Finnmark, primavera-invierno de 1915
Áilu, de nueve años, estaba tumbada sobre una piel de reno delante del agujero en el hielo que su padre le había abierto. Dejó que la cuerda de pescar, en cuyo extremo había atado una piedra como peso, se hundiera en el lago con un piscardo como cebo. Se inclinó sobre el agujero. En el agua negra se reflejaba su rostro, enmarcado en un gorro de piel. Vio una imagen fugaz de sí misma en los ojos castaños antes de cubrirse la cabeza con una manta. Ahora podía mirar las profundidades.
Áilu pasó del blanco, que dominaba el paisaje desde hacía meses con los matices más variados, a un mundo de colores. La luz del sol que le calentaba la espalda hacía que el agua resplandeciera de color turquesa bajo el hielo. De las profundidades del mar aparecían figuras suaves y sinuosas que brillaban en distintos tonos de amarillo y verde. Áilu contuvo la respiración cuando un lucio pasó despacio por debajo, con movimientos lentos. Le pareció que solo tenía que estirar el brazo para tocarlo. Veía con nitidez la boca, que le recordó a un pico de pato, igual que las manchas claras que salpicaban su cuerpo. Nunca había estado tan cerca de un pez vivo. Los salmones que surcaban el río en verano desaparecían como rayos plateados en los torrentes en cuanto los avistabas.
Los movimientos bruscos de las plumas atadas a la cuerda de pescar a modo de flotador sacaron a Áilu de sus cavilaciones. Se quitó la manta, se arrodilló, enrolló la cuerda de reno al cilindro pegado a la caña de pescar y, tras unos instantes, sacó un pez del agujero. Lo dejó en la nieve y le asestó un golpe en la cabeza con la empuñadura del cuchillo. A continuación se quitó los guantes y retiró el gancho de hueso tallado de la boca del salvelino con motas rojas. Luego cogió otro piscardo de la cajita de corteza de abedul, clavó el pececito y volvió a ponerse la manta encima.
—¡Tengo uno, tengo uno!
Los gritos de júbilo de su hermano Vuoitu, dos años menor, que estaba a unos metros de ella con su primo Jov, de la misma edad, rompieron el silencio que reinaba en el lago. Vuoitu se había levantado de un salto y agitaba el gorro entre risas. Era la primera vez que iba a pescar en el hielo. Áilu le indicó que se acercara, recordaba muy bien la alegría que había sentido al pescar el primer pez cuando tenía siete años.
—¡Sujétalo bien, bobo! —exclamó Jov, que se tiró a la nieve para parar al pez.
Sin embargo, el aviso llegó demasiado tarde. Áilu vio la decepción en la cara redonda y rubicunda de su hermano al ver que su botín desaparecía en el agujero del que acababa de sacarlo. Mientras los dos niños se culpaban mutuamente del contratiempo, el siguiente salvelino mordió el anzuelo de Áilu, que de nuevo olvidó todo lo que la rodeaba y se concentró en su agujero de pesca.
—Eres una excelente pescadora.
Su padre, Heaika, se había acercado con sigilo por detrás y observaba su pesca. Ya había seis peces a su lado. Áilu se incorporó, cogió su pesk, la parte superior de la piel de reno, la aplanó y sonrió a Heaika. Sus elogios la hacían sentirse orgullosa.
—Ya basta por hoy, pronto oscurecerá —dijo él, y se agachó para poner los pescados en la cesta.
Áilu miró alrededor. El sol ya acariciaba las crestas de las montañas del oeste, y Vuoitu y el primo Jov recogieron sus cosas. Sus siluetas proyectaban sombras alargadas en el hielo. Áilu enrolló deprisa la piel de reno, se ató el cuchillo, la caña de pescar y la cestita de corteza de abedul al cinturón de colores y se abrochó los esquís.
Poco después iba detrás de su padre, Vuoitu y Jov deslizándose por la gruesa capa de hielo en la orilla del lago hacia la entrada del bosque. En cuanto el sol se puso, el viento refrescó y a Áilu se le llenaron los ojos de lágrimas. Tenía la sensación de que el frío penetraba con entera libertad por los pantalones de lana abatanada y las pieles que le cubrían las piernas hasta las rodillas. Al sol había olvidado durante unas horas que la fuerza del viento no había disminuido, ni mucho menos. De noche la temperatura siempre caía bajo cero.
Pronto los renos ya no encontrarían alimento. La nieve bajo la que se resguardaban del frío los líquenes y las hojas se derretía durante el día y se convertía con el frío nocturno en una capa de hielo que los animales ya no podían romper con las patas delanteras.
Cuando llegaron al campamento ya aparecían las primeras estrellas en el cielo. Entre los troncos de los pinos y los abetos rojos apenas se distinguían las tres cabañas de la familia de Áilu, cuya forma de cúpula se confundía con el paisaje. En verano desaparecían bajo el sustrato de tierra con que las cubrían y eran invadidas por el musgo y las malas hierbas. Ahora parecían enormes montones de nieve; solo el humo que salía de las chimeneas indicaba que allí vivía gente.
De una de las cabañas salieron dos sombras negras que se acercaron a los recién llegados. Eran perros pastores. El mayor rodeó al padre sin parar de ladrar y el pequeño se abalanzó sobre Áilu. El cachorro, casi adulto, meneó la cola peluda al saltar encima de ella. Áilu le dio un abrazo entre risas y hundió la cara en su pelaje marrón oscuro, excepto en el pecho y la punta de la cola.
—Guoibmi, compañero —le susurró su nombre al oído y cantó en voz baja el yoik que había encontrado para él cuando su padre le puso en los brazos aquel ovillo de lana en el último mes del heno, por su cumpleaños. «Conviértelo en un buen perro para los renos, beaivváža mánnán, mi hija del Sol —le dijo—. Confío en ti».
Desde entonces no había pasado un solo día en que no hubiera practicado con Guoibmi. Ya obedecía sin vacilar las órdenes «¡Vamos!», «¡Aquí!» y «¡Alto!». Áilu estaba ansiosa por ponerlo a trabajar con los renos.
—Vuoitu, por favor, entra el pescado —le pidió Heaika a su hijo, tendiéndole la cesta—. Voy a echar un vistazo a los renos.
Áilu se incorporó.
—¿Puedo ir contigo?
Heaika sacudió la cabeza y sonrió.
—No, tú tienes que ir a calentarte, ya pareces un carámbano. Además, tu madre seguro que se alegra si le echas una mano. —Le hizo un gesto con la cabeza, llamó a su perro y desapareció entre los árboles.
A Áilu se le pasó la desilusión cuando al soltarse las correas de los esquís notó lo entumecidas que tenía las manos. Apoyó los esquís contra una estructura de madera junto a la cabaña en que vivía con sus padres y hermanos y entró seguida por Guoibmi. El calor y el olor a pan recién hecho le dieron la bienvenida. El fuego en el horno de arcilla que había frente a la entrada, al otro lado de la estancia ovalada, daba una penumbra crepuscular.
El suelo de la cabaña tenía un diámetro aproximado de siete metros. Los gruesos troncos de abedul curvados clavados en el suelo como postes exteriores formaban la estructura de soporte y estaban unidos a media altura con ramas colocadas en diagonal. En ella se apoyaban cerca de una docena de delgados troncos de pino de seis metros de largo, cubiertos con corteza de abedul para protegerlos de la lluvia. Gruesos trozos de tierra con césped servían de aislamiento térmico, y el suelo de tierra apisonada estaba cubierto de ramitas de abedul.
Áilu se quitó el gorro, los calentadores de piel y el mono bajo el que llevaba una camisa de piel con el pellejo hacia dentro. Colocó sus cosas en un bastidor que había encima de un montón de leña a la izquierda, junto a la entrada. La mayoría del menaje de la casa estaba colgado del techo, y los objetos pequeños y valiosos se guardaban en baúles.
—¿Me traes unos leños, por favor?
Áilu se volvió hacia el horno, donde estaba arrodillada su madre, Gutnel, de treinta y cinco años, sonriente. Áilu había heredado de ella la complexión delgada, el rostro enjuto y las manos pequeñas. Sus hermanos, Vuoitu e Iskko, de cinco años, se parecían más a su padre, eran de constitución fuerte y tenían unos ojos un poco rasgados que al reír casi desaparecían entre las arrugas de la piel. Áilu ordenó a Guoibmi que se sentara en su sitio, a la derecha de la puerta, y cumplió la petición.
Después de dejar la leña junto al horno y poner dos troncos al fuego, se arrodilló junto a su madre para ayudarla a limpiar y escamar el pescado. Atravesó algunos peces por detrás de las branquias con un palo delgado para colgarlos en la chimenea y ahumarlos. El resto los asarían para la cena.
Vuoitu se había acercado a Iskko, el menor de los tres hermanos, que estaba en una de las pieles de reno que había estiradas en el suelo a modo de asiento y lecho junto a las paredes de la cabaña. Estaba contándole su experiencia en la pesca.
Al cabo de un rato Iskko exclamó:
—¡Yo también quiero ir a pescar! ¿Por qué siempre tengo que quedarme aquí? ¡No me gusta!
—Aún eres demasiado pequeño. Pero en dos años podrás ir, yo te llevaré —contestó Vuoitu—. Por cierto, soy un pescador nato. He sido el que más ha pescado hoy —añadió en voz baja, al tiempo que miraba de soslayo a Áilu.
Ella puso cara de pocos amigos y le amenazó con el dedo.
—Bueno, Áilu también ha pescado bastante bien —dijo Vuoitu.
—Sí, además mis peces han acabado en la cesta de papá —apuntó Áilu.
Vio que a Vuoitu se le llenaba el cuello de manchitas rojas, como siempre que se sentía apurado o se avergonzaba. Le hizo un gesto y desistió de mencionar su desaguisado con el pez huidizo.
Una ráfaga de viento hizo que se volvieran hacia la puerta: había entrado su padre, con las cejas y pestañas cubiertas de escarcha. Se quitó los guantes, se sopló las manos y se puso a dar pisotones en el suelo.
Gutnel, cuyo cuerpo se había redondeado bastante durante las últimas semanas, se movió con dificultad e hizo un amago de levantarse. Áilu la retuvo por el brazo.
—Quieta, ya lo hago yo.
Se levantó ágilmente, cogió una taza de madera que colgaba de un gancho de la pared, la llenó de una infusión de hierbas que se mantenía caliente en una lata sobre el fuego y se la llevó a su padre.
Él bebió un trago y dijo:
—Gracias, hija. Me sentará bien. —Le dio unas palmaditas en las mejillas—. Eres una gran ayuda para tu madre en estos días difíciles —añadió, mirando a su mujer embarazada.
Áilu sintió que por segunda vez aquel día se sonrojaba de alegría al oír sus halagos. Desde que sabía que pronto tendría un nuevo hermanito se había metido de lleno en el papel de «la mayor». Con cada tarea que le encargaban sus padres aumentaba la confianza en sí misma. Era agradable sentirse necesaria. Mientras colgaba los palos con los peces en la chimenea, imaginó cómo sería cuando se casara ella y tuviera hijos. Quería tener por lo menos dos niñas y dos niños. ¿Qué aspecto tendrían? Lo principal era que fueran fuertes y no enfermaran, pensó. Se estremeció levemente al recordar a un pariente lejano de su madre que había perdido tres niños cuando eran muy pequeños. Desvió la mirada hacia Gutnel. Esperaba que el nuevo hermanito llegara sano al mundo.
Iskko se acercó a su padre, que se había colocado cerca del horno, y se arrimó a su regazo.
—¿Me cuentas una historia?
Heaika lo apretó contra su cuerpo.
—Tal vez después de comer. Ahora me ruge tanto el estómago que no entenderías nada.
—No oigo nada —dijo Iskko, y frunció el entrecejo.
—Acércate un poco —le ordenó Heaika.
Iskko se inclinó sobre el estómago de su padre y escuchó con atención. Heaika emitió un profundo rugido, Iskko reculó y abrió los ojos de par en par.
—¿Te has tragado un oso?
Áilu y Vuoitu se miraron y rieron. Ya habían caído antes en esa broma de su padre. Heaika les guiñó el ojo y acarició el pelo de Iskko.
—La comida está lista. —Gutnel había asado el pescado y lo estaba repartiendo en rebanadas de pan redondo.
En invierno, cuando apenas había provisiones de la harina de centeno que habían comprado, la mezclaba con rafia seca y molida que raspaba del interior de la corteza de los pinos y le daba al pan un toque amargo. Áilu se abalanzó hambrienta sobre su ración. La suculenta carne del salvelino estaba deliciosa. La madre la había condimentado con sal y hierbas secas, era un cambio que se agradecía después de los platos de carne de reno ahumada o tostada que comían casi todos los días en invierno.
Después de comer, Heaika se recostó, sacó una pipa corta de un bolsillo, metió una pizca de tabaco y le dijo a Vuoitu que le llevara una astilla ardiendo para encenderla. A Áilu le encantaba el olor de la pipa recién encendida. Al cabo de unas cuantas caladas se apagaría, pero su padre la tendría en la boca toda la tarde.
Gutnel hizo un gesto a Iskko para que se acercara a ella.
—Hoy terminaré tu kolt.
Iskko dio una palmada. Llevaba semanas insistiendo a su madre en que quería tener de una vez un traje de fiesta. Estiró los brazos hacia arriba para que Gutnel pudiera ponerle la túnica de lana azul.
—Acortaré las mangas, pero por lo demás te queda bien —dijo ella, y le quitó el kolt—. ¿Qué colores quieres que te cosa? —Sacó unas cintas tejidas del bolsillo con los útiles de costura y se las dio a Iskko.
—Los mismos que a papá —pidió el niño, que señaló una banda roja con un patrón triangular en amarillo.
Gutnel asintió y cortó unos retazos para los extremos de las mangas, un corte en forma de V y los hombros. Entretanto Heaika había sacado su cuchillo pequeño del cinturón y le enseñaba a Vuoitu a tallar una taza. La madera, bulbos de abedul con vetas finas, la había recogido la primavera anterior, y tras hervirla largamente en agua con sal la dejó secar. Esas protuberancias nudosas donde las fibras de la planta se cruzaban en todas direcciones eran una madera especialmente dura.
—¡Ay! —gimió Vuoitu, y se llevó un dedo a la boca. Se le había ido el cuchillo y se había cortado—. ¿Por qué no tallamos la madera joven? —masculló—. Es mucho más blanda.
—Sí, pero entonces no podrías disfrutar mucho de tu taza —dijo Heaika—. Se rompería rápido.
Vuoitu se encogió de hombros y miró con reticencia el pedazo de madera.
Áilu tenía ganas de arrebatarle el cuchillo y sacar una taza de la pieza de abedul. Le encantaba la madera, le parecía cálida y viva, y olía tan bien… pero la talla de madera era cosas de hombres. Según las viejas costumbres, las mujeres se ocupaban de materiales blandos, curtían y teñían la piel, tejían cintas, cosían ropa y bolsos y hacían cuerdas o cestas de corteza.
Ella misma estaba tejiendo una bolsita de piel con un hilo de estaño. Había dibujado el modelo con carbón. Quería vender la bolsa en el gran mercado de primavera de Kautokeino y con lo que ganara comprar hilo y unas tijeras de acero. Y palos de azúcar para sus hermanos y para ella.
—Los renos se van a poner nerviosos —dijo Heaika al cabo de un rato—. Es hora de reunir al rebaño y guardar los trineos.
Gutnel asintió.
—Este año la primera luna llena de primavera llega pronto. Si queremos ir al este hacia Kautokeino deberíamos partir pronto.
Áilu aguzó el oído: su instinto no le había fallado, el inicio de la migración de primavera estaba al caer. Sintió un hormigueo de anticipación. Tenía ganas de salir del bosque y por fin desplazarse por los altiplanos. Primero por los prados de los terneros, que en ese momento estarían en pleno deshielo. Y más tarde, en primavera-verano, seguirían con los terneros recién nacidos hacia los fiordos de la costa, donde los animales encontrarían abundante hierba fresca, y donde no había tantos mosquitos como en Binnenland.
Iskko se acercó a ella, apoyó la cabeza en sus piernas y murmuró, somnoliento:
—¿Me cantas una canción?
Áilu asintió y lo atrajo hacia sí. Mientras ella cantaba sobre la partida de los renos en primavera, a Iskko se le cerraron los ojos.
Madre hornea muchos panes. Padre reúne al rebaño.
Es primavera. El ánsar común se muda al norte.
El sol calienta y derrite la nieve.
La noche está despejada. Pronto partiremos.
Madre hornea muchos panes. Padre reúne al rebaño.
Esperamos a los renos.
Suenan los cencerros de los renos:
ding dong, ding dong, ding dong.
¡Ya llega el rebaño!
Madre hornea muchos panes. Padre reúne al rebaño.
Los animales de tiro se reúnen con el lazo.
Los trineos están cargados.
Los animales de tiro están atados.
Padre hace la señal, los trineos parten.
Madre hornea muchos panes. Padre reúne al rebaño.
Suenan los cencerros de los renos:
ding dong, ding dong, ding dong.