Su temor había sido infundado: el recuerdo no se convirtió en emoción, siguió siendo fórmula, no se desintegró en beatitud o dolor, ni enturbió la serenidad de su corazón; este no intervino: había estado allí, a la luz del anochecer, entre la taberna y la abadía, donde ahora se veía el montón de ladrillos violáceos y bien cocidos; a su lado, el general Otto Kösters, cuya locura se había concretado en una sola fórmula: «Campo de tiro». El capitán Fähmel, el teniente Schrit y los dos aspirantes Kanders y Hochbret; con expresión de la más profunda seriedad, habían insistido ante Otto-Campo-de-tiro en la necesidad de no mostrarse inconsecuente ni siquiera frente a edificios tan respetables; otros oficiales protestaron, intervinieron asesinos lloricones en favor de la cultura que había que salvar, alguien pronunció la terrible palabra: alta traición; pero ninguno supo argumentar con tanta precisión, tanta fluidez y tanta lógica como Schrit, que con palabras convincentes sugirió la necesidad de volar la abadía al general que empezaba a titubear, diciendo: «Y aunque no fuera más que para dar una prueba de que todavía creemos en la victoria, mi general: un sacrificio tan doloroso haría comprender a la población y a los soldados que seguimos creyendo en la victoria», y la respuesta alada no se hizo esperar: «Estoy decidido; hay que volar el edificio, caballeros. Cuando se trata de la victoria no podemos tener en cuenta ni siquiera nuestros más sagrados tesoros artísticos; manos a la obra, caballeros». Mano a la visera y taconazo.
¿Era verdad que había tenido alguna vez veintinueve años, que había sido capitán? ¿Había estado alguna vez con Otto-Campo-de-tiro en este lugar, en que el nuevo abad saludaba sonriente a su padre?
—Estamos muy contentos, señor consejero, de que se haya dignado a volvernos a hacer una visita; muy contentos de conocer a su hijo; Joseph es ya casi un viejo amigo, ¿verdad, Joseph? El destino de nuestra abadía está íntimamente unido al destino de la familia Fähmel…, y Joseph, permítanme que me refiera a estas cosas íntimas, Joseph ha sido alcanzado aquí por las flechas de Cupido; ve usted, doctor Fähmel, los jóvenes de hoy en día ni siquiera se sonrojan cuando se les dicen estas cosas; siento tener que excluir a la señorita Ruth y a la señorita Marianne de la visita a la clausura.
Las muchachas reprimieron la risa; ¿no habían reprimido también su risa en este lugar su madre, Josephine y la propia Edith al verse excluidas de la comitiva de los hombres? Bastaba cambiar en el álbum de fotografías las cabezas y las modas.
—Sí —decía el abad—, la clausura ya está habitada; aquí está nuestra joya más preciada, la biblioteca… por aquí, por favor, la enfermería, afortunadamente desierta en este momento…
No, jamás había andado por aquí con la tiza en la mano de un lado a otro, no había escrito sus misteriosas combinaciones de X Y Z en las paredes, aquel código de la nada que solo Schrit, Hochbret y Kanders sabían descifrar; olor a argamasa, olor a pintura fresca, a madera recién cepillada.
—Sí, esto se salvó de la destrucción gracias al cuidado de su nieto, de su hijo; esta pintura de la Santa Cena, aquí en el refectorio; ya sabemos que no es ninguna maravilla artística —perdóneme este comentario, señor consejero—, pero incluso los productos de esta escuela de pintura empiezan a escasear, y nosotros siempre nos hemos sentido obligados a mantener la tradición; tengo que confesar que a mi hoy todavía me encanta la fidelidad de detalles de estos artistas. Vea usted aquí con qué afectuoso esmero están pintados los pies de San Juan y de San Pedro, los pies de un joven y los de un hombre entrado en años: eso es fidelidad en los detalles.
No, aquí no había cantado nunca nadie Tiemblan los huesos carcomidos; no había ardido ninguna hoguera pagana; todo era un sueño. Un caballero distinguido, de algo más de cuarenta años de edad, hijo de un padre distinguido, padre de un hijo muy sano y muy inteligente, que les acompañaba sonriente en la visita de la abadía, a pesar de que parecía aburrirse profundamente; cada vez que se volvía a mirar a Joseph, veía solo una sonrisa amable, pero algo fatigada, en su rostro.
—Como ustedes saben, ni siquiera se salvaron las dependencias; fue lo primero que reconstruimos, porque nos parecía que así asegurábamos las premisas materiales indispensables para empezar de nuevo; aquí ven el establo de las vacas; naturalmente, ordeñamos eléctricamente; le hace sonreír… estoy seguro de que nuestro San Benito no hubiera tenido ninguna objeción contra el ordeñar eléctricamente. ¿Me permiten que les ofrezca un modesto piscolabis? Un saludo de bienvenida, nuestro famoso pan, nuestra famosa mantequilla y nuestra miel; ustedes quizás no saben que cada abad al morirse o al ser trasladado deja el encargo a su sucesor de no olvidar a la familia Fähmel: es verdad que ustedes forman parte de nuestra familia conventual. Ah, allí vienen las señoritas; claro, esto está fuera de la clausura.
Pan y mantequilla, vino y miel sobre sencillas bandejas de madera; Joseph pasaba un brazo alrededor de los hombros de su hermana y el otro en torno a los de Marianne; rubio entre dos cabezas morenas.
—Espero que nos harán ustedes el honor de asistir a la consagración. El canciller y los consejeros provinciales nos han prometido su presencia, habrá también algunos príncipes extranjeros y consideraríamos un gran honor poder saludar con esa ocasión a toda la familia Fähmel; mi discurso no estará bajo el signo de la acusación sino bajo el signo de la reconciliación, reconciliación incluso con las fuerzas que con ciego afán destruyeron nuestro cenobio, aunque no con las fuerzas destructoras que vuelven a amenazar nuestra cultura; quisiera que estas palabras sirvieran de invitación y de ruego de que nos concedan el honor de su presencia.
«No, no vendré a la consagración —pensó Robert—, porque no estoy reconciliado con las fuerzas responsables de la muerte de Ferdi, como tampoco estoy reconciliado con las fuerzas que arrebataron la vida a Edith y salvaron Sankt Severin; no estoy reconciliado conmigo ni lo estoy con el espíritu de la reconciliación que tú anunciarás en tu discurso inaugural; no era ciego afán lo que destruyó tu cenobio, sino odio, un odio nada ciego y al que no ha seguido ningún arrepentimiento. ¿Debo confesar que fui yo? ¿Debo añadir más dolor al que siente ya mi padre, a pesar de que no es culpable, y quizás también a mi hijo, a pesar de que tampoco es culpable, y a ti, reverendo padre, a pesar de que tampoco tú eres culpable? ¿Quién es culpable? No estoy reconciliado con el mundo en el que un ademán puede costar la vida».
Eso pensó, pero dijo:
—Muchas gracias, reverendo padre, será para mí un placer asistir a la fiesta de consagración.
«Yo no vendré, reverendo padre —pensó el anciano—, porque solo estaría aquí como un monumento de mí mismo, no como lo que, en realidad, soy: un anciano que esta mañana dio a su secretaria la orden de escupir el día que viera mi monumento; no te asustes, reverendo padre; no estoy reconciliado con mi hijo Otto, que dejó de ser mi hijo para convertirse únicamente en el envoltorio de mi hijo y tampoco estoy reconciliado con los edificios, aunque yo mismo los haya construido. No nos echarán de menos en la fiesta: canciller, consejeros provinciales, príncipes extranjeros y altos dignatarios de la Iglesia llenarán seguramente bien nuestro hueco. ¿Fuiste tú, Robert, y has tenido miedo de decírmelo? Tu manera de mirar, de andar, durante la visita me lo han revelado. Pero no te preocupes, no me afecta… tal vez, pensaste entretanto en aquel muchacho, cuyo nombre no llegué a saber, aquel que echaba tus noticias en el buzón de las cartas… y en el camarero, que se llamaba Groll, en los corderos que nadie apacentaba, ni siquiera nosotros. No celebremos, pues, ninguna clase de reconciliación: sorry, reverendo padre, tendrás que conformarte, pero no nos echarás de menos; que pongan una lápida que diga: “Construido en 1908 por Heinrich Fähmel de veintinueve años de edad; destruido en 1945 por Robert Fähmel, de veintinueve años de edad”… ¿Y qué harás tú, Joseph, cuando tengas treinta años? ¿Heredarás la oficina de cálculos estáticos de tu padre? Lo mismo para construir que para destruir, las fórmulas son más eficaces que la argamasa. Fortalece tu corazón con himnos corales, reverendo padre, piénsalo bien antes de decidir si estás reconciliado con el espíritu que destruyó el convento».
—Muchas gracias, reverendo padre, será para nosotros un gran placer asistir a la fiesta —dijo el anciano.
De los valles y prados subía el fresco de la noche, las hojas de las remolachas que antes estaban secas se humedecían y se oscurecían prometiendo riqueza; en el volante, a la izquierda, la cabeza rubia de Joseph; a la derecha, las dos muchachas de los cabellos negros; el coche se deslizaba suavemente hacia la ciudad. ¿Cantaba alguien: «Hemos terminado la siega»? No era posible, como no lo podía ser tampoco el esbelto campanario de Sankt Severin, en el horizonte; Marianne fue la primera que volvió a hablar:
—¿No pasamos por Doderingen?
—No, el abuelo quería pasar por Denklingen.
—Me figuraba que íbamos por el camino más corto.
—Si llegamos a las seis a la ciudad, basta —dijo Ruth—; no necesitamos más de una hora para arreglarnos.
La conversación de los jóvenes sonaba como un murmullo procedente de oscuras capas de la tierra, donde unos seres sepultados se dieran mutuamente ánimos: veo luz; te equivocas; seguro que veo luz; dónde; no oyes los golpes del pico del equipo de salvamento; no oigo nada; ¿habíamos hablado en voz alta, en la sala de la hospedería?
No es bueno sacar las fórmulas de su congelación, convertir secretos en palabras, traducir recuerdos en sentimientos, capaces de matar incluso cosas tan buenas y severas como el amor y el odio. ¿Hubo alguna vez un capitán llamado Robert Fähmel, que conociera tan bien la jerga del casino, que se amoldara tan perfectamente a las costumbres, que supiera sacar a bailar —como era su obligación— a la esposa del oficial de más graduación y supiera hacer un brindis con voz segura? A la salud de nuestro querido pueblo alemán; champaña, ordenanza; juego de billar, blanco sobre verde, rojo sobre verde, blanco sobre verde. Y una noche alguien se plantó ante él con el taco en la mano, sonrió y dijo: «Me llamo Schrit, soy teniente, como usted puede ver, especialista en voladuras como usted, mi capitán, defiendo con dinamita la cultura occidental». Aquel era un hombre que no llevaba en el pecho un alma llena de complejos, un hombre que sabía esperar y ahorrar, que no tenía necesidad de movilizar cada vez el corazón y los sentimientos, que no se emborrachaba de tragedias, que había prestado el juramento de volar exclusivamente puentes y casa alemanas, de no romper ni un solo cristal de una choza rusa; esperar, jugar al billar, no decir ni una palabra de más… y, finalmente, la vimos frente a nosotros, bajo el sol de primavera, nuestra gran presa que tanto habíamos estado esperando: Sankt Anton; y en el horizonte se dibujaba la presa que se nos tenía que escapar: Sankt Severin.
—No corras tanto —dijo Marianne en voz baja.
—Perdóname —contestó Joseph.
—Dime, ¿qué vamos a hacer en Denklingen?
—El abuelo quiere que pasemos por allí —dijo Joseph.
—No, Joseph —dijo Ruth—, no te metas con el coche por la avenida, ¿no ves el cartel: «Solo para los habitantes de la casa»? ¿Acaso te cuentas entre ellos?
La escala en todos sus grados: esposo, hijo, nieto y futura nuera se dirigieron al castillo encantado.
—No, no —dijo Ruth—, yo os aguardaré aquí. Prefiero que me dejéis aquí.
Por las noches, cuando estoy con mi padre en el despacho, la abuela podría estar perfectamente con nosotros; yo leo, él bebe vino, remueve sus cajones, extiende las fotocopias del tamaño de una postal ante sí como si hiciera un solitario; siempre correcto, jamás la corbata suelta, jamás la chaqueta desabrochada, sin dejarse llevar nunca por la familiaridad paternal; siempre reservado y solícito: «¿Necesitas libros, trajes, dinero para el viaje? ¿No te aburres, hija mía? ¿Preferirías salir? ¿Ir al teatro, al cine, a bailar? Te acompañaré con mucho gusto. ¿Quizás te gustaría dar otra merienda arriba en la terraza, ahora que el tiempo es tan hermoso? Paseo nocturno antes de irnos a acostar, alrededor de la manzana, la Modestgasse hasta el Modesttor; luego, avenida de la estación abajo, hasta la estación; ¿no hueles la lejanía, hija mía?», por el paso subterráneo, junto a Sankt Severin, al hotel Prinz Heinrich; «Gretz se ha olvidado de fregar las manchas de sangre de la acera»; sangre de jabalí dura y negra. «Hija mía, son las nueve y media, será mejor que vayas a acostarte, buenas noches»; beso en la frente; siempre amable, siempre correcto; «¿prefieres que tomemos una ama de llaves, si te cansa la comida de restaurante?; a decir verdad, a mí no me gusta ver personas extrañas en casa»; desayuno, té, panecillos, leche; beso en la frente, y a veces con voz muy queda: «Hija mía, hija mía…». «¿Qué te pasa, papá?». «Mira, saldremos de viaje». «¿Ahora mismo?» «Sí. No vayas al colegio ni hoy ni mañana, y nos vamos; solo hasta Amsterdam; una ciudad preciosa, hija mía; gente muy callada y muy amable…, solo hace falta conocerlos. ¿Conoces a la gente de Amsterdam?». «Sí, la conozco. Son hermosos los paseos por la noche a lo largo de los muelles». «¿Has notado lo silenciosa que es allí la gente? No hay ningún lugar donde se grite tanto como aquí, siempre se arma algarabía, se levanta la voz para parecer importante. ¿Te aburrirás si voy otra vez a jugar al billar? Ven conmigo si te apetece».
Yo nunca comprendí la fascinación con que le miraban jóvenes y viejos, mientras él estaba allí, jugando al billar, envuelto en el humo del cigarrillo, con el vaso de cerveza al lado, encima del borde de la mesa; ¿le tuteaban efectivamente o se trataba solo de una particularidad de la lengua holandesa que sonaba como si dijeran tú cuando le hablaban?; le llamaban familiarmente Robert, haciendo rodar la R de Robert como si fuera un caramelo duro que tuvieran en la boca. Silencio. Mucha quietud en los canales. Me llamo Ruth, soy medio huérfana, mi madre tenía veinticuatro años cuando murió; yo tenía tres, y cuando pienso en ella pienso en diecisiete o en dos mil años, porque veinticuatro es un número que no le sienta; tiene que ser algo por debajo de dieciocho o por encima de ochenta; a mí siempre me pareció la hermana de mi abuela; yo sé el secreto, que todos guardan cuidadosamente, de la locura de la abuela, y no quiero verla mientras esté loca; su locura es mentira, luto detrás de espesos muros; yo lo sé muy; bien; acudo a menudo a este recurso y me evado con la; mentira: me escondo en el edificio interior, Modestgasse número 8, habitado por fantasmas. Kabale und Liebe, el abuelo construyó la abadía, papá la voló, Joseph la reconstruye. Me da igual; probablemente tendréis una desilusión cuando veáis lo poco que eso me afecta; yo vi cómo sacaban los muertos de los sótanos y Joseph trataba de convencerme de que estaban enfermos y que los llevaban al hospital, pero ¿se podía echar a los enfermos como si fueran sacos en los camiones? Y vi como el maestro, que se llamaba Krott, iba secretamente, durante el recreo, a la clase, y robaba el bocadillo que Konrad Gretz llevaba en la cartera, vi el rostro de Krott y tuve un miedo atroz, y recé a Dios: «Te lo suplico, haz que no me descubra aquí, te lo suplico, te lo suplico», porque sabía que me mataría si me descubría; yo estaba detrás de la pizarra, buscando mi pasador, y él hubiera podido verme las piernas, pero Dios se apiadó de mí y Krott no me descubrió; vi su rostro y vi además cómo mordía en el pan y luego salía de la clase; a quien ha visto una cara como aquella ya no le importa nada una abadía destruida; y la comedia que siguió luego, cuando Konrad Gretz descubrió que le habían robado, y Krott nos exhortó a la sinceridad: «Niños, mostraos sinceros, os doy un cuarto de hora de tiempo; después, el culpable tiene que decirlo, de lo contrario… solo faltan ocho minutos, solo faltan siete, seis…», y yo le miré, él recogió la mirada, se precipitó sobre mí: «Ruth, Ruth —gritó—, ¿tú?, ¿has sido tú?». Yo sacudí la cabeza y me eché a llorar, porque volvía a estar muerta de miedo. Él me dijo: «Dios mío, Ruth, tienes que ser sincera». Yo hubiera querido decir que había sido yo, pero entonces él hubiera visto que lo sabía; y seguí sacudiendo la cabeza y llorando; solo cuatro minutos, tres, dos, uno, ya está. «Sois una pandilla de ladrones, de embusteros, como castigo vais a escribirme todos doscientas veces: “No debo robar”. No me conmueven vuestras abadías; he tenido que guardar secretos terribles, he pasado un miedo atroz; como sacos los echaban en los camiones».
¿Por qué habrán tratado con tanta frialdad a ese abad tan simpático? ¿Qué habrá hecho? ¿Habrá asesinado a alguien, habrá robado a alguien un bocadillo? Konrad Gretz tenía comida suficiente, pastel de foie-gras y mantequilla con pan blanco; ¿qué diablo se apoderó de pronto del rostro de aquel maestro tan bueno y serio? Entre su nariz y sus ojos, entre su nariz y su boca, entre sus orejas apareció de pronto el asesino; como sacos echaban los cadáveres en los camiones. Y a mí me divertía ver cómo mi padre se burlaba del alcalde delante del gran plano de la pared; cuando trazaba sus señales negras y decía: «Fuera, eso hay que volarlo». Le quiero, sigo queriéndole igual ahora que lo sé; a ver si, por lo menos, Joseph ha dejado los cigarrillos en el coche; vi a un hombre que daba su anillo de matrimonio por dos cigarrillos… ¿Cuánto hubiera pedido por su hija? ¿Cuánto por su esposa? En su rostro se leía la lista de precios: diez, veinte, hubiera admitido el regateo; todos admiten el regateo; lo siento, papá, pero la miel y el pan y la mantequilla todavía me gustan, aun después de que sé quién lo hizo. Seguiremos jugando a padre e hija; exactamente delimitados como si bailáramos en un concurso; después del piscolabis hubiera sido adecuado dar un paseo hasta la Colina de los Cosacos, Joseph con Marianne y yo delante, el abuelo detrás como todos los sábados:
—¿Sigues bien, abuelo?
—Sí, gracias, voy bien.
—¿No andamos demasiado de prisa?
—No os preocupéis, hijos míos. ¿Os parece que me siente un poco o está el suelo demasiado húmedo?
—La arena está completamente seca, abuelo, y todavía caliente, puedes sentarte tranquilo; ven, dame el brazo.
—Claro, abuelo, enciende tranquilamente un cigarro, nosotros ya vigilaremos que no ocurra nada.
Afortunadamente, Joseph ha dejado los cigarrillos en el coche, y el mechero funciona; el abuelo me ha regalado unos vestidos y un jersey preciosos, mucho más bonitos que los que me compra papá, que tiene un gusto pasado de moda; se nota que el abuelo entiende en muchachas y mujeres; yo no quiero entender a la abuela, no quiero; su locura es mentira, no nos daba de comer, y yo me alegré mucho cuando se la llevaron y pudimos comer algo más; quizás tengas razón cuando dices que la abuela era muy grande y que sigue siéndolo, pero a mí no me interesa la grandeza; un bocadillo con pastel de foie-gras, pan blanco y mantequilla estuvo a punto de costarme la vida; no tengo inconveniente en que vuelva a casa y se siente por las noches con nosotros, pero no le deis la llave de la cocina, por favor no se la deis; yo vi el hambre en el rostro del maestro y tengo miedo; dales siempre de comer. Dios mío, siempre, a fin de que no vuelva a aparecer en sus rostros aquella terrible expresión; ahora es un señor Krott inofensivo que los domingos toma el coche para llevar a la familia a Sankt Anton a oír misa mayor —¿qué domingo después de Pentecostés es hoy? ¿Qué domingo después de la Epifanía, después de Pascua de Resurrección?—; un buen hombre con una buena mujer y dos hijitos: «Mira Ruth, ¿verdad que está crecido nuestro Fränzchen?». «Sí, señor Krott, su Fränzchen está muy crecido»; y ya no me acuerdo de que mi vida estuvo pendiente de un hilo; no; escribí doscientas veces: «No debes robar», y naturalmente, no digo que no cuando Konrad Gretz me invita a una tiesta; nos dan un pastel de foie-gras de ganso riquísimo con mantequilla y pan blanco, y cuando uno pisa a alguien o derrama un vaso de vino, no dice: «perdón» o «lo siento», sino sorry.
La hierba de la cuneta está tibia, el cigarrillo de Joseph delicioso, y a mí siguió gustándome el pan con miel aun después de que me enteré de que había sido papá quien había volado la abadía; magnífico. Denklingen allá lejos en la luz del ocaso; tendrían que darse prisa, necesitaremos por lo menos media hora para arreglarnos.