8

Alta, primavera de 1915

Hacía frío. Áilu no recordaba haber pasado nunca tanto frío, ni siquiera en las noches más gélidas en que la tormenta de nieve silbaba alrededor de las tiendas de la familia y el fuego de la estufa se apagaba por las ráfagas de viento que entraban por el hueco de la chimenea. Acurrucada bajo las pieles de reno junto a sus dos hermanos, siempre entraba en calor. Ahora, temblando, se ajustó mejor la manta e intentó acurrucarse más en el jergón de paja. Hacía tiempo que ya no la molestaba el olor a moho que desprendía ni la rudeza del tejido. Cerró los ojos y empezó a yoikear en un tono casi inaudible al sol. Mientras conjuraba el calor de sus rayos en un día cálido de primavera, por un momento olvidó el frío y el lugar donde la habían encerrado.

Un sollozo devolvió a Áilu a la realidad. Abrió los ojos: a través de la ventana en la helada pared de madera penetraba un reflejo mortecino de la nieve de fuera. En la penumbra distinguió el contorno de los armazones de las literas que había en la habitación, donde dormía con once niñas más. Aguzó el oído: el sollozo venía de arriba, de la cama de enfrente que ocupaba la pequeña Lohcca, a la que Áilu calculaba unos siete años.

Se había fijado en ella la víspera, nunca había visto una niña tan guapa. La pequeña tenía unos tirabuzones castaños que enmarcaban el rostro armónico y los labios gruesos de un color que recordaba a los arándanos maduros. Sin embargo, eran sus ojos azul marino lo que la había cautivado desde el principio.

La mujer que vigilaba a Lohcca mientras arrastraba una jarra con agua caliente para que se lavasen las recién llegadas no parecía inmutarse ante aquella belleza. Le dio dos bofetadas sin vacilar cuando la pequeña derramó agua al dejar la jarra.

—No hagas ruido —susurró Áilu.

El llanto ganó intensidad. Áilu se levantó, se puso la manta sobre los hombros y trepó a la litera superior, que estaba a dos pasos de la suya. Tocó con cuidado el bulto que temblaba bajo la manta.

—No hagas ruido —le rogó—, si no te volverán a pegar.

El sollozo se detuvo, se abrió la manta y apareció una cabeza.

—Echo de menos mi casa —susurró Lohcca—. Y tengo un frío horrible.

Áilu le acarició el pelo.

—Hazme sitio, así podremos darnos calor mutuamente.

Subió rápido y se pegó cuan larga era a la niña, que se mostró encantada.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —preguntó Áilu.

—No lo sé exactamente. Me recogieron en la última luna llena.

Así que unas dos semanas antes. Áilu colocó un brazo alrededor de Lohcca, que rompió a sollozar de nuevo, y la atrajo más hacia sí.

—Quiero irme a casa —susurró la pequeña, y apoyó la cabeza contra el pecho de Áilu, que le acariciaba la espalda.

Al cabo de un rato, las sacudidas de hombros de Lohcca cesaron y su respiración regular indicó que se había dormido. Por primera vez desde la separación de su padre, Áilu se sentía un poco más aliviada. Era agradable sentirse necesitada y poder ofrecer cierto consuelo a otras personas.

Unas horas más tarde, un fuerte traqueteo despertó a Áilu y sus compañeras de habitación. Se abrió la puerta del dormitorio y una niña mayor asomó la cabeza y empezó a dar golpes con una cuchara de madera en una tapa de olla abollada. Aturdida, Áilu levantó la cabeza y miró alrededor. A través del cristal helado de la ventana brillaba una pálida luz. Costaba adivinar si ya había amanecido. Tras el largo trayecto en trineo y la noche en ese incómodo jergón de paja, Áilu estaba destrozada. La pequeña Lohcca seguía durmiendo a su lado, y en otras camas tampoco se veía movimiento. Las niñas que llevaban más tiempo allí se levantaron enseguida. Todas había dormido con la ropa puesta, como Áilu, pero aun así muchas tenían los labios morados y parecían congeladas. Se pusieron a sacudir los jergones y doblar las mantas, sin dejar de mirar hacia la puerta.

—¿Qué está pasando? —preguntó Áilu a la niña que había dormido en la litera inferior a la de Lohcca. Debía de tener su misma edad, pero era un poco más alta y, con sus movimientos torpes, parecía una cría de reno desmañada.

—¡Calla! —exclamó ella, y le hizo un gesto suplicante con un dedo en la boca—. No podemos hablar sami.

Áilu se quedó atónita al ver la mano de la niña, roja e hinchada.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó, señalándole los dedos heridos.

—Pronto lo descubrirás por ti misma si no te das prisa en hacerte la cama.

Áilu sacudió a Lohcca para despertarla, bajó de la litera de un salto y cogió su saco de paja para colocarlo bien.

Un dolor intenso la hizo estremecer: alguien la había agarrado de la oreja y la pellizcaba.

—¡Ay, suéltame! —gritó Áilu, que se volvió para ver quién la agarraba por detrás. Era la mujer que la había recibido la víspera. Áilu le llegaba por el pecho y tuvo que estirar el cuello para verle la cara. Le dio la impresión de estar delante de un témpano de hielo. La mujer llevaba una túnica gris de una tela rígida al tacto y el pelo rubio platino recogido en un moño, tenía piel pálida y suave, y sus ojos claros brillaban como cristales de hielo. Abrió la boca y dijo algo que Áilu no comprendió, pero que sonaba severo. ¿Había hecho algo mal, o tenía que hacer algo en concreto?

La mujer le soltó la oreja y le dio un golpe en las manos. Las niñas se colocaron de dos en dos en los espacios que quedaban entre las camas, se cogieron de las manos y salieron siguiendo a la mujer. En el pasillo pasaron junto a tres puertas, de las que salían en grupo más niñas que las seguían. Áilu iba junto a una morena rechoncha con la que compartía la litera. La habían traído con ella desde Kautokeino, Áilu recordaba haberla visto con su familia antes en los servicios religiosos.

—Te llamas Biret, ¿verdad? —susurró.

Biret no contestó. Tenía los labios muy prietos y la mirada clavada en la espalda gris de la mujer. Le temblaba todo el cuerpo.

—¿Sabes dónde estamos? ¿Y cuándo podremos volver a casa?

Biret se puso rígida y bajó la cabeza. Áilu lanzó una mirada a la mujer de hielo, pues así la llamaba ella para sus adentros, y respiró aliviada. No había oído sus susurros prohibidos. Vio que a Biret le resbalaba una lágrima por la mejilla y le apretó la mano.

La mujer de hielo abrió una puerta y sacó a las niñas al aire libre. Una vez fuera, Áilu no pudo ver casi nada, solo la casa de madera donde se alojaban, situada entre una casa idéntica y un gran edificio y construida sobre una base de piedra. La finca se encontraba en un pequeño valle rodeado de montañas nevadas. Áilu no vio más viviendas de personas.

Volvió el rostro hacia el viento. El mar no podía estar muy lejos, había en el aire un rastro de sal. Como habían salido de Kautokeino hacia el noroeste, debían de estar cerca de Alta, un antiguo asentamiento sami en un fiordo cercano a la costa. Le consolaba la idea de estar cerca de un lugar conocido. Todos los años a principios de verano su familia pasaba por Alta de camino a los pastos en la orilla de los fiordos, donde los renos encontraban hierba jugosa durante los meses cálidos.

La mujer de hielo las llevó a la casa grande. En la planta baja había una sala con ocho mesas largas y bancos, y en cuatro de ellas había niños de distintas edades. Áilu contuvo la respiración y paseó su mirada por sus rostros. ¿También habían llevado allí a sus hermanos? La pregunta la atormentaba desde que habían salido de Kautokeino. No, Vuoitu no estaba entre los niños; respiró aliviada; por lo visto, el tío Kárral había conseguido huir de los funcionarios noruegos. Rogó que Vuoitu pudiera seguir escondiéndose de ellos.

En la cabecera de la sala había una mesa más pequeña que las mesas de los niños, con sillas tapizadas en las que estaban sentados un hombre vestido de traje oscuro y dos mujeres con el mismo vestido gris que la mujer de hielo. Delante de ellos había tres niños. La mujer de hielo señaló a Áilu y dos niñas más que habían llegado la víspera y les indicó que se unieran a los niños. El hombre se levantó, rodeó la mesa y los observó. Una de las mujeres le dio una tablilla con una hoja sujeta. El hombre la miró un momento, señaló al primer niño de la fila y le dijo en tono inquisitivo:

—Hva heter du?

Áilu miró de reojo a los demás niños que estaban a su lado, que tampoco entendían qué quería aquel hombre. Ninguno sabía noruego. El hombre repitió la pregunta más alto, y el niño agachó la cabeza.

Áilu susurró:

—Creo que tienes que decir tu nombre.

La mujer de hielo levantó un dedo en un gesto amenazante y le lanzó una mirada severa.

—Biera —susurró el niño.

El hombre hizo una marca en el papel. Se paró un momento y frunció el entrecejo antes de señalar de nuevo a Biera y decir:

—Du heter Per!

El siguiente niño se llamaba Jarre, lo que obviamente también despertó la antipatía del hombre, que lo llamó Jakob. A su vecino Migoš lo convirtió en Mikael, y al pequeño Risten en Kirsten. Después de anunciar a la temblorosa Biret que a partir de ahora se llamaría Brigitta, le tocó el turno a Áilu.

Ella había seguido el procedimiento con una mezcla de confusión y rabia. ¿Por qué no podían conservar sus nombres?

—Hva heter du?

Áilu se irguió y miró al hombre a los ojos.

—Áilu —dijo con voz firme.

El hombre hizo un cabeceo y dijo:

—Helga. —Y escribió algo en el papel.

Áilu sacudió la cabeza.

—Mun lean Áilu!

El hombre alzó la vista y enarcó las cejas.

—Helga —repitió despacio para recalcarlo, como si la considerara sorda o dura de mollera. Luego se volvió hacia la última niña.

Áilu dio un paso al frente.

—Mun lean Áilu!

Antes de que el hombre pudiera reaccionar, la mujer de hielo ya se había acercado y la volvió a colocar en la fila cogiéndola por la oreja. La mirada suplicante con que Biret le rogó que estuviera quieta hizo que Áilu cediera. Bajó la cabeza para disimular los nervios que la corroían.

Tras recibir los nuevos nombres noruegos, la mujer de hielo los envió a las mesas con un gesto, y allí se distribuyeron entre los demás niños. Lohcca le hizo una seña discreta a Áilu: el sitio a su lado estaba libre. Áilu se colocó enfrente y le hizo un gesto con la cabeza a Lohcca. Miró de soslayo a dos chicas que llevaban una olla grande y debían de ser hermanas, tal vez incluso gemelas. Áilu no podía diferenciarlas a primera vista, pues eran del mismo tamaño y tenían la misma nariz respingona plagada de pecas. Llevaban las trenzas rubias recogidas en moños encima de las orejas, y sus batas de rayas eran de los mismos colores.

Como Áilu y los nuevos de la víspera habían llegado tarde, los habían enviado a la cama con una rebanada de pan. Áilu sentía retortijones de hambre. ¡Lo que daría por un cuenco de las gachas espesas con leche de reno y bayas secas de su madre! No podía esperar más para comer algo.

Las chicas se quedaron junto a la puerta con la olla. El hombre se levantó, abrió un libro negro y se puso a leer en un tono que a Áilu le recordó a las salmodias del cura de Kautokeino. Supuso que era un pasaje de la Biblia. Cuando terminó, unió las manos, miró al grupo y dijo:

—La oss be.

Para sorpresa de Áilu, casi todos los niños corearon la oración, pues de eso trataba el texto. También la pequeña Lohcca pronunciaba aquellas palabras incomprensibles. A continuación, cada uno cogió un cuenco de hojalata que tenía detrás en la mesa y se puso en la cola que se formó delante de las chicas de la olla para recibir el desayuno.

Mientras avanzaban despacio, Áilu se inclinó sobre Lohcca y susurró:

—Entonces sabes noruego.

Lohcca negó con la cabeza.

—Solo lo fingimos.

La severa mirada de la mujer de hielo, que estaba junto a las repartidoras de la comida, hizo callar a las niñas. El olor a jamón asado desvió los pensamientos de Áilu hacia la inminente comida.

Finalmente llegó a la olla y enseñó su cuenco a una de las chicas con bata, que con un gran cucharón le sirvió una sopa acuosa. Áilu miró decepcionada el caldo turbio en el que nadaban algunos granos de espelta, regresó a su sitio y se sentó al lado de Lohcca en el banco. Para ella era raro sentarse tan alto, y además el asiento era muy duro. Los pies le colgaban a un palmo del suelo, así que cruzó las piernas y metió la cuchara en el cuenco. Estuvo a punto de escupir el primer sorbo. Las gachas de avena, que eran el ingrediente principal de la sopa, estaban quemadas y rascaban la garganta. El aroma a quemado era el único sabor de aquella comida acuosa: ni rastro de jamón asado.

Áilu levantó la cabeza y miró hacia la mesa pequeña, donde estaban sentados el hombre y las tres mujeres de gris. Las chicas les sirvieron huevos revueltos con jamón y unas gruesas rebanadas de pan y se fueron de la sala. Ellas comían en otro sitio, por lo que Áilu dedujo que eran sirvientas. No había creído al tío Kárral cuando le contó que para los noruegos no era habitual que los mozos y criadas comieran con sus señores, como hacían los sami.

Le dio una patadita a Lohcca por debajo de la mesa y dijo en voz baja:

—¿Solo nos dan esto?

Lohcca asintió.

En una mesa donde había niños sentados hubo cierto revuelo y se oyó un fuerte golpe.

—¡Esto no me lo como! —exclamó una voz irritada.

Áilu se estiró para ver quién se quejaba. Era uno de los nuevos, un niño de unos doce años que había pasado de llamarse Jarre a ser rebautizado como Jakob. Había apartado el cuenco y se había cruzado de brazos con el ceño fruncido y los ojos clavados en la mancha que formaba la sopa derramada.

Lohcca se encogió de hombros y miró temerosa hacia la mesa pequeña, donde se levantó la mujer de hielo. En unas zancadas llegó hasta Jarre.

Spis! —le ordenó, y le señaló la cuchara que había dejado delante en la mesa.

Jarre sacudió la cabeza y apartó la cuchara. La mujer de hielo cogió el cuenco de hojalata, lo vació en la escudilla de otro niño y le dio varios golpes con él en la cabeza a Jarre.

A Áilu se le cortó la respiración. «Nos odia —pensó—, de lo contrario no sería tan mala y cruel». Pero no podía ser, ¡alguien tenía que pararla!

Miró al hombre y las otras dos mujeres de gris. No parecía que se hubieran dado cuenta del incidente, pues seguían comiendo y conversando sin dedicar una sola mirada a Jarre, que estaba hundido en su asiento, sollozando. El hombre le hizo un gesto de aprobación a la mujer de hielo cuando regresó a su silla. Áilu tragó saliva. «Todos nos odian. Pero ¿por qué? ¿Qué les hemos hecho?».

Después del desayuno, los niños fueron divididos en tres grupos por edades y los llevaron a diferentes aulas. Ante la mesa del profesor, que ocupaba un pedestal elevado delante de una pizarra de pared, había tres filas de pupitres plegables donde los niños estaban sentados de dos en dos. A Áilu la sentaron al lado de Gáhte, la niña de las manos heridas que compartía litera con la pequeña Lohcca. Fue un alivio para ella comprobar que la clase no la daba la mujer de hielo, sino una de sus colegas. Parecía mayor, no tanto por los mechones blancos que se mezclaban con su cabello castaño, ni por las arrugas en la frente, sino por el halo de cansancio que trasmitía.

Áilu enseguida comprendió que no tenía mucho que temer de aquella mujer mientras estuviera tranquila y repitiera como un loro las palabras que ella señalaba en la pizarra con un puntero. De vez en cuando señalaba a uno de los niños, cuyos nombres era obvio que no conocía aunque algunos llevaban semanas allí. El niño o la niña tenía que levantarse y contestar a una pregunta. Como ninguno de los compañeros de clase de Áilu sabía una palabra de noruego, los interrogatorios siempre terminaban con la profesora ordenando al alumno que se sentara con un gesto lánguido y murmurando «Lat og dum», mientras sacudía la cabeza y miraba al grupo con una mezcla de tristeza y resignación.

—¿Por qué no nos dan clase profesores que hablen sami? —preguntó Áilu al salir junto con Gáhte y Jarre cuando una campanilla señaló el final de la clase matutina. Si había entendido bien a la profesora, tenían que ir a buscar leña. Por lo menos había señalado una cesta vacía en un rincón junto a la estufa en forma de tonel y luego un cobertizo situado al otro lado de la finca en diagonal.

El aire frío que los asaltó al abrir la puerta le cortó la respiración. Cruzó corriendo el patio con los otros dos, y en el cobertizo de madera repitió la pregunta.

—Mi padre me contó que antes había muchos profesores sami —contestó Jarre—. Pero desde hace unos años los envían al sur, y en su lugar vienen noruegos.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo vamos a aprender noruego si nadie nos dice qué significan las palabras?

Jarre hizo un gesto de resignación.

—Eso les da igual, solo les importa que no hablemos sami.

Gáhte no paraba de caminar.

—Vamos, no podemos perder el tiempo. —Miró angustiada hacia la puerta y dejó unos leños en la cesta.

Jarre sacó el hacha que estaba clavada en un tarugo y se puso a cortar trozos de madera que Áilu le llevaba de un montón.

—No lo entiendo —reflexionó en voz alta—. No podemos utilizar nuestra lengua, pero nadie intenta enseñarnos noruego.

—Creo que nos toman por tontos —dijo Gáhte en voz baja—. Probablemente incluso tengan razón.

—¿De dónde sacas eso? —preguntó Áilu.

Gáhre agachó la cabeza.

—Hace un mes que estoy aquí, pero sigo sin entender casi nada. Todo es muy extraño.

Antes de que Áilu pudiera contestar, un niño mayor asomó la cabeza por la puerta.

—¿Dónde estáis? Enseguida toca el appell.

Gáhte se sobresaltó, agarró un asa de la cesta de madera y le indicó a Áilu que le ayudara.

—¿A qué se refiere? ¿Qué es appel? —Áilu repitió la palabra desconocida. Gáhte no le contestó, parecía tensa y angustiada. Áilu miró a Jarre, pero el niño se limitó a encogerse de hombros.

Cuando dejaron la leña en el aula, se dirigieron presurosos al comedor, donde ya estaban reunidos la mayoría de los niños, colocados en los pasillos que quedaban entre las mesas en filas de a dos. Delante de ellos estaban la mujer de hielo y las otras dos profesoras; faltaba el hombre.

Se confirmó la impresión de Áilu de que la mujer de hielo detentaba más poder que las otras dos, que parecían tenerle respeto, si no miedo. Por lo menos era el caso de las dos hermanas con bata, que estaban bien rígidas junto a la puerta, toqueteando con las manos la tela del delantal, y bajaron la cabeza cuando la mujer de hielo miró en su dirección.

La esperanza de Áilu de que appell hiciera referencia a una comida pronto se vio frustrada. Al parecer se trataba de hacer recuento de los niños y dividirlos en grupos nuevos. La mujer de hielo los iba señalando con un puntero, y los niños y niñas que estaban frente a ella tenían que decir su nombre en noruego para luego ser enviados con una de las otras dos profesoras o con las hermanas del delantal.

Poco antes de que le tocara, Áilu notó que Jarre le daba un empujoncito por detrás.

—¿Te acuerdas de cómo me llamo en noruego? —El pánico se reflejaba en su voz.

Áilu se volvió hacia él y susurró:

—Jaku o algo así.

Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Cómo la había llamado aquel hombre? De pura rabia ni siquiera lo había escuchado. Era demasiado tarde para preguntárselo a Jarre o Gáhte, que estaban cerca de ella. La mujer de hielo la señaló con el puntero.

—Navnet ditt!

Áilu tragó saliva y murmuró:

—Áilu.

La mujer de hielo puso cara de pocos amigos y repitió la orden. Áilu contuvo la respiración. La mujer le indicó que se acercara con un gesto. Áilu dio un paso al frente, las piernas parecían irle solas, tenía la sensación de estar atada con una cuerda invisible con la que aquella mujer la atraía. Cuando estuvo ante ella, cogió las manos de Áilu, las colocó sobre la mesa y las golpeó con el puntero, seis veces. Con cada golpe pronunciaba una sílaba:

—¡Hel-ga! ¡Hel-ga! ¡Hel-ga!