7

Tromsø, febrero de 2011

Era obvio que el hecho de volver a tener en las manos el cuchillo que Ánok le había regalado una vez como señal de su amor había afectado a Bente. Nora sentía que el cuchillo había echado abajo por fin los muros de represión que su madre había levantado durante tantos años alrededor del episodio más doloroso de su vida.

Cuando Kåre se fue al museo polar, Bente dijo:

—Nora, no te lo tomes mal, pero ahora me gustaría estar un rato a solas. —Se secó una lágrima con un parpadeo.

La hija le dio un abrazo afectuoso.

—Por supuesto, mamma. —Levantó el folleto que Kåre le había dado—. Seguro que en la ciudad hay algo, voy a echar un vistazo.

Bente le devolvió el abrazo y se fue a su antigua habitación infantil, en la planta superior.

Nora se puso las botas de invierno y la chaqueta de piel de cordero, se envolvió en el chal en tonos cálidos rojizos que su amiga Leene le había hecho, a conjunto con un gorro y unas manoplas, para su viaje al norte —«¡Para que no te me congeles allí arriba!»—, cogió el plano de la ciudad que Kåre le había dejado y se puso en marcha. Unas nubes oscuras pendían sobre las montañas, y de vez en cuando se tambaleaban algunos copos de nieve en el aire. El frío húmedo penetraba a través de la ropa, así que Nora caminaba a buen paso. Siguió la calle Grønnegata, que llevaba directa al centro.

Junto a unas coloridas casitas de madera —reminiscencia de la época en que Tromsø era una metrópoli del comercio en el siglo XIX— se elevaban unos toscos bloques de cemento que recordaban a las antiguas construcciones de la Unión Soviética, la mayoría de los cuales albergaban hoteles. En cambio, los edificios públicos de la ciudad ponían el acento en la arquitectura moderna, y sobre todo le impresionó la biblioteca redonda, con sus fachadas curvas de acero y cristal.

Tras una visita a las iglesias con cúpulas de madera, que por desgracia estaban cerradas, Nora caminó hacia la plaza Stortorget, en el puerto, donde aquel fin de semana se celebraba un mercado sami. Se detuvo delante de una pequeña iglesia situada en el borde de la plaza rectangular. Un monumento que representaba un barco que zozobraba en memoria de los marineros y pescadores desaparecidos. Al otro lado de la dársena, Nora vio el puente que llevaba a tierra firme y la catedral del océano Glacial Ártico que le enseñó Bente la víspera al aterrizar.

Era demasiado pronto, el mercado sami aún no había abierto. Según el folleto no empezaba hasta las once, así que le quedaba una hora más o menos, aunque en la plaza Stortorget había un gran ajetreo. El centro de la superficie estaba ocupado por una tienda que parecía un tipi de las películas de indios que tanto le gustaban a Nora de pequeña. Alrededor había varios tenderetes y pequeñas tiendas, entre las cuales había aparcadas furgonetas de reparto de las que sacaban cajas y cestas. Varios hombres colocaban vallas de seguridad para delimitar un rectángulo de la plaza. Otros ponían cornamentas de renos en unos caballetes de madera situados en una zona estrecha, y enfrente colocaron listones de madera para marcar distancias respecto a los cuernos.

Mientras Nora se preguntaba para qué servía todo aquello, unos niños saltaron la valla de seguridad. Llevaban unas prendas rojas y azules que parecían batas y unos lazos con los que intentaban «cazar» los cuernos.

Una mujer joven corrió tras ellos para sacarlos de allí. Llevaba una capa de lana y un gorro alto de los mismos colores, ambos con ribetes coloridos. Como los niños se resistían a salir de la zona vallada, cogió el lazo que llevaba enrollado en el hombro, atrapó a uno de los niños con un movimiento habilidoso y lo atrajo hacia sí. Los demás niños huyeron entre gritos de júbilo.

Los hombres, que casi habían terminado de montar el pequeño ruedo, elogiaron a la hábil lacera con silbidos y aplausos. Entre risas, ella liberó a su cautivo y saludó a los demás. Paseó la mirada entre los presentes hasta detenerla sobre un hombre atlético que acababa de salir de la tienda grande. La chica abandonó presurosa la zona vallada y corrió hacia él, que también llevaba el traje tradicional de lana azul con cintas bordadas en los ribetes. Al ver a la mujer, los rasgos marcados de su rostro esbozaron una sonrisa radiante.

Oh, look! What a nice couple! They look so real! —exclamó alguien junto a Nora.

Ella dio un respingo y se volvió hacia un lado. Un grupo de turistas americanos se le había acercado sin que se diera cuenta, y una señora mayor señalaba con el dedo a la lacera y al hombre al que había cogido del brazo para conversar animadamente. La americana sacó una cámara y se acercó a la pareja para hacerles una fotografía.

Nora sintió una oleada de bochorno. No era tanto por la mirada descarada de los turistas, que por lo visto veían a los sami como una exótica atracción, sino por comprobar que en el fondo para ella no era muy distinto. Dio media vuelta y se dispuso a volver a casa.

—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Bente cuando Nora abrió la puerta. Sonrió cohibida—. Lo de estar sola no ha sido tan buena idea.

Nora asintió, a ella le pasaba algo parecido. Para olvidar el desasosiego que la había invadido en el mercado sami, propuso:

—¿Qué te parece si empezamos a examinar nosotras las cosas de las cajas de que nos habló Kåre?

Bente asintió.

—Muy bien, seguro que a Kåre no le importará. Por fin sabré qué hizo exactamente mi padre entonces para destrozar mi amor por Ánok.

Juntas llevaron las cajas del desván al salón y pronto estaban arrodilladas entre archivadores, rodeadas de cartón y cajitas con papeles y fotografías sueltos en el suelo de parquet.

—¿Sabías que tu padre era miembro del Partido Socialdemócrata de los Trabajadores? —preguntó Nora levantando una libretita—. Es su carnet del partido.

Bente alzó la vista de los extractos de cuentas que estaba hojeando, se retiró un mechón de la cara y el dedo polvoriento dejó una mancha gris en la frente.

—Sí, estaba muy orgulloso de ello —contestó—. Era de una familia humilde de trabajadores y creció en la pobreza. No sé mucho más, no le gustaba hablar de su infancia.

—¿No podría ser uno de los motivos por los que no aceptaba a Ánok como yerno? —preguntó Nora—. Él también procedía de una familia muy pobre. Tal vez a tu padre le daba miedo que Ánok no pudiera mantenerte como es debido.

Bente soltó un bufido.

—Por favor, pero si Ánok iba a ser médico. Y con los estudios de farmacia a mí tampoco me habría costado encontrar un trabajo bien pagado. Seguro que no dependería de nadie que me mantuviera.

—Ya lo sé, mamma —dijo Nora—. Pero esa generación pensaba así, y por lo visto tu padre era un hombre bastante conservador.

Bente murmuró algo y se inclinó de nuevo sobre los extractos de cuentas. Nora cogió una fotografía grande enmarcada en la que aparecía un grupo de uniformados. Posaban delante de un barco pintado con los colores de Hurtigruten: negro, rojo y blanco. Debajo ponía: «El capitán Nybol y su tripulación, verano de 1965».

Nora habría reconocido a su abuelo aunque no llevara el gorro de capitán y las condecoraciones doradas. Tenía el rostro redondo como sus dos hijos, que también habían heredado los ojos azul claro. En la fotografía aparecía relajado y contento, sonriente. A Nora le costaba imaginar a aquel hombre como el tirano despiadado que había destrozado la vida de su única hija. ¿Por qué lo había hecho?

—¡No puede ser!

El grito de Bente sobresaltó a Nora. Su madre miraba fijamente un extracto.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Nora, inclinándose hacia ella.

Bente le dio el papel y le señaló una línea.

—Aquí. Se retiraron doscientas mil coronas tres días antes de que Ánok se marchara.

Nora asintió.

—La cantidad con que tu padre lo sobornó para que te dejara.

—Y ahora mira esto. —Bente se incorporó y le señaló otra línea.

Nora abrió los ojos de par en par. Solo cinco días después de haber sacado el dinero se ingresó exactamente el mismo importe. Miró a Bente.

—Pero eso significa…

—… que Ánok no aceptó el dinero —terminó la frase su madre. Dejó la libreta con los extractos de cuentas en el regazo y sacudió la cabeza—. Ahora no entiendo nada.

—Yo tampoco —dijo Nora, y se acercó a la pared para recostarse—. Si Ánok no se dejó sobornar, ¿por qué desapareció de tu vida sin decir nada?

Bente la miró confusa.

—Ni idea. Tal vez…

Sonó un teléfono. Bente sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta de punto y contestó. Tras escuchar un instante, se volvió hacia Nora.

—Kåre pregunta si queremos quedar con él ahora. Se ha saltado la pausa para comer y puede salir antes.

Nora se asombró. ¿Ya era tan tarde? Se les habían pasado las horas sin darse cuenta. No era de extrañar que estuviera agarrotada: un poco de movimiento al aire libre y luego una buena comida era justo lo que necesitaba. Además, no podrían resolver el misterio de Ánok en ese momento.

Asintió y dijo:

—Por mí, perfecto.

El teleférico pasaba en silencio por encima de las copas de los árboles que cubrían la pendiente de la montaña Storsteinen. Nora miró hacia abajo, hacia el puente curvado por el que habían pasado poco antes desde Tromsøya por encima del río Sund para ir a tierra firme. Kåre las había recogido y había propuesto una excursión al mirador de la ciudad. Al cabo de unos minutos llegaron a la estación de Storsteinen, una montaña de cuatrocientos metros de altitud con la cima pelada.

El manto de nubes se había abierto, pero el sol no había conseguido salir por encima de las montañas circundantes. Solo los cambios de color del cielo insinuaban dónde se escondía tras el horizonte. Como era última hora de la tarde hacía bastante que se había puesto. Nora siguió a Bente y Kåre hasta la plataforma del mirador. Igual que al aterrizar en Tromsø, le fascinó su peculiar situación. Nunca había visto una ciudad en una isla marina que al mismo tiempo estuviera rodeada de montañas completamente nevadas.

—¿Os apetecen unos gofres? —propuso Bente, y señaló el restaurante situado junto al teleférico—. ¿Sí?

—Claro —contestó Kåre—. A decir verdad, os he traído hasta aquí sobre todo por los gofres. —Le guiñó el ojo a Nora, agarró del brazo a su hermana y se dirigió a la entrada del restaurante.

—Los últimos gofres que pedí aquí acabaron siendo comida para las gaviotas —dijo Bente tras darle el primer bocado a ese dulce blando con nata agria y mermelada de fresa por encima.

Nora la miró intrigada.

—¿Y eso? Desde luego están muy buenos.

Bente soltó una risita y señaló un rincón de la terraza delante de la ventana en la que habían escogido una mesa. A esas horas el comedor estaba casi vacío, salvo por una familia con tres niños y un matrimonio mayor.

—Ánok y yo los comimos ahí detrás. Era nuestra primera cita, como se diría hoy. Fue en julio, un precioso día soleado. Yo había quedado con una amiga para estudiar, pero me encontré con Ánok en el campus cuando iba de camino. —Hizo una pausa y miró a Nora—. Nos pasaba continuamente, como si tuviéramos un imán interior que nos atrajera con fuerza una y otra vez. El caso es que aquel día hizo de tripas corazón y me invitó a ir de excursión a Storsteinen.

—¿También fuisteis en el teleférico? —preguntó Kåre—. De pequeño nunca me cansaba, por mí habría venido aquí en teleférico todos los fines de semana.

Bente sacudió la cabeza.

—No; vinimos caminando. Los dos andábamos justos de dinero, solo nos llegaba para una ración de gofres.

—Que luego se comieron las gaviotas —dijo Nora sonriendo.

Bente miró a un lado y confesó en voz baja:

—Poco antes de que la camarera los trajera, Ánok me besó por primera vez. —Se le pusieron rojas las mejillas y le brillaban los ojos.

A Nora no le costó imaginarse a su madre de joven, muy enamorada, con las famosas mariposas en el estómago que anulaban la sensación de hambre. Cogió la mano de Bente y la apretó.

—¿Damos otro pequeño paseo antes de que baje la última cabina del teleférico? —sugirió Kåre—. Creo que hoy se ven bien.

—¿El qué se ve bien? —preguntó Nora.

—Bueno, las auroras boreales.

—¿Desde aquí? —Nora lo miró sorprendida—. ¿No son demasiado fuertes las luces de la ciudad?

Kåre sacudió la cabeza.

—No si caminamos un poco hacia el interior. Pero también se pueden ver bien directamente desde la ciudad si hace un día despejado. Al fin y al cabo es la capital mundial de la aurora boreal —explicó con una sonrisa.

Bente levantó un poco las cejas y dijo:

—Me temo que tendrás que acostumbrarte, Nora. La gente de Tromsø está muy orgullosa de ostentar tantos récords.

Kåre se echó a reír.

—Es verdad, sobre todo en la categoría de cosas del norte. ¿Sabías que tenemos la universidad más septentrional, el obispado más septentrional y la catedral más septentrional?

—Y no te olvides de la orquesta sinfónica más septentrional y la cervecería más septentrional —añadió Bente, y rio también.

Kåre no la había engañado con su promesa. Cuando salieron del restaurante, Nora vio una imagen que solo conocía por documentales o fotografías. Hasta entonces solo había visto las auroras boreales al natural en forma de brillos débiles que aparecían algunas noches de invierno en el cielo de las afueras de Oslo. Se quedó contemplando sin aliento las estrellas, ante las que se extendía un suave manto de luz verde. Al cabo de un instante se impuso una cortina de bordes violáceos. Parecía tan cercana que Nora estiró el brazo como para tocarla antes de que se desvaneciera en la oscuridad.

—Es maravilloso, irreal —susurró, y notó que se le hacía un nudo en la garganta.

Bente le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí.

—Sí, tiene algo místico —dijo Kåre—. Las ingratas explicaciones científicas de cómo se produce este fenómeno son aburridas, a mí siempre me ha parecido mucho más emocionante la versión de los antiguos vikingos. Creían que las auroras boreales eran el brillo de la luna que se reflejaba en las armaduras de las valquirias, que recorrían el cielo en busca de héroes que debían comer en la mesa con Odín.

Cuando regresaron a Tromsøya, el cielo se cerró de nuevo y los copos de nieve revolotearon en el aire.

—Creo que aparcaremos bajo tierra —dijo Kåre, y dirigió el coche a un túnel iluminado.

Nora se equivocó al pensar que se trataba de la entrada a un aparcamiento. Fueron adentrándose cada vez más en un laberinto de rotondas, cruces y túneles que recorrían toda la ciudad por debajo.

—Si me dejarais aquí ahora mismo, no saldría jamás —comentó Nora, que iba en el asiento trasero.

Kåre le sonrió por el retrovisor.

—Sí, se dice que algún turista ya se ha perdido por aquí. —Giró por una galería empinada que servía de aparcamiento.

—De pequeña estaba convencida de que aquí abajo vivían troles —dijo Bente.

Nora lanzó una mirada a las paredes de piedra que goteaban y asintió.

—Si dejas el coche mucho tiempo aquí, probablemente se formarán estalagmitas en el capó.

Kåre soltó una carcajada.

—Pero así vamos directamente al centro sin mojarnos.

Su destino, el Peppermøllen Mat og Vinhus, estaba en la primera planta de una casa antigua pintada de rojo en la calle Storgata, la principal vía comercial de Tromsø. Kåre las llevó a un salón amueblado con mesas y sillas oscuras, decapadas, que a Nora le pareció acogedor. De las paredes colgaban fotografías en blanco y negro de paisajes nevados con personas abrigadas posando delante de trineos de perros muy cargados. Nora se acercó para leer los pies de las fotos.

—Son todas de las expediciones de Amundsen —le explicó Kåre—. Era amigo del propietario de la farmacia que antes ocupaba esta casa. Si no estuviera pasándoselo en grande en el Polo, seguro que vendría aquí de visita. Y aquí tomó también su última comida antes de desaparecer en un hidroavión en el Ártico.

Nora sonrió.

—No me extraña que este fuera su local preferido.

Kåre le devolvió la sonrisa.

—Sí, Amundsen siempre me ha fascinado. Aquí tengo la sensación de que podría entrar por la puerta en cualquier momento, sentarse a una mesa y charlar sobre sus expediciones con su amigo, que por cierto también le acompañó en una de ellas.

Se sentaron en una mesa y pidieron cerveza. Eran los únicos en la sala, pero Nora vio en muchas mesas el cartel de reservado.

—Nunca habría pensado que harías realidad tu sueño de juventud —dijo Bente cuando el camarero se alejó—. Quiero decir que no hay mucha gente que de mayor realmente sea maquinista de tren, astronauta o director de circo.

Kåre se encogió de hombros.

—Es verdad, pero nunca dudé de que la investigación polar era mi vocación.

—¿De verdad padre no tuvo nada que objetar? Seguro que él habría preferido que trabajaras en Hurtigruten.

—Sí, ese era su deseo, pero cuando vio cuán en serio me lo tomaba, no se opuso. —Kåre se detuvo y añadió en voz baja—: Probablemente no quería arriesgarse a perder otro hijo.

Bente apoyó la cabeza en una mano y miró a su hermano.

—¿Por qué fue tan terco conmigo? ¿Por qué no podía aceptar mi amor por Ánok?

—Me lo he preguntado muchas veces —contestó Kåre—. Durante los primeros años después de tu desaparición no me atrevía a sacar el tema porque madre y él luego tenían fuertes discusiones. Pero tras la separación la relación fue más estrecha.

Nora vio que su madre arrugaba la frente.

—¿Cómo aguantaste estar solo con él?

Kåre ladeó la cabeza.

—Padre no era una mala persona, estaba convencido de que había hecho lo correcto por ti.

Nora se volvió hacia Bente.

—Pero tú siempre has pensado que rechazó a Ánok porque era sami. ¿Es verdad que vuestro padre era racista? —Y a Kåre le preguntó—: ¿De verdad consideraba que los sami eran un pueblo inferior?

Kåre adoptó un gesto adusto.

—No, no era tan sencillo. Se trataba de otra cosa.

Bente saltó:

—Ahora no me vengas con eso de que Ánok no era un buen partido para mí.

—Seguro que eso también influyó. Ya sabes lo horrible que le parecía a padre la pobreza que había vivido de niño. Pero no era el motivo principal. Creo que para él Ánok encarnaba algo que consideraba una amenaza para el Estado noruego.

Nora se quedó estupefacta.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Qué clase de amenaza podía suponer un estudiante sin recursos?

La aparición del camarero que les sirvió la cerveza y les preguntó si querían algo más interrumpió la conversación.

—¿Pedimos ya algo de comer? —preguntó Kåre—. Tienen una carta de pescado excelente.

Nora torció el gesto. Bente se inclinó hacia su hermano y dijo a media voz:

—Nora odia el pescado, no sé de quién lo ha heredado. De nuestra familia seguro que no, y de su padre tampoco. A Ánok le encantaba el pescado.

Kåre sonrió a su sobrina.

—No pasa nada, lo platos de carne también son estupendos.

Nora sacudió la cabeza.

—A lo mejor más tarde; aún estoy llena de los gofres.

—Yo también —dijo Bente.

El camarero asintió y se fue. Después de brindar, Nora repitió su pregunta.

Kåre se rascó la cabeza.

—Como sabéis, padre era un socialdemócrata convencido y un apasionado defensor de los ideales del estado de bienestar. Para él la solidaridad de la sociedad y la unión nacional eran la mayor prioridad. La idea de que alguien se saliera del grupo le resultaba abominable.

Bente dejó el vaso de cerveza y dijo:

—¿Te refieres a la lucha de los sami por conseguir más derechos?

Su hermano asintió.

—Exacto. En los años setenta empezaron a protestar por la opresión sufrida durante décadas de su cultura y tradiciones —le explicó a Nora—. Como tantos otros pueblos indígenas.

Nora abrió los ojos de par en par y se inclinó hacia su madre.

—¿Es que Ánok militaba por la causa sami?

Bente se encogió de hombros.

—No, al menos no cuando lo conocí. En realidad sus orígenes nunca fueron un tema a tratar entre nosotros, por eso no entiendo por qué mi padre lo consideraba una amenaza. ¿Cómo llegó a esa conclusión?

—Como he dicho, no creo que el rechazo hacia Ánok fuera algo personal —aclaró Kåre—. Ni siquiera lo conocía. Para padre bastaba con que perteneciera a una minoría que de repente reclamaba derechos especiales y no se identificaba de una forma incontestable con «lo noruego», sea lo que sea eso —terminó con una media sonrisa.

—Eso puede ser. Pero ¿por eso tenía que inmiscuirse de una forma tan egoísta en la vida de los demás? Es horrible —dijo Bente.

Kåre levantó las manos.

—No digo que haya entendido de verdad a padre, ni mucho menos que apruebe su comportamiento. Creo simplemente que la cabra tira al monte, y que se aferró a su estrechez de miras.

—Pero ¿por qué hizo creer a vuestra madre que Bente se había escapado con Ánok? —preguntó Nora.

—Porque no podía o no quería aceptar que había cometido un terrible error —contestó Kåre—. Y porque madre no sabía nada de la idea de emparejar a Bente con el hijo de un buen amigo de nuestro padre.

—¿Qué? —exclamó Bente, casi atragantándose con la cerveza—. ¿Quería concertarme un matrimonio? ¡Vaya por Dios!

—¿Con quién? —preguntó Nora.

—Si lo entendí bien, esperaba que Bente se casara con el hijo de un afiliado del partido amigo suyo —dijo Kåre. Sonrió compungido y se volvió hacia su hermana—. ¿Te acuerdas de Bjørn Skarrud? Su padre era un alto funcionario de los socialdemócratas.

Bente soltó un bufido.

—¿Bjørn, el paliducho de las manos húmedas? ¡Claro que me acuerdo! Un aburrimiento de hombre. ¿Y precisamente a él lo consideraba un buen partido para mí? —Se reclinó en la silla sacudiendo la cabeza y cogió su vaso.

Kåre sonrió satisfecho.

—Bjørn el paliducho. Ahora que lo dices, madre siempre lo llamaba así, le parecía absurdo que pudierais ser pareja. De todos modos, lo que más le enfadó fue que padre te quisiera buscar marido.

—Suena a novela decimonónica —dijo Bente.

Nora arrugó la frente.

—Por lo menos ahora sabemos un poco mejor qué pretendía mi abuelo. Pero seguimos sin saber qué ocurrió de verdad entre él y Ánok.

Bente la miró a los ojos.

—Es verdad. En el fondo todo esto resulta cada vez más misterioso.

—En eso solo nos puede ayudar una persona —dijo Nora.

Bente se atragantó.

—¿Te refieres a… Ánok?

Su hija asintió. Se habría levantado allí mismo para iniciar la búsqueda de su padre. La espera le parecía insoportable: ya llevaba demasiado tiempo esperando.