La una era rubia, la otra morena; ambas esbeltas, ambas sonrientes, ambas vestían traje sastre de lana marrón; a ambas les nacía, como el tallo de una flor, un hermoso cuello entre unas solapas blancas como la nieve; hablaban corrientemente y sin el menor acento: francés, inglés, flamenco y danés y hablaban también corrientemente y sin acento su lengua maternal: alemán; bellas monjas de la nada, poseedoras asimismo del latín, esperaban en la sala de personal, detrás de la caja, a que los visitantes se reunieran en grupos de doce junto a la barrera; entonces apagaban la punta del cigarrillo con su afilado tacón y renovaban con un gesto habitual el rojo de sus labios, antes de salir fuera y preguntar la nacionalidad de los deseosos de ser guiados; con la sonrisa en la boca, preguntaban el país de origen y la lengua materna, sin acento, y los deseosos de ser guiados contestaban levantando el dedo: siete hablaban inglés, dos flamenco, tres alemán; luego seguía la pregunta, formulada con tono alegre, de quien dominaba el latín; Ruth levantó tímidamente el dedo; ¿solo una? Muy levemente asomó en el hermoso rostro una sombra de desilusión por tan escasa cosecha de individuos de formación humanística; ¿solo una sería capaz de apreciar la exactitud métrica con que recitaría la inscripción sepulcral? Sonriente, con la lámpara de mano inclinada hacia abajo como una espada, empezó a bajar la escalera delante de los demás; olía a cemento, a argamasa, olía a humedad a pesar de que un ligero susurro anunciaba la existencia de una; instalación de aire acondicionado; lo dijo sin acento: en inglés, en flamenco y en alemán; enunció las dimensiones de los sillares grises, la anchura de la carretera romana… allí, había una escalera del siglo u… allí, unos baños termales del siglo IV: vean ustedes allí, la guardia se aburría y grabó un juego de la oca en un bloque de piedra arenisca. (¿Cómo había dicho el profesor en el curso de guías?… «hay que subrayar siempre los rasgos humanos»)… aquí unos niños romanos jugaron a huesecitos: observen, por favor, el ajuste perfecto de las piedras del enlosado; un canal de desagüe; agua de los lavaderos remamos, agua de las fregaderas romanas corría por ese canal; restos de un pequeño templo de Venus, probablemente particular, erigido por el gobernador de la ciudad; a la luz del neón, la sonrisita de los visitantes, sonrisa flamenca e inglesa, ¿de verdad no sonreían los tres alemanes? ¿Cómo se explicaba que los cimientos fueran tan profundos? En la época de la construcción, el suelo era probablemente pantanoso, las aguas subterráneas del no teñían de verde las rocas grises. ¿Oyen ustedes los gemidos de los esclavos germanos? El sudor se escurría por sus cejas rubias, bañaba sus rostros de tez clara y se perdía por sus barbas rubias; bocas bárbaras, al compás del látigo, murmuraban maldiciones: «Contra esos romanos impíos, quiera Wotan que de nuestras heridas nazca la venganza. ¡Ay de vosotros, ay de vosotros!». Un poco de paciencia, señoras y señores, faltan solo pocos pasos; aquí ven ustedes todavía los restos de un edificio judicial, y allí llegamos por fin a la Necrópolis infantil romana.
(El profesor que daba el curso de guías había dicho: cuando llegue ese momento, avancen ustedes primero solas, colóquense en el centro del círculo y esperen antes de empezar las explicaciones a que haya pasado la primera ola de emoción; es una cuestión del instinto saber cuánto tiempo tiene que durar su silencio emotivo, eso depende en gran parte de la composición del grupo; en lo que de ninguna manera tienen que caer es en dejarse llevar a una discusión sobre el hecho de que no se trata de tumbas infantiles romanas, sino únicamente de lápidas sepulcrales que ni siquiera fueron halladas en este lugar.)
Las lápidas estaban distribuidas en semicírculo y apoyadas contra los muros grises; sorprendidos, luego que hubieron superado la primera emoción, los visitantes miraron hacia arriba: encima de las lámparas de neón se veía el cielo de la noche; ¿acaso no brillaba en él también una estrella primeriza? ¿Sería tal vez el destello de un botón dorado o plateado de la barandilla, que se enroscaba suavemente hacia arriba describiendo cinco vueltas sucesivas en torno al pozo luminoso?
Allí donde empieza la primera vuelta —¿ven ustedes la franja blanca en el cemento, verdad?— allí aproximadamente estaba situado el nivel de la calle en la época romana; a la segunda vuelta —¿ven ustedes la segunda franja en el cemento, verdad?— estaba situado el nivel medieval y, finalmente, al empezar la tercera vuelta, supongo que no necesito volverme a referir a la franja blanca —está el actual nivel de la calle— y ahora, señoras y señores, vamos a las inscripciones.
Su rostro se petrificó como el de una diosa, hizo un ligero ademán con el brazo y dirigió la lámpara de mano hacia arriba como si fuera una antorcha:
Una sonrisa dirigida a Ruth, la única que era capaz de apreciar la lengua antigua; un ligero movimiento para arreglarse el cuello de la chaqueta; la lámpara de mano inclinada un poco hacia abajo antes de recitar la traducción:
Aunque una suerte cruel hiera a los padres, cuando, con rápido paso, la muerte les arrebata los hijos pequeños, la eterna esperanza brinda un consuelo a su dolor… Bajo este túmulo descansa un niño de seis años y nueve meses: Tú, Desiderato.
Un dolor de diecisiete siglos invadió los rostros, invadió los corazones, paralizó incluso los músculos de las mandíbulas del caballero flamenco de media edad; se le cayó la mandíbula inferior, mientras con la lengua se precipitaba a ocultar convenientemente el chicle; Marianne se echó a llorar, Joseph la atrajo a sí. Ruth le puso la mano sobre el hombro, la guía, sin perder su pétrea expresión, recitó:
Hard a fate meets with the parents…
Peligroso el momento de salir de las oscuras catacumbas, de volver de nuevo a la luz, al aire, al anochecer de verano; cuando el dolor antiguo había invadido los corazones, mezclándose con el presentimiento de los misterios de Venus, cuando los turistas solitarios escupían el chicle frente a la caja y, en alemán defectuoso, trataban de concertar una cita; baile en el hotel Prinz Heinrich; paseo, cena —a lonely feeling, señorita—; una se veía obligada a sentirse vestal; no tocar, ningún flirt y a no aceptar ninguna invitación; no tocar, solo mirar —no, Sir, no, no—, y, sin embargo, sentía también el hálito de la corrupción, sentía compasión por los extranjeros tristes, que arrastraban desengañados su sed de amor hasta aquellos parajes, en que todavía reinaba Venus, sabiendo la cotización de la moneda y sin avergonzarse de anunciar su tarifa en dólares, libras esterlinas, florines, francos y marcos.
Pero el cajero ya arrancaba nuevos billetes del rollo, como si la estrecha puerta de entrada fuera la de un cine, apenas le quedaba a una tiempo de dar rápidamente un par de chupadas al cigarrillo, mordisquear el bocadillo, echar un trago del termo, y siempre la difícil decisión a tomar de si valía la pena apagar el cigarrillo y guardarlo para la próxima vez o era mejor aplastarlo con el afilado tacón; otra chupada, otra más, al tiempo que la mano izquierda buscaba ya el lápiz de labios en el bolso, mientras el corazón se resistía a romper el juramento de vestal, mientras el cajero, entreabriendo la puerta, sacaba la cabeza y decía: «Niña, niña, hay dos grupos esperando, date risa; la necrópolis infantil romana va resultando un éxito de taquilla extraordinario»; sonriente, se acercó a la barrera y formuló la pregunta acerca de la nacionalidad y lengua materna: cuatro hablaban inglés, uno francés, una holandés y, esta vez, había seis alemanes; con la lámpara de mano inclinada hacia abajo como una espada, la muchacha descendió a los sótanos oscuros, dispuesta a hablar del remoto culto al amor, a descifrar el remoto dolor de la muerte.
Marianne lloraba todavía al pasar junto a la cola de los que esperaban para entrar; avergonzados, los alemanes, ingleses y holandeses que aguardaban desviaron su mirada de aquel rostro de muchacha; ¿qué secreto doloroso guardaban las oscuras estancias subterráneas? ¿Dónde se había leído que los monumentos históricos pudieran provocar lágrimas? ¿Solo por sesenta pfennig una tan profunda emoción como la que en el cine se descubría en algunos rostros después de películas muy buenas o muy malas? ¿Podían efectivamente las piedras emocionar a unos hasta hacerles llorar mientras otros mascaban indiferentes sus chicles, encendían ávidamente sus cigarrillos o daban vuelta a la clavija de sus aparatos de «flash», dejándolos a punto para la próxima fotografía, mientras dirigían ya la mirada al nuevo objetivo?: frontón de una mansión burguesa del siglo XV, frente a la entrada; clic, y el frontón quedaba inmortalizado sobre una emulsión…
—No se precipiten, señores, no se precipiten —exclamó el cajero desde dentro—; en vista de la extraordinaria afluencia de público, hemos acordado que la visita se efectúe en grupos de quince en lugar de doce; por favor, los tres siguientes…, la entrada sesenta pfennig, el catálogo un marco veinte.
Siguieron en sentido inverso la cola de los que esperaban para entrar, apostados a lo largo del muro hasta la esquina de la calle; en la cara de Marianne había todavía huellas de lágrimas; con una sonrisa contestó a la presión del brazo de Joseph; con otra a la mano de Ruth sobre su hombro.
—Nos tenemos que dar prisa —dijo Ruth—, solo faltan diez minutos para las siete, no podemos hacerles aguardar.
—En dos minutos estamos allí —contestó Joseph—; no llegaremos tarde; argamasa —ni siquiera hoy he de poderme librar de este olor— y cemento; ah, ¿ya sabíais que este descubrimiento de restos romanos se debió a las voladuras de papá?; cuando volaron el antiguo cuartel, se hundió una bóveda y quedó abierto el camino hacia esos viejos pedruscos; viva la dinamita… ah, ¿qué te ha parecido nuestro nuevo tío, Ruth? ¿No habla en ti la voz de la sangre cuando le miras?
—No —contestó Ruth—; la voz de la sangre no me dice nada, pero le encuentro simpático; un poco seco, un poco torpe… ¿sabes si va a vivir con nosotros?
—Probablemente sí —dijo Joseph—. ¿Querrás que vivamos también allí, Marianne?
—¿Quieres venir a vivir a la ciudad?
—Sí —dijo Joseph—; quiero estudiar estática y entrar a trabajar en la honorable oficina de mi padre, ¿no le gusta?
Atravesaron una calle muy concurrida, siguieron por otra más tranquila. Marianne se detuvo delante de un escaparate, se soltó del brazo de Joseph, se escapó de la mano de Ruth y se limpió la cara con un pañuelo; Ruth se pasó la mano por el cabello y se arregló el jersey.
—¿Crees que estamos bien así? —preguntó—; no quisiera molestar al abuelo.
—Estáis elegantísimas —dijo Joseph—. ¿Te gusta mi programa, Marianne?
—No me es indiferente lo que hagas —replicó ella—. Seguramente está muy bien estudiar estática; lo difícil es saber qué vas a hacer luego con tus conocimientos.
—Construir o destruir, todavía no lo sé —dijo Joseph.
—La dinamita está probablemente anticuada —dijo Ruth—. Seguro que hay otros procedimientos mejores; ¿no te acuerdas de lo alegre que estaba papá cuando aún podía destruir? En realidad, se ha vuelto tan serio desde que ya no queda nada por volar… ¿Qué te ha parecido, Marianne? ¿Te gusta?
—Sí —contestó Marianne—, me gusta mucho; me lo había imaginado más terrible, más frío, y le tenía miedo antes de conocerle, pero creo que lo que no hay que tenerle es precisamente miedo; quizás os haga reír lo que voy a deciros, pero a su lado me siento como protegida.
Joseph y Ruth no se rieron; pusieron a Marianne entre los dos y siguieron andando; al llegar a la puerta del café Kroner se detuvieron, las dos muchachas volvieron a mirarse en el espejo de la puerta, forrado de seda verde por dentro, y se pasaron otra vez la mano por el pelo antes de trasponer la puerta que Joseph les abría sonriendo.
—Dios mío —exclamó Ruth—, tengo un hambre de lobo, estoy segura de que el abuelo nos habrá preparado algo bueno.
La señora Kroner corrió hacia ellos con los brazos en alto, por entre las mesas cubiertas de mantelitos verdes, pisando el pasillo verde; llevaba el cabello canoso en desorden, la expresión de su rostro anunciaba una desgracia, los ojos le brillaban humedecidos, le temblaba la voz de emoción no fingida.
—¿De manera que ustedes todavía no lo saben? —preguntó.
—No —contestó Joseph—. ¿Qué pasa?
—Ha debido de ocurrir algo terrible; su señora abuela ha anulado la fiesta… hace pocos minutos que acaba de llamar por teléfono; ha dicho que fueran al hotel Prinz Heinrich, a la habitación 212. No solo estoy profundamente alarmada, sino que he tenido también una gran desilusión, casi me atrevería a decir que estoy algo ofendida, si no fuera que debo suponer que hay motivos muy poderosos que les han obligado a tomar esta decisión; para un cliente cotidiano de hace cincuenta años, más exactamente cincuenta y uno, se ha preparado naturalmente una sorpresa, una obra…, bueno, se lo voy a enseñar. ¿Y qué voy a decir a la prensa y a la radio que a eso de las nueve comparecerán aquí para asistir al final de la fiesta íntima?, ¿qué les voy a decir?
—¿No le ha dicho mi abuela el motivo?
—Inadaptación… tengo que suponer que se trata de la, hum, inadaptación crónica de su señora abuela…
—Nosotros no sabemos nada —dijo Joseph—. Quisiera pedirle que hiciera llevar los regalos y los ramos de flores al hotel Prinz Heinrich.
—Claro, con mucho gusto, pero ¿no querrán ustedes por lo menos ver la sorpresa que le habíamos preparado?
Marianne le dio un codazo, Ruth sonrió y Joseph dijo:
—Con mucho gusto, señora Kroner.
—Yo era una niña —dijo la mujer—, cuando su señor abuelo, llegó a esta ciudad; tenía exactamente catorce años y ayudaba aquí en el mostrador; más tarde, aprendí a servir a las mesas y ustedes no pueden figurarse la de veces que le puse la mesa para el desayuno, la de veces que me llevé la huevera y le acerqué la mermelada, y cuando me inclinaba para quitar el plato del queso, echaba una mirada al bloc de dibujo; Dios mío, una se interesa por la vida de sus clientes; no crean que nosotros la gente de negocios no tengamos sentimientos… y no crean tampoco que haya podido olvidar como, de la noche a la mañana, se hizo famoso cuando le hicieron aquel gran encargo; tal vez los clientes se dicen: uno va al café Kroner, toma algo, paga y se marcha; pero no crean que la vida de un hombre así le pase a una por el lado sin que se dé cuenta…
—Claro, claro —dijo Joseph.
—Oh, ya sé lo que están pensando: a ver si nos deja en paz, esa vieja, pero ¿sería pedirles demasiado si les ruego que vean la sorpresa y digan a su señor abuelo que me haría muy feliz si viniera y la viera? Ya ha sido fotografiada para la prensa.
Siguieron a la señora Kroner, por el pasillo verde, entre los mantelitos verdes, se detuvieron cuando la señora Kroner se detuvo y se distribuyeron al azar alrededor de la mesa cuadrada y cubierta con un paño de tela blanca; aquel paño escondía algo que parecía tener una altura desigual.
—Es una suerte que seamos cuatro —dijo la señora Kroner—; así podremos coger el paño por las cuatro puntas y cuando yo diga «va», lo levantaremos todos a la vez.
Marianne empujó a Ruth hacia la esquina donde no había nadie y cada cual tomó una punta.
—Va —dijo la señora Kroner; y levantaron el paño.
Las dos muchachas pasaron al otro lado de la mesa, colocaron las puntas unas encima de otras y la señora Kroner dobló cuidadosamente el paño.
—Dios mío —exclamó Marianne—; pero si es una reproducción de Sankt Anton.
—¿Verdad que se ve? —dijo la señora Kroner. Miren, aquí, no nos hemos olvidado siquiera del mosaico de encima del portal principal… y aquí la viña.
La maqueta no solo guardaba las debidas proporciones, sino que recordaba los colores de la abadía: la iglesia de color oscuro, las dependencias más claras, el tejado de la hospedería rojo, las ventanas del refectorio de colores vivos.
—Y todo está hecho, no de azúcar o de mazapán, sino que es pastel; es el regalo que le hacemos al señor consejero en el día de su cumpleaños: todo él de pastelería auténtica. ¿No creen ustedes que su señor abuelo podría llegarse un momento y verlo antes de que se lo enviemos al estudio?
—Claro que sí —dijo Joseph—, claro que vendrá y lo verá; pero permítame que antes le dé las gracias en su nombre; han debido de ser razones de peso las que le han impedido celebrar la fiesta, y usted misma se hará el cargo…
—Comprendo perfectamente que se quieran marchar…, no, señoritas, no lo vuelvan a cubrir, la televisión acaba de avisar que llegará de un momento a otro.
—Hay una cosa que quisiera saber hacer en este momento —dijo Joseph mientras cruzaba la plaza delante de Sankt Severin—, reír o llorar, pero no sé hacer lo uno ni lo otro.
—Pues yo, llorar sí que sabría —dijo Ruth—; pero no lo haré. ¿Qué clase de gente es aquella? ¿Qué es aquel barullo… qué hacen con las antorchas?
El barullo era ensordecedor: ruido de cascos, relinchos, voces acostumbradas al mando que ordenaban formar; instrumentos de viento que emitían las últimas notas de ensayo. Un ruido no muy fuerte pero seco se mezcló con el barullo, como completamente extraño a él.
—Dios mío —exclamó Marianne asustada—, ¿qué ha sido eso?
—Ha sido un disparo —contestó Joseph.
Se asustó al penetrar en la Modestgasse por el portal de la ciudad; la calle estaba desierta; ni aprendices, ni monjas, ni camiones, ni vida en la calle; solo el delantal blanco de la señora Gretz allá abajo delante de la tienda, unos brazos rosados que con la escoba iban impulsando espuma de jabón ante sí; el portal de la imprenta estaba herméticamente cerrado como si nunca más en la vida hubieran de volver a imprimir cosas edificantes sobre papel blanco; con las patas tiesas, la herida del flanco cubierta de una costra negra, el jabalí estaba colgado de la escalera y era retirado pausadamente hacia el interior de la tienda; lo colorado del rostro de Gretz daba a entender lo mucho que pesaba el animal; solo dos de los tres timbres habían contestado, no el de la casa número ocho, ni el de la casa número siete, solo el del café Kroner. «Es urgente. ¿El señor Fähmel?». «No está aquí. La fiesta ha sido anulada. ¿Es usted la señorita Leonore? La esperan en el hotel Prinz Heinrich».
El cartero de correspondencia urgente había llamado en su casa con mucha insistencia, mientras ella estaba en el baño; aquel alboroto no hacía presentir nada bueno. Leonore salió de la bañera, se puso el albornoz, se envolvió el cabello mojado en una toalla, fue a la puerta y recibió la carta urgente; Schrit había escrito la dirección con su lápiz amarillo, había trazado una cruz roja en el sobre y seguro que había mandado a su hija de dieciocho años que fuera a correos en bicicleta; la cosa era urgentísima.
«Querida señorita Leonore, trate de localizar inmediatamente al señor Fähmel; todos los cálculos estáticos para el proyecto x5 están equivocados; el señor Kanders, con el que acabo de hablar por teléfono, ha enviado además, contrariamente a nuestras costumbres, las bases —equivocadas— directamente al cliente; este asunto es tan urgente que, en caso de no recibir noticias suyas antes de las 20 horas de esta tarde, yo mismo acudiré a la ciudad para impedir el desastre; no necesito decirle la importancia que tiene el proyecto x5. Afectuosamente la saluda, Schrit».
Por dos veces había llegado hasta el hotel Prinz Heinrich y se había vuelto atrás casi hasta la tienda de Gretz, en la Modestgasse, luego lo había intentado de nuevo; tenía miedo de la escena que habría; consideraba el sábado como sagrado, solo toleraba que le molestaran si se trataba de asuntos particulares, pero no podía sufrir que le hablaran de negocios; a Leonore todavía le parecía oír aquel «fue una tontería»; todavía no eran las siete y a Schrit se le podía alcanzar en pocos minutos; ¡qué suerte que el abuelo hubiera anulado la fiesta!; ver a Robert Fähmel comiendo o bebiendo le hubiera parecido una profanación; pensaba tímidamente en el proyecto x5; no era un asunto particular, pero tampoco era «casa para un editor al borde del bosque» ni «casa para un maestro a la orilla del río»; x5 —Leonore apenas se atrevía a pensarlo de tan secreto que era—, se hallaba en el fondo del arca metálica; perdió el aliento cuando se acordó de que el propio Fähmel había estado hablando casi un cuarto de hora con Kanders a propósito de aquel asunto. Estaba aterrorizada.
Gretz continuaba forcejeando por descolgar el jabalí; solo a tirones lograba pasarlo por encima de la escalera; un chico con un inmenso cesto de flores llamó a la puerta de la imprenta; apareció el portero, tomó la cesta de flores y volvió a cerrar la puerta; decepcionado, el chico contempló la propina en su mano abierta; «se lo diré —pensó Leonore—, le dirá al simpático vejete que no se han seguido sus instrucciones de dar dos marcos de propina a cada uno que trajera algo», las monedas que brillaban en la mano del chico no eran de plata, sino de cobre.
Ármate de valor, Leonore, aprieta los dientes, supera el miedo y vete al hotel. Volvió a dar la vuelta a la esquina; una muchacha con una cesta llena de manjares entró en el portal de la imprenta; también se quedó mirando la mano abierta; «maldito portero —pensó Leonore—, espera y vas a ver cómo se lo digo al señor Fähmel».
Todavía faltaban diez minutos para las siete; invitada a ir al café Kroner, luego había sido avisada de que la fiesta se celebraría en el hotel Prinz Heinrich; y ella comparecería con recados profesionales, cosa que el jefe odiaba los sábados; pero, a lo mejor, x5 le obligaría excepcionalmente a reaccionar de forma distinta. Leonore sacudió dubitativamente la cabeza cuando, por fin, empujó la puerta con ciego valor, y se asustó al darse cuenta de que alguien la sostenía por detrás.
Criatura de Dios, también en tu caso me permitiré un comentario particular; acércate algo más, espero que la causa de tu timidez no sea la razón de tu presencia aquí, sino únicamente el hecho de hallarte en esta casa; he visto entrar a muchas jóvenes, pero a ninguna como tú; este no es lugar para ti; actualmente solo hay un cliente en la casa por quien puedas preguntar sin que yo me permita un comentario particular: el Fähmel; yo podría ser tu abuelo y por lo tanto no lo lleves a mal si hago una observación: ¿qué has venido a buscar en esta cueva de ladrones?; echa migas de pan si quieres encontrar el camino de regreso; niña, andas perdida: las que vienen aquí por cuestiones profesionales tienen otro aspecto, y las que lo hacen por razones personales, mucho más aún; acércate más, que te vea.
—¿El doctor Fähmel? Sí, señora. ¿De parte de su secretaria? ¿Urgente?… Un momento, señorita; le llamaré por teléfono…, espero que el ruido del vestíbulo no la moleste.
—¿Leonore? Me alegro de que mi padre la haya invitado, y perdóneme por lo que le dije esta mañana. Mi padre la espera en la habitación número 212. ¿Una carta del señor Schrit? ¿Los cálculos de 5 están todos equivocados? Ya me ocuparé de ello; llamaré a Schrit. Pero, de todos modos, muchas gracias, Leonore, y hasta luego.
Ella colgó el auricular, se dirigió a la mesa de recepción y cuando iba a abrir la boca para preguntar el camino de la habitación del señor Fähmel, la sobrecogió un ruido extraño, seco y no muy fuerte.
—Dios mío —exclamó—, ¿qué ha sido eso?
—Un pistoletazo, hija mía, —dijo Jochen.
Rojo sobre verde, blanco sobre verde; Hugo estaba apoyado en el marco de la puerta esmaltada de blanco con las manos cruzadas sobre la espalda; las figuras le parecían menos precisas, el ritmo de las bolas alterado: ¿no eran las mismas bolas, la misma mesa de excelente fabricación y cuidada siempre con tanto esmero? ¿Y no era más ligera todavía la mano de Schrella, más exactos sus golpes, cuando creaba una figura de la verde nada? Y sin embargo, Hugo tenía la impresión de que el ritmo de las bolas se había alterado y la precisión de las figuras era menor; ¿era Schrella quien había traído consigo la constante presencia del tiempo, quien había roto el encanto? Las cosas sucedían aquí, hoy, a las dieciocho cuarenta y cuatro, el sábado seis de septiembre de 1958; ahora uno no se veía arrastrado treinta años atrás, cuatro adelante, otros cuarenta atrás y luego al presente; eso era actualidad permanente, que la manecilla de los segundos empujaba ante sí: aquí, hoy, ahora, mientras llegaba la inquietud desde el comedor: pagar, camarero, pagar; todo el mundo se apresuraba a marcharse a ver el castillo de fuegos artificiales, se precipitaba a las ventanas para contemplar el desfile; se daba de empujones para ir a visitar la necrópolis infantil romana; ¿estaban a punto las luces relámpago? ¿No sabía usted que M. significa ministro? ¿Buena idea, verdad? La cuenta, camarero, la cuenta.
Los relojes no daban las horas en vano, las manecillas no avanzaban en vano: iban acumulando minuto sobre minuto, los sumaban formando cuartos y medias horas, y contarían exactamente los años, las horas y los segundos. No se oía acaso, en el rítmico ruido de las bolas, la pregunta: «Robert, ¿dónde estás? Robert, ¿dónde estuviste? Robert, ¿dónde estabas?». Y no replicaba Robert con su juego haciendo otra pregunta: «¿Schrella, dónde estás? Schrella, ¿dónde estuviste? Schrella, ¿dónde estabas?». ¿No era este juego una especie de rosario, una letanía dibujada con tacos y bolas sobre fieltro verde? ¡Para qué, para qué y miserere nobis! Schrella sonreía cada vez que se retiraba del borde de la mesa de billar dejando para Robert la figura formada por las bolas.
Sin querer, Hugo sacudía también la cabeza después de cada jugada: el encanto se había roto, la precisión era menor, el ritmo se había alterado, mientras que a la pregunta ¿cuándo? contestaba exactamente el reloj: dieciocho horas cincuenta y un minutos del día seis de septiembre de 1958.
—Ea —dijo Robert—, dejémoslo ya; no estamos en Amsterdam.
—Sí —dijo Schrella—, dejémoslo, tienes razón. ¿Crees que necesitamos todavía al muchacho?
—Sí —contestó Robert—, todavía le necesito, a menos que prefieras marcharte, Hugo. ¿No? Quédate, por favor, deja los tacos en el rincón, guarda las bolas y ve a buscarnos algo para beber… no, quédate hijo mío: quería enseñarte una cosa: mira, aquí tengo todo un manojo de papeles que gracias a una serie de sellos y firmas se han convertido en documentos; solo falta una cosa, Hugo: tu firma al pie de este papel; si la pones, serás mi hijo. ¿Has visto a mi padre y mi madre arriba, cuando les llevaste el vino? Ellos serán tus abuelos, Schrella será tu tío. Ruth y Marianne tus hermanas y Joseph tu hermano; tú serás el hijo que Edith no me pudo dar; ¿qué dirá el viejo cuando como regalo de cumpleaños le presente a un nuevo nieto que tiene la sonrisa de Edith en la cara?… ¿Me preguntas, Schrella, si necesito todavía al muchacho? Ya lo creo si le necesitamos; nos daríamos por contentos si él nos necesitara a nosotros; mejor dicho: nos hace muchísima falta…, ¿me oyes, Hugo?, nos haces mucha falta. Es imposible que seas hijo de Ferdi y, sin embargo, tienes el mismo espíritu que él… No digas nada, muchacho, no llores, vete a tu cuarto y lee estos papeles; anda con cuidado por los pasillos, hijo mío, con mucho cuidado.
Schrella levantó la cortina y miró a la plaza; Robert le tendió el paquete de cigarrillos. Schrella encendió el mechero y ambos fumaron.
—¿No has sacado aún las cosas de la habitación del hotel?
—No.
—¿No quieres venirte a vivir con nosotros?
—Todavía no lo sé —contestó Schrella—: tengo miedo a las casas en que uno puede instalarse y dejarse convencer por el hecho trivial de que la vida continúa y el tiempo lo reconcilia todo; Ferdi acabaría por ser únicamente un recuerdo, mi padre un sueño y, no obstante, fue aquí donde mataron a Ferdi y mi padre desapareció de aquí sin dejar huellas; sus nombres no figuran siquiera en las listas de ningún grupo político, porque ellos no hacían política; no se les menciona siquiera en los cantos fúnebres de la comunidad judaica, porque no eran judíos; quizás Ferdi al menos viva en las actas judiciales; solo nosotros dos pensamos en él, tus padres y este viejo conserje de abajo… pero tus hijos ya no; yo no puedo vivir en esta ciudad, porque no me es bastante extraña; yo nací, aquí, fui a la escuela; yo quería arrancar la Gruffelstrasse de su destino, llevaba dentro de mí, la palabra que no llegué nunca a pronunciar, Robert, ni siquiera hablando contigo, la única que encierra para mí alguna esperanza en este mundo… pero tampoco la pronunciaré toda: tal vez te la pueda decir en la estación, cuando me acompañes al tren.
—¿Quieres marcharte hoy mismo? —preguntó Robert.
—No, no, hoy no, la habitación del hotel es exactamente lo que necesito: cuando cierro la puerta detrás de mí, esta ciudad me resulta tan extraña como todas las demás. En ella puedo pensar que pronto tendré que marcharme para ir a dar mis clases de idiomas en algún lugar, en el aula de alguna escuela, donde borraré problemas de matemáticas de la pizarra, para escribir en ella con tiza: «Yo soy, yo era, yo he sido; seré, había sido…, tú eres, tú eras»; amo la gramática como amo la poesía. Tal vez te figures que no quiero vivir aquí porque opino que este país no tiene posibilidades políticas, pero yo más bien creo que no podría vivir aquí porque jamás me interesó la política y sigue sin interesarme Schrella señaló fuera la plaza y se echó a reír. —No son esos de allá abajo los que me asustan; sí, sí, lo sé todo perfectamente y veo a esos de allá abajo, Robert; Nettlinger, Wakiera, no les tengo miedo porque ellos estén ahí, sino porque no están los otros; ¿cuáles? Aquellos que a veces piensan en ese nombre o, si quieres, solo lo murmuran; yo oí un día a un anciano en Hyde Park, Robert, que decía: «Si creéis en Él, ¿por qué no hacéis lo que tiene ordenado?». ¡Qué tontería, verdad, qué cosa tan irreal, Robert! Apacienta mis corderos, Robert… pero ellos solo crían lobos. ¿Qué trajisteis a casa al volver de la guerra, Robert? ¿Dinamita? Vaya cosa estupenda para jugar; comprendo perfectamente tu pasión: odio frente al mundo en el que no hubo lugar para Ferdi ni Edith, en el que no hubo lugar para mi padre ni para Groll ni para el muchacho cuyo nombre no supimos jamás, ni para el polaco que levantó la mano contra Wakiera. De manera que coleccionas bases estáticas como otros coleccionan vírgenes barrocas, te formas un archivo de fórmulas, y también mi sobrino, el hijo de Edith, está cansado de oler la argamasa y busca la fórmula para el futuro en otro sitio que no sea entre los muros remendados de Sankt Anton. ¿Qué encontrará? ¿Podrás tú darle la fórmula? ¿La encontrará en el rostro de su nuevo hermano, ese chico al que te propones hacer de padre? Tienes razón, Robert, no se es padre, se hace de padre; la voz de la sangre es mentira, solo la otra es verdad… esta es la razón de que yo no me haya casado; no me sentía con valor para confiar que lo sería; no lo hubiera podido soportar si mis hijos me hubiesen resultado tan lejanos como lo era Otto para tus padres; ni siquiera pensar en mi madre y en mi padre me daba valor suficiente, y ni tú mismo sabes aun lo que harán algún día Joseph y Ruth, de qué sacramento comerán… ni siquiera tratándose de hijos de Edith y de ti puedes estar seguro; no, no, Robert, comprenderás que no abandone mi habitación de hotel para instalarme en la casa donde vivió Otto y murió Edith; no podría soportar ver cada día el buzón de las cartas en el que el muchacho echaba tus esquelas… ¿Conserváis todavía el mismo buzón?
—No —contestó Robert—. Toda la puerta ha sido renovada, estaba acribillada de cascos de bomba… solo la acera es la misma…, sus pies la pisaban.
—¿Te acuerdas cada vez que pasas por allí?
—Sí —dijo Robert—, me acuerdo y quizás sea este uno de los motivos que me hacen coleccionar fórmulas estáticas… ¿Por qué no regresaste antes?
—Porque tenía miedo de que la ciudad no me resultara bastante extraña; veintidós años forman un parapeto respetable, y lo que tú y yo nos teníamos que decir no cabe en las postales. Me gustaría estar a tu lado, pero no aquí; tengo miedo, y la gente que veo… ¿me equivoco si no los encuentro menos odiosos que los que dejé al marcharme?
—Probablemente no te equivocas.
—¿Qué ha sido de la gente como Enders? ¿Te acuerdas de él, verdad? Aquel del cabello rojo; era simpático; seguro que no era un hombre que se impusiera por la fuerza. ¿Qué hizo la gente como él en la guerra, y qué hacen hoy?
—Quizás desestimas a Enders; no solo era simpático, sino que… bueno, no había comido nunca del sacramento del búfalo, ¿por qué no decirlo como lo decía Edith? Enders se hizo sacerdote; después de la guerra pronunció un par de sermones que no podré olvidar nunca; si repitiera sus palabras sonarían mal, pero pronunciadas por él sonaban muy bien.
—¿Qué hace ahora?
—Lo confinaron en un pueblo que ni siquiera tiene estación de ferrocarril; sigue predicando sobre las cabezas de los campesinos y de los muchachos de la escuela; no le odian, se limitan a no comprenderle y, a su manera, incluso lo respetan como se respeta a un loco simpático; ¿les dice verdaderamente que todos los hombres son hermanos? Ellos lo saben mejor y probablemente piensan en secreto: «En el fondo, ¿no será comunista?». No llegan a más; el número de casillas ha quedado reducido, Schrella; a nadie se le hubiera ocurrido tomar por comunista a tu padre, ni siquiera Nettlinger era tan necio… hoy no podrían clasificar a tu padre de otra manera. Enders apacentaría las ovejas, pero solo le dan chivos; resulta sospechoso porque demasiado a menudo toma el sermón de la montaña como tema de sus propios sermones; tal vez algún día descubran que era una añadidura y lo suprimirán…, tenemos que ir a ver a Enders, Schrella, y cuando volvamos a la estación en el autobús de la tarde traeremos más tristeza que consuelo con nosotros; la luna es para mí más familiar que ese pueblo… iremos a verle, haremos una obra de caridad; hay que visitar a los presos… ¿cómo se te ocurrió precisamente pensar en Enders?
—He estado pensando en quién me gustaría volver a ver; te olvidas de que tuve que huir de la escuela; pero tengo miedo de los encuentros desde que he visto a la hermana de Ferdi.
—¿Has visto a la hermana de Ferdi?
—Sí, tiene un quiosco de limonadas al final del tranvía once. ¿No has ido nunca por allí?
—No, siempre he tenido miedo a que la Gruffelstrasse me resultara extraña.
—A mí me ha resultado más extraña que todas las demás calles del mundo… No vayas, Robert. ¿Es verdad que los Trischler han muerto?
—Sí —dijo Robert—, incluso Alois, se hundieron con la «Anna Katharina». Ya hacía tiempo que los Trischler no vivían en el puerto; cuando construyeron el puente, tuvieron que marcharse de allí, y el piso que les dieron en la ciudad no era para ellos; aquel matrimonio necesitaban agua y barcos; Alois quería llevárselos con la «Anna Katharina» a Holanda, a vivir con unos amigos que tenían allí… Les bombardearon la barcaza, y cuando Alois quiso sacar a sus padres del camarote ya era tarde, y allí se quedaron; pasé mucho tiempo antes de poder encontrar la pista.
—¿Cómo te enteraste?
—En el muelle; todos los días iba allí y preguntaba a todos los marineros hasta que encontré a uno que sabía lo que había ocurrido con la «Anna Katharina».
Schrella corrió la cortina, se dirigió a la mesa de billar y apagó el cigarrillo en el cenicero. Robert le siguió.
—Me parece —dijo— que tenemos que subir a ver a mis padres. Pero, si prefieres no asistir a la fiesta…
—No —replicó Schrella—, voy contigo, pero ¿no vamos a esperar al muchacho? ¿Y qué hace un tipo como Schweugel?
—¿Te interesa saberlo?
—Sí, ¿por qué me preguntas si me interesa?
—¿Has estado pensando en Enders y Schweugel mientras andabas de una habitación de hotel a otra, de una pensión a otra?
—Sí, y también me acordaba de Grewe y de Holten…, ellos eran los únicos que no se sumaban a los demás cuando me atacaban en el camino de regreso… Drischka tampoco colaboraba con ellos…, ¿qué sabes de ellos?, ¿viven todavía?
—Holten murió, cayó en la guerra —dijo Robert—, pero Schweugel vive todavía; es escritor y yo hago decir a Ruth que no estoy en casa cuando a veces me llama por la noche o se presenta a la puerta; le encuentro tan insoportable como inútil; me aburro cuando estoy con él; siempre habla de ciudadanía y probablemente se aplica a sí mismo el segundo de estos calificativos… ¿qué le vas a hacer? No me interesa en absoluto; alguna vez me ha preguntado por ti.
—¡Qué lástima! ¿Y qué ha sido de Grewe?
—Es hombre de partido, pero no me preguntes a qué partido pertenece; eso no tiene importancia. Y Drischka fabrica los «Tigres para coches, marca Drischka»; es un artículo que se vende mucho y que le da mucho dinero. ¿No sabes todavía lo que es un tigre para coches? Pues si te quedas un par de días lo sabrás; quienquiera que se precie un poco tiene que llevar forzosamente un tigre Drischka detrás del coche… y difícilmente encontrarás a alguien en este país que no se precie un poco… Eso de darse importancia se lo enseñan muy bien; de la guerra volvieron con algunas cosas, el recuerdo de lo que significaba dolor y sacrificio, pero hoy se dan importancia… ¿No has visto a la gente que había abajo en el vestíbulo? Iban a tres banquetes distintos: al de la oposición de izquierdas, al de «los más útiles a la comunidad» y al banquete de la oposición de derechas… pero tendrías que ser un genio para distinguir cuál de ellos iba a cada uno de esos banquetes.
—Sí —dijo Schrella—, he estado un rato en el vestíbulo esperándote, y he visto reunirse a los primeros asistentes; efectivamente, he oído algo así como oposición; los primeros en llegar han sido los inofensivos, la infantería de la democracia, gente de la que no se habla muy mal; hablaban de marcas de coches y de casas de fin de semana y se comunicaban mutuamente que la Costa Azul empezaba a resultar moderna precisamente porque estaba tan concurrida; y que —a pesar de todos los pronósticos contrarios— empezaba a ponerse de moda entre los intelectuales viajar por agencias de viaje. ¿Se llama a eso aquí esnobismo recíproco o dialéctica? Tendrás que informarme sobre eso; un snob inglés te diría. «Si me da usted diez cigarrillos le vendo mi abuela»; esos de aquí te venderían efectivamente su abuela por cinco cigarrillos; esos toman en serio su esnobismo; luego hablaron de escuelas, unos eran partidarios del humanismo, otros eran contrarios; bueno, es igual, yo les escuchaba porque me hubiera gustado enterarme de cuáles eran realmente sus preocupaciones; se repetían constantemente en voz baja y con tono respetuoso el nombre del personaje que esperaban esta noche, Kretz… ¿has oído alguna vez este nombre?
—Kretz —dijo Robert— es como si dijéramos la vedette de la oposición.
—Sí, la palabra oposición también la he oído varias veces; pero de sus conversaciones no pude sacar en claro a quién se dirigía su oposición.
—Si esperaban a Kretz, debían de pertenecer a la izquierda.
—Por lo que he entendido, este Kretz es una especie de lumbrera, lo que se llama una esperanza, ¿verdad?
—Sí —dijo Robert—, fundan en él muchas esperanzas.
—Le he visto —dijo Schrella—; ha llegado el último; si este es una esperanza, ya me gustaría saber qué es una desilusión… Me parece que si algún día me decidiera a matar a alguien, le tocaría a él. ¿Estáis todos ciegos? Naturalmente, se trata de un hombre listo y culto, capaz de citar a Herodoto en lengua original, y eso, a esa tropa, que no puede liberarse de su obsesión de cultura, les suena como música celestial; pero espero, Robert, que no dejarías a tu hija ni a tu hijo ni siquiera un minuto solos con este Kretz; de tanto esnobismo, ya no sabe ni a qué sexo pertenece. Esta gente juega a la decadencia, Robert, pero no lo hacen bien; solo les falta un «largo» para que resulte un entierro de tercera…
El timbre del teléfono interrumpió a Schrella, que siguió a Robert, el cual se dirigió a la mesita del rincón para descolgar el auricular.
—¿Leonore? —dijo Robert—; me alegro de que mi padre la haya invitado, y perdóneme por lo que le dije esta mañana. Mi padre la espera en la habitación 212. ¿Una carta del señor Schrit? ¿Los cálculos de x5 están todos equivocados? Ya me ocuparé de ellos, llamaré a Schrit. Pero, de todos modos, muchas gracias, Leonore, y hasta luego.
Robert colgó el auricular y volvió a dirigirse a Schrella:
—Me parece… —dijo, pero un ruido extraño, seco y no muy fuerte le interrumpió.
—Dios mío —exclamó Schrella. Eso ha sido un tiro.
—Sí —dijo Robert—, ha sido un tiro. Me parece que será mejor que subamos.
Hugo leyó: «Declaración de renuncia: Por el presente documento, me declaro conforme con que mi hijo Hugo»… importantes sellos debajo, firmar; pero la voz que tanto miedo le había infundido no apareció; ¿cuál era aquella voz que le había ordenado que cubriera la desnudez de su madre cuando ella volvía de sus correrías y echándose encima de la cama murmuraba aquella fúnebre letanía: Para qué, para qué, para qué? Hugo había sentido compasión, había cubierto su desnudez y le había dado de beber, incluso, enfrentándose con el peligro de ser sorprendido por los de la escuela, azotado y llamado cordero de Dios; se había llegado hasta la tienda y había mendigado dos cigarrillos; ¿cuál era aquella voz que le ordenaba jugar a la canasta con Esas cosas no tendrían que nacer; que le advertía que no entrara en el dormitorio de la sacerdotisa de los corderos; que ahora le sugería que murmurara para sí mismo la palabra: «padre»?
Para combatir el miedo que le dominaba, lanzó otras palabras detrás de aquella: hermano y hermana, abuelo y abuela y tío, pero estas palabras no mitigaron su angustia; añadió más palabras: dinámica y dinamita, billar y corrección, cicatrices en la espalda, coñac y cigarrillos, rojo y verde, blanco y verde; pero el miedo no menguó; tal vez pudiera calmarlo con actos: Hugo abrió la ventana y contempló la multitud que hablaba en voz baja; ¿era un murmullo amenazador o simpático?; castillo de fuegos artificiales sobre el cielo azul oscuro; haces de color naranja que parecían manos que agarrasen algo; cerró la ventana; alisó el uniforme color violeta que estaba colgado de una percha delante de la puerta; abrió la puerta del pasillo: la excitación llegaba hasta el último piso: ¡un herido grave en la habitación 211! Barullo, pasos arriba, pasos abajo y dominándolo todo una voz penetrante de policía que no cesaba de repetir: «¡Dejen pasar, dejen pasar!».
¡Dejen pasar! ¡Dejen pasar! Hugo tuvo miedo y murmuró la palabra: «Padre». El director había dicho: «Nos harás mucha falta; ¿no hay más remedio? Tan súbitamente», y él no lo había pronunciado, solo lo había pensado: «Sí, no hay más remedio, tan súbitamente, ya es hora», y cuando Jochen dio la noticia del accidente, la sorpresa del director por su marcha quedó olvidada; el director no había recibido la noticia de Jochen con horror, sino con evidente satisfacción; no había bajado la cabeza en señal de tristeza, sino que se había frotado las manos. «No tenéis idea de lo importante que puede ser eso para nosotros. Un escándalo de ese tipo puede dar al hotel un auge insospechado. Los titulares no hablarán de otra cosa. Un asesinato no es un suicidio. Jochen, y un asesinato político no es un asesinato cualquiera. Si no está muerto haremos como si estuviera a punto de morir. Vosotros no tenéis ni idea; hay que poner por lo menos: “la muerte puede ser inminente”; todas las llamadas telefónicas quiero que pasen por mi aparato; nada de tonterías. Dios mío, no pongáis todos esas caras de corderos degollados. Hay que conservar la serenidad, poner cara de ligero sentimiento como alguien que lamenta una muerte, pero que se ve consolado con la tan esperada herencia. Ea, muchachos, cada cual a su sitio. Nos van a llover los telegramas pidiendo que les reservemos habitaciones. Precisamente M.; no tenéis idea de lo que representa. Solo deseo que no haya algún suicidio por medio que nos lo venga a enredar. Llama al señor del 11; no me importa que se ponga furioso y se marche… caramba, el castillo de fuegos artificiales habría tenido que despertarle. Ea, muchachos, al ataque».
—Padre —pensó Hugo—, tienes que venirme a buscar aquí, no me dejan ir a la habitación 212.
Luces de relámpago iluminaban la penumbra de la escalera; apareció el rectángulo luminoso del ascensor llevando a los huéspedes de las habitaciones 213 a 226, que a causa del acordonamiento tenían que subir hasta el tercer piso y bajar luego por la escalera de servicio; por la puerta del ascensor irrumpió una oleada de murmullos; trajes negros, vestidos claros, rostros alterados, labios que se contraían para pronunciar la palabra «sospecha» y la palabra «escandaloso»; Hugo cerró su puerta demasiado tarde: ella le había descubierto, corría a lo largo del pasillo en dirección a su cuarto; Hugo acababa de echar la llave por dentro cuando el pomo de la puerta se movió violentamente.
—Abre, Hugo, anda, abre —le decía ella.
—No.
—Te lo mando.
—Hace un cuarto de hora que ya no estoy al servicio del hotel, señora.
—¿Te marchas?
—Sí.
—¿Adónde?
—Me voy a casa de mi padre.
—Abre, Hugo, anda, abre, no te haré daño y no volveré a asustarte; no puedes marcharte; yo sé que no tienes padre, lo sé perfectamente; te necesito, Hugo… es a ti a quien esperan, Hugo, y tú lo sabes; verás las cinco partes del mundo, y vivirás en los mejores hoteles, donde todos estarán a tus pies; no necesitas decir ni una palabra, tu mera presencia basta; tu rostro, Hugo… anda, abre, no puedes marcharte.
Las sacudidas del pomo de la puerta interrumpían sus palabras, marcaban las comas en el torrente suplicante de su voz.
—… No te lo pido por mí, Hugo; olvida lo que te he dicho y lo que te he hecho; ha sido dictado por la desesperación… ven, abre, hazlo por ellos; te están esperando, eres nuestro cordero…
Nueva sacudida del pomo.
—¿Qué busca usted aquí? —preguntó ella.
—Vengo en busca de mi hijo.
—¿Hugo es hijo suyo?
—Sí; abre, Hugo.
Era la primera vez que no le oía decir por favor, pensó Hugo; dio la vuelta a la llave y abrió la puerta.
—Ven, hijo mío, vámonos.
—Sí, padre, ya voy.
—¿No llevas más equipaje que ese?
—No.
—Ven.
Hugo tomó su maleta y se sintió aliviado de que la espalda de su padre cubriera el rostro de aquella mujer. Todavía oyó sus sollozos cuando bajaba por la escalera de servicio.
—No lloréis, hijos míos —dijo el anciano—; volverá y vivirá con nosotros; seguro de que la abuela se entristecería si viera que dejamos que el vino se vuelva agrio; ese hombre no ha sido herido gravemente y espero que no se le marchará de la cara esa expresión de gran sorpresa; esa gente se cree inmortal… un ruidito seco como el de hace un rato puede obrar milagros. Ea, muchachas, cuidaos de los regalos y de las flores; Leonore se encargará de ordenar las flores. Ruth de las tarjetas de felicitación, Marianne de los regalos. El orden es media vida… ¿qué debe ser la otra media? No puedo remediarlo, hijos míos; no consigo estar triste. Hoy ha sido un gran día; me ha devuelto a mi mujer y me ha regalado un hijo… ¿me permite que le llame así, Schrella? El hermano de Edith… incluso he ganado un nieto, ¿verdad, Hugo?… todavía no puedo decidirme a llamarte nieto, no sabría decir qué voz me ordena que no te llame nieto.
Sentaos, las muchachas nos prepararán unos bocadillos, asaltad las cestas, hijos míos, pero no desordenéis los montones que ha hecho Leonore; lo mejor será que cada uno se siente sobre un año de papeles; usted Schrella, siéntese en el montón A, que es el más alto; ¿me permites que te ofrezca el año 1910, Robert? Es el inmediatamente inferior. Tú, Joseph, búscate tú mismo el que más te guste: 1921 no está mal. Me parece que así estaréis bien; sentaos: bebamos el primer trago a la salud del Señor M., con el deseo de que jamás se borre de su cara la expresión de sorpresa…, el segundo lo dedicaremos a mi mujer: quiera Dios bendecir su buena memoria. Por favor, Schrella, ¿quiere mirar quién llama a la puerta?
¿Dice que es un tal señor Gretz que quiere felicitarme? Espero que no traerá el jabalí al hombro. ¿No? Menos mal. Mire, Schrella, haga el favor de decirle que ahora no le puedo recibir; o espere, ¿crees, Robert, que este no sería el día y el momento oportuno para recibir al tal señor Gretz? No, ¿verdad? Gracias, Schrella. Hoy es el día y este es el momento propicio para renunciar a los falsos sentimientos de vecindad; dos palabras pueden costar la vida: «Eso es pecado y vergüenza» dijo la vieja señora Gretz; un ademán puede costar la vida, un pestañeo mal interpretado; sí, Hugo, vuelve a escanciar vino… espero que no te ofenderá que aquí, en familia, sepamos apreciar tus habilidades y nos hagamos servir.
Pon tranquilamente los grandes ramos delante de la vista de Sankt Anton, y los más pequeños, a derecha e izquierda, en el borde de la mesa reservado a los rollos de dibujos; los rollos sácalos y tíralos; no hay nada en ellos y solo sirven de adorno. ¿Hay alguien entre nosotros que piense aprovechar ese hermoso papel? ¡Tal vez tú, Joseph! ¿Por qué estás sentado tan incómodo? Has elegido el año 1941: es un año muy flaco. Muchacho, el año 1945 hubiera sido mejor, entonces me llovían los encargos, casi tantos como en el año 1909, pero me desanimé, hijo mío. Aquel sorry me quitó las ganas de construir. Ruth, amontona las direcciones de los que me han felicitado sobre mi mesa de dibujo, haré imprimir unas tarjetas dando las gracias, y tú me ayudarás a escribir las direcciones; a cambio de ello te compraré algo que te guste en casa de Helene Horuschka: ¿cómo os parece que deberá redactarse el texto que dé las gracias? «Mis más efusivas gracias por su atención con motivo de mi octogésimo aniversario». Tal vez dibuje personalmente algo en cada tarjeta impresa, ¿qué te parece, Joseph? Un pelícano o una serpiente… ¿qué os parecería un búfalo?… por favor, Joseph, ve tú ahora a abrir la puerta y mira quién es que viene tan tarde.
¿Cuatro empleados del café Kroner? ¿Traen un regalo que crees que no puedo rehusar? Bueno, pues que entren.
Lo entraron con mucho cuidado, dos camareros y dos muchachas de la sección de pastelería: una tabla rectangular, mucho más larga que ancha, cubierta con un lienzo blanco como la nieve; el anciano pareció sobrecogido: ¿traerían un cadáver? ¿No sería la nariz, aquello que sobresalía debajo del lienzo como si fuera la punta de un bastón? Lo llevaban con mucho tiento, como si el cadáver fuera muy precioso; reinaba un silencio absoluto; las manos de Leonore se quedaron heladas sobre el ramo, Ruth sostenía una felicitación con orla de oro, Marianne no se decidía a dejar la cesta vacía.
—No, no —dijo el anciano en voz baja—, no lo dejen en el suelo; hijos, disponed un par de caballetes de dibujo.
Hugo y Joseph sacaron dos caballetes que había en un rincón y los pusieron en el centro del estudio sobre los montones de los años 1936 a 1939; el silencio reinó de nuevo cuando los dos camareros y las dos muchachas dejaron la tabla sobre los caballetes y ellos se colocaron en las cuatro esquinas, tomaron cada uno una punta del lienzo y, obedeciendo a un «va» seco y preciso del camarero más viejo, lo levantaron.
Al anciano se le encendió el rostro; se precipitó sobre el pastel, levantó los puños como un tambor que reúne sus fuerzas para un furioso redoble y, durante unos instantes, pareció que iba a destrozar la obra de bizcocho empolvada de azúcar. Pero dejó caer de nuevo los puños, las manos le quedaron colgando fláccidas a ambos lados del cuerpo y se rio quedamente; luego hizo una reverencia a las chicas, otra a los camareros, recuperó su actitud digna y, sacándose la cartera del bolsillo de la chaqueta, dio un billete a cada uno de los cuatro.
—Les ruego que den mis más expresivas gracias a la señora Kroner y díganle, por favor, que por circunstancias muy importantes me veré obligado a renunciar a los desayunos… circunstancias muy importantes; a partir de mañana no desayunaré más en el café Kroner.
Esperó a que los camareros y las chicas se hubiesen marchado y exclamó:
—Ea, hijo míos, dadme un cuchillo grande y un plato para el pastel.
Lo primero que cortó fue la cúpula de la iglesia de la abadía, y tendió el plato a Robert.