lo delataban. Era fácil sonsacarle lo que no quería decir. Como siempre se trataba de una travesura, un pequeño hurto de dulces de las provisiones de su madre y otros actos inofensivos, la consecuencia más grave de sus faltas era su propio enfado por ser incapaz de callárselas.

No quería ni pensar en qué ocurriría si Lohcca se iba de la lengua y revelaba sus planes de huida. No podía correr ese riesgo. Pero antes de que hubiera algo que delatar, primero necesitaba un buen plan, no podía precipitarse. «Sin prisa pero sin pausa», recordó el dicho con que su abuela se defendía cuando alguien le exigía que hiciera algo rápidamente.

Al cabo de dos días, Áilu salió, por primera vez desde su llegada, del terreno de la escuela. A primera hora de la mañana, la mujer de hielo no llevó a las niñas a desayunar a la casa principal y les ordenó que se colocaran en el espacio que quedaba entre los edificios. Cuando los niños estuvieron reunidos, caminaron en una larga fila de dos en dos tras el hombre cuervo y las otras dos profesoras. La mujer de hielo iba en la retaguardia.

La ruta fue siguiendo el río por el valle hasta desembocar en un altiplano. Desprotegidos ante el fuerte viento que los azotaba en las superficies nevadas, los niños se arrimaron unos a otros.

—¿No podríamos pedirles que nos devuelvan los gorros? —Áilu metió la cabeza entre los hombros.

Biret, que iba como siempre a su lado cogida de la mano, se encogió de hombros.

—Pero ¿cómo? ¿O sabes cómo se dice en noruego?

—No, pero con gestos. —Áilu le enseñó con mímica cómo se ponía un sombrero sobre las orejas.

Gáhte, que caminaba delante de ellas con Lohcca, se volvió y dijo:

—No lo has entendido, ¿verdad?

—¿El qué?

—Pues que nos han quitado los gorros para que no nos escapemos.

Biret hizo una mueca de incredulidad.

—¿Tú crees? —susurró.

Áilu lo pensó un momento. Comprendía las dudas de Biret, sonaba extraño y al mismo tiempo obvio. No se podía llegar muy lejos con la cabeza descubierta, por lo menos en invierno, que en Finnmark duraba casi nueve meses, así que era un medio tan sencillo como eficaz de congelar literalmente una fuga al cabo de poco tiempo. Frunció el entrecejo. Aún así, lo intentaría. Robaría para Lohcca y ella dos de las bufandas que tenían que tejer, pues enrolladas alrededor de las orejas abrigarían lo suficiente.

Tras recorrer unos cuatro kilómetros apareció ante ellos una iglesia de madera situada en una depresión del terreno, junto a unos maltrechos pinos. A Áilu le dio un vuelco el corazón. Aguzó la vista y escudriñó con atención el edificio blanco y el entorno. No, no había duda, conocía aquella iglesia. No por dentro, pero siempre pasaban por delante con su familia, de camino a los prados de verano en la orilla del fiordo de Alta. No muy lejos estaba el sitio donde interrumpían la migración para que las hembras de reno dieran a luz sus crías. Por fin sabía dónde estaba, y cómo podía huir.

—¡Ay, me haces daño!

El grito sacó a Áilu de sus cavilaciones. Sin notarlo había apretado fuerte la mano de Biret. Murmuró una disculpa y siguió a los demás a la iglesia. ¿Iban a participar en un servicio religioso?

—¿Qué tiene de especial el día de hoy para ir a la iglesia? —susurró.

Biret le lanzó una mirada de sorpresa.

—La Pascua.

Áilu tragó saliva. Los días pasados en el internado le habían hecho perder la noción del tiempo. Miró alrededor: por lo visto, el servicio religioso se celebraba solo para ellos, pues aparte del pastor no había nadie más. Esta vez no fue necesario preguntar por qué: querían alejarlos de los demás miembros de la comunidad porque la mayoría eran sami. Sabía por sus padres que en la zona de Alta se habían asentado muchos de ellos.

La decepción se reflejó en el rostro de algunos niños. Seguro que esperaban ver a sus seres queridos, pensó Áilu. Recordó Kautokeino. ¿Su familia también estaría asistiendo a un servicio religioso? ¡Daría cualquier cosa por estar con ellos! Las últimas vacaciones de Pascua le parecían muy cerca y al mismo tiempo a una distancia infinita. Entonces ni en sueños se le habría ocurrido que un año después no estaría con sus padres, sus hermanos y demás parientes, que solían encontrarse allí para escuchar juntos las palabras de celebración del pastor.

Áilu reprimió un suspiro y miró al frente, hacia el altar. El hombre cuervo se había acercado al pastor, que le entregó un libro grueso. Al parecer tenía que proceder a la lectura de la Biblia. El cura levantó las manos para bendecirlos y dijo una oración. Áilu torció el gesto. A diferencia de Kautokeino, donde el servicio religioso tenía lugar en dos idiomas, allí solo se oficiaba en noruego.

Para no llamar la atención de la mujer de hielo, que andaba de aquí para allá por el pasillo central y castigaba conductas de insubordinación con coscorrones, Áilu fingió estar atenta. En las oraciones conjuntas, movía los labios en silencio como la mayoría de los niños, y las melodías conocidas las cantaba en voz baja en sami. Durante el interminable sermón, no le quitaba el ojo al pastor, pero en realidad estaba absorta en sus pensamientos.

Su plan de huida seguía adelante. Si todo iba bien, en unos días volvería a ver a su familia. Sabía que sus padres no se quedarían mucho tiempo en Kautokeino y poco después de las vacaciones partirían hacia el oeste. Con un poco de suerte, Lohcca y ella llegarían a los prados al mismo tiempo que Heaika, Gutnel y los demás. Ahora sabía el camino hasta la iglesia. Desde ahí quedaba medio día a pie hasta el campamento.

Áilu no paraba de tamborilear con los dedos de la mano derecha en la palma izquierda. Se vio corriendo hacia su padre y lanzándose a sus brazos. Añoraba que la abrazara, notar su olor familiar y oír su voz murmurándole palabras de consuelo. Seguro que su madre rompería a llorar de la alegría. Cuando Gutnel se separara de él, su padre tendría el cabello húmedo por sus lágrimas.

«No puedes ponerlos en peligro», le advirtió una voz interior. «El hombre cuervo ordenará que nos busquen». Áilu miró al rector del internado, que estaba sentado en una silla junto al altar, escuchando con gesto adusto el sermón. En algunos puntos asentía con la cabeza con aire ceremonioso.

Áilu sintió un escalofrío. «No me volverás a tener —pensó—. Le pediré al tío Kárral que nos lleve con él a mí y Lohcca. En los pastos de verano seguro que no nos encontrarán, la zona es demasiado grande. A lo mejor podemos llevarnos a Vuoitu y al primo Jov, y más adelante buscaremos a la familia de Lohcca para que ella también pueda volver a casa».

Áilu respiró aliviada. El plan era bueno, solo tenía que esperar el momento adecuado para la fuga.