El conserje miró inquieto al reloj: ya habían dado las seis. Jochen no había venido a relevarle, y el señor del once llevaba veintiuna horas durmiendo; había colgado el cartelito «No estorbar» en el pomo de la puerta y, no obstante, hasta el momento presente, nadie había sentido el silencio de muerte detrás de la puerta cerrada; nadie murmuraba, no había ninguna camarera que chillara; era hora de la cena: trajes oscuros, vestidos claros, mucha plata, luz de velas, música; con el cocktail de langosta, Mozart; con el asado, Wagner; y a la hora del postre, hot.
La desgracia se mascaba en la atmósfera; alarmado, el conserje volvió a mirar al reloj, que avanzaba con demasiada lentitud, segundo tras segundo, hacia el momento en que la desgracia se haría pública; volvía a sonar el teléfono: minuta I al 12, minuta III al 218, champaña al 14; adúlteros de fin de semana que pedían los estimulantes necesarios; cinco trotamundos se arrastraban por el vestíbulo, esperando el autobús que les llevaría al avión nocturno; sí, señora, la primera a la izquierda, la segunda a la derecha, la tercera a la izquierda, la necrópolis infantil romana está iluminada por la noche, está permitido tomar fotografías; la vieja Blessiek estaba tomando su oporto, sentada allá en el fondo, en un rincón; había podido apoderarse, finalmente, de Hugo, que le leía en voz alta el periódico local: «Rateros frustrados. Ayer por la tarde, en el Ehrenfeldgürtel, un joven intentó robar el bolso a una anciana, pero la valiente abuelita pudo… El ministro de asuntos exteriores, Míster Dulles…». «Eh, tonterías, tonterías», dijo la vieja Blessiek. «No quiero nada político, ni internacional, lo único que me interesa son las noticias locales», y Hugo leyó: «La primera autoridad municipal recibe a un notable boxeador…».
El tiempo difería sarcásticamente el estallido de la desgracia, mientras tintineaban suavemente las copas, las bandejas de plata eran dejadas encima de las mesas, y los platos de porcelana iban y venían al compás de música de calidad; levantando las manos en señal de aviso y amenaza, el chófer de la compañía de aviación estaba en la puerta giratoria, que luego volvía a apoyarse sobre el felpudo; el conserje miró nervioso su bloc de notas: «a partir de las 18.30, reservar una habitación de fachada para el señor M.; 18.30, habitación doble para el señor Fähmel y esposa, indispensable fachada; 19.00, sacar a paseo el perro Kässi del 114»; precisamente en aquel momento pasaban los huevos fritos especiales para aquel perrito, la yema dura y la clara banda, unas rodajas de embutido frito, y como siempre, aquel desagradable animalito rehusaría melindroso la comida; el señor del 11 ya llevaba veintiuna horas y dieciocho minutos durmiendo.
Sí, señora, el castillo de fuegos artificiales empieza media hora después de la puesta de sol, a eso de las diecinueve y media; el desfile de los excombatientes será hacia las diecinueve y cuarto; lo siento, no puedo darle información sobre si asistirá el ministro. Hugo leía con su voz de recién salido de escuela: «Y los consejeros municipales entregaron al boxeador no solo el diploma del mérito ciudadano, sino también la placa de oro de Marsilio, que únicamente se otorga en casos de mérito cultural extraordinario. Un banquete coronó tan solemne acto». Por fin, los trotamundos abandonaron el vestíbulo; sí, señores, el banquete para la oposición de izquierda, en la sala azul; no, para la oposición de derecha, la sala amarilla; el señor encontrará las indicaciones que le señalarán el camino; ¿quién pertenecía a la izquierda, quién a la derecha? No podía adivinarse por el aspecto; para esas cosas. Jochen hubiera sido más indicado, ya que su instinto no le engañaba jamás cuando se trataba de clasificar a alguien; era capaz de reconocer al verdadero señor en un traje usado, como, reconocía inmediatamente al proletario en el mejor traje; Jochen hubiera sabido distinguir la oposición de derecha de la oposición de izquierda; ni siquiera las minutas se diferencian una de otra… ¡ah!, había también otro banquete; Consejo de administración de la «Societas, la más útil de la comunidad»; sala roja, señor; todo el mundo tenía la cara parecida todo el mundo comería cocktail de langosta como entremés los de la izquierda, los de la derecha y el consejo de administración; escucharían a Mozart con el entremés, a Wagner con el asado, cuando comieran las salsas pesadas, y hot a la hora del postre; sí a la sala roja, señor: el instinto de Jochen no fallaba nunca cuando se trataba únicamente de lo social, pero fracasaba cuando había algo más. Cuando apareció la sacerdotisa de los corderos, fue Jochen quien murmuró: «Cuidado, esa es de primera categoría», y cuando luego vino aquella pequeña pálida, con el cabello largo y enmarañado, con solo un bolso y un libro debajo del brazo. Jochen murmuró: «Puta», y yo le dije: «Lo hace con cualquiera, pero no cobra nada, por lo tanto no es una puta». Jochen replicó: «Lo hace con cualquiera y cobra», y Jochen tenía razón. En cambio, no tenía instinto para la desgracia; cuando luego llegó la otra, aquella rubia, tan elegante, con sus trece maletas, yo le dije, al verla entrar en el ascensor: «¿Qué te apuestas a que no la volvemos a ver viva?», y Jochen dijo: «No digas tonterías, esa solo se ha escapado por un par de días de su marido»; y ¿quién tuvo razón? ¡Yo! Pastillas para dormir y el cartelito No molestar, por favor, en la puerta; durmió veinticuatro horas, y entonces empezaron los murmullos: «Una muerta, una muerta en el 118»; vaya broma cuando por la tarde hacia las tres llega la patrulla criminal y a las cinco sacan un cadáver del hotel; vaya broma.
¡Hum! ¿Quién será ese cara de búfalo? Armario ropero con aire diplomático, cien kilos, andares de perro bassel ¡qué traje, Dios mío, qué traje! Olía a tipo importante, se mantuvo en segundo término mientras otros dos tíos menos importantes se acercaban a la mesa de recepción: La habitación para el señor M., por favor. Ah, sí, habitación 211, Hugo, ven, acompaña a los señores; trescientos kilos envueltos en paño inglés se deslizaron silenciosamente hacia arriba.
—Jochen, Jochen, por el amor de Dios, ¿dónde has estado tanto rato?
—Perdóname —dijo Jochen—, ya sabes que casi nunca llego tarde; sobre todo cuando tu mujer y tus hijos te están esperando; hubiera querido ser puntual, pero cuando se trata de mis palomas, mi corazón vacila entre el deber de amigo y el deber de criador de palomas, y cuando suelto seis palomas, quiero que regresen seis, pero solo llegaban cinco, ¿comprendes?, la sexta se ha retrasado diez minutos y el pobre animalito ha llegado completamente agotado; anda, vete, si queréis encontrar un lugar para ver el castillo de fuegos artificiales, tienes que darte prisa; sí, ya lo veo, la oposición de izquierda en la sala azul, la oposición de derecha en la amarilla y el consejo de administración de «los más útiles a la comunidad» en la sala roja; no está mal para un fin de semana; eso resulta menos movido que cuando se reúnen los coleccionistas de sello o la asociación de bebedores de cerveza; no pases pena, ya me entenderé yo con ellos, moderaré mis sentimientos aunque por mi gusto daría de puntapiés en el trasero a los de la oposición de izquierda, a las derechas y a los más útiles a la comunidad les escupiría en el plato; pero no te alarmes, el pabellón de la casa se mantendrá en alto; y además también me ocuparé de tus candidatos a suicida; sí, señora, diré a Hugo que a las nueve suba a jugar a cartas a su habitación, sí, señora: ¿dices que el señor M. ya está aquí? No me gusta el señor M, aunque no le haya visto, confieso que no me gusta; sí, señor, champaña al 211 y tres Partagás Eminentes; ¡por el aroma de su cigarro los conoceréis! Dios mío, por allá viene toda la familia Fähmel.
Niña, niña, ¿qué ha sido de ti? Cuando te vi por primera vez, en ocasión del desfile ante el Kaiser en 1908, el corazón se me puso a latir con más fuerza, a pesar de que sabía que florecitas como tú no crecen para gente como nosotros; yo llevé el vino tinto a la habitación donde tú estabas con papá y mamá. Niña, quien hubiera dicho que te convertirías en una abuela de pies a cabeza, cabellos blancos y toda encogidita; te podría llevar con una sola mano a la habitación de arriba, y lo haría con mucho gusto si me lo permitieran; pero no me lo permiten, niña viejecita, ¡qué lástima!, sigues siendo tan linda.
—Señor consejero, habíamos reservado la habitación número 212 para usted y su esposa, perdón, para su esposa y usted. ¿Hay que recoger el equipaje en la estación? ¿No? ¿Hay que ir a buscar algo a su domicilio? ¿Tampoco? Ah, solo para un par de horas, mientras duran los fuegos artificiales y para ver el desfile de los excombatientes. Naturalmente, en la habitación caben seis personas, un gran balcón, y si lo desea, podemos correr las camas. ¿No es necesario? Hugo, Hugo acompaña a los señores al 212 y llévate también una carta de los vinos; yo indicaré la habitación a los jóvenes cuando lleguen; naturalmente, señor consejero, el salón de billar está reservado para usted y el señor Schrella; relevaré a Hugo de su servicio para que pueda atenderles: sí, es un muchacho muy simpático, ha estado toda la tarde pegado al teléfono sin dejar de marcar; creo que no olvidará el número de su teléfono y el de la Pensión Moderna en toda su vida; que ¿por qué desfila hoy la asociación de excombatientes? Será el cumpleaños de algún mariscal, creo que del héroe de Husenwald; volveremos a oír la hermosa canción: «Patria mía, tiemblan tus huesos»; bueno, que tiemblen, si quieren, ¿verdad, doctor? ¿Dice usted que siempre han temblado? Permítame que le diga…, perdone que exponga mi opinión política personal… ¡Cuidado cuando tiemblen de nuevo, mucho cuidado!
—Estuve aquí otra vez —dijo la abuela en voz baja—, te miré pasar el día del desfile del Kaiser, en enero de 1908; tarde de Kaiser, querido, un frío atroz; yo temblaba pensando si resistirías la última, la más difícil de todas las pruebas: la prueba del uniforme. En el balcón vecino estaba el general y brindó dirigiéndose a papá, a mamá y a mí; en efecto, resististe la prueba, viejo; no me mires tan alarmado, sí, alarmado, no me habías mirado nunca de esta manera, pon la cabeza en mi regazo, fuma tu cigarro y perdóname si ves que tiemblo: tengo miedo. ¿Has visto la cara del muchacho? ¿No podría muy bien ser el hermano de Edith? Tengo miedo y debes comprender que todavía no puedo regresar a nuestro hogar, quizás nunca más; no puedo volver a entrar en el círculo…, tengo miedo, mucho más que entonces; es evidente que vosotros os habéis acostumbrado a estas caras, pero yo empiezo ahora a echar de menos a mis inofensivos locos. ¿Estáis ciegos? ¿Se os puede engañar con tanta facilidad? Esos os matarán por menos de un ademán, por menos de un pedazo de pan con mantequilla. Ya no es necesario que seas moreno o rubio, ya no hay que recurrir a la fe de bautismo de tu abuela, esos os matarán cuando no les gusten vuestras caras; ¿no has visto los carteles en las paredes? ¿Estáis ciegos? Resulta que ya no sabes dónde te encuentras; yo te aseguro que todos han comido del sacramento del búfalo; duros de mollera como una piedra, sordos como una tapia y tan terriblemente inofensivos como la última encarnación del búfalo; dignidad, dignidad; tengo miedo, viejo; ni siquiera en 1935, ni siquiera en 1942 me sentí tan extraña entre los hombres; tal vez con el tiempo me acostumbre a esas caras, pero necesitaré siglos enteros para ello; dignidad, dignidad, y ni rastro de dolor en el rostro; ¿qué es un hombre sin dolor? Dame otro vaso de vino y no mires con recelo mi bolso; vosotros conocíais la medicina, pero yo soy la que la aplicará; tú tienes el corazón limpio y no sospechas lo malo que es el mundo; hoy te pido todavía otro gran sacrificio; anula la fiesta en el café Kroner, destruye la leyenda, no obligues a tus nietos a escupir a tu monumento; al contrario, procura que no te lo erijan; el queso con pimienta jamás te ha gustado; deja que los camareros y las muchachas que ayudan en la cocina se sienten a la mesa de la fiesta y coman tu cena de cumpleaños; nosotros nos quedaremos en este balcón, disfrutaremos del atardecer de verano de la familia, beberemos vino, contemplaremos el castillo de fuegos artificiales y el desfile de los excombatientes; ¿por qué dicen que combaten? ¿Quieres que tome el teléfono y anule el encargo del café Kroner?
En el portal de Sankt Severin se reunían ya los hombres uniformados de azul, formaban grupos, fumaban, llevaban banderas rojiazules con una gran K negra en medio; la banda ensayaba ya la canción. «Patria mía, tiemblan tus huesos»; en los balcones tintineaban discretamente los vasos de vino, los cubos del champaña hacían un ruido metálico, los corchos salían disparados en el oscuro azul del cielo del atardecer; las campanas de Sankt Severin dieron las siete menos cuarto; tres caballeros vestidos con traje oscuro salieron al balcón de la habitación número 212.
—¿Cree usted de verdad que nos pueden ser útiles? —preguntó M.
—Estoy convencido —dijo uno.
—Sin duda alguna —dijo el otro.
—Pero ¿ese testimonio de simpatía no nos hará perder más electores de los que podamos ganar con él? —preguntó el señor M.
—La agrupación de excombatientes es tenida por no radical —dijo uno.
—No puede perder nada —dijo el otro—, solo juega a ganar.
—¿Cuántos votos son? En el caso más favorable y en el más desfavorable.
—En el mejor de los casos unos ochenta mil, y en el peor unos cincuenta mil; decídase.
—Todavía no estoy decidido —dijo M.—; espero todavía instrucciones de K. ¿Creen ustedes que hemos podido escapar hasta ahora a la curiosidad de la prensa?
—Absolutamente, señor M. —dijo uno.
—¿Y el personal del hotel?
—Completamente discreto, señor M. —dijo el otro—. Las instrucciones del señor K. deben estar al llegar.
—A mí no me gustan esos muchachos —dijo el señor M.—; son gente que cree en algo.
—Ochenta mil votos tienen derecho a creer en algo, señor M. —dijo uno.
Risas, tintineo de copas, teléfono.
—Sí, soy el señor M. ¿He comprendido bien? ¿Demostrar simpatía? Está bien.
—El señor K. se ha decidido favorablemente, señores, podemos sacar las sillas y la mesa al balcón.
—¿Qué pensarán los extranjeros?
—Piensen lo que piensen, siempre se equivocan.
Risas, tintineo de copas.
—Bajo a la calle a avisar al oficial que manda el desfile para que se fije en este balcón.
—No, no —dijo el anciano—, no quiero descansar en tu regazo, no quiero contemplar el cielo azul; ¿has dicho a los del café Kroner que digan a Leonore que venga aquí? Tendrá una desilusión; tú no la conoces; es la secretaria de Robert: una muchacha muy simpática; no quiero que se pierda la fiesta; no tengo el corazón limpio y sé perfectamente lo malo que es el mundo; me siento extraño, más extraño que cuando íbamos al Anker, allí en el puerto alto, a llevar el dinero al camarero que se llamaba Groll; mira, allá abajo están formando para el desfile —cálida tarde de verano, empieza el crepúsculo, de la calle suben risas—; ¿quieres que te ayude, querida? A lo mejor no sabes que en el taxi has puesto tu bolso sobre mis piernas; es algo pesado, pero no lo es bastante, ¿qué quieres hacer con ese cacharro?
—Quiero matar a aquel gordo que va montado en el caballo blanco. ¿Le ves, no le reconoces?
—¿Crees que podría olvidarlo jamás? Él fue quien mató en mí la risa, quien rompió el resorte del aparatito de relojería que había escondido en mí; él fue quien hizo ejecutar a aquel muchacho rubio, quien se llevó al padre de Edith, a Groll y al chico cuyo nombre no supimos jamás; él me enseñó que un ademán puede costar la vida; él hizo que Otto no fuera más que el envoltorio de Otto… y no obstante, yo no le mataría. Me he preguntado muchas veces por qué vine a esta ciudad. ¿Para llegar a ser rico? No, tú lo sabes. ¿Porque te quería? No, porque no te conocía y por lo tanto no te podía amar aún. ¿Por orgullo? No. Me parece que lo único que quería era reírme de ellos, y al final decirles: solo ha sido una broma. ¿Quería tener hijos? Sí. Los tuve: dos de ellos murieron pequeños, otro cayó en la guerra; me era extraño, más extraño todavía que los jóvenes que ahora levantan la bandera en la calle; ¿y el otro hijo? ¿Cómo estás, padre? Bien, ¿y tú? Bien, gracias, padre, ¿quieres algo de mí? No, gracias, tengo todo. ¿Abadía de Sankt Anton? Déjame que me ría, querida: polvo; ni siquiera excita mi sentimentalismo, y mucho menos me emociona; ¿quieres un poco más de vino?
—Sí, gracias.
Yo confié en el párrafo cincuenta y uno, querido; las leyes son elásticas… mira allá abajo a nuestro amigo Nettlinger; lo bastante inteligente para no presentarse de uniforme; pero, de todas maneras, presente y estrechando manos, dando palmadas en los hombros y tocando banderas; puestos a elegir, me parece que prefiero matar a ese Nettlinger… pero a lo mejor cambio de idea y no disparo contra el museo de allá abajo; el asesino de mi nieto está sentado en el balcón de al lado… ¿no le ves? Vestido de oscuro, decente, decente; este piensa de un modo distinto, obra de modo distinto y sus planes son distintos: está bien preparado; habla corrientemente el francés y el inglés, sabe latín y griego y ya ha colocado el punto en la página adecuada del misal para mañana: quincuagésima dominica después de Pentecostés; «¿cuál es el prefacio?», ha preguntado dirigiéndose a la alcoba de su esposa. No mataré al gordo que va montado en el caballo blanco; no dispararé contra el museo; no, solo necesito volverme un poco y no está a más de seis metros de distancia, tengo las máximas probabilidades de acertar; ¿de qué iba a servir si no mi vida de setenta y un años? No tendrá la muerte de un tirano, sino la muerte de un hombre decente; la muerte despertará en su rostro una expresión de estupor; ven, no tiembles, querido; voy a pagar el rescate; te digo que me divierte, respirar a fondo, apuntar en el blanco, buscando un punto de apoyo; no es necesario que te tapes los oídos, viejo, eso no hace más ruido que un balón que estalla; víspera de la quincuagésima dominica después de Pentecostés…