Tromsø, febrero de 2011
Era un día soleado. Nora estaba sentada en un banco del parque, leyendo. Al pasar la página posó su mirada en un arbusto, junto al cual había un pájaro grande. Tenía el plumaje casi completamente blanco, salvo algunos puntos negros en el lomo. Tenía el oscuro y encorvado pico cubierto de plumitas espesas, igual que las patas.
¿Cómo había llegado hasta ahí un búho nival?, pensó.
El ave volvió su redonda cabeza y la observó con sus ojos dorados. Nora contuvo la respiración: aquella mirada tan intensa la sobrecogió. El búho dio unos saltitos hacia el banco. Nora se inclinó despacio hacia delante, estiró una mano y acarició el cuello del ave, que arrimó la cabeza a la palma de la mano. Nora sintió su calidez.
Sopló el viento y el ave se puso a temblar. Nora se arrodilló a su lado y le murmuró algo para calmarlo. El viento arreció e infló las plumas del búho. Nora quiso abrazarlo para darle calor, pero se encontró con un vacío: ya no había cuerpo, solo una nube de plumas. Nora intentó atraparlas, pero una ráfaga intensa las hizo revolotear y se las llevó.
Nora abrió los ojos. Estaba a oscuras. Respiró hondo, con el corazón desbocado. Se incorporó, se volvió hacia el pequeño baúl que tenía junto a la cama y miró la señal luminosa del radiodespertador: eran poco más de las tres. Encendió la lámpara de la mesita de noche, se levantó y fue a la cocina a beber un vaso de agua. Estaba helada y cruzó los brazos sobre el pecho, pero no era por el aire fresco. Sentía como si se hubiera abierto un agujero frío en su interior, como ocurría después de una pérdida dolorosa.
Nora acercó la luz al fregadero y abrió el armario de la vajilla. Buscó a tientas entre los vasos de agua con la mano y avanzó hacia las tazas. Sacó su preferida, una taza ancha con flores azules que le había regalado Leene unos años antes diciéndole: «Para que tengas algo a lo que agarrarte».
Nora puso al fuego un cazo con un poco de leche. Mientras esperaba a que se calentara, estuvo pensando en el sueño que la había despertado. No recordaba que nunca un sueño la hubiera afectado tanto. El búho parecía muy real, igual que la tristeza que la había embargado al ver que desaparecía.
Regresó al dormitorio con la leche caliente, bajó la intensidad de la luz y se arrebujó con la manta. Cogió el mando que estaba sobre el baúl junto al radiodespertador y puso el CD que había colocado en el equipo de música la víspera. Una melancólica canción de Kari Bremnes inundó la habitación. La cantante, oriunda de las Lofoten, recordaba su infancia en la letra, cuando había soñado que un día partiría en uno de los barcos de Hurtigruten rumbo al vasto mundo.
Nora posó la mirada en la maleta con ruedas que tenía preparada delante del armario ropero. En pocas horas volaría con su madre a Tromsø y por fin conocería a su tío.
Al ver que Bente no se decidía a llamar a su hermano Kåre por miedo a que la rechazara, Nora se puso en contacto con él. Por lo visto era un hombre muy ocupado, pues no lo encontraba ni en casa ni en su trabajo, el Instituto de Investigación Polar. Sin embargo, por fin contestó al correo electrónico que le envió. Nora le avisaba de que iba a ir a Tromsø con su madre y le preguntaba con prudencia si le interesaría verlas.
Sonrió al percibir la sincera alegría que transmitía la respuesta:
Hola, Nora:
Gracias por tu correo electrónico. Perdona que no te haya contestado antes, pero después de que mi madre me hablara de ti y de Bente al principio necesité cierto tiempo para asimilarlo. Aún no puedo creer que tenga una sobrina. ¡Y ahora por fin nos conoceremos! ¡No sé cómo expresarte la felicidad que siento!
Me alegro mucho de que vengáis, tú y Bente. Por supuesto, os alojaréis en mi casa, hay sitio, y al fin y al cabo también es la casa de los padres de Bente. ¿Cuándo llegáis exactamente? Os iré a buscar, claro.
Por desgracia no puedo extenderme más ahora, los preparativos de la inauguración de la exposición sobre Amundsen que hemos organizado en el instituto con motivo del año conmemorativo no me dejan ni un minuto libre.
Pero ¡nos veremos pronto! Hasta entonces, un abrazo,
KÅRE
Nora bebió un sorbo de leche. Por lo menos un miembro de esa familia podrida era claro como un libro abierto y parecía sencillo, algo que le resultaba muy agradable, para variar.
El avión de Scandinavian Airlines despegó a mediodía con ventisca del aeropuerto de Gardermoen, situado a cincuenta kilómetros al norte del centro. Los bosques, lagos y campos que rodeaban Oslo apenas se reconocían. Nora se reclinó en su asiento, cerró los ojos y combatió la sensación de mareo en el estómago cuando el avión pasó por turbulencias en la espesa capa de nubes.
—¿Seguro que no quieres una pastilla? —preguntó Bente.
—No, gracias, ya se me pasará. —Nora abrió los ojos—. Ya he superado lo peor. —Y señaló por la ventanilla. Las nubes se volvían más finas, y poco después quedaron por debajo, pendiendo sobre las marismas, que resplandecían al sol.
Bente asintió y se sumió de nuevo en la novela policiaca que se había llevado como lectura de viaje. Nora miró por la ventanilla y se dejó llevar por el juego de las nubes, que se amontonaban en el horizonte y formaban figuras fugaces, animales o caras antes de que el viento las disolviera y convirtiera en nuevas figuras. De niña, en verano le encantaba tumbarse en un prado o en la orilla de un fiordo a observar las nubes, pues creía que salían del cielo por unos agujeros. Imaginaba que los animales, caras y siluetas que veía eran las almas de seres fallecidos, y deseaba poder acercarse a ellos volando para deslizarse en el cielo a su lado cuando regresaran a él por los imaginarios agujeros.
Al cabo de más o menos una hora, el comandante anunció por el altavoz que estaban pasando por el círculo polar ártico y que les quedaban unos cuarenta minutos de viaje. Al cabo de media hora la capa de nubes se abrió y dejó ver el paisaje allá abajo.
—¡Mira! —exclamó Nora. Un caos de islas y bosques se extendía delante de la costa, que en el interior estaba dominada por montañas escarpadas y altiplanos pelados.
Bente dejó el libro a un lado, se inclinó hacia la ventana y miró en silencio. Al cabo de un rato susurró:
—Nunca lo había visto desde arriba. Es maravilloso.
Nora le apretó el brazo y contempló el mar de luces que brillaba debajo de ellas: Tromsø, la ciudad natal de su madre. Sentía la tensión de Bente. ¿Cómo debía de ser volver después de tres décadas al lugar que viste por última vez a los veintitantos? ¿Qué reencontraría, qué echaría en falta, qué descubriría de nuevo?
Poco antes de las dos y media indicaron a los pasajeros que volvieran a abrocharse los cinturones. El sol ya estaba alto sobre el horizonte, donde teñía el agua del océano de un naranja oscuro. Enseguida se pondría, dos horas antes que en Oslo. Durante el aterrizaje en Langnes, el aeropuerto de Tromsø, que, como el centro, estaba situado en la isla Tromsøya, el avión se sumergió en las sombras oscuras que proyectaban las montañas que circundaban la ciudad. En dirección al Atlántico desde las montañas hacia la extensa isla de Kvaløya, al este de los Alpes de Lyngen que parecían crecer directamente del fiordo en la península homónima.
—Mira allí, es la catedral del océano Glacial Ártico —dijo Bente, señalando por la ventana. En la orilla de la tierra firme, enfrente del centro de la ciudad, se alzaba un edificio blanco que recordaba a una enorme tienda de campaña, iluminado desde dentro—. Tenía diez años cuando la inauguraron.
—¿Es una iglesia? —preguntó Nora—. Parecen témpanos puestos uno encima de otro.
—Sí, el arquitecto quería representar la aurora boreal, el hielo y la prolongada oscuridad que caracterizan el extremo norte —contestó Bente—. Si quieres podemos verla mañana mismo, te encantará.
Nora sonrió. La lista de Bente con cosas que quería enseñarle sin falta la tendría ocupada durante días. Bente le cogió la mano.
—Estoy muy emocionada —susurró.
Pasados unos minutos el avión recorrió la única pista de despegue y aterrizaje delante de la sencilla sala de facturación y de espera. Una vez que hubieron recogido las maletas de ruedas, se dirigieron a paso ligero hacia la salida. Bente miraba alrededor, pero Nora vio enseguida a Kåre, no necesitó el cartel de cartón con el nombre de las recién llegadas. Hizo que Bente se fijara en un hombre de mediana edad que tenía el mismo pelo y los mismos ojos claros de su madre. El rostro ancho y de labios gruesos era parecido al de su hermana, cuatro años mayor.
—Madre mía —exclamó Bente, quedándose paralizada, y se llevó una mano a la boca.
Kåre Nybol miró en dirección a ella y Nora le hizo señas. Se acercó a ellas y se detuvo delante de su hermana.
—¿Bente? —El tono era cálido.
Bente asintió y lo miró insegura. Su hermano esbozó una ancha sonrisa, abrió los brazos y la atrajo hacia sí para darle un largo abrazo. Nora vio que su madre se deshacía en lágrimas y sintió un nudo en la garganta.
Kåre se separó de su hermana a la distancia que le daban los brazos y la observó.
—No has cambiado nada. Es increíble… —La abrazó de nuevo.
Bente se sonrojó y lanzó a Nora una mirada cohibida. Kåre la soltó y se volvió hacia Nora.
—Perdona, soy Kåre. —Le tendió la mano y Nora se la estrechó—. Qué alegría conocerte por fin. —Y se volvió hacia Bente—. Aún no puedo creer que tenga una sobrina.
Nora necesitó un momento para entender sus palabras y acostumbrar el oído a su dialecto, que sonaba muy áspero a sus oídos.
—¿Vamos? —añadió Kåre, y agarró las dos maletas.
Ambas lo siguieron por el aparcamiento frente al aeropuerto, donde había aparcado el coche.
Apenas diez minutos después giró en Møllenborg, una callecita residencial muy tranquila, y paró delante de una casa de madera blanca y contraventanas verdes.
«Parece una versión más grande de la casita de Bente en Oslo», pensó Nora. ¿Había sido una decisión consciente cuando veinte años atrás buscó una vivienda adecuada para ella y Nora, o pura casualidad? No, no era casualidad. Nora recordaba que su madre había insistido en pintar las contraventanas de verde, aunque ella las prefería azules.
—Bienvenidas a casa —dijo Kåre.
Bente dudó un momento antes de cruzar el umbral. Nora oyó que inspiraba hondo.
—Tras la muerte de papá hice una limpieza y una reforma a fondo —aclaró Kåre—. Me temo que no reconocerás muchas cosas.
Bente se volvió hacia él.
—Tampoco lo esperaba. Para mí es mucho más importante volver a verte.
Kåre se aclaró la garganta.
—Por favor, no lo tomes como un reproche, pero ¿por qué nunca te pusiste en contacto conmigo?
Bente miró a un lado, avergonzada. Su hermano dejó la maleta y le acarició el brazo.
—De verdad que no es un reproche, pero siempre me he preguntado qué te lo impedía, si tal vez yo había hecho algo mal…
—¡No! —exclamó Bente, y lo miró asustada—. ¡No pienses eso! Lo siento mucho, pero simplemente era demasiado cobarde y no me atrevía. Es una tontería, ya lo sé.
—No pasa nada —dijo Kåre—. Además, yo también podría haberme acercado a ti cuando supe por nuestra madre dónde vivías. Yo tampoco soy un valiente, que digamos.
«Pero eres sincero», pensó Nora, y le sonrió. Kåre les dio perchas para las chaquetas. Por la parte trasera del pasillo, Nora miró a derecha e izquierda las habitaciones que tenían la puerta abierta.
En la casa se notaba que su habitante se ausentaba con frecuencia. De no haberlo sabido, habría deducido que su tío se había mudado allí hacía poco tiempo. Los cuartos tenían escaso mobiliario y aspecto sobrio, faltaban fotografías, pósters y objetos que aludieran a sus seres queridos, sus gustos o aficiones.
La cocina y el comedor contiguo ofrecían una imagen muy distinta, unidos por una ventanilla pasaplatos. El comedor estaba amueblado con una mesa para seis u ocho comensales y una espaciosa alacena. En la cocina parecía que no faltaba nada de lo que necesitaría un cocinero ambicioso, a juzgar por lo que Nora vio. Sin embargo, su entusiasmo por la cocina era limitado, no porque no le gustara, sino porque raro era el día que tenía ganas de cocinar platos laboriosos para ella sola.
El tentador olor a cebollas fritas y hierbas frescas que percibió Nora le despertó el apetito.
—Espero que tengáis hambre —dijo Kåre, y les indicó que se sentaran a la mesa, puesta para tres.
Al cabo de una hora Nora dejó su cuchara en el cuenco de postre vacío y se reclinó en la silla, sonriendo a Kåre.
—Cuando te canses de investigar el Ártico, deberías hacerte cocinero y abrir un restaurante.
—Nora tiene razón —dijo Bente—. Hacía tiempo que no comía tan bien. ¿Dónde has aprendido a hacer estas delicias como por arte de magia?
Kåre miró a su hermana.
—Bueno, aquí, con nuestra madre. Cuando te fuiste la casa estaba muy silenciosa, nuestro padre casi siempre estaba fuera. —Se volvió hacia Nora—. Era capitán de Hurtigruten y casi nunca estaba en casa. Por lo menos yo solía sentirme muy solo arriba, en mi habitación, y cada vez me quedaba más en la cocina, donde también mamá prefería andar trasteando. Mientras yo hacía los deberes o leía, veía cómo cocinaba, horneaba, confitaba o usaba licores, y en algún momento empecé a no limitarme a observar y a participar.
Nora levantó su taza.
—¡Por tu maestra! Y por el talento del alumno. Seguro que estaba muy orgullosa de ti.
Kåre brindó con ella.
—Creo que sí, aunque no era mujer de muchas palabras. Probablemente suponía que sus elogios más bien me habrían intimidado. —Esbozó una sonrisa pícara—. Al fin y al cabo, para un chico de dieciséis años cocinar con su madre no era una afición muy popular.
—¿Qué te contó sobre la causa de mi marcha? —preguntó Bente.
—Bueno, por aquel entonces dijo que te habías escapado con Ánok para casarte con él. Le preocupaba mucho que no volvieras a ponerte en contacto con ella. Siempre se preguntaba cómo estabas, dónde vivíais y si ya era abuela.
Kåre hizo un gesto con la cabeza a Nora.
—No te imaginas lo mucho que le habría gustado conocerte. En cuanto llegué de mi expedición polar el verano pasado me contó las últimas novedades.
—Pero ella sabía que no me había quedado con Ánok —intervino Bente.
—Es cierto —admitió Kåre frunciendo el entrecejo—. ¿Qué impulsó a nuestro padre a hacérselo creer?
—¿Y qué fue de Ánok? ¿Por qué desapareció sin decir nada? —preguntó Nora.
—Para eso hemos venido, para averiguarlo —dijo Bente, que relajó los hombros.
Nora torció el gesto, dudosa. Bente la miró a los ojos y añadió en voz baja:
—Si es que es posible, después de tanto tiempo.
Kåre se aclaró la garganta.
—Por supuesto, no quiero daros falsas esperanzas. Pero en mi operación de limpieza encontré en el desván y en el antiguo despacho de papá algunas cajas y archivadores donde a lo mejor se ocultan objetos reveladores.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nora.
Kåre se encogió de hombros.
—Ni idea. A decir verdad, nunca los he registrado bien. —Sonrió a su sobrina—. Pero me alegro de no haberme deshecho de esas cosas.
Nora le devolvió la sonrisa.
—Yo también. A lo mejor sí que encontraremos algo que nos ayude.
Kåre reprimió un bostezo y se estiró.
—No sé vosotras, pero yo estoy agotado. ¿Os parece bien que empecemos mañana la búsqueda?
Nora estuvo a punto de quejarse, pues estaba ansiosa por conseguir las respuestas a todas sus preguntas, pero al mismo tiempo sentía que su cuerpo necesitaba descanso. Los últimos días había pasado muchos nervios, y por las noches solo conseguía conciliar un sueño inquieto del que casi siempre despertaba demasiado pronto.
Cuando Nora abrió los ojos la mañana siguiente, aún era de noche. Buscó a tientas su reloj de pulsera, que tenía en una cajita, y encendió la lámpara de lectura. Las ocho y cuarto. Nora arrugó la frente. ¿Se le había parado el reloj? Se lo llevó al oído y oyó el leve tictac. Ah, claro, allí arriba, al norte del círculo polar, amanecía más tarde que en Oslo, donde el sol saldría en unos minutos. En principio, apenas lo verían durante los días siguientes gracias a las altas montañas, aunque a principios de febrero oficialmente el sol se dejara ver durante cinco horas.
Nora se dio prisa con el aseo matutino, se puso una falda cálida en tonos terrosos que le llegaba por las rodillas, un jersey de cuello alto marrón oscuro a juego de mohair, y bajó a la cocina, donde se oían las voces de su madre y su tío. Seguía siendo un poco raro tener un tío de repente. Nora dejó a un lado la pena que sentía por no haber conocido antes a esa persona encantadora, más valía tarde que nunca. No servía de nada lamentarse por haber perdido algo irrecuperable.
—Habéis elegido bien el momento de vuestra visita —decía Kåre cuando ella entró en la cocina. Estaba sentado enfrente de Bente a la mesa y sonrió a Nora al verla. Le hizo un gesto para que se acercara a la mesa—. ¿Té o café?
—Mejor café —contestó Nora, que se sentó al lado de su madre en el banco rinconero.
Kåre se levantó y cogió la jarra del calientaplatos de la cafetera que había sobre una de las encimeras.
—¿Por qué hemos escogido bien el momento? —preguntó Bente, y le pasó a Nora una cesta con panecillos recién hechos.
—Porque se están celebrando dos eventos bonitos. Por un lado, el Festival de la Aurora Boreal, que celebra el regreso del sol con una serie de conciertos. Por otro, la semana sami, que termina el domingo, o sea mañana, con el día nacional de los samis —contestó Kåre. Volvió a la mesa y sirvió café a Nora—. Lo siento, pero tengo que irme —dijo de pronto.
—¿Trabajas los sábados? —preguntó Bente.
—Excepcionalmente. Me han asignado varias visitas. —Sonrió con cara de pillo—. Este año los investigadores polares celebramos un doble aniversario: los ciento cincuenta años del nacimiento de Fridtjof Nansen y el centenario del descubrimiento del Polo Sur por Roald Amundsen.
—Ah, claro, con la exposición de la que hablabas en tus correos —dijo Nora.
—Exacto. Se llama «Snowhow, el maestro de los héroes del Polo: los pueblos inuit y sami». Tenéis que verla sin falta. La hemos montado en un antiguo barco de pesca de focas.
Bente asintió.
—Avísanos cuando termines e iremos.
—Perfecto. Y luego nos ocupamos de las viejas cajas. —Kåre sonrió a Nora—. Imagino que para ti deben de tener un interés especial —dijo, y le entregó un prospecto de varias páginas donde aparecía el programa de la semana sami.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Bente.
—Bueno, ahora están por todas partes —empezó Kåre, pero se detuvo al ver la mirada fija de Bente.
No estaba mirando el prospecto, sino más allá de su hermano, en la encimera que había detrás. Nora no vio nada destacable. Junto a la panera y la cafetera había una tabla de madera en la que Kåre había cortado una salchicha ahumada. Bente se levantó como a cámara lenta y se acercó a la tabla, cogió el cuchillo que había encima y se lo dio a Kåre.
—Ah, esto —dijo él—. Lo encontré en la basura de pequeño. Nunca entendí cómo alguien podía tirar un cuchillo tan bueno.
Bente sacudió la cabeza.
—Y yo que pensaba que lo había perdido —musitó.
Kåre frunció el entrecejo.
—¿Era tuyo? Entonces ¿cómo acabó en la basura?
Bente lo miró.
—¿Te acuerdas de cuándo lo encontraste exactamente?
Kåre arrugó el ceño, pensativo.
—Eh, espera… —Se le iluminó la cara—. Tuvo que ser poco antes de tu desaparición.
Bente asintió.
—Lo suponía. Cuando recogí mis cosas no lo encontré por ninguna parte. Con las prisas, no me di cuenta de que alguien tenía que haber registrado mi habitación, muchas cosas no estaban en su sitio.
Nora se levantó y se acercó a su madre.
—¿Qué pasa con este cuchillo? —preguntó.
Bente se lo dio. Saltaba a la vista que era viejo. En la hoja de acero de aproximadamente siete centímetros, ligeramente curva, había cincelado un delicado patrón en forma de estrella. El mango era de una madera muy veteada, con marquetería de un material claro incrustada. Arriba, en el puño, tenía una cabeza de reno tallada. Nora agarró el mango: se adaptaba a la mano.
—Me lo regaló Ánok —explicó Bente en voz baja—. Como muestra de su amor.