Finnmark, invierno-primavera de 1915
Se trasladaron de noche. De día la capa superior de nieve se derretía convirtiéndose en una sustancia medio líquida en la que los renos, pese a sus anchas pezuñas, se hundían y apenas avanzaban. Tras la puesta de sol, las temperaturas caían muy por debajo de los cero grados, y en la nieve congelada los animales encontraban un apoyo seguro y recorrían largos tramos a un trote ligero. La vanguardia del rebaño de aproximadamente doscientas cabezas la conformaban las hembras de reno preñadas y los becerros, seguidos de la pequeña caravana de seis trineos, que transportaban los enseres de la casa, las provisiones, los niños del tío Juhvo y la tía Redá, los abuelos, los dos hermanos de Áilu y a la embarazada Gutnel. Los tres adultos restantes y Áilu acompañaban a los trineos con los esquís. Detrás iban los renos machos. Los perros pastores rondaban la caravana, infatigables, y se ocupaban de que ningún animal se quedara rezagado o se saliera de la fila.
Áilu adoraba esas noches. El paisaje nevado brillaba con distintos tonos de azul, y en el cielo despejado pendían los velos verdosos de las auroras boreales. En el silencio, además del leve tintineo de los cencerros que llevaban los animales de tiro, se oía el crujido que producían las pezuñas de los renos. De vez en cuando se mezclaban los sonidos de un yoik entonado espontáneamente por algún viajero y que terminaba de forma abrupta. Su padre estaba cantando:
y solo se detiene cuando ha encontrado los prados.
Esta es la vida de los sami:
en los pies los esquís,
al hombro el lazo,
y el perro corriendo por detrás.
Lleva el rebaño en la noche
y solo se detiene cuando ha encontrado los prados.
Áilu, que iba junto al trineo que su padre conducía mediante una cuerda atada al animal de tiro, avanzó hacia él y se unió al yoik. Aquella melodía alegre le dio fuerzas renovadas en las piernas, cansadas después de tres noches de trayecto. ¿Cuánto tiempo estarían de camino? Hacía tiempo que habían dejado el bosque atrás y avanzaban por la meseta de Finnmark, casi desarbolada y con numerosos lagos, ríos y prados que en verano se convertían en ciénagas.
Como si le leyera el pensamiento, Heaika dijo:
—Pasado mañana estaremos en Kautokeino. Allí podremos descansar unos días. —La escrutó con la mirada—. No tienes por qué ir con los esquís todo el camino, puedes sentarte un rato en un trineo.
Áilu sacudió la cabeza.
—Lo conseguiré.
Apretó los dientes. Había imaginado que ese año por primera vez haría toda la migración por su propio pie. No sabía decir por qué, pero era como si se lo debiera a su perro Guoibmi, que corría de aquí para allá durante horas y recorría el triple del trayecto que ellos.
Heaika esbozó una leve sonrisa que enseguida desapareció cuando Áilu le lanzó una mirada.
—Ya sé que eres mi niña mayor —dijo.
Al cabo de unas horas llegaron a un alto. Heaika se detuvo y gritó una orden a los perros, que salieron corriendo, y Guoibmi hizo parar a los renos. Durante los últimos kilómetros, Áilu ya no tenía ojos para el paisaje. Ponía un pie delante de otro de forma mecánica, combatiendo el cansancio. Le dolían las piernas, y cada fibra de su cuerpo añoraba un lecho blando de piel de reno. Levantó la cabeza y miró alrededor. La aurora ya había palidecido y los rayos del sol calentaban el aire. A Áilu le resultaba familiar aquel lugar, y con razón: detrás estaban los largos palos de las tiendas que habían dejado tras su última pausa en la migración de otoño. Encontraron intacto el campamento al que acudía su familia desde tiempos inmemoriales.
Con movimientos hábiles, Heaika y su cuñado Juhvo montaron el armazón de dos tiendas redondas colocando tres palos de pino unidos arriba, y luego colocaron quince más. El agujero que había quedado en la punta serviría de salida de humo para el fuego. Vuoitu y su primo Jov llevaron los fardos con las mantas de lana con que cubrieron los palos.
Poco después Áilu, sus hermanos y sus padres estaban sentados con los abuelos alrededor de una hoguera que ardía en medio de la tienda. La familia del tío Juhvo había ocupado la otra lavvu. Áilu sirvió y comió con gran apetito el guiso que su madre había preparado con pescado seco.
Un quejido la hizo estremecer. Miró al grupo y vio que el abuelo tenía la mirada fija al frente. Se le había caído la cuchara, su mujer lo tenía agarrado del brazo y lo sacudía suavemente, pero él no parecía notarlo. Áilu sintió que la invadía un frío interior procedente de lo más profundo de su ser. Miró a sus padres, que conversaban en voz baja y no habían visto el extraño estado en que estaba el abuelo.
Su hermano Iskko, que estaba sentado junto a ella, se agarró a su brazo.
—¿Qué le pasa a áddja?
El miedo que transmitía su voz era un reflejo del de Áilu. Vuoitu no parecía afectado por la misma inquietud. Se limitó a lanzar una mirada curiosa al abuelo, y volvió a inclinarse sobre su cuenco.
A Áilu se le paró el corazón cuando el abuelo volvió la cabeza hacia ella. Los ojos desorbitados parecían ver a través de ella. Abrió la boca y exclamó:
—¡Los hombres de negro! ¡Vendrán! —El tono era apagado; más que oír lo que decía, Áilu le leyó los labios.
—¡Para, estás asustando a los niños! —saltó la abuela, y se volvió hacia Iskko, que había roto a llorar—. Mira lo que has conseguido —lo reprendió, y se acercó a Iskko y lo cogió en brazos. Por encima de la cabeza del niño miró a Áilu y le dijo, mirando al abuelo—. No le hagas ni caso, a veces no está del todo en su sitio.
Áilu quiso preguntar qué quería decir con eso, y sobre todo quiénes eran los hombres de negro que tanto inquietaban a su querido áddja. Le daba la impresión de que el anciano los había visto allí, en la tienda.
Recordó una conversación que había oído unas semanas antes por casualidad. Le había quedado grabada porque su madre discutió con la tía Redá, algo muy poco habitual. Las dos hermanas se llevaban bien, aunque fueran muy diferentes.
—Tenemos que tomárnoslo en serio —dijo su madre.
—No quiero oír hablar más del tema —la interrumpió Redá, que fulminó con la mirada a Gutnel—. Eso son viejas supersticiones, mamá piensa lo mismo.
—Ya lo sé, pero eso no cambia que hasta ahora las visiones de papá siempre se han cumplido.
La tía Redá despachó aquella objeción con un bufido.
Gutnel la miró muy seria.
—Y no es el primero de la familia que tiene ese don. Quién sabe si uno de nuestros niños lo ha heredado.
—¡Por Dios! ¡Eso no es un don, es una maldición! ¡Obra del demonio! Si padre rezara más a menudo, seguro que se lo ahorraría. También lo dijo el cura.
Gutnel soltó un suspiro y puso fin a la conversación murmurando «Dejémoslo correr».
En aquel momento Áilu no entendió por qué se enfadaba tanto su tía, ni por qué la abuela también condenaba las corazonadas del abuelo. A fin de cuentas, en las historias que contaba aparecían con frecuencia personas que tenían «una segunda cara».
Un fuerte ladrido y el sonido de campanillas sacaron a Áilu de sus cavilaciones. Vuoitu se levantó de un salto, volvió a poner la manta en la entrada de la tienda, asomó la cabeza y exclamó:
—¡El tío Kárral ha vuelto de Suecia! ¡Con un trineo de perros!
Áilu siguió a Vuoitu e Iskko, que salieron fuera corriendo para saludar al hermano menor de su madre, que estaba de pie junto a un trineo con un tiro de ocho perros. Eran un poco más grandes y robustos que Guoibmi y los demás perros pastores, y llevaban las varas más sueltas sobre el lomo.
Los hermanos de Áilu, a los que se unieron el primo Jov y su hermana pequeña, admiraron el elegante vehículo y los perros blancos y negros, que se habían arrojado a la nieve jadeando.
—¿Qué tipo de perros son?
—¿De dónde has sacado el trineo?
—¿Podemos ir en él?
Vuoitu, Jov e Iskko hablaban a la vez.
Áilu entendía su excitación. Hasta entonces tampoco ella había tenido muchas ocasiones de observar de cerca un trineo de perros, y nunca se había subido en uno. Solo conocía gente que se movía con esquís o en trineos de renos.
Kárral, que tenía la misma complexión delgada que su hermana Gutnel, diez años mayor, se quitó el pesk y luego el sombrero con ala de piel. Con el pelo alborotado, la amplia sonrisa y los ojos brillantes, al lado de sus sobrinos, a los que solo les sacaba media cabeza, parecía más alto.
—Son perros de Groenlandia —contestó a la pregunta de Vuoitu—. Como el perro pastor lapón, es una raza autóctona que ha sido amaestrada como perros de trineo desde tiempos inmemoriales.
Los adultos también habían salido de las tiendas y saludaron a Kárral.
—Por cómo sonríes, deduzco que el cortejo ha sido un éxito —afirmó la abuela, y le dio un abrazo.
—Sí, queremos casarnos en el este, en Kautokeino —contestó Kárral—. Por eso me he traído el trineo de perros, quería veros sin falta antes de que llegarais allí.
Aquel día nadie pensaba en dormir. Gutnel y Redá cocinaron bidos para dar la bienvenida a su hermano, un guiso de carne de reno donde echaron las últimas patatas y zanahorias que encontraron en las provisiones. Mientras se hacía la comida, se reunieron todos en la lavvu de la familia de Áilu, que poco a poco se fue impregnando de un aroma a hierbas. Se sentaron en círculo alrededor de la hoguera.
—¿De verdad solo os habéis visto una vez antes de volver a ver a Berit en Jokkmokk? —Áilu miraba incrédula a su tío.
Kárral asintió.
—Sí, el verano pasado en un entierro… imagínate. —Sonrió y le guiñó el ojo—. No es precisamente el sitio donde uno espera encontrar a su futura esposa.
—¿Qué entierro? —inquirió la abuela—. ¿Algún pariente? —Sonaba asustada. La idea de que tal vez no hubiera recibido noticias sobre un miembro de la familia, por muy lejano que fuera el parentesco, no era de su agrado.
Kárral se inclinó hacia ella y le acarició la rodilla.
—No te preocupes, madre. Acompañé a un amigo cuya tía había fallecido. Lo conocí en Alta.
La abuela relajó el gesto.
—Ah, sí, cuando estuviste con el comerciante, ahora me acuerdo.
Kárral asintió.
—El caso es que Berit también estaba. —Hizo una breve pausa y añadió en voz baja—: Enseguida supe que la quería como esposa.
—Y ella también se enamoró de ti enseguida, ¿verdad? —dijo Áilu y le sonrió—. Por eso has ido ahora al mercado de invierno de Jokkmokk, para volver a verla.
Kárral ladeó la cabeza.
—Sí, eso es, pero no sabía si ella estaba enamorada de mí cuando me fui. En verano casi no hablamos. —Sus ojos adquirieron una expresión nostálgica—. Esperé tres días en vano.
Áilu se imaginó a Kárral en el abarrotado mercado sami que se celebraba todos los años al fin de la época de oscuridad en la ciudad sueca de Jokkmokk, buscando a Berit con la mirada.
—Y de repente estaba delante de mí —siguió contando Kárral—. Este año su familia no quería hacer ese camino tan largo, pero Berit no los dejó en paz hasta que uno de sus hermanos la acompañó. Estaba segura de que me encontraría en el mercado. —Kárral se aclaró la garganta—. Bueno, y luego la acompañé al campamento de invierno de su familia y pedí la mano a sus padres.
Áilu se había acurrucado con su madre y escuchaba a su tío con una sonrisa de ensueño. ¿Alguna vez ella estaría tan enamorada? Kárral parecía brillar por dentro. ¿Qué aspecto tendría su prometida? ¿Y cuántos invitados acudirían al enlace? El año anterior la pequeña iglesia de madera había estado llena hasta la bandera cuando se casó un primo del tío Juhvo. Ojalá hiciera buen tiempo, así la celebración podría ser al aire libre. Áilu ya se veía con el traje bordado de colores y la cofia alta que solo llevaba en ocasiones especiales. ¿Su madre le dejaría el broche redondo de plata hecho con varios círculos que recordaba a una flor?
—¿Has conocido a mi familia en Jokkmokk?
Áilu casi no oyó la pregunta de su padre. El tono de preocupación de Kárral, que contestó a Heaika tras una breve duda, le hizo aguzar el oído.
—Solo a tu hermano menor.
—¿Por qué estaba solo? —Heaika arrugó la frente—. ¿Los demás están bien?
—Sí, todos están bien de salud —se apresuró a tranquilizarle Kárral, y bajó la voz—: Tu familia tiene problemas con los nuevos pobladores. Les reclaman una parte del pasto de invierno y han levantado vallas. Ahora piden dinero por los daños que puedan haber provocado los renos en su búsqueda de comida.
—¿Cómo puede ser? Pero si mi hermano tiene los derechos sobre los pastos —dijo Heaika.
Áilu intentó recordar a sus dos tíos y sus familias. Veía poco a los parientes de su padre, la última vez había sido dos años antes, cuando bautizaron a tres de sus hijos en Kautokeino.
—¿Por qué viven en Suecia y no con nosotros? —preguntó Vuoitu antes de que Kárral pudiera contestar a la pregunta del padre.
Heaika puso cara de pocos amigos y dejó escapar un rugido involuntario. Kárral le tocó el brazo y se volvió hacia su sobrino.
—Hasta hace diez años vivían en nuestra siidja, pero en 1905, el año que nació tu hermana, se mudaron porque…
—¿Se fueron por Áilu? —exclamó Iskko, y se quedó mirando a su hermana, asombrado.
Kárral se echó a reír y le revolvió el cabello.
—¡Claro que no! En aquel momento los sami tuvieron que decidir si querían vivir en Noruega o en Suecia y…
—¿Por qué? —Esta vez fue Vuoitu quien le interrumpió.
—Porque en ese momento Noruega se convirtió en un estado independiente. Antes estaba muy ligada a Suecia y gobernada por su rey —explicó Kárral.
Áilu vio que Vuoitu abría la boca para poner otro pero y puso cara de impaciencia. Así tardarían una eternidad en enterarse de qué indujo a los parientes de su padre a abandonar el núcleo familiar. Preguntó:
—¿Por qué se fueron a Suecia los hermanos de papá?
—Porque las familias de sus esposas tenían derechos sobre tierras allí, y porque aquí no podían comprarlas.
—¿Por qué? —preguntó Vuoitu.
Esta vez Áilu no se enfadó con la interrupción de Vuoitu, ella también quería hacer esa pregunta.
—Bueno, ya sabéis, es difícil de explicar… —dijo Kárral y frunció el entrecejo—. Pero por entonces el Estado noruego aprobó una ley que prohibía comprar tierras a las personas que no hablaran noruego.
Áilu y Vuoitu se miraron desconcertados por la explicación de su tío. Áilu tuvo ganas de pedirle una aclaración, pero su padre formuló la pregunta.
—Por desgracia no puedo daros información más precisa —se disculpó Kárral—. Tu hermano pequeño quería buscar un intérprete en Jokkmokk para poder tratar con los suecos.
Heaika apretó los labios y murmuró algo incomprensible. Hacía tiempo que Áilu no lo veía tan furioso.
Le preguntó en voz baja a su madre:
—¿Para qué quieren vallas los colonos? Todo el mundo sabe que los renos cuando tienen hambre pueden saltar alto. ¿Y por qué dicen que la tierra les pertenece?
Gutnel le acarició la cabeza.
—Ay, niña, la gente del sur piensa muy distinto de nosotros. No se consideran parte de la naturaleza, sino sus dueños. Para ellos es importante poseer cosas y disponer de ellas a su antojo, también la tierra. Con las vallas quieren impedir que otros entren.
—Pero entonces ¿dónde tienen que pastar los renos en invierno? —preguntó Áilu—. Hace siglos que entran en los bosques.
—A los nuevos colonos eso les da igual —contestó Heaika en lugar de su mujer—. Y como los gobiernos de Suecia y Noruega se lo permiten, se quedan con lo que quieren.
—¿Igual que en el cuento de Stallo que nos explicó la abuela? —preguntó Iskko.
Gutnel sonrió a su benjamín y asintió.
—Sí, algo parecido.
—Entonces es que son tontos y se les puede engañar —afirmó Iskko, que se levantó y dijo—: ¡Cuando sea mayor, expulsaré a los Stallo!
Vuoitu le dio un empujoncito en la pierna.
—No lo harás, nadie puede hacerlo. Son demasiados, ¿verdad, papá?
Antes de que Heaika pudiera contestar, la tía Redá se levantó, retiró la olla con el guiso del fuego y dijo en un tono que no admitía réplica:
—A comer. Tanto darle vueltas a cosas que no se pueden cambiar solo sirve para provocar dolor de cabeza.
El tío Kárral tocó el brazo de Heaika, que seguía mirando al frente con aire sombrío.
—No te preocupes. Estoy seguro de que le darán la razón a tu hermano. Al fin y al cabo hace generaciones que esa tierra es la zona de pastos heredada por sus familias.
Heaika se encogió de hombros, pero reprimió el comentario que obviamente tenía en la punta de la lengua. Áilu sumergió distraída su cuchara en el cuenco de madera. Le costaba imaginar que hubiera gente que pensara de manera completamente distinta que ella y su familia y mostrara tan poco respeto hacia la naturaleza. Se acordaba muy bien de una de sus primeras excursiones a la meseta con su padre, cuando tenía más o menos tres años. En un sitio el suelo estaba cubierto de plantas vivas de arándanos. Lanzando gritos de júbilo, ella se puso a caminar hacia los arbustos y cogió los frutos maduros con las dos manos, con lo que espantó a un gallo lira que estaba en su nido. Heaika se arrodilló delante de ella, la miró a los ojos y le dijo tres cosas que le quedaron grabadas en la memoria para siempre: «No dejes rastro, no perturbes la vida de los demás y no despilfarres los regalos de la naturaleza».
El sol ya se había puesto cuando el tío Kárral puso fin a su breve visita y prosiguió con su viaje. Los perros también parecían ansiosos por irse. Moviendo la cola y ladrando, lo rodearon y se dejaron poner los arreos mansamente. Con un tiro tan rápido, Kárral llegaría a Kautokeino esa misma noche. La familia de Áilu, con el lento trineo de renos y el rebaño, llegaría un día más tarde.
—Por favor, por favor, déjame ir con el tío Kárral. —Vuoitu se plantó delante de Heaika y lo miró suplicante—. También puede venir el primo Jov.
—Por mí pueden venir los dos. —El tío le guiñó el ojo a Vuoitu y se volvió hacia Heaika—. Los cuidaré bien.
—Ya lo sé —contestó Heaika, que pellizcó la mejilla de Vuoitu—. Pasadlo bien.
Vuoitu le dio un abrazo y corrió hacia la tienda a fin de abrigarse para el viaje.
Áilu habría preferido unirse a la petición de su hermano, le parecía maravilloso ir a toda mecha hasta allí con los perros, libres y rápidos. Pero Vuoitu y Jov lo habían pedido primero, y en el trineo de Kárral no cabían más de tres personas.
Por lo visto, su tío había notado su decepción, pues le sonrió y le dijo:
—En Kautokeino iré contigo, te lo prometo. Primero tengo que llevar el trineo de nuevo al este, a Suecia. A los perros no les gusta estar tumbados mucho tiempo, necesitan mucha actividad diaria.
Al día siguiente por la mañana la caravana de la siidja de Áilu llegó al curso superior del Altaelv, cuyo cauce se adentraba en una amplia curva en la meseta de Vidda.
—¡A ver quién llega primero al abedul! —desafió Heaika a su hija, que iba a su lado, al tiempo que señalaba un arbolito torcido por el viento en el límite de un montículo.
Áilu no dudó en aceptar el reto y clavó los palos en el suelo para avanzar más rápido. Al cabo de un momento la carrera había terminado. Áilu estaba con la respiración entrecortada al lado de su padre, que había llegado solo un paso por delante de ella y contemplaba la depresión del valle.
En la orilla oriental, en una terraza un poco por encima del río, había algunas casas pintadas de amarillo y rojo donde vivían el pastor, el tendero, el profesor y el alguacil, los únicos noruegos de la comunidad. Un poco apartada, se alzaba una pequeña iglesia de madera.
Al oeste, Áilu vio a lo lejos algunas granjas de sami sedentarios. Justo debajo de ellos, en el meandro del río, muchos nómadas ya habían montado sus tiendas.
Heaika le hizo un gesto con la cabeza y se puso en marcha de nuevo. Áilu le siguió y sintió que se le aceleraba el corazón. En unos instantes montarían su lávvu y celebrarían el reencuentro con sus parientes y amigos. Tenía ganas sobre todo de ver a los niños con los que podría alborotar y jugar durante los días siguientes.
Heaika se detuvo de pronto y Áilu estuvo a punto de topar con él. Levantó la vista y se asustó: su padre estaba pálido y tenía los ojos abiertos de par en par. Áilu siguió su mirada. Delante del campamento había dos hombres altos, con abrigos largos de una tela oscura, botas altas y gorros de piel. Uno llevaba un bigote del color de las hojas de los abedules en otoño. El otro llevaba gafas. Como Heaika no hacía amago de seguir, se acercaron unos pasos a él. El hombre del bigote estiró el brazo, señaló a Áilu y dijo algo que ella no entendió. Suponía que hablaba en noruego, pues Kautokeino se encontraba en la zona noruega.
Su padre sacudió la cabeza y levantó las manos. Como la mayoría de los sami que criaban renos, que rara vez entraban en contacto con los sedentarios de la costa o con los nuevos colonos del sur, solo hablaba la lengua sami. El hombre torció el gesto sin querer y se volvió hacia el de las gafas, que se aclaró la garganta y dijo en un sami un tanto torpe:
—La niña viene con nosotros. —Sacó una hoja de papel del bolsillo del abrigo y se la dio a Heaika—. Órdenes desde Kristiania. Todos los niños sami tienen que ir a… —pareció buscar la palabra adecuada y añadió tras encogerse de hombros—: a una internatsskola.
Áilu lo miró con suspicacia. ¿Se refería a una escuela? La palabra sami skuvla sonaba muy parecida. Sintió que se le encogía el estómago. Sabía que tenía que ir al colegio, todos los niños debían ir, pero hasta entonces sus padres no la habían enviado a las clases que se daban para los hijos de los nómadas entre Navidad y Pascua en una casita de Kautokeino, y Áilu se alegraba de ello. No porque no le gustara estudiar, sino porque había oído decir a los otros niños que el profesor solo hablaba noruego y los consideraba a todos unos bobos y vagos, sin excepción. Por eso solo les enseñaba a leer y escribir algunas frases cortas y la tabla de multiplicar. Gutnel y Heaika estaban convencidos de que podían enseñar a sus hijos todo lo que necesitaban para la vida. También a leer y escribir, aunque en sami.
El verano anterior se habían mantenido al margen de los habitantes noruegos del pueblo y habían insistido a Áilu en que no se acercara a sus casas. Ahora los noruegos habían ido a buscarlos, era un acoso en toda regla. Áilu contuvo la respiración. Esos debían de ser los hombres de negro que tanto habían asustado a su abuelo en su visión.
¿Por qué era tan importante para ellos que fuera a la escuela? ¿Y por qué ahora, al final del invierno? No valía la pena por unos días. Después de Pascua y de la boda del tío Kárral se iría con su familia a la costa, a los pastos de verano.
El del bigote le puso una mano en el hombro a Áilu y la separó de Heaika. En ese momento vio un gran trineo cubierto con un tiro de varios renos. Parecía el trineo del tendero, con el que iba a buscar la mercancía. Tenía una abertura en un lado por la que asomaban unas cabezas de niños. En el asiento había un hombre cubierto de mantas y pieles con un látigo largo.
Áilu oyó la respiración entrecortada de su padre. Se interpuso entre ella y el hombre del bigote y le dijo al de las gafas:
—¡No, por favor! No nos la quiten.
El tono suplicante asustó a Áilu. ¿Por qué estaba tan exaltado? No estarían separados mucho tiempo. El del bigote masculló algo, se quitó la mano de Heaika de encima y lo empujó a un lado. El otro le ordenó a la niña que se quitara los esquís y subiera al trineo.
Heaika la siguió corriendo y gritó:
—¡No! ¡No nos la quitéis! ¡Por favor, dejadla!
El hombre del bigote lo agarró del brazo y le impidió correr hacia Áilu, que se volvió hacia su padre y forzó una sonrisa.
—Pronto volveré a estar con vosotros.
Subió al trineo y la puerta se cerró. Se oyó un fuerte latigazo y los renos empezaron a tirar. Áilu se pegó a la abertura y miró hacia fuera: se le encogió el corazón al lanzar una última mirada a su padre.
El hombre de las gafas había corrido a ayudar al del bigote a sujetar a Heaika. Uno le sujetaba los brazos y el otro lo cogía por la nuca. Heaika intentaba zafarse con todas sus fuerzas y seguir al trineo, pero no tenía ninguna opción. Le caían lágrimas por el rostro.
No paraba de gritar:
—¡Áilu! Beaivváža mánnán! ¡Mi hija del Sol!
Áilu sintió la desesperación en su voz como si fuera un dolor físico que le atravesara el pecho. Al cabo de un instante su padre desapareció tras un arbusto que apareció en el campo visual de Áilu.
Se quedó estupefacta: ¿por qué se dirigían al oeste? La escuela estaba en dirección contraria. Soltó un grito y quiso abrir la portezuela: estaba cerrada con cerrojo.