Tromsø, febrero de 2011
No fue difícil averiguar la dirección de Ánok Kråik, si es que el médico de medicina general que tenía una consulta en Alta era el mismo Ánok del que Bente había estado tan enamorada.
Nora regresó a casa con su madre y su tío a última hora de la tarde del sábado y se puso a buscar a su padre en internet antes de acostarse. Enseguida dio con su nombre en un directorio de médicos de la provincia noruega de Finnmark. Como sabía que Ánok había estudiado medicina y Kråik no era un apellido muy común, apenas tenía dudas. Por supuesto, cabía la posibilidad de que Ánok no hubiera regresado a su lugar de nacimiento tras la separación de Bente y de irse de Tromsø, y que se hubiera instalado en otro sitio, tal vez incluso en el extranjero. O que no fuera él quien tuviera la consulta en Alta, sino su hijo. Sin embargo, Nora tenía la corazonada de que estaba sobre la pista correcta.
Se le aceleró el corazón: acababa de iniciar una larga búsqueda. Se sintió ilusionada y, aunque no sabía muy bien cómo continuar, ya era suficiente por esa noche. Quedaba poco para la medianoche. Dejó el teléfono a un lado, aliviada, y fue al baño a lavarse los dientes.
Una luz clara la cegó cuando abrió los ojos. ¿Es que por fin el sol había logrado elevarse sobre las montañas? Parpadeó. No, a través de la cortina solo entraba un brillo débil. La lamparita de noche estaba encendida. Nora la apagó y dejó caer la cabeza en la almohada. Por lo visto la había vencido el sueño mientras leía.
La idea de ver a su padre por primera vez en su vida la había tenido en vela. Para distraerse, a las tres de la madrugada había cogido la novela que se había llevado como lectura de viaje, pero tampoco había podido concentrarse en la historia. Cuando quería saber qué había pasado con la protagonista después de que la denunciaran por supuesta malversación, tenía que releer las páginas anteriores.
Sus pensamientos seguían proyectándose durante la lectura. No paraba de imaginar el encuentro con Ánok. ¿Qué aspecto tendría? ¿Se parecería a ella? ¿Tenía familia? ¿Debería llamarlo antes, o escribirle? ¿Y si no le contestaba, o le respondía que no quería verla? No, mejor tirarse a la piscina y abordarlo sin avisar. Pero entonces corría el peligro de ser rechazada en la misma puerta, lo que sería aún más difícil de asimilar. En algún momento mientras especulaba se quedó dormida.
Eran las diez y pocos minutos. Hacía siglos que no dormía hasta esas horas. Los fines de semana y festivos también solía despertarse a la hora de siempre, hacia las siete y media, pero la constante penumbra y las inquietantes reflexiones le habían roto el ritmo.
Bente y Kåre estaban en la cocina desayunando cuando Nora bajó después de darse una reparadora ducha.
—Buenos días, mi amor. ¿Tú también has pasado mala noche? —preguntó Bente. Estaba pálida y tenía los ojos un poco hinchados.
Nora asintió y se sentó. Kåre le sirvió un café.
—Extra fuerte —dijo con una sonrisa—. Tengo que despertar a mis mujeres. Hacia la una empieza el campeonato noruego de carreras de renos, no os lo podéis perder.
Bente esbozó una vaga sonrisa, parecía ausente.
Después de beber un sorbo de café, Nora se aclaró la garganta.
—Creo que he encontrado a Ánok.
Bente se puso rígida.
—¿Tan rápido? ¿Dónde?
—Tiene una consulta médica en Alta.
Bente dejó en el plato la rebanada de pan a la que iba a dar un mordisco y puso cara de extrañeza.
—¿Por qué estás tan segura de que es él?
Nora se encogió de hombros.
—No lo sé al cien por cien, claro, pero la probabilidad es muy alta.
Bente tragó saliva y se reclinó en la silla.
—¿Y qué quieres hacer ahora? ¿Llamar? —dijo lo que Nora no paraba de preguntarse.
Kåre miró a Nora y Bente.
—Ya os romperéis la cabeza con eso más tarde, hoy es domingo y no estará en la consulta.
—Tienes razón. —Bente se incorporó con gesto de alivio—. Disfrutemos del día de hoy. Mañana llamaremos a Alta para comprobar si has encontrado la dirección correcta —le dijo a Nora.
Hacía un tiempo horrible y el viento empujaba la nevada por la Storgata, donde estaba la pista. El asfalto estaba muy nevado. Las aceras, donde se aglutinaban los espectadores tras las vallas de seguridad, no tenían nieve gracias a la calefacción subterránea. Las banderas izadas delante de algunas casas colgaban pesadas por la humedad de los mástiles y emitían chasquidos cuando les daba el viento.
—¿Qué significan los colores y el círculo? —preguntó Nora.
Kåre, que tenía a Bente y a Nora cogidas del brazo, siguió la mirada de ambas hacia las banderas, donde un campo rojo y otro azul rodeaban a uno amarillo y otro verde. Sobre el campo azul había un círculo rojo, y sobre el rojo, uno azul.
—El azul significa el cielo, y el amarillo, el sol, el verde corresponde a la tierra y el rojo al fuego o la sangre —explicó Kåre—. El semicírculo azul representa la luna, y el rojo, el sol. Juntos simbolizan las dos mitades de los tambores redondos de los chamanes.
—Los cuatro colores ¿no corresponden también a los cuatro países donde viven los sami? —preguntó Bente.
Kåre asintió.
—Sí, pero ellos nunca se han sentido noruegos, suecos, finlandeses o rusos. La zona de asentamiento y los caminos de sus renos se extienden desde siempre más allá de las fronteras de esos países.
Se interrumpió y bajó la cabeza cuando una fuerte ráfaga de viento le impactó en el gorro. Llevó a Bente y Nora a la entrada de una tienda que estaba a cubierto, desde donde había una buena vista de la salida y la meta, marcadas con una especie de herraduras hinchables.
Las primeras carreras ya habían terminado. Por el altavoz anunciaban los nombres de los participantes y sus animales de tiro y se comentaba la carrera. Siempre había dos renos que competían tirando de sus conductores —que iban sobre esquís— mediante unas cuerdas en sus flancos atadas a unas correas en la barriga. Las cuerdas servían para sujetar, más que para conducir.
Nora tuvo la impresión de que los conductores apenas ejercían dominio sobre los animales, que no se consideraban contrincantes, sino que pretendían correr lo más juntos posible. Eso provocaba que la principal preocupación de sus apéndices humanos fuera mantener el equilibrio y no entrechocarse mutuamente.
—¿A qué velocidad van? —preguntó Bente cuando la siguiente pareja pasó por delante de ellos.
—Algunos pueden llegar a los setenta kilómetros por hora —contestó Kåre—. Tardan menos de quince segundos en recorrer los doscientos metros.
—No pensaba que estos animales pudieran tirar de una persona a esa velocidad —comentó Nora. Cuando Kåre había mencionado la carrera, le habían venido a la cabeza imágenes de carreras al trote con caballos—. Voy a verlos de cerca —dijo, y señaló el lugar donde se encontraba la salida—. ¿Venís conmigo?
Bente sacudió la cabeza.
—Yo prefiero quedarme aquí, no soporto el viento.
—No tenemos por qué estar aquí todo el tiempo de pie —dijo Kåre—. Podemos ir a tomar algo caliente. —Se volvió hacia Nora—. Si nos perdemos de vista, nos vemos más tarde, hacia las tres, en el Ayuntamiento para comer bidos. Allí se celebra la inauguración oficial del día nacional de los sami.
—Buena idea. Y si no nos vemos, nos llamamos por teléfono —contestó Nora, y se dio un golpecito en el bolsillo donde llevaba el móvil.
En la salida ya estaba preparada la siguiente carrera. Detrás de la zona bloqueada había varios camiones donde habían transportado los renos. Estaban llevando a dos de ellos a los boxes de salida enrejados, uno avanzaba con gallardía, pero el otro parecía emperrado: se detuvo con la cabeza gacha, hasta que tres hombres a los que el conductor pidió ayuda, aunando fuerzas, consiguieron empujarlo hasta la salida a base de tirones y empujones. Nora creía que aquel animal tozudo se negaría a correr, pero en cuanto se abrió la valla del box salió disparado, y al conductor le costaba mantenerse en pie.
El ambiente era relajado, se oían risas y gritos alegres aquí y allá. Nora fue hacia un rincón donde varios animales de tiro esperaban su entrada. Era la primera vez que veía tan de cerca renos vivos. El verano anterior había avistado con los prismáticos un rebaño salvaje en un viaje en tren de Oslo a Bergen en Hardangervidda, el extenso altiplano. Aparte de eso, solo los había visto en documentales sobre naturaleza, en libros o postales.
Nora no podía apartar la vista de aquellos animales. La piel parecía gruesa y suave, daban ganas de tocarla, pero lo que más la fascinaba eran los ojos negros y brillantes. «Ahora sé a qué se refiere la gente cuando dicen que una mirada tiene alma», pensó.
Una niña pequeña se abrió paso a su lado hacia la valla y estiró la mano entre los barrotes para acariciar a un reno, que se apartó a un lado y miró a la niña, vigilante. La pequeña no cejó y se subió a la valla. El reno se puso nervioso y empezó a bufar. Nora se asustó, agarró a la niña y la apartó de allí.
—¡Lotta, te he dicho que no puedes molestarlos! —Una mujer mayor se acercó y se inclinó sobre la niña, que hizo pucheros.
—Pero si solo quiero acariciarlo —lloriqueó.
—Pero ¿no ves que tiene miedo? —repuso la mujer—. Los renos son muy asustadizos, no les gusta que les toquen desconocidos. Y si los agobias, se defienden y pueden hacerte mucho daño.
Se incorporó y miró a Nora.
—Gracias por haber apartado a mi nieta.
—De nada. Por cierto, entiendo perfectamente a Lotta —dijo, y le guiñó un ojo a la niña—. A mí también me gustaría acariciar a esas criaturas tan maravillosas.
—Sí, realmente tienen una belleza especial —contestó la mujer, y se apartó un mechón gris de la cara. Era de estatura media, parecía atlética y debía de rondar los sesenta.
—¿Por qué no tienen cornamenta? —preguntó Nora—. Siempre había creído que los renos eran la única especie de ciervo en que tanto machos como hembras tienen cuernos.
—Es cierto, pero estos son machos, que pierden la cornamenta antes del invierno.
—Con los cuernos no podrían entrar en los boxes de salida —dijo Lotta.
Nora soltó una risita: la niña tenía un encantador sentido práctico.
—¡Vamos! —Lotta agarró la mano de su abuela—. Me has prometido comprarme un gofre.
—Sí, no te preocupes que lo tendrás, pero primero quiero ver la carrera de Mielat. Tú tampoco querrás perdértela, ¿no?
Lotta arrugó la frente y miró indecisa a los renos y luego el mercado donde estaban los anhelados gofres.
—¿Cuándo le toca?
—Enseguida —dijo una voz tras ellas.
Nora dio un respingo y se dio la vuelta. Tras ella estaba el sami al que había visto con la lacera el día anterior y al que fotografiara la turista americana. Aquel día no llevaba la vestimenta tradicional, sino un traje de esquí ceñido que marcaba su musculado cuerpo. Le sacaba una cabeza, y el pelo castaño le caía formando rizos en una frente surcada por finas arrugas. Nora pensó que rozaría los cuarenta, aunque de lejos parecía más joven.
Lotta soltó un grito de alegría y estiró los brazos hacia él, que la levantó por encima de la valla, la estrechó contra sí y miró a Nora por encima de la niña. Nora sintió que se ponía tensa: fue como si la hubiera tocado. Pensó que tenía los ojos de un lobo o un husky, nunca había visto esos ojos en una persona: gris claro con el borde oscuro. Esperaba que parecieran fríos y huidizos, pero en cambio tenía la sensación de estar mirando un arroyo de montaña, lleno de vida, alegría desbordante y transparencia.
—¡Mielat! —gritó uno de los hombres que se encontraban junto a los boxes de salida.
Mielat volvió a sentar a Lotta junto a su abuela, que dijo:
—Ven, vamos a buscar un sitio desde donde ver bien la carrera. —Hizo un gesto con la cabeza a Nora y se dio la vuelta para irse.
Cuando Nora se volvió de nuevo hacia los renos, miró directamente a los ojos de Mielat, que sonrió y dijo:
—Sáva munnje lihkku! —Y sin esperar respuesta, fue corriendo hasta su reno.
Nora se quedó confusa. No cabía duda de que se había dirigido a ella. ¿Por qué? ¿Y por qué en sami? ¿Qué había dicho?
La pequeña Lotta, que aún no había seguido a su abuela, había observado la escena. Miró a Nora, ladeó la cabeza y dijo:
—No sabes hablar sami, ¿verdad?
Nora le respondió con la cabeza y se inclinó hacia la niña.
—¿Me dices qué significa sáva munnje lihkku?
Lotta soltó una risita y repitió las palabras con otra entonación.
—Significa «deséame suerte» —tradujo, haciéndose la importante, y fue tras su abuela, que estaba a la altura de la línea de salida, junto a la valla.
Se había unido a ella la mujer que el día anterior había manejado el lazo con tanta destreza. En el brazo derecho llevaba a un niño pequeño, y con el izquierdo estaba haciendo una señal a Mielat, que llevaba a su reno al box de salida. Cuando él miró hacia allí, ella le lanzó un beso que el niño imitó con torpeza. Mielat rio y saludó. La chica le hizo una señal de aprobación con el pulgar y gritó algo en sami. Nora no le quitaba ojo de encima.
«Lo está escenificando por mí», pensó Nora. Pero ¡qué tontería! ¿Acaso cree que quiero algo de su hombre, o él de mí? Sacudió la cabeza. Dio media vuelta y se alejó de la pista de renos en dirección al mercado. Se le habían pasado las ganas de seguir viendo carreras. «¡Deja de darle vueltas! —se reprendió—. ¡Es absurdo! Probablemente no han sido más que imaginaciones tuyas». Sin embargo, en su fuero interno sabía que no era así. La joven lo había hecho por ella, igual que ese Mielat.
En la calle Stortorget no había mucho movimiento. La mayoría de locales y turistas seguían presenciando las carreras, que en media hora terminarían con la entrega de premios. Otros estaban entrando en calor en la tienda grande, donde se podía descansar en bancos y comer algo. En cambio, en los puestecitos y chiringuitos del mercado sami apenas había gente. El viento se había impuesto y caían algunos copos aislados del cielo gris. Disfrutó paseando sin la molestia del gentío de puesto en puesto y observando los variados artículos de artesanía sami. En una mesa vio unas zapatillas de lana abatanada similares a las tradicionales botas de piel, con la punta vuelta. Pensó que sería un buen regalo de cumpleaños para Leene y compró un par.
—¡Aquí estás!
Nora, que estaba pagando las zapatillas, se volvió hacia su madre y Kåre.
—Hemos tomado un chocolate caliente —continuó Bente, y señaló la tienda grande—. Y ahora veremos la última carrera y la ceremonia de entrega de premios. —Sonrió y fue a coger a su hija del brazo, pero ella sacudió la cabeza. Bente puso cara de sorpresa.
Antes de que Nora pudiera explicarle por qué no quería acompañarles, Kåre le tendió una cofia de colores que había en el puesto de al lado, donde vendían trajes.
—Vamos, pruébatelo. Seguro que te queda genial.
Nora cogió el gorro con gesto maquinal y se lo puso. Kåre soltó un silbido y la llevó delante de un espejo colgado de un poste. La vendedora se inclinó sobre la mesa hacia ella, le puso bien la cofia y se la ató debajo de la barbilla.
—Tiene razón, te queda muy bien —dijo.
Nora se miró en el espejo y se quedó sin aliento. Cómo podía influir tanto una sola prenda… Sus rasgos le resultaron casi desconocidos. «Parezco una típica chica sami sacada de un folleto de viajes por el norte de Noruega», pensó. Bajita, morena, con los pómulos altos. No le extrañaba que ese tal Mielat la hubiera confundido con una de los suyos, aunque él tampoco era un sami típico. Le hizo una mueca a su reflejo en el espejo. «Pero si no paro de reproducir clichés», se dijo.
Dio la espalda al espejo y sintió que la sangre le subía a la cabeza. Ya estaba ahí de nuevo esa sensación de vergüenza. Y esta vez no era porque se sintiera como una mirona, sino como una impostora que fingía lo que no era. Se quitó la cofia y la dejó con las demás.