Finnmark, primavera-invierno de 1915
Áilu abrió los ojos poco antes del amanecer. Las voces tenues de sus padres la habían despertado. Sus dos hermanos, acostados a su lado, seguían dormidos. Iskko se había colocado un brazo de su hermana abrazándole la barriga y lo sujetaba con fuerza. Áilu se separó de él con cuidado y se incorporó. Su padre Heaika la vio y le hizo una seña, así que ella arropó a su hermano pequeño con una piel de reno y se acercó a sus padres.
—Si quieres puedes ayudarme a reunir los renos —susurró Heaika.
Áilu abrió los ojos de par en par. ¿Lo decía en serio, de verdad la iba a llevar con él? El otoño anterior, antes de migrar a la zona de invierno, estuvo suplicando en vano que le dejaran acompañar a su padre a reunir a los animales, pero por entonces él aún no la consideraba capaz de hacerlo. Miró indecisa a su madre, que asintió sonriente. Áilu sintió un nudo en la garganta y se puso rápidamente la ropa de abrigo. Con la emoción, apenas pudo engullir nada de la carne seca y el pan que Gutnel le dio para desayunar. Parecía que su perro Guoibmi notaba sus nervios, pues no cesaba de mover la cola y dar saltos en su sitio junto a la puerta.
El sol naciente tiñó las cimas de los abetos y pinos nevados de un rojo anaranjado cuando Áilu y Heaika se fueron. El viento de la víspera había amainado y el ambiente era tranquilo, solo se oía el crujir de los esquís sobre el suelo endurecido y los jadeos de los dos perros. El aire era frío y convertía su respiración en nubecitas blancas. El movimiento regular hizo que Áilu entrara en calor, y disfrutó deslizándose detrás de su padre por el bosque, que parecía pertenecerle solo a ellos.
Pasado un rato, Áilu percibió un ligero olor a humo, procedente de una pequeña hoguera que ardía en un claro al que llegaron poco después. Allí estaba el tío Juhvo, el padre del primo Jov. Había pasado la noche con sus dos perros cerca del rebaño para protegerlo de tres lobos cuyas huellas había descubierto con Heaika el día anterior. Con una amplia sonrisa, les indicó que se acercaran. Dando saltos y ladrando, sus dos perros empezaron a jugar con Guoibmi y el macho de Heaika.
—¡Llegáis justo a tiempo! El café está listo.
Juhvo se agachó y retiró del fuego una jarra esmaltada y abollada. El tío era un poco más joven y robusto que su padre. Al verlo, Áilu siempre pensaba en uno de los pequeños barriles de madera que había en el puesto de un comerciante de aguardiente del mercado de Kautokeino.
—Hoy nos has traído apoyo —dijo Juhvo a Heaika, y sonrió satisfecho.
Áilu bajó la cabeza, cohibida. ¿Se estaba burlando de ella su tío? A Juhvo le encantaba bromear con todo, así que muchas veces ella no sabía cómo interpretar lo que decía. Sintió la mano de su padre en el hombro.
—Estoy seguro de que Áilu y su perro harán un buen trabajo —afirmó con calma—. ¿Cómo has pasado la noche? ¿Se han dejado ver los lobos?
Juhvo sacudió la cabeza.
—Solo los he oído aullar a lo lejos, pero por suerte no se han atrevido a acercarse.
Áilu se estremeció. Ahora, al final del invierno, los renos viejos y enfermos estaban más débiles por la agotadora búsqueda de alimentos, y eran presa fácil para los lobos y glotones. Realmente era el momento de irse del bosque.
—Bueno, vamos a buscar animales de tiro —dijo Heaika tras terminarse el café. Limpió la taza de madera con nieve y la volvió a sujetar en el cinturón con un cordón de piel atado al mango por un agujero.
—La mayoría están ahí detrás tumbados —dijo Juhvo, al tiempo que señalaba. Él se quedó con sus perros en el claro para reunir a los renos que le llevarían Heaika y Áilu.
Los dos se pusieron en camino y pronto vieron a un grupo de renos tumbados entre los árboles, rumiando. Tenían cornamenta, así que no eran machos, que la perdían tras la época de celo en otoño. Las hembras embarazadas, en cambio, mantenían la cornamenta hasta el nacimiento de la cría para poder defender el lugar de alimento del año anterior para sus crías en invierno, además de a sí mismas frente a los machos fuertes.
Los renos castrados también perdían la cornamenta en primavera. Era más pacíficos que los demás machos y, a diferencia de ellos, permitían que las crías permanecieran con la manada y buscaran protección en medio del grupo, pero lo más fácil era amaestrar bueyes para tirar de trineos o llevar carga.
Aquellos animales se inquietaban cuando había personas cerca. Se pusieron en pie y escrutaron con detenimiento a los perturbadores de su descanso.
Heaika se quedó quieto. Su perro ladró y lo miró esperanzado.
—No, tú te quedas aquí —le dijo Heaika, que se volvió hacia Áilu—: Guoibmi tiene que traerlos de vuelta.
Áilu tragó saliva: Guoibmi nunca había hecho avanzar a un reno, ni mucho menos había reunido a varios. ¿Por qué creía su padre que su perro podría hacerlo así, sin más?
Guoibmi, que no le quitaba ojo a los animales, aguzó el oído al oír su nombre, se volvió hacia Áilu y movió la cola. Ella se aclaró la garganta, señaló con una mano hacia donde trotaban los renos y gritó:
—¡Vamos!
Guoibmi siguió con la mirada el brazo extendido de Áilu. Dudó, parecía indeciso sobre lo que se esperaba de él, se volvió de nuevo hacia Áilu. Ella repitió la orden, apretó los labios y contuvo la respiración de la tensión. Guoibmi dio media vuelta y salió corriendo hacia los renos, ladrando. Áilu cerró los ojos un momento. No quería ni pensar en qué ocurriría si se abalanzaba sobre los animales o mordía a uno de ellos. Pero Guoibmi mantuvo la distancia con los animales que estaban de pie, cortó el paso a los que se escapaban, los llevó hacia los demás y rodeó al grupo para mantenerlo unido, siempre buscando la mirada de Áilu.
—¡Bien hecho! —le dijo, y miró a su padre, que asintió sonriente y señaló dos bueyes.
—Vamos a ver si puede traernos a esos dos por separado.
Áilu le gritó la orden a Guoibmi, que de nuevo salió corriendo siguiendo la línea que marcaba su brazo hacia los dos animales. Los separó del grupo sin acercarse a ellos o siquiera tocarlos.
—¿Cómo sabe que no tiene que apretar o morder, igual que hacen los perros con las ovejas? —preguntó Áilu.
El verano anterior se habían encontrado en la costa con un rebaño de ovejas vigilado por tres perros pastores, que no dudaban en hincar los dientes cuando una oveja se mostraba rebelde.
—Los renos son más asustadizos que las ovejas —le explicó Heaika—. Caerían presas del pánico. Además, las ovejas tienen la piel mucho más gruesa. Pero nadie sabe cómo aprenden nuestros perros a tratar a los renos. Parece que lo llevan en la sangre.
Guoibmi les llevó los dos bueyes. Áilu se acuclilló y lo acarició.
—Lo has hecho muy bien —le susurró al oído. Guoibmi resopló y le lamió la mejilla.
—Realmente puedes estar orgullosa de él —dijo Heaika—. Es un digno descendiente de los primeros perros pastores.
Áilu alzó la vista hacia él.
—¿Desde cuándo existen?
—Desde siempre. Desde que los sami ya no cazamos renos, sino que los domesticamos y criamos. Pero eso solo fue posible cuando los perros empezaron a ayudarnos. —Heaika puso cara de asombro y preguntó con fingida sorpresa—: ¿La abuela nunca te ha contado la historia de los primeros perros pastores?
Áilu sonrió y puso cara de resignación. Se sabía de memoria esas leyendas que le gustaban especialmente a áhkku.
—Una vez había unos perros sentados en una colina observando a los pastores, que intentaban reunir un rebaño de renos —empezó Áilu con el tono que empleaba su abuela cuando contaba cuentos o mitos—. Después de pasar un rato observando y riéndose de las maniobras torpes del que los controlaba, los renos que salían corriendo y el agotador avance de aquellos hombres en la nieve, uno de ellos dijo: «Vamos a enseñarles cómo se hace».
Heaika le hizo una señal a Áilu.
—Ya veo que has escuchado con atención cómo encontramos a nuestros insustituibles ayudantes. Algunos también dicen que son un regalo de los viejos dioses.
Cuando el perro de Heaika regresó trayendo cuatro animales de tiro que estaban desperdigados, volvieron al claro con el tío Juhvo.
—¿Te atreves a llevar sola con Guoibmi los renos al campamento? —preguntó Heaika—. Así Juhvo y yo tendríamos más tiempo para reunir los rebaños restantes.
Sorprendida, Áilu se tamborileó nerviosa la palma izquierda con los dedos de la mano derecha.
—De verdad quieres que yo… —repuso incrédula.
—Pues claro —la interrumpió Heaika—. Si no, no te habría traído.
Áilu lo miró a los ojos y se tranquilizó. ¿Qué podía pasar? En el peor de los casos se le escaparían los renos, que luego se podían volver a atrapar. Sonrió y asintió. El tío Juhvo le dio una palmadita en el hombro.
—Tenías razón, Heaika. Tu Áilu nos es de gran ayuda.
Cuando regresaron al campamento hacia mediodía, entre las tres cabañas había varios trineos esperando a ser cargados. En dos de ellos ya había fardos con mantas de lana de oveja abatanada, que protegían especialmente del viento y el agua. A su lado estaban las lávvu, las tiendas móviles donde dormían las familias durante la migración. El tren de trineos de su siidja no sería muy largo. Desde que los padres y los dos hermanos de Heaika habían abandonado el núcleo familiar y se habían mudado a Suecia con sus esposas e hijos, solo vivían con ellos los padres de la madre de Áilu y su hermana, la tía Redá. Estaba casada con Juhvo y tenía dos niños. Kárral, el hermano menor de Gutnel, aún estaba soltero y vivía con los abuelos, pero en ese momento estaba de viaje y se reuniría con ellos más tarde.
Vuoitu e Iskko salieron corriendo al encuentro de Áilu gritando, exaltados:
—¿Dónde está papá? ¿Por qué no puedo ir yo? ¿Has traído los renos hasta aquí tú sola?
Áilu levantó las manos para hacer callar a sus hermanos y ordenó a Guoibmi que vigilara los seis renos que estaban un poco apartados de las cabañas. El perro se levantó de un salto tras un ladrido, obediente.
—Los ha traído Guoibmi —dijo ella mientras seguía con la mirada a su perro, que en un día había pasado de ser un cachorro juguetón a un guardián responsable.
Un ruido en el estómago le recordó que no había comido nada desde los bocados de la mañana. Se quitó los esquís y fue hacia la cabaña de su familia. La idea de un pan recién hecho con queso sabroso de leche de reno le había hecho mantener un buen ritmo de vuelta a casa. No podía esperar más. Ya tenía la mano tendida hacia la puerta cuando recordó una frase que su padre citaba a menudo: «Dale al perro el primer bocado, él trabaja más que tú». Áilu dio media vuelta, corrió hacia un cobertizo de madera donde se almacenaban las provisiones con la carne seca, y le llevó a Guoibmi una ración.
Por la tarde ayudó a su madre con los preparativos del viaje. Mientras Gutnel horneaba una gran provisión de pan, Áilu llenó cestas de corteza de abedul con pescado ahumado y en salazón, recogió las pequeñas vasijas con el queso y las tripas de reno con la leche de reno seca del cobertizo de las provisiones y pescó con un palo los sacos de piel con el café que colgaban de un gancho en lo alto de una pared. Finalmente guardó las tazas y platos de madera en un arcón, dobló la ropa y ató en fardos gran parte de las pieles de reno.
—¿Qué hago ahora? —preguntó cuando hubo terminado. Lanzó una mirada ansiosa a la puerta. Por una rendija entraba un rayo de luz en el que bailaban diminutas motas de polvo que la atraían hacia el exterior.
Gutnel sonrió.
—Ve con tu abuela y dile que te llene las botas de heno fresco. —Señaló un par de zapatos de piel que había junto a la entrada. Tenían la punta doblada hacia arriba para que se sujetaran bien a los cierres de los esquís. En las cañas llevaban cosidas unas coloridas cintas que se ataban al tobillo como refuerzo—. Y llévate también las mías, por favor —añadió.
Áilu se levantó ágilmente, abrazó a su madre, cogió las botas y salió. Cegada por el sol, se detuvo delante de la puerta, se protegió los ojos con una mano y miró alrededor. Guoibmi estaba apartado de las tres cabañas, al sol, vigilando a los renos. Al ver a Áilu, se levantó de un salto meneando la cola, pero sin moverse del sitio.
El abuelo estaba sentado en un cubo de madera engrasando los arreos de piel de los tiros del trineo. Cantaba un yoik en voz baja y estaba tan enfrascado en su trabajo que no advirtió la presencia de Áilu. Con la espalda curvada y su multitud de arrugas recordaba a los pequeños abedules que hacían frente al viento en los altiplanos, se iban encorvando a lo largo del año y acababan con la corteza áspera.
Delante de la más pequeña de las tres cabañas estaba sentada la abuela remendando ropa deteriorada, flanqueada por los dos nietos más pequeños, Iskko, el hermano de Áilu, y la hermana pequeña del primo Jov. Mientras se acercaba a ellos, Áilu vio a su otro hermano, Vuoitu, en cuclillas detrás de uno de los trineos. Estaban concentrados en un juego con dados tallados en hueso.
La tía Redá, que acababa de salir de la cabaña a tirar el agua de lavar, le hizo una seña a Áilu y le preguntó:
—¿Sabes dónde se han metido tu hermano Vuoitu y Jov? Esos pillos se han esfumado en vez de ir a buscarme agua limpia.
Áilu miró a los dos niños, que se habían asustado con el grito de Redá. Vuoitu miró suplicante a su hermana y se llevó un dedo a la boca. Áilu se volvió hacia Redá.
—No; lo siento, en nuestra cabaña no están.
Redá torció el gesto, gruñó algo para sus adentros y volvió a la cabaña. Vuoitu sonrió, formó con los labios la palabra «gracias» para Áilu y volvió a agacharse junto a su primo.
Áilu se acercó a su abuela y le entregó las botas de Gutnel.
—Madre quiere pedirte que vuelvas a llenarnos las botas.
—Ahora no —lloriqueó su hermano pequeño—. Áhkku está contándonos una historia sobre Stallo.
Áilu habría preferido sentarse con ellos a escuchar cómo su abuela les contaba la historia del sanguinario gigante tuerto que siempre intentaba desvalijar a los sami o hacerles daño, pero cuyas artimañas siempre fracasaban.
—No seas tan impaciente —le dijo la abuela a Iskko, y sonrió a Áilu—. Por supuesto que os acolcharé las botas. ¿Me traes la hierba de pasto? Está colgada junto a la puerta.
Áilu asintió y entró en la cabaña de los abuelos. De la pared colgaban varios manojos de heno trenzado. Era una especie de caña que en verano se cortaba, se deshilachaba a golpes con un madero y finalmente se secaba. Como absorbía la humedad, en invierno era un forro perfecto para las botas, pues mantenía los pies calientes y secos.
Cuando Áilu regreso con su abuela, los ladridos de Guoibmi le llamaron la atención. El perro no paraba de dar saltos, nervioso, de aquí para allá, con las orejas tiesas. Ella escuchó y oyó un ladrido lejano.
—Vienen los renos —anunció.
Poco después el lugar se llenó de animales grises y marrones. Los tres perros pastores de Heaika y Juhvo los rodearon incansables, atraparon a los fugitivos y se encargaron de que el rebaño se detuviera a una distancia prudencial del campamento.
—Sí que habéis ido rápido —dijo la abuela—. No contaba con que vinierais hoy. —Suspiró y se levantó con esfuerzo—. Más tarde terminaré de contaros la historia —prometió a sus nietos—. Ahora todos tenemos que darnos prisa.
Áilu notó que el corazón se le aceleraba y sintió ganas de gritar de júbilo. Esa misma noche partirían hacia los pastos veraniegos. El eterno invierno había terminado.