Oslo, enero de 2011
El martes por la mañana aún no había amanecido cuando Nora salió de su piso de alquiler. Cruzó presurosa el patio interior del edificio, cuyos setos y árboles estaban cubiertos de un blanco polvoriento. A los lados del sendero las farolas dibujaban débiles círculos de luz en la nieve caída durante la noche. Cuando Nora llegó al arco de entrada por el que se accedía a la calle, se estremeció al sentir la presencia de otra persona. No se veía nada en aquel pasaje en penumbra. Se detuvo y escuchó. No era el miedo a ser atacada lo que le impedía avanzar. Desde que dos años antes derribara a un borracho que quería entrar por la fuerza en el portal con dos patadas precisas en el hígado, aprendidas en un curso de defensa personal, por lo menos en esas situaciones no se sentía abandonada a su suerte.
No, era otra cosa lo que le aceleraba la respiración y le producía escalofríos. La última vez que había tenido una sensación parecida había sido a los nueve años. Durante un campamento juvenil tuvo que demostrar su valentía bajando de noche al sótano de una fábrica abandonada en la que por lo visto había fantasmas. Acuciada por las historias de fantasmas que acababan de contar, su imaginación desbordada veía espectros sangrientos detrás de cada rincón y temblaba literalmente de miedo.
Los faros de un coche que pasaba iluminaron la entrada. Por un breve instante Nora vio la silueta de un hombre apoyado en el muro. Estaba segura de que era el mismo que le había llamado la atención en la pista de hielo. De pronto el malestar que sentía se convirtió en indignación. ¿Es que el domingo la había seguido para ver dónde vivía? ¿Cómo se atrevía a acecharla? Avanzó un paso para encararse con aquel desvergonzado. La luz del siguiente vehículo que pasó iluminó el rincón: estaba vacío. Nora atravesó el arco corriendo y miró alrededor. La acera estaba desierta, salvo por una mujer que paseaba al perro. Nora fue hacia ella.
—Perdone, ¿ha visto por dónde se ha ido el hombre que acaba de salir de la entrada? —le preguntó, al tiempo que señalaba el arco.
La mujer puso cara de sorpresa.
—¿Qué hombre? Usted es la primera persona que me encuentro esta mañana. —Y, sin más, llamó a su perro y cruzó la calzada en dirección a una casa.
Nora fue a insistirle, pero desistió cuando posó la mirada en la acera. En la nieve reciente solo había una huella que se alejaba de la entrada de su edificio: la suya. Tragó saliva. ¡Era imposible! ¿Se lo había imaginado todo? ¿Es que de pronto sufría alucinaciones? Pero en qué estaba pensando. «Estabas ensimismada y ayer leíste demasiado, eso es todo», se tranquilizó. Aterida, esbozó una media sonrisa.
Apenas había dormido aquella noche. La inminente visita a su madre el viernes la inquietaba, de modo que se había sumido en la lectura de la nueva novela policiaca de su autor preferido. No había conciliado el suelo hasta la madrugada, y despertó agitada tras tener unas pesadillas horripilantes. No era de extrañar que su conciencia aturdida confundiera las imágenes oníricas con la realidad.
No obstante, estuvo tensa y apesadumbrada todo el día. Era como si una parte escindida de ella llevara a cabo el trabajo con los niños, que reclamaban toda su atención y que, como de costumbre, enseguida la animaban. Pero la otra parte se desviaba una y otra vez hacia el desconocido que había visto en el arco de entrada, o que había creído ver. Cuanto más lo pensaba, menos creía que hubiera sido producto de su imaginación, había sentido su presencia con demasiada claridad. ¿Por qué no la dejaba en paz? Solo lo había visto un instante, apenas podría describirlo, pero irradiaba algo que la había atrapado en una especie de hechizo. Aquel hombre no parecía amenazador ni insistente, sino más bien serio, sumido en una profunda tristeza. Y Nora sentía como si esa melancolía también la hubiera envuelto a ella como un manto.
Cuando fue con sus Leones al parque que limitaba con la guardería para hacer muñecos de nieve y ver a un escultor que modelaba figuras de hielo, Nora se descubrió buscando a aquel hombre con la mirada. También de camino a casa por la tarde observó a la gente con la que se cruzaba, y de vez en cuando volvía la cabeza para ver si el desconocido la seguía. Casi la decepcionó que no fuera así.
El hombre tampoco se dejó ver durante los días siguientes, y Nora fue olvidándolo. El arrebato de tristeza que se había apoderado de ella dio paso a los nervios a medida que se acercaba el fin de semana, y con él el encuentro con su madre, que había contestado al anuncio de su visita el viernes después del trabajo con un SMS tan entusiasta que a Nora le daban ganas de desdecirse. Por lo visto, Bente daba por hecho que ella acudiría con ánimo conciliador. ¿Acaso esperaba que Nora se presentara con un alegre «¡Lo pasado, pasado está!»?
Al final de la mañana del viernes, Leene le preguntó:
—¿Vienes al cine? Petrine y yo queremos ver la comedia francesa que están poniendo en el Saga.
Nora tuvo ganas de asentir sin más y olvidarse de la visita a su madre. «No seas cobarde», se reprendió en silencio, y sacudió la cabeza.
—No puedo, he quedado con mi madre —dijo finalmente.
Leene abrió los ojos de par en par.
—¿Por fin vas a hablar con ella?
Nora se encogió de hombros.
—Quiero saber más de mi padre.
—De todas maneras está bien que volváis a hablar —dijo Leene—. Ya verás que luego te sentirás mejor.
Y le dio un breve abrazo antes de que su amiga se encaminara a la casa de su madre en Sagene, un tranquilo barrio residencial que debía su nombre a la multitud de aserraderos que había junto al riachuelo Akerselva.
El sol ya se había puesto, pero las calles de Grünerløkka, el barrio de moda, estaban iluminadas por las farolas y los escaparates de las numerosas tiendas de diseño, boutiques y galerías de arte ubicadas entre restaurantes, cafeterías y bares. Las recorrió presurosa.
Nora no tenía ojos para los escaparates ni los transeúntes que regresaban a casa después del trabajo o hacían la compra. Se enrolló la bufanda con más fuerza en el cuello y mantuvo la cabeza gacha para protegerse del viento que silbaba entre los altos bloques de viviendas. La última vez que había hecho ese camino era verano. Desde entonces había evitado a su madre y su casa.
—¡No tengo palabras para decirte lo mucho que me alegró tu llamada!
Bente, que estaba en la puerta sonriendo, abrió los brazos para darle un abrazo. Nora la eludió y arrugó la frente. Bente dejó caer los hombros, resignada. Le sacaba una cabeza a su hija y era de complexión fuerte. Nora se sorprendió de nuevo al ver lo joven que parecía su madre. El rostro terso, casi sin arrugas, y el pelo rubio corto no permitían adivinar los cincuenta y seis años que tenía.
Bente se aclaró la garganta.
—Bueno, pasa —dijo, y entró delante de su hija.
Nora colgó su chaqueta de piel de cordero en el perchero del pasillo, se quitó la larga bufanda y siguió a su madre. Respiró hondo el olor reinante y que la transportaba directamente a su infancia: una mezcla del aroma tostado a café molido, el olor a gofres recién hechos, una traza del perfume que siempre utilizaba Bente y el toque de la lavanda seca que su madre ponía en unos saquitos entre la ropa y colgaba por todas partes en forma de ramitos para ahuyentar las polillas.
En la cocina tampoco había cambiado casi nada. Frente a la puerta, delante de la ventana, había una mesa redonda con tres sillas. Junto a la pared de la izquierda había un estante montado sobre la encimera, contiguo a los fogones, con botes de cristal llenos de tallarines, arroz, harina y azúcar, y con ganchos en su base de los que colgaban tazas de cerámica de colores. Enfrente estaba el fregadero y la nevera, y justo al lado de la puerta había un espacioso aparador.
Para disimular los nervios, Bente iba y venía, llenando la mesa de platos y tazas, sacando los gofres del horno, donde los guardaba calientes, abriendo un bote de ciruelas en conserva, encendiendo la cafetera. Al intentar colocar bien el ramo de ciclámenes que había en el centro de la mesa, volcó el azucarero y se detuvo con un suspiro. Miró a Nora, que seguía en el umbral de la puerta de brazos cruzados.
—Siéntate, por favor —dijo Bente.
Nora sacudió la cabeza y entró unos pasos en la cocina; se apoyó en la encimera junto a los fogones. Bente se sentó en una silla junto a la mesa.
—Sé que fue un error guardar silencio tanto tiempo —empezó Bente—. Pero siempre pensé que sería más fácil para ti convivir con el hecho de tener un padre desconocido que no tenía ninguna importancia en mi vida y…
Nora sacudió la cabeza.
—Tendrías que habérmelo dicho como muy tarde cuando cumplí la mayoría de edad. No tenías derecho a ocultármelo.
Bente se encogió de hombros con resignación.
—De verdad que lo siento. No quería hacerte daño.
—¿Ah sí? ¿Y qué pasa con toda esa palabrería de «nunca me he arrepentido de haberte tenido, eres lo más bonito que me ha regalado la vida»?
Bente se estremeció. Tenía los ojos azules anegados en lágrimas tras los cristales de las gafas sin montura. Le tendió una mano a su hija.
—¡Eso es verdad!
Nora se apartó de la cocina y puso los brazos en jarras.
—¡Basta de mentiras! ¿Cómo puedes decir que me quieres cuando te recuerdo todos los días a mi padre, que te trató tan mal?
Nora estaba temblando. Aquella era la pregunta que más la atormentaba. Bente siempre le había asegurado que no se había arrepentido de la decisión de criarla sola y que no guardaba rencor a su padre, que no significaba nada para ella. Desde que Nora sabía la verdad, dudaba de que Bente se alegrara realmente de haber tenido a su hija. El rechazo a oír más mentiras era el motivo principal por el que había roto el contacto con su madre.
Bente se enderezó.
—Imagino lo herida que te sientes.
—¡No, no te lo imaginas! —exclamó Nora, furiosa—. ¿Cómo vas a saber qué se siente cuando tu propia madre te miente? ¿Cuando no sabes quién eres?
Bente se levantó impetuosa.
—¡Ya basta! ¿Te has parado a pensar por qué te mentí? ¡Quería protegerte! —E hizo callar a Nora, que quiso replicar algo, con un gesto—. Quería contarte la verdad, pero nunca encontré el momento adecuado. Y cuanto mayor eras, más miedo me daba perderte a ti también. Eras lo único que me quedaba de mi familia.
—Por lo menos tenías una familia —dijo Nora con amargura.
Bente la fulminó con la mirada.
—De acuerdo, cometí un grave error. Pero tú hace meses que te revuelcas en la autocompasión. ¿De verdad sabes por lo que he tenido que pasar? ¿Cómo me sentí al quedarme completamente sola de la noche a la mañana? ¿Al ser traicionada de la manera más ruin y perder de golpe toda mi vida anterior?
Nora estuvo a punto de contestar, pero una voz interior le dijo que su madre tenía razón. En realidad nunca había querido saberlo. Miró a Bente a los ojos: parecía sola y vulnerable. Nora reprimió el impulso de darle un abrazo, aún no había llegado a ese punto.
—Cuéntamelo —dijo con voz ronca.
Bente, que esperaba otro desaire, puso cara de suspicacia y se quedó mirando a su hija, sorprendida. Tras un breve silencio que a Nora le pareció interminable, Bente se sentó de nuevo. Esta vez Nora obedeció a su muda invitación y tomó asiento enfrente.
—Como ya sabes, mi padre jamás habría permitido que me casara con un sami —dijo Bente.
Nora asintió.
—Por eso querías huir con Ánok y casarte con él en secreto. Pero tu padre se enteró y lo impidió.
—El peor momento de mi vida fue cuando, estando en la estación de autobuses, de pronto apareció mi padre. A día de hoy ni siquiera sé cómo se enteró.
—¿Quién conocía tus planes? —preguntó Nora.
—Solo mi madre, pero ella no me delató.
—Ya lo sé. ¿Y tu hermano pequeño?
Bente sacudió la cabeza.
—No, él no sabía nada.
Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Parecía agotada.
Nora señaló la cafetera.
—¿Quieres uno también?
Se levantó, cogió la jarra y le sirvió un café a su madre y otro para ella. Se quedó mirando a Bente, pensativa.
—Entonces nunca dudaste del amor de Ánok, ¿verdad?
Bente sacudió la cabeza.
—No, nunca había estado tan segura de algo.
—Pero aun así tu padre pudo sobornarle para que te dejara —concluyó Nora, y al decirlo en voz alta fue consciente por primera vez de lo horrible de aquella situación—. ¿Cómo se entiende eso?
Bente ladeó la cabeza.
—Bueno, en su casa estaban muy mal, y eso le afectaba mucho. En aquel momento veinte mil coronas era una suma enorme de dinero. Supongo que se sintió más obligado hacia su familia que hacia mí. —Se inclinó hacia Nora y añadió—: Para los sami la familia es lo más importante. Además, él no sabía que estaba embarazada. Yo misma no lo supe hasta al cabo de unas semanas.
—Pero ¿coger el dinero sin más y desaparecer? ¡Es increíble! —exclamó Nora.
Bente se levantó.
—Yo tampoco habría creído jamás que fuera posible, pero por desgracia tenía una prueba por escrito de que así era.
Se dirigió al aparador, abrió un cajón y sacó una hoja arrugada que le tendió a Nora. Algunas líneas del texto eran casi ilegibles y estaban emborronadas, supuso que por las lágrimas de Bente. Nora leyó.
«Recibo por 20 000 coronas. El receptor, Ánok Kråik, confirma que ha recibido dicha cantidad y como contrapartida se compromete a no mantener contacto con Bente Nybol y a marcharse de Tromsø».
—Sin duda es la letra de Ánok —dijo Bente.
Nora tragó saliva y se secó una lágrima. Vio a su madre de joven en el lugar donde habían quedado, esperando a su amado, nerviosa y al mismo tiempo ilusionada por la vida en común que les esperaba, para luego ver que llegaba su padre, que le plantó ese papelucho horrible delante de las narices.
—Yo tampoco habría vuelto jamás a casa —dijo casi para sí misma.
Bente le hizo una leve caricia en el brazo.
—Gracias.
Nora bebió un sorbo de café y se aclaró la garganta.
—Al principio creí que podría seguir viviendo como hasta entonces, hacer como si no importara quién fuese mi padre, pero no funcionó. Aunque tal vez fue un imbécil, es muy distinto saber que tuviste una relación de verdad con él. Que os quisisteis. Quiero que me hables de él.
Bente asintió.
—Me alegro de que me lo pidas.
Nora levantó la mano.
—Pero no hoy, y tampoco aquí.
Bente puso cara de sorpresa.
—¿Entonces?
—Me gustaría ir contigo a Tromsø. Quiero saber dónde te criaste, ver la casa de tu familia y los lugares que fueron importantes para Ánok y para ti y… —Se detuvo al ver la expresión reticente de Bente.
—No sé si es buena idea.
Nora arrugó la frente.
—¿Por qué? Tu padre murió hace unos años, y hace tiempo que te reconciliaste con tu madre. Además, vive en otro sitio.
—Ya lo sé —dijo Bente, y bajó la cabeza.
—¿Es por tu hermano?
Bente asintió.
Nora se quedó perpleja.
—¿Eso significa que aún no te has puesto en contacto con él?
Bente se cogió las manos y miró a un lado, avergonzada.
—Pero ¿por qué? Si tú misma has dicho que él no te traicionó —arguyó Nora.
Su madre alzó la vista y dijo en voz baja:
—Es cierto. Pero no tengo ni idea de cómo se ha tomado todo esto.
—¿Y no crees que ya es hora de que lo averigües? Esconder la cabeza no es la solución. Por lo menos eso es lo que me reprochabas siempre que no contestaba a tus llamadas. ¿De qué tienes miedo exactamente?
A Bente le costaba respirar.
—Kåre vivió durante años con nuestro padre. ¿Y si piensa lo mismo que él? ¿Y si ni siquiera quiere verme?