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Oslo, enero de 2011

La primera vez que Nora lo vio fue una tarde de domingo mientras patinaba sobre hielo. Estaba apoyado en el pedestal del monumento a Henrik Wergeland en un extremo de la piscina rectangular, que también ese invierno se había convertido en una pista de hielo, con la mirada clavada en ella. Más adelante Nora no supo por qué se había fijado en él. Su parka oscura se fundía con el gris piedra de la estatua. Calculó que aquel hombre debía de sacarle más o menos una cabeza. Comparado con la mayoría de los adultos que abarrotaban el parque, que se extendía en paralelo a la Karl Johans Gate desde el Teatro Nacional hasta el Parlamento, era de estatura media. Nora apenas distinguía los rasgos de su cara a tanta distancia. Sin embargo, tuvo la vaga sensación de conocerle. No, conocer no era la palabra, más bien le resultaba familiar. ¿Por qué la observaba? ¿O eran imaginaciones suyas?

Se deslizó por la pista de hielo para verlo de cerca. Cuando llegó al borde, el sitio que el hombre había ocupado junto a la estatua del escritor estaba vacío. Observó a los paseantes que caminaban despreocupados. El hombre no podía haberse escondido en ninguna parte: había desaparecido.

Nora se encogió de hombros y volvió con Leene y Petrine, las dos colegas con quienes había salido. Las tres trabajaban de educadoras en el centro de día Lille Bamsen, asociado a un centro de orientación y asistencia para niños y jóvenes de origen inmigrante o en situación de precariedad. La guardería se encontraba al noreste de la principal estación de trenes, en el límite del antiguo barrio obrero de Grønland, donde se habían instalado multitud de familias inmigrantes.

Ambas en mitad de la treintena, tras nueve años trabajando juntas, a Nora y Leene las unía además una sólida amistad. Nora apreciaba su sensibilidad, sentido del humor e infalible tacto para tratar con niños «difíciles». Con Petrine, de veintiocho años, que había recalado en el centro tres años antes y había resultado ser una colega fiable y competente, Nora no se sentía del todo a gusto. Su actitud ante la vida y sus opiniones eran demasiado distintas. Sin embargo, por el bien del ambiente laboral, de vez en cuando accedía a aquellos encuentros a tres bandas que Petrine proponía con regularidad. Nora suponía que envidiaba la confianza que existía entre Leene y ella, pero la simpatía o la amistad no se pueden forzar.

—No me vendría mal un chocolate caliente —dijo Nora, señalando un pequeño toldo con varias mesas altas delante. A pesar de que la temperatura era solo de unos grados bajo cero, Nora llevaba una gruesa chaqueta de piel de cordero y no paraba de moverse, pues estaba helada.

—Yo me apunto —contestó Leene, que llevaba un anorak acolchado rojo y uno de sus numerosos uniformes, como llamaba a los coloridos juegos de gorro, bufanda y guantes tejidos por ella misma.

Petrine, vestida con un traje deportivo de invierno que resaltaba su figura, asintió.

—Sí, a mí tampoco me vendría mal una pequeña pausa para entrar en calor —dijo, y se frotó la nariz roja del frío con las manos enguantadas.

Abandonaron la pista de hielo y poco después estaban sentadas a una mesa con sendas tazas humeantes en la mano. Al lado de Leene y Petrine, ambas altas y atléticas, Nora siempre parecía más baja y delicada. Ya le había pasado que alguien la confundiera a lo lejos con algún niño de los que ella atendía. No solo por su estatura, también porque muchos padres y sus pequeños vástagos eran de Asia, África y los Balcanes, y Nora, con su cabello oscuro y sus pómulos prominentes, tenía un aire exótico en comparación con sus colegas, rubias y de ojos azules.

—Lasse y yo queremos alquilar una cabaña en la montaña para las vacaciones de Pascua. Estamos buscando a gente divertida que se apunte. —La voz de Petrine interrumpió los pensamientos de Nora—. ¿No os apetece? —preguntó, y se quedó mirando a sus compañeras.

Nora se encogió de hombros.

—¿En las vacaciones de Pascua? Ni siquiera he pensado qué voy a hacer —contestó—. Pero suena tentador —añadió a desgana al ver la cara de decepción de Petrine.

Petrine se volvió hacia Leene.

—¿Y tú y Jens?

Para sorpresa de Nora, Leene se ruborizó.

—Eh, bueno, nosotros esta vez haremos algo distinto —dijo, y se le iluminó la cara. Tenía una mano en la barriga y se la acariciaba con ternura.

Petrine abrió los ojos de par en par.

—¿Quieres decir que… estás embarazada? —exclamó.

Nora vio que algunas personas se volvían hacia ellas. Leene bajó la cabeza, cohibida, y asintió.

—Muchas felicidades —dijo Nora, y levantó la taza de chocolate para brindar con Leene—. ¿Desde cuándo lo sabes?

—Hace tiempo. Estoy de cuatro meses. Esta vez no quería contarlo hasta que fuera seguro —añadió en voz baja.

Nora asintió y le dio un apretón en el brazo. Su amiga ya había tenido dos abortos espontáneos en las primeras semanas de embarazo. Nora sabía que eso la había hecho sufrir más de lo que dejaba traslucir, por eso se alegraba aún más por ella, que ahora vería cumplido su deseo de tener hijos. Leene puso la mano encima de la de Nora por un instante y la miró a los ojos.

—Bueno, ya que estamos con grandes noticias… —dijo Petrine, y las miró reclamando su atención. No soportaba durante mucho tiempo que otra persona fuera el centro de interés—. Lasse y yo nos casaremos en verano. —Miró la taza vacía, la recogió y se dirigió al puesto diciendo—: Voy a invitar a una ronda para brindar.

—Pero ¿Lasse ya lo sabe? —susurró Leene—. Parece muy repentino, ¿y dónde está el anillo? Sería lo primero que nos habría enseñado.

Nora soltó una risita.

—Ahora que lo dices, no me sorprendería que Petrine acabase de decidirlo.

Ella no dudaba de que aquella boda llegaría. Petrine era la más joven de las tres, pero también la más decidida, daba por hecho que sus deseos y expectativas debían cumplirse. A veces Nora envidiaba la confianza que mostraba en sí misma. ¿Cómo sería no dudar nunca de una misma?

Petrine regresó con tres tazas de chocolate caliente. Después de felicitarla y brindar a la salud de la futura novia, Leene se volvió hacia Nora.

—Oye, ¿y cómo está Per? Hace tiempo que no hablas de él.

—Bueno, la cosa no funcionó —dijo Nora.

—Ah, lo siento.

—No tienes por qué sentirlo —le aseguró Nora al ver la preocupación de Leene—. De verdad, no era nada serio.

Petrine frunció el entrecejo.

—¿De verdad? ¿No estás harta de estar soltera? —La pregunta fue tajante, casi un reproche.

Leene respiró hondo. Por lo visto, Petrine se dio cuenta de que se había equivocado en el tono, porque añadió fingiendo que la regañaba:

—Nora Nybol, ¿no es hora ya de comprometerte y formar una familia?

La aludida sonrió.

—¿Tú crees que con treinta y cinco años una chica piensa en esas cosas?

—Marilyn Monroe tenía veinticinco cuando lo dijo —replicó Petrine con aspereza.

Al día siguiente, Nora se despertó temprano y decidió iniciar su semana laboral en su restaurante favorito en la Thorvald Meyers Gate, a medio camino de su trabajo. La propietaria no solo era una experta en preparar deliciosas creaciones de café, sino que además cocinaba maravillosamente bien. A Nora se le hacía la boca agua solo de pensar en un bollo de pasas caliente recién horneado.

Nora entró puntual a las siete y media en el edificio principal de dos plantas de la guardería, cuyo terreno vallado era adyacente a un pequeño parque. En la planta superior estaban el despacho de administración, las salas de los asistentes sociales y terapeutas familiares y una gran sala de reuniones. Abajo había una cocina y una sala de estar con armarios y buzones para los empleados. A continuación venía una sala de trabajo con ordenadores en los que, entre otras cosas, se redactaban los informes semanales, una de las pocas tareas a las que Nora había renunciado gustosamente.

El tiempo despejado del fin de semana había cambiado de repente, así que se quitó la chaqueta y la guardó en su armario. Había pensado salir fuera con sus niños, pero la lluvia de granizo helada que caía de un cielo encapotado no entraba en sus cálculos.

De camino a la puerta, Nora echó un vistazo a su buzón. Le sorprendió ver un sobre dirigido a ella. Era poco habitual recibir correspondencia externa, lo normal eran comunicaciones internas, folletos informativos, planes de trabajo y cosas parecidas.

Nora arrugó la nariz al reconocer la caligrafía redondeada de su madre Bente en el sobre. Ya se imaginaba su contenido: le pediría un encuentro para contárselo y aclarárselo «todo» a Nora. Hacía semanas que Bente no paraba de atosigarla con eso, había hablado cientos de veces con el contestador de casa y el del teléfono móvil, le había enviado varios correos electrónicos y postales, y ahora, encima, le enviaba una carta a su lugar de trabajo. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una visita intempestiva?

Sintió que la rabia hacia su madre volvía a crecer en su interior. Ahora resultaba que Bente quería hablar, después de haber callado durante treinta y cinco años. ¿Cómo podía hacerle eso? Por una parte no se cansaba de repetir que su hija era la persona más importante de su vida, y por otra le había mentido.

Nora se metió el sobre en el bolsillo de la chaqueta de lana entallada de color turquesa, decidida a hacer caso omiso de ese nuevo intento de acercamiento. Salió del edificio y cruzó la plaza, frente a la cual había varias cabañas de madera bajas de distintos colores. Se dirigió a la naranja, donde estaba su grupo, los «Leones».

Más tarde, al mediodía, observaba con sus niños un gran mapamundi que colgaba de una pared de la sala de juegos. Los continentes y países estaban caracterizados con las plantas y animales típicos de cada uno.

En ese momento estaban buscando Pakistán, el país de los padres de Amal, de cinco años, y su hermana Bhadra, dos años mayor. Esta señaló una cabra con los cuernos en espiral separados en forma de V, y declaró con orgullo:

—Eso es un markhor. Mi papá dice que es el símbolo de Pakistán.

Antes de que Nora pudiera comentar las palabras de la niña, Amal le preguntó:

—¿De dónde son tus padres?

Su amigo Mahdi, cuyos abuelos habían emigrado desde Somalia, le dio un empujón en el costado y exclamó:

—Qué pregunta más tonta. ¡De Noruega, claro!

—No es verdad —dijo Amal, y puso cara de pocos amigos. Observó a Nora con atención—. Tienes los ojos como los de Seteney —añadió, y señaló a una niña de ojos castaños y ligeramente rasgados y pómulos elevados, heredados de su madre, originaria del Cáucaso—. Eres bajita —continuó—. Tienes el pelo oscuro y eres muy distinta de Leene y Petrine.

Nora acarició el cabello brillante y negro de Amal.

—Es cierto —dijo—. Pero Mahdi tiene razón. Mis padres son noruegos. Mi madre es rubia, yo me parezco más a mi padre, que es de Finnmark. ¿Sabéis dónde está? —preguntó a los niños en general.

La pequeña Seteney se acercó al mapa, se puso de puntillas y señaló un reno que había arriba del todo, en el norte de Noruega.

Nora le hizo un gesto de aprobación.

—¿Y sabéis quién vive ahí? —preguntó.

—Los esquimales —dijo Mahdi.

—No, esos viven donde siempre hay nieve —repuso Bahdra.

—Pero ¡ahí siempre hay nieve! —insistió Mahdi, y tocó el mapa.

—Los esquimales, mejor dicho, los inuit, como se denominan ellos, viven en las zonas más al norte de Norteamérica —dijo Nora, y señaló Alaska y el norte de Canadá, donde se veían osos polares, focas y morsas—. En nuestro país viven los sami.

—¿Qué son los sami? —preguntó Bahdra.

—¡Yo lo sé, yo lo sé! —exclamó Seteney, que se puso a dar brincos emocionados delante de Nora—. Son los que corren.

—¿Qué? —dijo Mahdi—. ¿Se pasan todo el día corriendo?

—No; esos que cantan tan raro.

—Ah, te refieres a los yoik —dijo Nora.

—¿Qué es eso? —inquirió Mahdi.

—Da igual —refunfuñó Bahdra—. ¡Yo he preguntado primero! Quiero saber qué son los sami.

Nora acarició la cabeza de Mahdi.

—Te lo explicaré en otro momento —prometió, alegrándose de que Bahdra la hubiera interrumpido. No habría podido explicar con exactitud qué era el yoik—. Los sami son bastante parecidos en algunas cosas a los inuit —continuó—. Y como originariamente proceden de Oriente —Nora señaló las regiones al otro lado de los Urales—, algunos tienen los ojos como Seteney y el pelo oscuro.

—Entonces la familia de tu padre también emigró —afirmó Amal.

Nora asintió.

—Sí, y para ser exactos, todos los noruegos son inmigrantes.

Los niños se miraron sorprendidos y sonrieron.

—¿Por qué se parecen los sami y los inuit? —preguntó Mahdi.

—Antes llevaban una vida nómada. Eso significa que no vivían en casa fijas, sino que seguían a los renos, que ellos llaman caribús, en sus migraciones y…

Una voz de mujer interrumpió a Nora.

—¿No venís a comer?

Nora se dio la vuelta y vio a Leene en la puerta.

—Ah, ¿ya es tan tarde? No he mirado la hora —dijo, y se volvió hacia los niños.

—Id con Leene, yo acabo enseguida.

Sonrió a Leene, que hizo una seña a los cuatro niños para que la acompañaran. Mientras Nora guardaba los útiles de pintar en sus cajas y recogía los dibujos que los niños habían hecho, pensó en la pregunta de Amal por el origen de sus padres. El verano anterior no habría podido contestarle, por lo menos en lo que se refería a su padre. Tampoco sabía prácticamente nada sobre la familia de su madre hasta entonces, solo que Bente se había criado en Tromsø.

Nora se quedó mirando el dibujo de Mahdi que tenía en la mano. Los niños habían recreado a sus familias. Mahdi se quejaba de que la hoja era demasiado pequeña para que cupieran todos sus parientes. Apenas había tenido espacio para sus cinco hermanos, sus padres y abuelos, que vivían con ellos, así que nada de los tíos y tías y sus familias.

Nora recordó el retrato de familia que ella había pintado en la escuela aproximadamente treinta años antes: solo aparecían su madre y ella. En casa había dibujado además un hombre con ropa suntuosa, como un gobernador oriental. Así imaginaba ella a su padre desconocido. En su fantasía era de una casa real y lo enviaban a estudiar en Noruega. Por supuesto, no iba solo, sino con guardianes que le obligaban a regresar a su país cuando se enteraban de su amor por Bente. Durante mucho tiempo Nora soñó que un día aparecería delante de su casita de Oslo y estrecharía a Bente entre sus brazos, y se alegraría mucho de conocer por fin a su hija.

Primero tuvo que encontrar a su supuesta abuela desaparecida para descubrir la verdad, que por lo menos en un punto coincidía con sus fantasías infantiles: su padre había sido de verdad el gran amor de Bente.

Nora se estremeció. Se agarró con las dos manos el pelo espeso que le llegaba por los hombros y se rehízo la coleta, de la que se habían desprendido varios mechones. No tenía tiempo para cavilaciones, los niños esperaban su comida.

Más tarde, Nora dejó en el suelo una bandeja con tetera y taza junto a una de las dos butacas bajas de mimbre con cojines de seda de colores, delante del ventanal de su apartamento de un solo ambiente. Enfrente, junto a la pared, yacía una vieja cómoda de madera con un equipo de música encima. La cama y el armario ropero estaban ocultos tras una librería que dividía el espacio y alojaba un televisor que Nora podía girar hacia la cama o el salón. Algunas pieles claras de reno a modo de alfombras creaban un bonito contraste con el suelo de madera barnizado oscuro.

Sacó el teléfono de la cómoda y se dejó caer en la butaca junto a la bandeja. Antes de servirse el té abrió el navegador y puso en el buscador la palabra «yoik». Para ella era importante contestar a las preguntas de sus pequeños leones y saciar su sed de conocimiento. Navegó por varios diccionarios y artículos científicos y averiguó que las raíces de esa música onomatopéyica se remontaban a la Prehistoria. La diferencia básica con los cantos de otras culturas residía en que, según el razonamiento de los sami, un yoik simplemente existe, no se «crea». Así, no se cantaba un yoik sobre una historia o sobre algo, sino que se «yoikeaban» personas, animales, paisajes o sentimientos, para así crear una conexión directa. Eso también explicaba por qué los yoiks eran infinitos, más circulares que lineales, y podían cambiar según el estado de ánimo del cantante.

Nora apagó el móvil y la lámpara de pie y disfrutó de la infusión de frutas en la taza. El resplandor de la vela, que se erguía en un plato hecho por uno de los niños para Navidad, parecía una minúscula isla brillante en la sala a oscuras.

Fuera el cielo de la noche invernal se abovedaba, iluminado por la multitud de luces de la ciudad. Nora bebió un sorbo, se recostó en la butaca y miró por la ventana orientada al oeste. Su casa estaba en la cuarta planta. Como los edificios de enfrente solo eran de tres plantas, tenía una vista amplia de la ciudad. El hecho de poder mirar a lo lejos sin trabas la ayudaba a reflexionar. Le encantaban aquellos momentos de tranquilidad antes de acostarse en los que pasaba revista al día, hacía planes o simplemente soñaba despierta.

Dos veces se había acordado de su madre a lo largo del día: por ella misma con la carta, y por la pregunta del pequeño Amal acerca de sus padres. Nora sentía que debía poner fin al enfrentamiento con Bente, surgido meses atrás. Después de sus años de silencio y mentiras, ¿no era infantil reaccionar con un tiempo muerto y negarse a hablar? Frunció el ceño. La niña que había en su interior, como llamaba ella a su lado emocional, estaba demasiado confusa y herida. Y a la vez deseosa de hacer las paces con su madre. La parte más terca consideraba que Bente tenía bien merecido su rechazo. Durante décadas había asegurado no saber quién era el padre de su hija, había hecho creer a Nora que era fruto de una noche de pasión con un estudiante extranjero al que Bente vio por primera y última vez en su fiesta de despedida, en Tromsø, antes de regresar a su tierra. Durante todos aquellos años Nora pensó que aquel embarazo no deseado, o sea ella misma, había sido el motivo por el que Bente se había enemistado con sus padres y les había dado la espalda para siempre, a ellos y a la ciudad de Tromsø.

Nora se crispó y aferró con tanta fuerza la taza que los nudillos se le pusieron blancos. La dejó en la bandeja, dobló las rodillas y se abrazó las piernas. ¿Su madre habría llegado a contarle la verdad algún día por voluntad propia? ¿O realmente se habría atrevido a no revelarle sus orígenes en toda su vida? Aquella pregunta atormentaba a Nora desde que el verano anterior, más o menos por casualidad, había dado con el secreto de Bente: su relación amorosa con Ánok, un estudiante procedente de una familia sami de Laponia al que su padre no aceptaba precisamente por eso. El hecho de saber que ese estudiante era su propio padre había supuesto un gran impacto para Nora. Fuera de sí, se había marchado sin escuchar el resto de la historia, que seguía sin conocer.

Tampoco podía estarse quieta en la butaca. Se incorporó de un brinco, como en aquella ocasión, desquiciada por la consternación y la rabia con que había gritado a su madre. Apoyó la frente contra el cristal frío de la ventana. ¿Cómo podía ocultar alguien a su hija, supuestamente querida, algo tan importante, una parte esencial de su propia identidad?

Nora solo se lo había confiado a Leene, que había notado su desasosiego. Su amiga le aseguró que podía contar con ella siempre que quisiera hablar, pero hacía tiempo que Nora no se sentía con fuerzas para hacerse la pregunta que se derivaba de los nuevos datos: ¿quién era ella? ¿Y quién era el hombre que, por lo menos genéticamente, la había engendrado a medias? Leene no había insistido, pero era de la opinión que tanto reprimirse a la larga perjudicaría a su amiga. En su fuero interno, Nora le daba la razón. Sabía que en algún momento tendría que ceder a la curiosidad creciente por su padre y su familia, y admitió que había llegado el momento.

Miró el reloj: faltaba poco para las diez. Aún no era demasiado tarde para llamar. Se levantó, cogió el teléfono y apretó el botón de llamada directa en que había grabado el número de su madre. Contuvo la respiración, tensa. Cuando saltó el contestador, respiró aliviada. Tras su prolongado distanciamiento le habría costado mantener la primera conversación con Bente por teléfono. Dejó un breve mensaje en el que anunciaba su visita el viernes por la tarde, si a su madre le iba bien.