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—Acérquese, general, no hay motivo para sentirse intimidado; todos los recién llegados me son presentados primero a mí, porque soy la que llevo más tiempo en esta hermosa casa; ¿por qué da esos golpes con el bastón contra la inocente tierra del jardín, por qué hace constantemente una mueca, delante de cada pared, delante de la capilla, junto al invernadero y murmura: «Campo de tiro»? Expresión muy bella, por otra parte: «Campo de tiro»; vía libre a las balas y proyectiles; Otto, ¿verdad?, ¿Kösters? No, nada de familiaridades, no hay que decir nombres y además el nombre de Otto está ocupado; ¿me permite que le llame «Campo de tiro»? Se lo veo en la cara, se lo oigo en la voz, se lo huelo en el aliento; usted no solo ha comido del sacramento del búfalo, sino que ha vivido de él; hizo un régimen sistemático; ahora escúcheme, novato, ¿es usted católico? Naturalmente, lo contrario me hubiera sorprendido; ¿sabe ayudar a misa?; naturalmente, se educó en un colegio de padres católicos; permítame que me ría; hace ya semanas que andamos buscando a un acólito; a Ballosch le dieron de alta y se fue; ¿qué le parece si procurara hacerse útil por aquí? No eres más que un loco inofensivo, no eres peligroso, solo tienes la manía de murmurar «Campo de tiro», tanto si la ocasión lo requiere como si no; sabrás muy bien llevar el misal de la derecha a la izquierda, de la izquierda a la derecha del altar; sabrás hacer una genuflexión delante del sagrario, ¿verdad? Tienes una salud de hierro, eso forma parte de tu profesión, sabes golpearte el pecho y recitar el mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa y contestar kyrie eleison; ya ves de qué puede servir aún un general culto, educado en un colegio de padres católicos; te recomendaré al consiliario de la casa para que te tome de acólito; estás conforme, ¿verdad?

Gracias, se ve en seguida que es un caballero; no, por aquí, vamos al invernadero, quiero enseñarle una cosa que forma parte de su profesión, y, por favor, nada de galanterías superfluas, nada de complejos de clase de baile, por favor; tengo setenta años, usted setenta y tres, nada de besamanos, nada de galanteos de viejos; déjese de tonterías; oye lo que te voy a decir: ¿ves lo que hay allí, detrás del cristal verde?, pues aquello son armas, es el arsenal de nuestro buen jardinero mayor: con aquello se matan liebres y perdices, cornejas y ciervos, porque has de saber que nuestro jardinero mayor es un cazador entusiasta, y allí entre las escopetas hay un objeto negro monísimo, muy manejable, una pistola; ahora escupe lo que aprendiste cuando eras cadete o alférez y dime: ¿Ese cacharro es verdaderamente peligroso, se puede matar a alguien con él? No te me pongas pálido, viejo valiente, has comido toneladas de sacramento del búfalo y ahora pierdes el ánimo cuando te hago un par de preguntas sencillas; no empieces a temblar; es verdad que estoy un poco chiflada, pero no dispararé la pistola contra tu pecho de setenta y tres años para ahorrar al estado la pensión que te paga; no es mi intención ahorrar nada al estado; dame una respuesta militar a mis preguntas claras y militares. ¿Se puede matar a alguien con ese cacharro? ¿Sí? Está bien. ¿A qué distancia son mayores las probabilidades de dar en el blanco? A diez metros, a doce, veinticinco como máximo. No se excite usted de ese modo, ¡por el amor de Dios! Me asombra ver lo cobarde que puede llegar a ser un viejo general. ¿Dar parte? No hay que dar parte a nadie; se ve que os metieron en la cabeza como un embudo todo eso de los partes, y no sabéis hablar de otra cosa. Béseme la mano si quiere, pero calladito, nada de llevar recados, y mañana por la mañana ayudará a misa, ¿comprendido? Un acólito tan guapo, de cabellos blancos y tan apuesto, no lo han tenido aquí nunca; ¿no eres capaz de comprender una broma? Resulta que a mí me interesan las armas como a ti te interesa el campo de tiro; tienes que hacerte cargo de que en el reglamento tácito de este establecimiento se da por sentado que cada cual debe dejar que el prójimo se dé sus pequeños gustos; a ti se te respeta la manía del campo de tiro; discreción. Campo-de-tiro, recuerda la educación que recibiste… Adelante, y hurra por Hindenburg; ¿ves?, eso te ha gustado, lo importante es encontrar las palabras adecuadas… hay que volver por aquí, pasar junto a la capilla: ¿no quieres entrar un momento y examinar el lugar de tus futuras funciones? Sin agitarse, viejo; se ve que todavía te acuerdas: hay que descubrirse, mojar los dedos adecuados en la pila del agua bendita, y ahora hacer la señal de la cruz; así está bien; ahora arrodíllate, mira a la luz eterna, reza un Ave María y un Padrenuestro… ya está; hay que reconocer que no hay nada comparable a una educación católica; levántate, moja los dedos en el agua bendita, haz la señal de la cruz, deja pasar a la dama, ponte el sombrero; todo ha ido muy bien, ya volveremos a estar aquí: tarde de verano, árboles magníficos en un parque magnífico, un banco; Adelante y hurra por Hindenburg; eso te gusta, ¿verdad? ¿Te gusta también lo otro que dice: quiero un fusil, quiero un fusil? ¿Eso también te gusta? Déjate de bromas; después de Verdún esa clase de bromas se acabaron; allí murieron los últimos caballeros —cayeron demasiados caballeros, demasiados novios de una vez—, demasiados jóvenes bien educados: ¿has echado alguna vez las cuentas acerca de la cantidad de sudor de pedagogos que se malogró allí en unos cuantos meses? Y tan en vano. ¿Cómo no se os ocurrió nunca la idea de instalar una ametralladora en la entrada de la bolsa del trabajo para los que acababan de aprobar el examen de madurez, o en los patios de los institutos de segunda enseñanza, y matar a todos los jóvenes que se presentaran con la alegría de haber aprobado los exámenes en el rostro? ¿Lo encuentras exagerado? Pues permíteme que te diga que la verdad es siempre una exageración; yo todavía bailé con los bachilleres de 1905. 1906 y 1907, asistí a sus fiestas de estudiantes y bebedores de cerveza, pero de aquellos tres cursos más de la mitad cayeron en Verdún. ¿Qué te parece que quedó de los bachilleres de 1935, 1936, 1937, o incluso de los de 1941 y 1942? Puedes elegir el año que quieras. No empieces otra vez a temblar, nunca hubiera imaginado que un general viejo fuera tan cobarde. Déjalo ya; no pongas tus manos sobre las mías… ¿Cómo me llamo? Entiende bien que eso no se pregunta aquí, aquí no se dan tarjetas de visita, aquí no se brinda antes de tutear a uno, se tutea a todo el mundo sin pedir permiso, aquí se sabe que todos los hombres son hermanos, aunque hermanos enemigos; unos han comido del sacramento del cordero: son los menos, viejo; y los otros del sacramento del búfalo. Mi nombre es: quiero un fusil, yo quiero un fusil, mi apellido: adelante y hurra por Hindenburg; abandona definitivamente todos tus prejuicios burgueses, tus hábitos de caballero distinguido, aquí reina una sociedad sin clases; y no te lamentes de la pérdida de la guerra. Dios mío, ¿la habéis perdido, efectivamente? ¿Dos veces, una tras otra? A la gente como tú les desearía que perdieran siete guerras. Anda, no hagas más el lloricón, a mí lo mismo me da que hayas perdido una guerra como tres; la pérdida de los hijos, eso sí que es peor que la pérdida de las guerras: tú puedes ayudar a misa en el sanatorio de Denklingen; es una ocupación sumamente digna, y no me hables del futuro de Alemania; he leído en el periódico que el futuro de Alemania está perfectamente trazado. Si no tienes más remedio que llorar, llora; pero al menos, hazlo de un modo menos aparatoso. ¿Fueron injustos contigo? ¿Te hirieron en tu honor? ¿De qué le sirve a uno el honor, al fin y al cabo, si cualquiera se lo puede arañar, verdad? Pero puedes darte por contento, en este caserón estás bien tratado, aquí se preocupan de todos los dolorcitos que pueda sentir el alma, aquí se respetan todos los complejos; solo es cuestión de precio: si fueras pobre, habría palizas y duchas frías; pero aquí te siguen siempre el juego, se te da incluso permiso para salir, podrás ir a beber una cerveza a Denklingen; solo tienes que gritar «Campo de tiro, campo de tiro para el primer ejército, campo de tiro para el segundo», y alguien te contestará: «Sí, mi general»; el tiempo no se entiende en conjunto, sino únicamente como detalle; aquí no permiten que se convierta en historia, ¿me comprendes? No tengo inconveniente en reconocer que has visto mis ojos en otra ocasión, en alguien que tenía una cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz, ya te creo; pero esta clase de datos y de relaciones no están permitidas en esta casa; aquí siempre es hoy, hoy es Verdún, hoy ha muerto Heinrich, ha muerto Otto en el frente, hoy estamos a 31 de mayo de 1942. Hoy me dice Heinrich al oído: «Adelante y hurra por Hindenburg». Tú le conociste, estrechaste su mano, o mejor dicho, él te la estrechó a ti; está bien, pero ahora vamos a trabajar un poquito; todavía recuerdo cuál es la oración que más les cuesta aprender a los acólitos: tuve que aprenderla con mi hijo Otto: Suscipiat Dominus sacrificium de manibus tuis ad laudem et gloriam nominis sui —ahora viene lo más difícil, viejo— «ad utilitatem quoque nostram, totiusque Ecclesiae suae sanctae»; repítelo, viejo… no: «ad utilitatem», no «utilatem» —esta equivocación la hacen todos—; te lo apuntaré en un papel, si quieres, o búscalo en tu devocionario… y ahora, adiós, es la hora de la cena, Campo-de-tiro; que aproveche…

Por los anchos y negros caminos, junto a la capilla, de nuevo hasta el invernadero; solo las paredes fueron testigos cuando la anciana abrió la puerta con la llave y se dirigió, sin hacer ruido, al despacho del jardinero mayor, pasando junto a macetas vacías y a parterres malolientes; tomó la pistola del estante; abrió el bolso negro y suave, el cuero se cerró alrededor de la pistola, el cierre no prestó apenas resistencias a sus dedos; lo cerró y, sin hacer ruido, sonriente, acariciando las macetas vacías, salió del invernadero y volvió a cerrar la puerta tras de sí; solo las oscuras paredes fueron testigos cuando ella sacó la llave de la cerradura y volvió a dirigirse lentamente a la casa, por los anchos y negros caminos.

Huperts estaba poniendo la mesa para la cena, en su habitación; té, pan, mantequilla, queso y jamón; levantó sonriendo la mirada y dijo:

—Tiene usted un aspecto magnífico, señora…

—¿De veras? —contestó ella—. Dejó el bolso encima de la cómoda, se quitó el sombrero, descubriendo su cabello castaño, y dijo sonriendo:

—Me gustaría que el jardinero me trajera unas cuantas flores.

—Ha salido —dijo Huperts—, tiene libre hasta mañana por la noche.

—¿Y aparte de él, nadie puede entrar en el invernadero?

—No, señora; en eso es terriblemente celoso.

—Entonces tendré que esperar a mañana por la noche, o también puedo ir a buscármelas a Denklingen o a Doderingen.

—¿Se dispone a salir, la señora?

—Sí, probablemente sí, hace una tarde preciosa, ¿puedo salir, verdad?

—Claro que sí, claro que sí que puede, pero si prefiere puedo llamar al señor consejero, su esposo, o al doctor, su hijo.

—Ya lo haré yo misma, Huperts, póngame en comunicación con el exterior, por favor, pero para una conferencia larga, ¿comprende?

—Naturalmente, señora.

Cuando Huperts hubo salido, ella abrió la ventana, tiró la llave del invernadero al montón de la basura, volvió a cerrar la ventana, se sirvió un poco de té y de leche en una taza, se sentó, atrajo hacia sí el teléfono y murmuró en voz baja, tratando de dominar con la mano izquierda la mano derecha que le temblaba al ir en busca del auricular.

—Vamos, vamos, me dispongo a volver a la vida con la muerte en el bolso; nadie lo sabía, que este contacto con el frío metal sería suficiente; tomaron la palabra fusil demasiado al pie de la letra; no necesito ningún fusil; una pistola me basta; ven, dime qué hora es, dímelo tú, voz suave, ¿sigues siendo la misma y vale marcar el mismo número de siempre para llegar a ti?

Tomó el auricular con la mano izquierda y escuchó la señal que hace la central telefónica:

«Basta que Huperts oprima un botoncito y, al instante, llegan el tiempo, el mundo, el presente, el futuro de Alemania. Me gustará ver qué aspecto tiene cuando salga yo del castillo encantado».

Con la mano derecha, marcó: uno, uno, uno y oyó la voz suave que decía: «Cuando suene la señal serán las diecisiete y cincuenta y ocho minutos, treinta segundos», silencio agobiador, un golpe de gong; la voz suave: «Cuando suene la señal serán las diecisiete y cincuenta y ocho minutos, cuarenta segundos». El tiempo fluyó a su rostro y lo llenó de mortal palidez, mientras la voz decía: «Diecisiete y cincuenta y nueve minutos, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta segundos»; un golpe de gong: «Son las dieciocho del día 6 de septiembre de 1958», dijo la voz suave… Heinrich tendría cuarenta y ocho años, Johanna cuarenta y nueve y Otto cuarenta y uno; Joseph tenía veintidós, Ruth diecinueve… y la voz dijo: «Cuando suene la señal, serán las dieciocho y un minuto». Atención, de lo contrario, me volveré loca de verdad, el juego se convertirá en algo serio y caeré de nuevo y definitivamente en el eterno presente, no volveré a encontrar el peldaño, correré alrededor de los muros cubiertos de hiedra sin hallar la entrada; no debo aceptar la tarjeta de visita del tiempo como si fuera un reto para el duelo: 6 de septiembre de 1958, las dieciocho, un minuto y cuarenta segundos; el puño lleno de venganza ha roto el espejo de mi bolso, solo me quedan dos añicos que me muestran la palidez mortal de mi cara; yo oí el retumbar de la voladura, duró varias horas, yo oí el murmurar indignado de la gente: «han destruido nuestra abadía»; guardianes y porteros, jardineros y panaderos confirmaron la terrible noticia, que no encuentro tan terrible; campo de tiro; cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz; ojos azules oscuros; ¿quién podría ser? ¿Fue él? ¿Quién? Yo volaría todas las abadías del mundo por recobrar a Heinrich, para que Johanna volviera de entre los muertos, y Ferdi y el camarero que se llamaba Groll; por recobrar a Edith… y por saber quién era Otto; caído en el frente de Kiew; es una frase estúpida que huele a historia: caído en el frente de Kiew; ven, viejo, dejémonos ya de jugar a la gallina ciega; ya no te taparé los ojos: hoy cumples ochenta años, yo tengo setenta y uno, y a doce metros de distancia las probabilidades de dar en el blanco son máximas; venid a mí, años, semanas y días; horas, minutos y segundos… «las dieciocho, dos minutos y veinte segundos». Abandono mi barquita de papel y me precipito en el océano; palidez mortal; quizás lo resista; «las dieciocho, dos minutos y treinta segundos»… la cosa es urgente: ven, no puedo perder tiempo, no puedo ceder ni un segundo, de prisa, señorita, señorita, ¿por qué no me contesta? Señorita, señorita, necesito un taxi, inmediatamente, es muy urgente, ayúdeme; los discos no contestan, eso tendría que saberlo; hay que colgar el auricular, volverlo a descolgar y marcar: uno, uno, dos… ¿se encargan todavía los taxis bajo este número? «Y puede usted ver», dijo la voz suave, «en los cines de Denklingen la película patriótica “Los hermanos de Moorhof”; horario: dieciocho horas y veinte horas quince. El cine de Doderingen les ofrece la extraordinaria película “Lo que puede el amor”; silencio, silencio, mi barca está destruida, pero ¿no aprendí a nadar, en los años de Blücher, en 1905? Llevaba un traje de baño negro con volantes alrededor del escote y faldas; palanca de un metro; ánimo, respira a fondo; has aprendido a nadar». ¿Qué nos ofrecen bajo el número uno, uno, tres? Voz suave que dice: «Y si tiene invitados a cenar, le aconsejamos una minuta tan sabrosa como económica: primer plato, pan tostado con queso y jamón caliente, luego guisantes tiernos con leche agria, un pastel de puré de patata, un filete a la plancha…». —«Señorita, señorita»… Los discos no contestan— «sus invitados sabrán apreciar sus excelentes dotes de ama de casa»; se oprime la horquilla del auricular, uno, uno, cuatro… voz suave: «… una vez lo tenga todo preparado para salir de camping, cuando haya preparado los bocadillos, no se olvide, si se estaciona en algún lugar en pendiente, de frenar con el freno de mano; y finalmente: les deseo un domingo muy feliz en compañía de la familia».

No lo conseguiré; tengo que recuperar demasiado tiempo; la palidez sigue subiéndome a la cara cada vez más; si no logro deshacerme en lágrimas, el tiempo negado y dejado a un lado se endurecerá en mí como una mentira de piedra; espejito, espejito, añico de espejo… dime si se me han vuelto los cabellos blancos en la cámara de tortura de las voces suaves; uno, uno, cinco… una voz medio dormida: «Diga, aquí la central de Denklingen»…

—¿Me oye, señorita, me oye?

—Sí, oigo —risa.

—Necesito que me ponga rápidamente en comunicación con la oficina del arquitecto Fähmel, Modestgasse 7 u 8, las dos direcciones corresponden a Fähmel; sí, hija mía, no la molesta que la llame hija mía, ¿verdad?

—No, no, claro que no, señora.

—Es muy urgente.

Hojear de páginas de un libro.

—Tengo aquí a un tal señor Heinrich Fähmel y a un tal Dr. Robert Fähmel, ¿con quién quiere que le ponga en comunicación?

—Con Heinrich Fähmel.

—No se retire, por favor.

¿Quién sabe si el aparato seguirá todavía sobre el alféizar de la ventana, para que, mientras telefoneaba, pudiera mirar a la calle o a la casa de la Modestgasse, número 8, donde sus hijos jugaban en el terrado; o a la tienda donde Gretz colgaba el jabalí junto a la puerta; quién sabe si el teléfono suena allí ahora? Oía la señal de llamada muy lejos, los intervalos le parecían larguísimos.

—Lo siento, señora, no contestan.

—Haga el favor de intentar el otro número.

—En seguida, señora.

—Nada, nadie contestó.

—Haga el favor de encargarme un taxi, hija mía.

—¿Dónde tiene que ir?

—Al sanatorio de Denklingen.

—En seguida, señora.

—Sí, Huperts; ya puede llevarse el té y también el pan, el queso y el jamón; déjeme sola; ya veré llegar el taxi cuando suba por la avenida; no, gracias, no necesito nada. ¿De veras no es usted un disco? Oh, perdóneme, no quería ofenderle… era solo una broma; gracias.

Tenía frío; se daba cuenta de que se le encogía el rostro, rostro de abuela, arrugado, cansado; se podía ver en el cristal de la ventana: ni una lágrima; ¿sería verdad que el tiempo se introducía en forma de plata en el cabello negro? Aprendí a nadar, pero no sabía que el agua estuviera tan fría; unas voces suaves me martirizaron, me embutieron violentamente el tiempo; abuela con cabellos de plata, cólera transformada en sabiduría, ideas de venganza trocadas en perdón; odio conservado en sensatez; unos dedos de anciana se agarrotaron en torno a un bolso; oro del castillo encantado, para pagar el rescate.

Ven a buscarme, querido, volveré a casa. Seré tu esposa de cabello blanco, tu esposa amable, seré una buena madre y una abuela cariñosa, de las que se pueden describir elogiosamente a los amigos y amigas; ha estado enferma, nuestra abuela, muchos años enferma, pero se ha curado, ha traído un bolso lleno de oro.

¿Qué comeremos esta noche en el café Kroner? Pan tostado con queso y jamón caliente, guisantes con leche agria y un filete a la plancha, y exclamaremos: «¡Viva la esposa de David, que ha vuelto del castillo encantado!». Gretz habrá servido los elementos de la cena; el asesino de su madre; la voz de la sangre no le habló, como no habló a Otto; cuando el profesor de gimnasia se acerque a la casa montado en su caballo blanco, dispararé. Desde la pérgola hasta la calle no hay más de diez metros; la línea en diagonal no puede tener muchos más de trece; pediré a Robert que me lo calcule exactamente; de todas maneras, está dentro de los límites de las máximas probabilidades de acierto; Campo-de-tiro me lo ha explicado, y él lo debe saber, nuestro actual acólito de cabello blanco. Mañana por la mañana entrará en funciones; me extrañaría que hasta entonces no hubiese aprendido que hay que decir «utilitatem» y no «utilatem». Cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz… de manera que llegó a capitán; ¡cuánto duró la guerra! Los cristales de las ventanas temblaban cada vez que se producía una explosión, a la mañana siguiente, había polvo en el alféizar de la ventana; yo escribía con el dedo en la capa de polvo: «Edith, Edith», te quería más de lo que exigía la voz de la sangre; ¿de dónde viniste, Edith? Dime, ¿de dónde?

Cada día me encojo más. Que podrá llevar en brazos desde el taxi al café Kroner; seré puntual; no creo que sean más de las dieciocho, seis minutos y treinta segundos; el puño negro lleno de venganza ha estrujado mi lápiz de labios; y mis carcomidos huesos tiemblan; tengo miedo al pensar qué aspecto tendrán mis contemporáneos; ¿serán los mismos que antes, o solo lo parecerán? ¿Y cómo está, viejo, lo de las bodas de oro que vamos a celebrar? Fue en septiembre de 1908… ¿te acuerdas?, el 13 de septiembre… ¿Cómo piensas celebrar las bodas de oro? La novia con el cabello de plata, el novio con el cabello de plata, a su alrededor el grupo inmenso de sus nietos, perdóname que me ría, David… no fuiste Abraham, pero yo siento en mí algo de la risa de Raquel; solo un poco, no cabe mucho, solo traigo la risa que cabe en una cáscara de nuez y un bolso lleno de oro; aunque mi risa sea pequeña encierra poderosas energías, más que la dinamita de Robert…

Bajáis la avenida con demasiada solemnidad, demasiada solemnidad; el hijo de Edith va delante, pero la que camina a su lado no es Ruth; Ruth tenía tres años cuando marché, pero la reconocería aunque la volviera a ver cuando tuviera ochenta años; esa no es Ruth; los ademanes no se olvidan; en la cáscara de nuez está contenido el árbol; ¡cuántas veces vi los ademanes de Ruth en mi propia madre cuando se apartaba el cabello de la frente! ¿Dónde está Ruth? Le ruego que me perdone…, esa es una extraña, una muchacha muy hermosa, ah, será el vientre que te dará biznietos, viejo; ¿serán siete, siete veces siete? Déjame que me ría; os vais acercando como heraldos, poco a poco, con demasiada solemnidad. ¿Venís a buscar a la novia? Estoy preparada, arrugada como una manzana vieja; puedes llevarme al taxi en brazos, pero date prisa; ya veis que sé combinar muy bien las cosas; claro que lo aprendí, siendo la esposa de un arquitecto… Dejad paso al taxi…, a la derecha Robert y la joven parra extranjera; a la izquierda el viejo y su nieto. Robert, Robert, ¿es este el lugar donde tienes que apoyar tu mano en el hombro de alguien? ¿Necesitas ayuda, apoyo? Ven, viejo, entra, tráeme la felicidad, vamos a celebrar la fiesta y a estar alegres. Ha llegado el momento.