El joven empleado del banco levantó la mirada con aire de conmiseración cuando Schrella puso sus cinco chelines ingleses y sus treinta francos belgas sobre la taquilla de mármol.
—¿Eso es todo?
—Sí —contestó Schrella—, eso es todo.
El joven empleado puso en marcha su máquina de calcular, dio la vuelta a la manivela —el escaso número de vueltas expresaba ya desprecio— escribió rápidamente un par de cifras en un papel, y puso sobre la mesa, frente a Schrella, una pieza de cinco marcos, cuatro piezas de diez pfennig y tres pfennig sueltos.
—El siguiente.
—¿Podría decirme, por favor —preguntó Schrella— si para ir a Blessenfeld hay que tomar todavía el tranvía once?
—¿Si el once va a Blessenfeld? No soy el servicio de información de los tranvías —dijo el joven empleado— y además, de veras no lo sé.
—Gracias —dijo Schrella, guardándose el dinero en el bolsillo. Dejó libre el sitio junto a la ventanilla para un hombre que dejó sobre el mármol un fajo de billetes de francos suizos; Schrella tuvo tiempo de oír cómo la manivela de la máquina de calcular efectuaba respetuosamente un gran número de vueltas.
—La cortesía es la forma más segura del desprecio —pensó.
Vestíbulo de la estación. Verano. Sol. Alegría. Fin de semana. Mozos de hotel arrastraban maletas hacia el andén; una joven levantó un cartel en el aire: «Peregrinos para Lourdes, reunirse aquí». Vendedores de periódicos, puestos de flores. Jóvenes con toallas de colores debajo del brazo.
Schrella atravesó la plaza, se detuvo en el burladero y examinó el horario de salida; el once continuaba yendo a Blessenfeld; estaba allí, debajo de la luz roja del semáforo, entre el hotel Prinz Heinrich y el coro de Sankt Severin; llegó, paró, se vació, y Schrella se puso a la cola de los que lo esperaban, que tenían que pagar al subir; se sentó, se quitó el sombrero, se secó el sudor de las cejas, se limpió los cristales de las gafas, y cuando el tranvía se puso en marcha, esperó en vano sentir alguna emoción; nada; cuando era niño había ido y venido cuatro mil veces con el once; dedos manchados de tinta; tontas conversaciones de los compañeros de escuela, que siempre le habían producido cierto malestar; segmentos de esfera, pluscuamperfecto, la barba de Barbarroja, que seguía creciendo a través encuadernados en cartón gris verdoso, y a medida que el tranvía se alejaba de la ciudad en dirección a Blessenfeld. El alboroto iba disminuyendo; al salir de la ciudad antigua de la mesa de mármol; Kabale und Liebe, Livio, Ovidio, se apeaban aquellos que sabían dar a sus voces un timbre más característico de distinción, se esparcían por anchas y oscuras calles, en las que las casas eran sólidas; al llegar a la ciudad nueva se apeaban aquellos cuyas voces eran solo un poco menos distinguidas, se esparcían por calles estrechas, donde las casas eran menos sólidas; quedaban solo dos o tres que seguían hasta Blessenfeld, donde había las casas menos sólidas; las conversaciones se normalizaban mientras el tranvía se dirigía traqueteando hacia Blessenfeld, a través de huertos obreros y canteras de grava. «¿También está en huelga tu padre? En casa de Gressigmann ya hacen una rebaja del cuatro y medio por ciento; la margarina ha bajado cinco pfennig». El parque, donde el césped del verano ya hacía tiempo que había sido pisoteado, donde, alrededor del lago, la arena había sido barrida por miles de pies de niños, mezclada con desperdicios, papeles y trozos de botellas rotas; la Gruffelstrasse, donde los solares de los traperos estaban siempre llenos de latas y trapos viejos, papeles y botellas; la mísera parada de limonadas, en la que un famélico obrero sin trabajo intentaba hacer de comerciante: al cabo de poco engordaba, montaba su parada con cristales y cromados y ponía brillantes aparatos automáticos; engordaba de pfennig en pfennig y se daba importancia, él, que un par de meses antes le rebajaba humildemente el precio de una limonada en un par de pfennig, murmurando, temeroso: «No se lo digas a nadie».
Pero la emoción no se produjo mientras el once le traqueteaba a través de la ciudad antigua, de la ciudad moderna, a través de jardines obreros y canteras de grava en dirección a Blessenfeld; los nombres de la parada —Boisserestrasse. Parque del Norte. Estación de Blessen, Innerer Ring— le parecían algo extraño, como procedentes de ensueños que otros hubieran soñado y trataran en vano de comunicárselos, sonaban a sus oídos como gritos de socorro procedentes de profundas capas de niebla, mientras el tranvía, casi vacío, corría, en la soleada tarde veraniega, hacia la estación término.
Allí, en la Parklinie, esquina Innerer Ring, estaba el puesto donde su madre probó a ganarse la vida como vendedora de pescado frito, pero había fracasado por tener el corazón demasiado compasivo. «¿Cómo puedo negarles un trozo de pescado a los niños hambrientos que han estado mirando cómo lo freía? ¿Cómo podría?». Y el padre contestaba: «Claro que no podrías, pero tenemos que cerrar el puesto; ya no nos fían, los comerciantes se niegan a servirnos más pescado». Filetes de pescado empanados freían en aceite caliente, mientras la madre amontonaba dos o tres cucharadas de ensalada de patatas en un plato de cartón; el corazón de la madre no había podido compadecerse sin ablandarse; de sus ojos azules fluían las lágrimas. Las vecinas se decían al oído: «Esta se va a consumir el alma llorando». No comía ni bebía, su cuerpo rubicundo y rosado se quedó flaco y anémico; ni rastro de aquella hermosa moza que tanto había gustado a todos los que se acercaban a la cantina de la estación; ya solo sabía murmurar: Señor, Señor, y hojear desgastados devocionarios de sectas que anunciaban el fin del mundo, mientras en la calle ondeaban banderas rojas al viento y otros llevaban la cabeza de Hindenburg pintada en pancartas por las calles; griterío, contiendas, tiros, trompetas y tambores. Cuando murió, la madre parecía una niña, anémica, delgaducha; tumba de serie con unos cuantos amelos, una pequeña cruz de madera: Edith Schrella 1896-1932; el alma consumida de tanto llorar, el cuerpo mezclado con tierra del cementerio del Norte.
—Final de trayecto, señor —anunció el tranviario—; y salió de su garita, encendió la colilla de su cigarrillo, pasó a la parte delantera y añadió: —lo siento, pero no vamos más allá.
—Gracias.
Cuatro mil veces había subido y se había apeado allí; final de trayecto del once; entre zanjas y barracas se perdían los oxidados raíles, que treinta años atrás habían estado tendidos para continuar la línea del tranvía; puesto de limonadas: metales cromados, globos de cristal, máquinas automáticas; tabletas de chocolate de variadas clases.
—Una limonada, por favor.
El líquido verdoso escanciado en un vaso inmaculado sabía a asperilla.
—Si no le importa, tire el papel sucio en la papelera. Buen provecho.
—Gracias.
Los dos muslos de pollo estaban todavía tibios, la pechuga muy tierna, asada en la mejor manteca, la bolsa de celofán cerrada con unas pinzas especiales para mantener calientes los paquetes destinados a los excursionistas.
—¡Qué bien huele! ¿Desea otra limonada, el señor?
—No, gracias, pero deme seis cigarrillos.
En aquella tendera regordeta se podía adivinar todavía la muchacha hermosa y esbelta que había sido en otro tiempo: aquellos ojos infantiles, azules como los de una muñeca, que habían sugerido al capellán entusiasta que preparaba a los niños para la primera comunión adjetivos como «angelical» e «inocente», se había petrificado ahora en dureza comercial.
—Noventa pfennig, señor.
—Gracias.
En aquel momento se oyó la campanilla del tranvía once, en el cual había venido, dispuesto a marcharse de nuevo; titubeó un rato y se quedó prisionero en Blessenfeld durante doce minutos; fumó un cigarrillo, bebió lentamente la limonada que le quedaba y buscó detrás del rosado rostro pétreo el nombre de la niña que había sido en otro tiempo; rubia, corriendo por el parque con el cabello suelto, gritando, cantando y, cuando ya hacía tiempo que había perdido el aire angelical, atrayendo a los muchachos a los rincones oscuros; exigía roncas promesas de amor de excitadas gargantas de muchachos, mientras su hermano, rubio como ella, como ella angelical, intentaba en vano reclutar a los chicos de la calle para una noble actividad, aprendiz de carpintero, corredor de los cien metros, decapitado al amanecer por una insensatez.
—Por favor —dijo Schrella—, sí, quiero otra limonada.
Miró la raya inmaculada de la mujer, que inclinaba hacia adelante para poner el vaso debajo del globo de cristal; su hermano había sido Ferdi, el angelical; el nombre de ella fue pasando más tarde de boca en boca, pronunciado en voz queda por ásperas gargantas juveniles, como un santo y seña que da entrada al paraíso: Erika Progulske, liberadora de oscuros tormentos, que no cobra nada porque lo hace a gusto.
—¿Verdad que nos conocemos? —dijo sonriendo mientras ponía el vaso de limonada sobre el mostrador.
—No —contestó Schrella también sonriente—, no creo.
Por nada del mundo quería hacer brotar el recuerdo de aquel cuerpo helado: las flores de escarcha se derretirían en agua turbia y opaca; por nada del mundo quería que reviviera la seriedad de sentimientos infantiles en un alma de persona mayor enternecida, enterarse de que ahora sí que cobraba algo; ¡cuidado con poner el lenguaje en movimiento!
—Sí, treinta pfennig, gracias.
La hermana de Ferdi Progulske le miró con amabilidad rutinaria. También a mí me libraste de mis torturas sin cobrar nada, sin aceptar siquiera una pastilla de chocolate, que se había ablandado en mi bolsillo, y no estaba pensada como paga sino como regalo, pero tú no la quisiste; me liberó la compasión de tu boca y de tus manos; espero que no se lo contaste a Ferdi, la discreción forma parte de la caridad; los misterios convertidos en lenguaje pueden llegar a ser mortales; espero que no se enteró, que no lo sabía cuándo en aquella mañana de julio vio por última vez el cielo azul; yo era el único de la Gruffelstrasse a quien pudo conquistar para una noble actividad; Edith no contaba aún, solo tenía doce años, la sabiduría de su corazón todavía no podía sospecharse.
—¿De verdad no nos conocemos?
—No, estoy seguro de que no.
Hoy aceptarías mi regalo, tu corazón está endurecido, no se compadece; pocas semanas después habías perdido ya la inocencia de los vicios infantiles, habías decidido que era mejor desechar la compasión y sabías perfectamente que no llegarías nunca a consumirte el alma de tanto llorar; no, no nos conocemos, seguro que no; no había que dejar que las flores de escarcha se derritieran en agua turbia. Gracias, adiós.
Enfrente estaba todavía la taberna Blesseneck, donde su padre había sido camarero; cerveza, aguardiente, albóndigas, cerveza, aguardiente, albóndigas; lo había servido todo con aquella expresión de cara en la que se mezclaban la serenidad y el sufrimiento para formar algo único; rostro de un soñador, a quien le daba igual servir cerveza, aguardiente y albóndigas en el Blesseneck que langosta y champaña en el Prinz Heinrich o, en el puerto alto, servir el desayuno a prostitutas trasnochadoras: cerveza, chuletas, chocolate y Cherry Brandy. Su padre traía restos de aquellos suculentos desayunos pegados a los puños de la camisa, pero también traía buenas propinas, chocolate y cigarrillos, pero no traía consigo a casa lo que otros padres: alegría de víspera de fiesta que se podía trocar luego en gritos y riñas, en disputas amorosas y lágrimas de reconciliación; siempre aquella severidad sufrida en el rostro, ángel descarriado, que escondió a Ferdi debajo del mostrador, de donde la policía le sacó de entre los tubos de conducción de la cerveza; Ferdi, que aun sabiendo que iba a morir, sonreía; su madre lavaba los restos de suculentos desayunos en los puños, preparaba el almidón para que la blanca camisa de camarero quedara tiesa y reluciente; no le fueron a buscar hasta la mañana siguiente cuando, con su almuerzo y sus zapatos de charol debajo del brazo, se disponía a ir al trabajo; subió al coche y desapareció para siempre; ni cruz blanca ni amelo para el camarero Alfred Schrella. Ni siquiera muerto por la ley de fugas… desapareció para siempre.
Edith preparaba el almidón, limpiaba los zapatos de charol, lavaba las corbatas blancas, mientras yo estudiaba, estudiaba sin esfuerzo, Ovidio y las secciones cónicas, la política y hazañas de Enrique I, de Enrique II, la política de Tácito y de Guillermo I, de Guillermo II; Kleist y la trigonometría esférica; dotado, dotado, extraordinariamente dotado; hijo de obrero, tenía que aprender lo mismo con miles de dificultades más, y por otra parte, me había juramentado a llevar a cabo la noble actividad e incluso me permitía un placer particular: leer a Hölderlin.
Faltaban todavía siete minutos para la salida del próximo tranvía once. Gruffelstrasse 17; en la casa habían hecho reformas, delante había un coche parado: verde, una bicicleta: roja; dos patinetes: sucios. Dieciocho mil veces había oprimido el timbre, aquel botón de latón descolorido, que todavía era familiar a su pulgar; allí donde antes ponía Schrella, ahora ponía Tressel; donde antes ponía Schmitz, ponía ahora Humann; nombres nuevos, solo uno se había conservado: Fruhl… pedido prestada una taza de azúcar, una taza de harina, una taza de vinagre, una huevera de aceite… ¡cuántas tazas y cuántas hueveras y qué interés! La señora Fruhl solo llenaba siempre las tazas y las hueveras hasta la mitad, hacía una raya en el marco de la puerta, donde tenía escrito H. A. V. y Ac. y solo borraba la raya con el pulgar cuando le devolvían las tazas o las hueveras llenas. Y lo hacía saber a todo el mundo en el patio, en las tiendas, y cuando encontraba a las amigas, con las que, entre licor de huevo y ensalada de patatas, solía cultivar la ginecología popular, murmuraba: «¡Dios mío, qué burros son!». Desde muy temprano había comido del sacramento del búfalo, y había obligado a su marido y a su hija a aceptarlo: cantaba por el patio: Tiemblan los huesos carcomidos. Nada, ni siquiera la más mínima emoción; solo la piel del pulgar, al ponerla sobre el botón de latón descolorido, sintió algo parecido a la emoción.
—¿Busca usted a alguien?
—Sí —dijo Schrella—. ¿Los Schrella ya no viven aquí?
—No —dijo la niña—, si vivieran aquí, lo sabría.
Tenía las mejillas coloradas, era graciosa y hacía piruetas encima del patinete, apoyándose en la pared de la casa.
—No, no han vivido nunca aquí —dijo.
Echó a correr, atravesó rápidamente la acera y el canelón de desagüe y gritó:
—¿Hay alguien que conozca a los Schrella?
Él se alarmó al pensar que alguien pudiera contestar que sí y que se vería obligado a ir allí, a saludar, a intercambiar recuerdos; sí, a Ferdi lo… a tu padre lo… y Edith se casó muy bien… pero la niña de mejillas coloradas iba de aquí para allá sin el menor éxito, describía audaces curvas con el patinete sucio, iba de grupo en grupo, gritaba en las ventanas abiertas:
—¿Hay alguien que conozca a los Schrella?
Regresó con el rostro sofocado, describió un elegante bucle y se detuvo frente a Schrella:
—No señor, aquí no les conoce nadie.
—Gracias —dijo él sonriendo—. ¿Quieres diez pfennig?
—Sí, señor.
Desapareció radiante en dirección al puesto de limonadas.
—He pecado, he pecado gravemente —murmuró Schrella sonriente, mientras se dirigía a la parada del tranvía: he bebido limonada con aroma de asperilla para acompañar el pollo del hotel Prinz Heinrich: he dejado en paz los recuerdos, no he derretido las flores de escarcha; no he querido ver brillar en los ojos de Erika Progulske la llama del rencuentro, no he querido oír pronunciar a sus labios el nombre de Ferdi; solo la piel de mi pulgar ha celebrado un recuerdo, ha reconocido el botón del timbre de latón descolorido.
Le pareció pasar por las baquetas, entre pares de ojos, que desde la acera, desde ventanas y portales, disfrutando bajo el sol estival la tarde de fiesta, le observaban cuidadosamente; ¿había acaso entre ellos alguien que reconociera sus gafas, su manera de andar, su pestañear, alguien que, debajo del abrigo extranjero, reconociera al lector de Hölderlin del que tantas veces se habían burlado gritándole al pasar: «El Schrella, el Schrella lee versos»?
Se secó angustiado la frente sudorosa, se quitó el sombrero, se detuvo y, desde la esquina, volvió a mirar a la Gruffelstrasse; nadie le había seguido; unos jóvenes, sentados en sus motos, medio inclinados hacia adelante, hacían promesas de amor a unas muchachas; unas botellas de cerveza colocadas en los alféizares de las ventanas absorbían el sol de la tarde; más allá, la casa donde había nacido y había vivido el ángel; quizás se conservaba aún el botón de latón sobre el que el pulgar de Ferdi se había apoyado quince mil veces; fachada verde, flamante instalación de droguería, anuncios de pasta dentífrica inmediatamente debajo de la ventana a la que Ferdi se había asomado tan a menudo.
El camino del parque, del que Robert había apartado a Edith para llevarla entre los arbustos aquel anochecer de julio de hacía veintitrés años; ahora había rentistas sentados en los bancos, se contaban chistes, husmeaban distintas clases de tabaco, se quejaban de lo mal educados que eran los niños; madres excitadas pronosticaban destinos amargos a sus desobedientes vástagos, conjuraban un futuro terrible: ¡Que el átomo te lleve! Muchachos con el devocionario debajo del brazo venían de confesar, todavía indecisos de si debían abandonar ya hoy el estado de gracia o esperar a mañana.
Todavía faltaba un minuto para la salida del once; hacía ya treinta años que aquellos raíles oxidados se dirigían a un futuro vacío; la hermana de Ferdi llenaba ahora unos vasos limpios con limonada verdosa; el conductor del tranvía tocó la campanilla para retirar a los pasajeros; el cobrador, cansado, apagó su cigarrillo, se arregló la cartera, subió a la plataforma y tocó la señal de alarma, porque más allá, donde terminaban los raíles oxidados, una anciana se había puesto a correr.
—A la estación —dijo Schrella— con correspondencia para el puerto.
—Cuarenta y cinco.
Casas poco sólidas, casas más sólidas, casas muy sólidas. Cambio de línea; sigue siendo el dieciséis el que lleva al puerto.
Almacén de material de construcción, depósito de carbón, muelle de descarga. Desde la vieja garita de la báscula, podía leer: «Michaelis, carbones, coques, aglomerados».
Solo necesitaba dar la vuelta a la esquina, andar dos minutos, y podría completar el recuerdo; las manos de la señora Trischler seguro que habían resistido el paso del tiempo, lo mismo que los ojos del viejo y el retrato de Alois colgado en la pared; botellas de cerveza, manojos de cebollas y tomates, pan y tabaco; buques anclados, pasarelas inseguras, por las que pasaba transportando fardos de velas: enormes crisálidas de mariposa que viajarían Rin abajo, hacia las nieblas del mar del Norte.
Reinaba un gran silencio; montón reciente de carbón detrás de la empalizada de Michaelis, montaña de ladrillos rojos en el almacén de material de construcción; los pasos amortiguados de los vigilantes nocturnos detrás de las vallas y tinglados hacían más patente el silencio.
Schrella sonrió, se asomó a la baranda oxidada, miró luego hacia atrás y se asustó: no sabía que existiera el puente nuevo; Nettlinger tampoco le había hablado de él; el puente cruzaba la dársena del puerto viejo, las pilastras de color verde oscuro se levantaban exactamente en el lugar donde antes estaba la casa de Trischler; la sombra del puente cubría la parte anterior del muelle; donde había habido la casilla de los sirgadores, en el río, unos enormes portales de acero enmarcaban la nada azul.
La taberna de Trischler era el lugar donde su padre trabajaba más a gusto: servía a pescadores y a sus mujeres, sentados en las sillas encarnadas del jardín, en las largas tardes de verano, mientras Alois, Edith y él pescaban con sus cañas en el puerto viejo. Eternidad de los cálculos infantiles del tiempo; infinitud como Schrella solo la había encontrado en los versos; al otro lado del puerto sonaban las campanas de Sankt Severin, lanzando un mensaje de paz y de esperanza en el anochecer, mientras Edith, con sus manos inquietas, dibujaba en el aire el ritmo del pez al saltar; sus caderas, sus brazos, todo su cuerpo bailaba al ritmo del pez al saltar y ni uno solo mordía el anzuelo.
Su padre servía cerveza dorada con espuma blanca, su rostro expresaba más mansedumbre que resignación y rehusaba las propinas sonriendo, porque todos los hombres son hermanos; ¡hermanos!, lo decía en voz alta en el atardecer de verano; rostros preocupados de pescadores sonreían; mujeres hermosas, con esperanza en los ojos, sacudían la cabeza al ver tanta exaltación infantil; y sin embargo, le aprobaban: hermanos y hermanas.
Schrella bajó lentamente la escalinata, siguió el muelle, donde unos pontones oxidados y unas barcas viejas esperaban al desguazador que las quisiera comprar; penetró en la sombra verde del puente, vio en el centro del río las grúas en actividad, que cargaban restos de puente sobre barcazas en las que la chatarra gemía con el peso de la que se le echaba encima; llegó a la lujosa escalinata de subida y sintió como los anchos peldaños le obligaban a andar solemnemente; con fantasmagórica esperanza se elevaba la autopista, limpia y desierta, hasta el río, hacia el puente, donde unos carteles con unos fémures cruzados y una enorme calavera, en negro sobre blanco, frenaban la esperanza; carteles con Peligro de muerte frenaban la marcha hacia occidente, mientras la carretera desierta se abría hacia oriente, hacia un infinito de brillantes hojas de remolacha.
Schrella siguió andando, se metió entre Peligro de muerte y fémures cruzados, pasó junto al barracón de las obras, alarmó a un vigilante, que levantó excitado los brazos, pero luego los dejó caer de nuevo tranquilizado por la sonrisa de Schrella; este avanzó hasta la orilla; armazones de hierro oxidado, de los que pendían trozos de cemento, demostraban con su resistencia durante quince años la excelente calidad del acero alemán; al otro lado del río, más allá de los portales vacíos del puente, la autopista bordeaba el campo de golf y se perdía en el infinito de las brillantes hojas de remolacha.
Café Bellevue. Paseo por la orilla del río. A la derecha, los prados de deporte: béisbol, béisbol. La pelota que tiró Robert, y las bolas que juntos impulsaron con el taco, en las tabernas holandesas, rojo sobre verde, blanco sobre verde, la música monótona de las bolas sonaba casi como un canto gregoriano; las figuras que formaban las bolas, como estrictos poemas, ejercían su magia desde el fieltro verde; jamás había comido del sacramento del búfalo. Había aceptado las heridas a ojos cerrados, apacienta mis corderos en los prados de suburbio, donde se juega a béisbol, en calles que se llaman Gruffelstrasse y Modestgasse, en calles de suburbios ingleses, y detrás de muros de presidios; apacienta mis corderos donde sea que los encuentres, incluso si no saben hacer nada mejor que leer a Hölderlin y a Trakl, nada mejor que pasarse quince escribiendo en una pizarra: «Yo soy, yo era, yo fui, yo he sido, yo seré, yo había sido, yo habré sido», mientras los hijos de Nettlinger jugaban al tenis en prados bien cuidados —los ingleses son los que mejor lo hacen—, mientras su bella esposa, cuidada, cuidada, muy cuidada, le decía desde la terraza a él, que estaba descansando en un diván: «¿Quieres un poquito de ginebra en la limonada natural?», y él le contestaba: «Sí, pero no demasiado poquito», y ella, muerta de risa, maravillada de tanta gracia, le ponía un poquito, pero no demasiado poquito, de ginebra en la limonada, salía al jardín, se sentaba a su lado, en otro diván, que era tan elegante como el primero, y vigilaba los movimientos de su hija mayor; tal vez había perdido algo el apetito, se le adivinaban un poco los huesos, quizás su hermoso rostro tenía una expresión demasiado seria; en aquel momento, la muchacha abandonaba agotada la raqueta, se sentaba a los pies de papá, a los pies de mamá, al borde del campo. «Pero, hija mía, no te enfríes» y ella preguntaba, ¡ay!, siempre con la misma seriedad: «Papá, ¿qué es exactamente eso de la democracia?», y aquel era el momento adecuado para que papá tomara un aire solemne, dejara el vaso de la limonada, se sacara el cigarro de la boca —ya es el quinto hoy, Ernst-Rudolf— y dijera: «La democracia…». No, no te pediré ni oficial ni particularmente que aclares mi situación legal; no cobro nada por ello, hice mi juramento de muchacho en el café Zons, juré mantener el honor de los indefensos; mi situación legal quedará sin aclarar; quizás la aclaró también Robert, con dinamita; me gustaría saber si, entretanto, ha aprendido a reírse, o por lo menos a sonreír, estaba siempre serio, no podía hacerse cargo de la muerte de Ferdi, congelaba sus ideas de venganza en fórmulas, fórmulas que llevaba en la mente como si fueran un bagaje muy ligero, fórmulas exactas, se las llevó al cuartel como sargento y como oficial, durante seis años, sin reír, mientras que Ferdi, cuando le detuvieron, había sonreído, aquel ángel de suburbio, del montón de basura que era la Gruffelstrasse solo los tres centímetros cuadrados de piel del pulgar habían concretado su recuerdo; pies de profesor de gimnasia ligeramente chamuscados y el último de los corderos muerto por un casco de bomba; el padre desapareció definitivamente, ni siquiera murió por la ley de fugas. Y nadie había encontrado ni rastro de la pelota que tiró Robert.
Schrella arrojó la colilla al fondo del río, se levantó, regresó lentamente, se metió entre Peligro de muerte y fémures cruzados, saludó al vigilante alarmado, echó una última mirada al café Bellevue, siguió la autopista limpia y desierta que bajaba para dirigirse al horizonte a través de brillantes hojas de remolacha; aquella carretera tenía que cruzarse en algún sitio con el tranvía dieciséis. Billete de correspondencia con la estación, cuarenta y cinco pfennig; sintió deseos de hallarse en una habitación de hotel; le gustaban aquellos hogares casuales, lo anónimo de aquellas habitaciones míseras perfectamente intercambiables; en ellas no se derretían las flores de escarcha de los recuerdos; apátrida, sin hogar, y, por la mañana, un desayuno indiferente, servido sin el menor cariño por un camarero medio dormido, cuyos puños no estaban del todo limpios, cuya pechera no había sido almidonada con devoción, como lo hacía su madre; quizás se podía aventurar una pregunta, en el caso de que el camarero tuviera más de sesenta años: «¿Conoció usted a un compañero que se llamaba Schrella?».
Siguió por la carretera, limpia y desierta, hacia un horizonte de brillantes hojas de remolacha; por todo equipaje, las manos en los bolsillos, y la calderilla sembrada por el camino para Hänsel y Gretel. Las postales eran el único contacto soportable con la vida que continuaba después de la muerte de Edith, del padre y de Ferdi. «Yo estoy bien, querido Robert, espero lo mismo de ti; saluda a mi sobrina, que no conozco, a mi sobrino y a tu padre», veinticuatro palabras, demasiadas; se podía restringir el texto. «Estoy bien, lo misma te deseo, saludos a tu padre, Ruth, Joseph», once palabras; con la mitad se podía decir lo mismo; a qué haber venido hasta aquí, estrechar manos, durante una semana no conjugar: yo soy, yo era, yo he sido; encontrar a Nettlinger intacto, la Gruffelstrasse intacta; solo faltaban las manos de la señora Trischler.
Un cielo de hojas de remolacha, que parecían cubiertas de un vello de plata verdosa; por allá abajo el tranvía dieciséis corría traqueteando por un desvío. Cuarenta y cinco pfennig; todo ha subido. Seguro que Nettlinger aún no había terminado su conferencia sobre la democracia; luz de atardecer; su voz se hacía blanda; y su hija iba a buscar a la sala la manta de viaje —yugoslava, danesa o finlandesa; en todo caso, los colores eran preciosos— la echaba sobre los hombros de su padre y volvía a arrodillarse con atención devota, mientras la madre, en la cocina… «quedaos en el jardín, hijos míos, hace una tarde tan preciosa, tan plácida…», preparaba sabrosos bocadillos y ensaladas de abigarrados colores.
La imagen que la fantasía daba de Nettlinger era más precisa que el encuentro con él; la manera como se había embutido los filetes, mientras bebía el mejor, el mejor de todos los vinos, hundido en reflexiones acerca de si la mejor manera de coronar aquel ágape sería el queso, el helado, los pasteles o una tortilla de mermelada. «Hay una cosa, señores —había dicho el antiguo consejero de embajada que daba el cursillo de: Cómo llegar a ser un gourmet—, hay una cosa, señores, que deben añadir a cuanto les he dicho, a saber: una punta, solo una punta de originalidad».
En Inglaterra, lo había escrito en la pizarra: «debería haber sido fusilado»; durante quince años había servido al xilófono de la lengua: yo vivo, yo vivía, yo he vivido, yo había vivido, yo viviré. ¿Viviré yo? Jamás había comprendido que hubiera gente a quienes les aburriera la gramática. Ha sido asesinado, fue asesinado; había sido asesinado, será asesinado; ¿quién le asesinará? Mía es la venganza, había dicho el Señor.
—Final de trayecto, señor. Estación.
El barullo no había disminuido. ¿Quién era el que llegaba y quién el que se marchaba? ¿Por qué no se quedaban todos en casa? ¿Cuándo salía el tren para Ostende, o para Italia o Francia?; seguro que también allí había gente que tenía ganas de aprender: yo vivo, yo vivía, yo he vivido; él será asesinado; ¿quién le asesinará?
¿Habitación de hotel? ¿De qué categoría? ¿Barato? Vio que la amabilidad de la joven que con su delicado dedo seguía la lista, iba decreciendo; por lo visto era considerado como un pecado, en este país, preguntar el precio de las cosas. Siempre lo mejor. Lo más caro es lo más barato; error, linda criatura, lo barato es lo más barato, efectivamente, continua resiguiendo con tu delicado dedo la lista hasta que llegues abajo del todo. «Pensión Moderna». Siete marcos. Sin desayuno. No gracias, ya conozco el camino hasta la Modestgasse; sí, sí, lo conozco muy bien, el número dieciséis, eso está al lado del Modesttor.
Al volver la esquina, casi tropezó con el jabalí, se asustó y retrocedió ante la masa grisácea del animal y, por poco, no pasó de largo frente a la casa de Robert; allí, el recuerdo no estaba en peligro: solo había estado allí una vez; Modestgasse número ocho; se detuvo ante la reluciente placa de latón y leyó: «Dr. Robert Fähmel, oficina de cálculos estáticos, cerrado por las tardes»; al pulsar el botón del timbre, empezó a temblar: aquello de lo cual no había sido testigo, que no había ocurrido con detalles que él conociera, le conmovía siempre más profundamente; detrás de aquella puerta había muerto Edith, en aquella casa habían nacido sus hijos, vivía Robert; por el ruido que hizo el timbre, comprendió que no le abriría nadie; el sonar del timbre se unió al del teléfono; el botones del hotel, pensó, ha cumplido la palabra; le daré una buena propina cuando vayamos a jugar al billar.
Solo cuatro casas más allá, la «Pensión Moderna». Por fin, en casa; afortunadamente, ningún olor a comida en el pequeño recibidor. Ropa de cama limpia para una cabeza fatigada.
—Sí, gracias, ya lo encontraré.
—En el segundo piso, la tercera puerta a la izquierda, vaya con cuidado al subir, señor, algunas de las varillas de la alfombra de la escalera están sueltas; hay huéspedes tan brutos. ¿No desea que le llamen por la mañana? Y otra cosa, por favor; ¿le importaría pagar por adelantado o traerán el equipaje? ¿No? Pues entonces son ocho marcos y cinco pfennig, incluida la propina; siento verme obligada a estas medidas de precaución, señor, pero no se puede usted imaginar cuánta mala fe hay en el mundo; por eso hay que recibir con desconfianza a la gente decente, así es; y los hay que incluso así encuentran la manera de atarse la ropa de la cama al cuerpo y cortarse pañuelos de las fundas de las almohadas; si usted supiera la de cosas que se llegan a ver; ¿no quiere recibo? Mejor que mejor, los impuestos se le comen a uno vivo. Probablemente el señor espera visita, su esposa, ¿verdad? Le diré que suba, no se preocupe…