8

La autopista aparecía barrada en toda su anchura por enormes carteles; el puente, que, en aquel lugar, cruzaba antiguamente el río, estaba destruido, había sido volado con toda precisión desde sus puntos de arranque; unos cables oxidados colgaban deshilachados de las pilastras; unos carteles de tres metros de altura anunciaban lo que esperaba tras ellos: Peligro de muerte; fémures cruzados, cráneos diez veces mayores que al natural, blanco brillante sobre negro profundo, lo anunciaban gráficamente a aquellos a quienes no bastasen las palabras.

En aquel tramo muerto, unos aplicados alumnos de escuelas de conducción se ejercitaban en frenar, se acostumbraban a la velocidad, martirizaban el cambio de marchas para virar en marcha atrás hacia la izquierda, hacia la derecha y aprender a dominar el volante; por aquel terraplén, que bordeaba el campo de golf, entre jardines obreros, pasaban también hombres y mujeres vestidos pulcramente, con sus rostros de víspera de fiesta se dirigían al puente destruido, caminaban hacia los carteles amenazadores, detrás de los cuales se escondían míseras barracas, como si desafiaran a la muerte, detrás del Peligro de muerte un humo azulado se elevaba de las fogatas en que los vigilantes de noche calentaban sus fiambreras, tostaban pan y encendían sus pipas con ayuda de tiras de papel. Solemnes escalinatas que no habían sucumbido bajo el peso de la destrucción servían ahora, en el calor del atardecer, de asiento a cansados paseantes; desde veinte metros de altura podían seguir desde allí el proceso de las obras: buzos de escafandras amarillas se deslizaban en la corriente, guiaban las pinzas de las grúas hasta algún trozo de hierro o algún resto de cemento armado, y las guías subían las presas chorreantes y las depositaban en barcazas de carga. En elevados andamios y pasarelas movedizas, en cofas situadas en lo alto de los postes, unos operarios, con sopletes que lanzaban destellos azulados, arrancaban trozos de acero, chatarra, cables torcidos; unas sirenas daban las señales: paso libre, paso prohibido; luces rojas, verdes; trenes de carga que llevaban carbón y madera de aquí para allá, de allá para acá.

Río verde, alegría, suaves orillas cubiertas de arbustos, buques abigarrados, relámpagos azulados de sopletes; hombres como alambres, mujeres como alambres, de serio rostro, con sus clubs al hombro, caminaban sobre un césped inmaculado tras pelotas de golf; dieciocho hoyos; humo que se elevaba de huertecitos: follaje de alubias, follaje de guisantes; ardían viejas empalizadas recién sustituidas, se convertían en humo, formaban graciosas nubes en el cielo, parecidas a sílfides modernistas, que se arremolinaban barrocamente para luego desvanecerse en el cielo de la tarde como figuras torturadas, antes de que una corriente de aire las disolviera o las empujara hacia el horizonte: niños montados en bicicletas se herían brazos y piernas al caer en la calzada de tosco empedrado, enseñaban a sus madres asustadas las ensangrentadas heridas y les arrancaban promesas de limonadas, de helados; parejas de enamorados cogidos de las manos se dirigían hacia el bosquecillo, donde las huellas de la riada habían palidecido hacía tiempo: cañas, corchos, botellas y cajas de lustre para zapatos; marineros que subían a tierra por inseguras pasarelas, mujeres con cestas de la compra y confianza en los ojos; en barcazas limpias como la plata, la brisa del atardecer agitaba la ropa puesta a secar: pantalones verdes, blusas encarnadas, sábanas blanquísimas que destacaban sobre el negro del alquitrán fresco, brillante como laca japonesa; cubiertos de yodo, cubiertos de algas, unos restos de puente emergían del agua; en el fondo, la esbelta silueta de Sankt Severin, y, en el café Bellevue, la fatigada camarera anunciaba:

—Se ha terminado el pastel de nata —se limpiaba el sudor de su rostro de bastas facciones, buscaba en el monedero de cuero la calderilla para el cambio y añadía—: solo queda pastel de hojaldre…; no, el helado también se ha terminado.

Joseph tendió la mano para recibir el cambio, se guardó las monedas en el bolsillo del pantalón, el billete en el bolsillo de la camisa, se volvió hacia Marianne y, con la mano abierta, le alisó el cabello negro para quitarle los restos de cañas; luego sacudió la arena que había quedado adherida a su jersey verde.

—Tanta ilusión como te hacía esa fiesta —dijo la muchacha—, ¿qué te pasa ahora?

—No me pasa nada —dijo él.

—Se te nota. ¿Han cambiado las cosas?

—Sí.

—¿No me lo quieres decir?

—Más adelante —dijo él—, tal vez dentro de algunos años, tal vez muy pronto. No lo sé.

—¿Tiene que ver con nosotros dos?

—No.

—¿Seguro que no?

—No.

—¿Contigo?

—Sí.

—Pues entonces tiene que ver con los dos.

Joseph sonrió y dijo:

—Claro, lo mismo que yo tengo que ver contigo.

—¿Es algo grave?

—Sí.

—¿Es cosa de tu trabajo?

—Sí. Dame tu peine, pero no te vuelvas; no logro quitarme los granos de arena con los dedos.

Ella sacó el peine del bolso y se lo dio por encima del hombro; él le retuvo un instante la mano.

—Todos los días me he fijado en que, por la noche, cuando los obreros se habían marchado, reseguías los montones de sillares nuevos y los tocabas, solo les pasabas la mano por encima… y vi que ayer y anteayer no lo hiciste; conozco muy bien tus manos; y esta mañana te has marchado tan pronto…

—He ido a comprar un regalo para mi abuelo.

—No es por el regalo que te marchaste; ¿adónde has ido?

—He ido a la ciudad —dijo Joseph—; el marco de la fotografía todavía no estaba listo y he tenido que esperar; tú ya conoces ese retrato en que mi madre me lleva de la mano, en el otro brazo sostiene a Ruth y mi abuelo está detrás de nosotros. Lo he hecho ampliar y estoy seguro de que se alegrará.

Y luego he ido a la Modestgasse y he esperado a que mi padre saliera de la oficina, alto y erguido; y le he seguido hasta el hotel; he esperado media hora delante del hotel, pero él no ha vuelto a salir y yo no he querido entrar y preguntar por él; solo quería verle y le he visto; un caballero muy distinguido en la flor de la vida.

Soltó a Marianne, se guardó el peine en el bolsillo del pantalón, puso las manos sobre los hombros de la muchacha y dijo:

—Haz el favor de no volverte, así se habla mejor.

—Así se puede mentir mejor.

—Tal vez sí —dijo él—, o mejor dicho, callar mejor.

Más allá de la oreja de Marianne podía ver, por encima de la barandilla de la terraza del café, el centro del río; tuvo envidia a aquel operario, que a sesenta metros sobre el agua, colgado en su cofa, dibujaba relámpagos azulados en el aire; las sirenas ululaban, un vendedor de helados que caminaba a lo largo de la orilla debajo del café, gritó por dos veces: «¡Helado, al rico helado!», y luego se calló para llenar de helado un cucurucho quebradizo; en el fondo, la silueta gris de Sankt Severin.

Por lo visto, es algo terrible.

—Sí —dijo él—, es bastante terrible… quizás no; todavía no lo puedo decir.

—¿Es cosa de dentro o de fuera? —preguntó ella.

—De dentro. De todas maneras, este mediodía he presentado mi dimisión a Klubringer; no te vuelvas, si no, me callo.

Levantó las manos de sus hombros, le cogió la cabeza y la mantuvo fija en dirección al puente.

—¿Qué dirá tu abuelo de que hayas presentado la dimisión? Estaba tan orgulloso de ti, cada palabra elogiosa que Klubringer decía de ti le sabía a miel; y además quiere tanto la abadía; hoy no se lo puedes decir aún.

—Ya se lo habrán dicho antes de que nos vea; tú ya sabes que irá con mi padre a Sankt Anton a merendar antes de la gran fiesta de cumpleaños.

—Sí.

—Lo siento por el abuelo; ya sabes que le quiero; seguro que irá esta tarde a la abadía, al salir de visitar a la abuela. Pero, de momento, no puedo ver más piedras ni sentir olor de argamasa.

—¿Solo de momento?

—Sí.

—¿Y qué dirá tu padre?

—Oh —replicó él rápidamente—, él solo lo sentirá a causa del abuelo; jamás se ha interesado por el lado creador de la arquitectura, solo por las fórmulas. Pero no quiero que te vuelvas.

—Es evidente que se trata de algo relacionado con tu padre, lo adivino; estoy impaciente por conocerle; ya he hablado un par de veces con él por teléfono, me parece que me gustará.

—Seguro que te gustará. Esta noche le conocerás.

—¿Tengo que asistir a la fiesta de cumpleaños?

—Ya lo creo. No puedes imaginarte lo contento que estará el abuelo… y, además, te ha invitado especialmente.

Marianne intentó escapar de entre sus manos; él se echó a reír, la retuvo y dijo:

—No te muevas, así se puede hablar mejor.

—Y mentir.

—Callar —dijo Joseph.

—¿Le quieres, a tu padre?

—Sí. Sobre todo desde que sé lo joven que es aún.

—¿No sabías la edad que tenía?

—No. Siempre había creído que tenía cincuenta o cincuenta y cinco años… es curioso, ¿verdad?, jamás me había interesado por saber la edad que tenía y cuando anteayer vi mi partida de nacimiento me quedé asombrado al enterarme de que mi padre solo tiene cuarenta y tres años; ¿es joven, verdad?

—Sí —dijo ella—, y tú tienes veintidós años.

—Sí, y hasta los dos años no me llamé Fähmel, sino Schrella, qué nombre tan raro, ¿verdad?

—¿Le guardas rencor por eso?

—No le guardo rencor.

—¿Qué te ha hecho para que de pronto hayas perdido las ganas de trabajar en la abadía?

—No comprendo lo que quieres decir.

—Bueno… pero ¿por qué no ha ido a verte nunca a Sankt Anton?

—Por lo visto no le gustan las obras y quizás estuvo demasiadas veces en Sankt Anton cuando era niño, ¿comprendes?; los lugares donde se ha ido los domingos de paseo con los padres… no suelen gustar cuando se es mayor, solo se vuelve a ellos si se quieren revivir a toda costa los primeros años de melancolía.

—¿Has hecho algunas veces paseos domingueros con tus padres?

—No muchos, generalmente iba con mi madre y mis abuelos, pero cuando mi padre venía de permiso, nos acompañaba en los paseos.

—¿A Sankt Anton?

—Sí, también allí.

—Pues no comprendo que no haya ido nunca a verte.

—No le gustan las obras; tal vez sea un poco extraño; a veces, cuando llego a casa de improviso, le encuentro sentado en la sala, en su escritorio, trazando fórmulas al margen de algún dibujo fotocopiado… tiene una gran colección de estas fotocopias…, pero me parece que te gustará.

—Nunca me has enseñado ninguna fotografía suya.

—No tengo ninguna reciente; tiene un aire pasado de moda muy encantador, en su manera de vestir y en su manera de comportarse; siempre correcto, amable… es mucho más pasado de moda que el abuelo.

—Estoy impaciente por conocerle. ¿Puedo volverme ahora?

—Sí.

Le soltó la cabeza, e intentó una sonrisa al ver que se volvía rápidamente, pero los ojazos grises de ella apagaron su sonrisa forzada.

—¿Por qué no me lo dices?

—Porque yo mismo todavía no lo comprendo. En cuanto lo haya comprendido, te lo diré; pero eso puede tardar mucho tiempo; ¿te parece que nos vayamos?

—Sí —dijo ella—, vámonos; tu abuelo llegará pronto; no le hagas esperar; si se lo dicen antes de que te vea… será un golpe desagradable para él, y por favor, prométeme que no te lanzarás con el coche contra aquel terrible cartel sin frenar hasta el último momento.

—Hace un momento —dijo él—, imaginé que lo atravesaba, arrasaba las barracas, y por encima de la rampa desnuda, como si fuera un trampolín, saltaba al agua con el coche…

—Ya veo que no me quieres.

—Dios mío —dijo él—, se trata solo de un juego.

Ayudó a Marianne a levantarse y juntos bajaron la escalera que conducía a la orilla del río.

—Confieso que siento de veras —dijo Joseph, mientras bajaba la escalera— que el abuelo tenga que enterarse precisamente hoy, en el día de su cumpleaños.

—¿No se lo podrías ahorrar?

—El hecho no… pero la noticia sí, si no se la han dicho ya.

Abrió la puerta del coche, subió, abrió desde dentro la puerta para Marianne, cuando ella se sentó a su lado, le pasó un brazo alrededor de los hombros.

—Ahora fíjate bien —le dijo—, es muy sencillo; el tramo tiene exactamente cuatro kilómetros y medio de largo; necesito trescientos metros para alcanzar los ciento veinte… otros trescientos para frenar, calculándolo con mucho margen; quedan pues escasamente cuatro kilómetros, para los que necesito exactamente dos minutos; no tienes que hacer más que observar el reloj y decirme cuando hayan transcurrido los dos minutos; entonces será el momento en que tendré que frenar. ¿No me entiendes? Solo me gustaría saber hasta qué punto me puedo fiar del coche.

—Es un juego espantoso —dijo ella.

—Si realmente pudiera llegar a los ciento ochenta, solo necesitaría veinte segundos… pero entonces también sería más largo el trecho para frenar.

—No sigas, por favor.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

—Bien, si es así, no lo haré. ¿Me dejas correr por lo menos a ochenta?

—Bueno, si tanto te empeñas…

—No hay necesidad de que mires el reloj, puedo correr a vista y descontar luego el trecho del frenazo, ¿comprendes?, solo quisiera saber si no nos engañan con el taquímetro.

Joseph dio el contacto, circuló lentamente por los estrechos caminos del pueblo, luego más de prisa a lo largo de la empalizada del campo de golf y se detuvo al llegar al cruce con la autopista.

—Oye —dijo—, si voy a ochenta necesito exactamente tres minutos, no hay ningún peligro; si tienes miedo, apéate aquí y espérame.

—No, solo no te lo dejo hacer de ninguna manera.

—Es la última vez —replicó él—, a lo mejor, mañana ya no estoy aquí y en otro sitio no encontraré esta oportunidad.

—Pero en un tramo libre lo podrías probar mucho mejor.

—No. Precisamente lo que me atrae es la necesidad de tener que parar antes del cartel.

La besó en la mejilla.

—¿Sabes lo que voy a hacer?

—No.

—Iré únicamente a cuarenta.

Ella sonrió cuando el coche se puso en marcha, pero miró el taquímetro. Al llegar al kilómetro 5, Joseph le dijo:

—Atención, mira el reloj y mide el tiempo que estamos hasta el kilómetro 9; voy exactamente a cuarenta.

Allá a lo lejos, como pestillos que cerraban gigantescas puertas, vio los carteles, primero solo los caballetes, que fueron creciendo, creciendo con insistencia sobrecogedora: lo que, de momento, había parecido una araña negra, se convirtió en unos huesos cruzados, lo que había parecido un botón extraño, se transformó en una calavera, fue en aumento, como iba aumentando la palabra que se precipitaba sobre ellos, que tocaba casi el radiador: Peligro de muerte; la aguja del taquímetro oscilaba entre 90 y 100, los niños montados en bicicletas, los hombres y las mujeres, cuyos rostros ya no expresaban alegría de víspera de fiesta, pasaban rápidamente por su lado, con los brazos en alto, gritando para advertirles, como oscuras aves de mal agüero.

—Oye —dijo ella—, ¿estás todavía a mi lado?

—Claro —contestó Joseph sonriendo, y sé perfectamente lo que hago y siguió mirando fijamente el cartel Peligro de muerte—; no te alarmes.

Poco antes de terminar la jornada del viernes, el encargado de la empresa de derribos le había pedido que le acompañara al refectorio, donde, en un rincón, una montaña de escombros era echada a paladas sobre una cinta continua, que luego los depositaba en unos camiones; la humedad que se había acumulado en los escombros, mezclada con restos de sillares, restos de argamasa y suciedad indefinible, había formado unas glebas pegajosas; la humedad aparecía en las paredes a medida que iba disminuyendo la montaña de escombros, primero como un moho oscuro, luego más claro; detrás del moho, unas tonalidades azules y doradas, huellas de pinturas murales, que el encargado juzgó preciosas: una Santa Cena, cubierta de moho: el oro del cáliz, el blanco de la hostia, el rostro de Jesús, tez clara y barba oscura; el cabello castaño de San Juan y:

—Vea aquí, señor Fähmel, el cuero oscuro de la bolsa de Judas.

El encargado limpió cuidadosamente con un paño seco el moho blanco y descubrió con respeto la pintura: mantel adamascado, doce apóstoles; aparecieron pies, bordes de mantel, el suelo embaldosado de la sala de la Cena; sonriente, puso la mano sobre el hombro del encargado y dijo:

—Ha hecho bien en llamarme; claro que hay que conservar este fresco. Diga que limpien la sala de escombros y lo dejaremos secar antes de hacer nada más.

Se disponía a marcharse; encima de la mesa, le esperaba ya el té, el pan, la mantequilla y los arenques: noche de viernes, día de abstinencia; Marianne ya había salido de Stehlingers Grotte para ir a recogerle y dar un paseo; en aquel momento, poco antes de decidirse a salir, vio, en el ángulo inferior de la pintura, las letras XYZX; millares de veces, cuando su padre le ayudaba a hacer los problemas de matemáticas, había visto su X, su Y y su Z, y ahora las veía de nuevo, inmediatamente encima del boquete abierto por la explosión en el techo del sótano, entre los pies de San Juan y de San Pedro; las columnas del refectorio estaban destruidas, la bóveda hundida, solo quedaba la pared con la Santa Cena: XYZX.

—¿Ocurre algo, señor Fähmel? —preguntó el encargado, poniéndole la mano sobre el hombro—, está pálido… ¿será la emoción?

—Solo la emoción —dijo Joseph—, solo la emoción, no se alarme, y muchas gracias por haberme avisado.

Ni el té, ni el pan, ni la mantequilla ni el arenque le supieron a nada; viernes, día de pescado; ni siquiera le supo a nada el cigarrillo; recorrió todas las dependencias y dio la vuelta a la iglesia de la abadía, visitó el cuerpo de edificio destinado a los peregrinos; buscó por todos los sitios donde tuvo que haber puntos estáticamente importantes, pero solo encontró una pequeña X en la bodega de la hospedería; su caligrafía era tan inconfundible como su rostro, como eran inconfundibles su porte, su risa y la severa amabilidad de sus ademanes cuando escanciaba vino u ofrecía pan de un lado a otro de la mesa; su pequeña X; Dr. Robert Fähmel: oficina de cálculos estáticos.

—Por favor —dijo Marianne—, vuelve en ti.

—Estoy perfectamente sereno —dijo Joseph; soltó el pedal del gas, puso el pie izquierdo en el pedal del embrague y el derecho en el del freno, y apretó; chirriando y resbalando de un lado a otro, el coche se precipitó sobre el cartel de Peligro de muerte, levantó polvo, los frenos rechinaron, paseantes alarmados se acercaron gesticulando, un guardián de noche apareció con una cafetera en la mano, debajo de la calavera y los fémures cruzados.

—Dios mío —exclamó Marianne—. ¿Por qué te gusta asustarme de ese modo?

—Perdona —dijo él en voz baja—, perdóname, es más fuerte que yo.

Dio rápidamente la vuelta y se puso en marcha antes de que los paseantes hubiesen podido reunirse alrededor del coche, por cuatro kilómetros condujo con la mano izquierda, abrazando con la derecha a Marianne, a una velocidad moderada, junto al campo de golf, donde unas mujeres como alambres al lado de unos hombres como alambres iban en pos del hoyo diecisiete, del oyó dieciocho.

—Perdóname —dijo Joseph—, te prometo que no lo volveré a hacer.

Salió de la autopista, atravesó apacibles campos de cultivo, al borde de bosques silenciosos.

XYZ eran los mismos signos que descubría en las fotocopias de tamaño postal, con las que por la noche su padre jugaba como con un juego de naipes; una casa para un editor, al pie del bosque. XxX; obras de ampliación de la «Societas, la más útil para la sociedad». YxY; casa para un maestro, a orillas del río. Solo Y. Entre los pies de San Juan y los de San Pedro.

El coche iba lentamente entre campos, en los que las gruesas remolachas trataban de salir de la tierra empujando las enormes hojas verdes; rastrojos, prados, tras los cuales se veía ya la colina de los Cosacos.

—¿Por qué no me lo quieres decir? —insistió Marianne.

—Porque yo mismo todavía no lo comprendo, porque todavía no estoy seguro; tal vez sea solo un sueño absurdo; tal vez te lo pueda explicar más adelante, tal vez nunca.

—¿Pero no quieres ser arquitecto?

—No —contestó él.

—¿Por eso te lanzaste de aquel modo contra el cartel?

—Quizás.

—Siempre he odiado a esa gente que no saben apreciar el dinero —dijo Marianne—, que se lanzan con sus coches a velocidades temerarias contra carteles que indican peligro, que, sin razón alguna, alarman a los que disfrutan de un merecido descanso al llegar un día de fiesta.

—Yo tenía una razón para lanzarme a gran velocidad contra el cartel.

Disminuyó la velocidad, se detuvo junto a un caminito arenoso al pie de la colina de los Cosacos, aparcó el coche debajo de unas ramas bajas de abeto.

—¿Qué quieres hacer aquí? —preguntó ella.

—Ven, vamos a caminar un poco.

—Se hará tarde —dijo ella—, tu abuelo llegará seguramente en el tren de las cuatro y media; solo faltan diez minutos para la media.

Joseph se apeó, anduvo unos cuantos pasos por el camino que subía a la colina, se hizo pantalla con la mano y miró en dirección a Denklingen.

—Sí —exclamó—, el tren ha salido ya de Doderingen; es el mismo tren juguete de cuando yo era niño, y pasa a la misma hora. Ven, que aguarden un cuarto de hora.

Volvió corriendo al coche, sacó a Marianne del asiento y luego la obligó a subir por el camino arenoso; se sentaron en un claro del bosque; Joseph señaló el llano, siguió con el dedo el trayecto del tren, que corría entre campos de remolacha, entre prados y rastrojos, en dirección a Kisslingen.

—No puedes imaginarte —dijo— lo bien que conozco yo estos pueblos; cuántas veces hemos ido en ese tren. Después de la muerte de mi madre, vivimos casi siempre en Stehlingen o en Görlingen, y yo iba a la escuela en Kisslingen; por la noche corríamos a recibir el tren en que llegaba de la ciudad el abuelo; aquel tren de allí, ¿lo ves?, ahora sale de la estación de Denklingen. Es curioso, yo tenía siempre la impresión de que éramos pobres; mientras vivió mi madre y mi abuela estuvo con nosotros, nos daban menos de comer que a los demás niños que conocíamos, y no podía llevar nunca ningún traje nuevo, solo cosas remendadas… y teníamos que contemplar como daban lo bueno a los demás: pan, mantequilla y miel que nos regalaban del convento o que nos mandaban de las fincas; en cambio, nosotros teníamos que comer miel artificial.

—¿No la odiabas, a tu abuela?

—No, y la verdad es que yo mismo no sé por qué no la odiaba por esa tontería; tal vez porque el abuelo nos llevaba a su estudio, y nos daba de comer a escondidas; nos llevaba también al café Kroner y nos hartábamos; siempre nos decía: «Lo que hacen vuestra madre y vuestra abuela es muy grande, muy grande… pero no sé si vosotros sois bastante mayores para tanta grandeza».

—¿De verdad, lo decía?

—Sí —contestó Joseph riendo—. Cuando murió mi madre y se llevaron a la abuela, nos quedamos con el abuelo y nos dieron bastante de comer; durante los últimos años de guerra estuvimos casi siempre en Stehlingen; una noche, oí cómo volaron la abadía; estábamos sentados en la cocina, en Stehlingen, y los campesinos de los alrededores maldecían al general alemán que había dado la orden de volarla y murmuraban para sí mismos: ¿para qué, para qué, para qué?; al cabo de un par de días, mi padre vino a verme, vino en un coche americano, acompañado de un oficial americano, y pudo quedarse tres horas con nosotros; nos trajo chocolate y nosotros nos asustamos ante aquella cosa tan oscura y pegajosa, que todavía no habíamos comido nunca, y no lo probamos hasta que la señora Kloschgrabe, la mujer del administrador, comió también un trozo; mi padre le trajo café para ella y ella le dijo: «No pase usted cuidado, doctor, vigilamos a sus hijos como si fueran los nuestros propios», y luego añadió: «¿No es una vergüenza que hayan volado la abadía estando tan a punto de terminar la guerra?». Y él le contestó: «Sí, es una vergüenza, pero quizás haya sido la voluntad de Dios», y la señora Kloschgrabe dijo: «Los hay que cumplen la voluntad del demonio». Mi padre se echó a reír y el oficial americano también se rio; mi padre estuvo muy cariñoso con nosotros y yo le vi llorar por primera vez, cuando tuvo que dejarnos; yo no me figuraba que supiera llorar; siempre se había mantenido sereno y no había demostrado sus sentimientos, ni siquiera cuando tenía que marcharse una vez terminado el permiso y nosotros le acompañábamos a la estación, nunca había llorado; nosotros sí llorábamos todos; mi madre, mi abuela, mi abuelo y nosotros dos, pero él no…, mira —dijo Joseph señalando el penacho de humo—, en este momento llegan a Kisslingen.

—Ahora irá al convento y se enterará de lo que, en realidad, hubieras tenido que decirle tú mismo.

Yo borré las señales de tiza entre los pies de San Juan y San Pedro y la X pequeña de la bodega de la hospedería; no lo descubrirá, no lo encontrará, por mí no lo sabrá nunca.

—Durante tres días —dijo—, el frente estuvo entre Denklingen y la ciudad; por la noche, rezábamos con la señora Kloschgrabe para que no le sucediera nada al abuelo; luego llegó una tarde de la ciudad; estaba pálido y triste, como no le había visto nunca; recorrió con nosotros las ruinas de la abadía, murmuró lo mismo que habían murmurado los campesinos, lo que murmuraba siempre la abuela cuando estábamos en el refugio: ¿para qué, para qué, para qué?

—¡Qué contento debe estar de que tú trabajes en la reconstrucción!

—Sí —contestó Joseph—, pero no puedo darle esta felicidad; no me preguntes por qué; no puedo.

Joseph la besó, le acarició los cabellos y le quitó las agujas de abeto y los granos de arena que llevaba presos en ellos.

—Mi padre regresó muy pronto del campo de prisioneros y nos vino a buscar para que fuéramos a vivir a la ciudad, a pesar de que el abuelo protestaba y decía que feria mejor para nosotros no crecer entre ruinas. Pero le dijo: «Yo no puedo vivir en el campo y quiero tener ahora a los niños conmigo: apenas los conozco». Nosotros tampoco le conocíamos y, de momento, nos daba miedo y sentíamos que el abuelo también se lo tenía. Entonces vivíamos en el estudio del abuelo, porque nuestra casa no estaba habitable, y en la pared del estudio había colgado un enorme plano de la ciudad; todo lo que había sido destruido estaba marcado con tiza negra y escuchábamos a menudo, mientras hacíamos los deberes sobre el tablero de dibujo del abuelo, como mi padre discutía con mi abuelo y otros hombres delante del plano Muchas veces se peleaban, porque mi padre decía siempre: «Fuera, hay que volarlo» y dibujaba una X al lado de la mancha negra; y los otros decían siempre: «Por el amor de Dios, eso no lo podemos hacer», y mi padre decía: «Háganlo, antes de que la gente regrese a la ciudad. Ahora está todavía deshabitado y podrán hacerlo libremente; hay que arrasarlo». Y los otros decían: «Pero si aquí queda todavía el marco de una ventana del siglo XVI, y allí todavía los restos de una capilla del siglo XII»; y mi padre tiraba la tiza negra y decía: «Bueno, hagan lo que quieran, pero les aseguro que se arrepentirán; hagan lo que quieran, pero no cuenten conmigo»; y ellos decían: «Pero, querido señor Fähmel, usted es nuestro mejor especialista en voladuras, no nos puede abandonar»; y mi padre replicaba: «Pues les abandonaré si tengo que enternecerme por cada gallinero romano que encuentre para mí, las paredes son paredes, y créanme, hay paredes buenas y paredes malas; las malas tienen que desaparecer; vuélenlas y que quede espacio libre». Mi abuelo se reía cuando los otros se habían marchado y decía: «Dios mío, tienes que hacerte cargo de sus sentimientos», y mi padre también se reía y replicaba: «Ya los comprendo, pero no los respeto»; y luego añadía: «Vamos, niños, vamos a comprar chocolate», y nos íbamos al mercado negro; allí compraba cigarrillos para él y chocolate para nosotros; y le acompañábamos cuando se metía por unos portales oscuros y medio destruidos, subíamos escaleras sórdidas, porque mi padre quería comprar también cigarros para el abuelo; siempre compraba, pero no vendía nunca; cuando nos enviaban pan y mantequilla de Stehlingen o de Görlingen, quería que lleváramos su ración a la escuela y nos dejaba elegir a quién la queríamos regalar, y una vez volvimos a comprar en el mercado negro un kilo de mantequilla que habíamos regalado: todavía llevaba la tarjeta de la señora Kloschgrabe que decía: «Esta semana solo puedo mandarle un kilo». Mi padre se limitó a sonreír y dijo: «Qué le vamos a hacer, la gente necesita también dinero para comprar cigarrillos». El alcalde vino otra vez a ver a mi padre y él le dijo: «En las ruinas del convento de franciscanos he encontrado raeduras de uñas del siglo XIV: no se ría; puedo demostrar que son auténticas del siglo XIV porque están mezcladas con unas fibras, con restos de un tejido de lana que solo se fabricaba en nuestra ciudad en el siglo XIV; se trata de una curiosidad histórica de primer orden, señor alcalde», y este dijo: «Me parece que lleva usted las cosas demasiado lejos, señor Fähmel», y mi padre replicó: «Más lejos las he de llevar todavía, señor alcalde». A Ruth, que estaba sentada a mi lado, garabateando deberes de matemáticas en su cuaderno de colegio, se le escapó una carcajada, y mi padre se acercó a ella, la besó en la frente y dijo: «Sí, verdaderamente, la cosa tiene gracia, hija mía», y yo tuve envidia porque no me había besado nunca en la frente; le queríamos mucho, Marianne, pero seguía dándonos un poco de miedo, cuando le veíamos allí delante del plano con la tiza negra en la mano y diciendo: «Fuera, hay que volar todo eso». Pero era muy severo cuando se trataba de mis deberes de colegio; siempre me decía: «No hay más que dos posibilidades, saberlo todo o no saber nada; tu madre no sabía nada, me parece que ni siquiera había cursado los grados elementales de la escuela y, a pesar de todo, no me hubiera casado con nadie más; decide qué es lo que más te conviene». Le queríamos mucho, Marianne, y cuando pienso que por entonces no podía tener mucho más de treinta años, apenas puedo creerlo, porque yo siempre le consideré mucho mayor, aunque no tenía aspecto de viejo; a veces se mostraba tan alegre… cosa que ahora no hace nunca; cuando, por la mañana, saltábamos de nuestras camas, él ya estaba junto a la ventana afeitándose y nos decía a gritos: «La guerra ha terminado, hijos míos»… a pesar de que ya hacía cuatro o cinco años que había terminado.

—Tenemos que irnos —dijo Marianne—. No vayamos a hacerles esperar demasiado.

—Déjales que esperen —replicó él—. Todavía me falta saber todo lo que te hicieron a ti, corderito. Apenas sé nada de ti.

—¿Corderito? —dijo ella—. ¿Por qué me llamas así?

—Una ocurrencia que he tenido —dijo Joseph—, pero dime qué te hicieron; siempre me hace reír oírte el acento de Doderingen cuando hablas; no te sienta bien; solo sé de ti que fuiste a la escuela en Doderingen, pero que no naciste allí y que ayudas a la señora Kloschgrabe a amasar el pan, a hacer la comida y a planchar.

Ella le obligó a apoyar la cabeza sobre su regazo, le tapó los ojos y dijo:

—¿A mí? ¿Lo que me hicieron a mí, quieres saber? Me echaron bombas y no me dieron a pesar de que las bombas eran muy grandes y yo muy pequeña; la gente que había en el refugio me metieron golosinas en la boca; y las bombas cayeron y no me tocaron, yo solo oí cómo estallaban y los cascotes volaban en la noche como pájaros asustados, y alguien, en el refugio, cantó: «Gansos salvajes vuelan de noche». Mi padre era alto, muy moreno y guapo, llevaba un uniforme pardo con mucho oro encima y una especie de sable en el cinto que brillaba como la plata; se pegó un tiro en la boca; no sé si has visto alguna vez a alguien que se haya pegado un tiro en la boca. ¿No, verdad? Pues da gracias a Dios de que te haya ahorrado ese espectáculo. Él quedó tendido sobre la alfombra, la sangre corría sobre los colores orientales, sobre la muestra de Esmirna… Esmirna auténtica, amigo mío; en cambio mi madre era rubia y alta y llevaba un uniforme azul y un gorro muy gracioso, nada de espadas al cinto; y yo tenía un hermanito, mucho más joven que yo, y era rubio, y mi hermanito colgaba de la puerta con una soga de cáñamo alrededor del cuello, se balanceaba, y yo me reía, me reía todavía cuando mi madre me ató también una soga de cáñamo al cuello y murmuró: «Él lo ha ordenado», pero entonces entró un hombre, sin uniforme, sin entorchados de oro y sin sable; solo llevaba una pistola en la mano, que encaró a mi madre, me arrancó de sus manos, y yo me eché a llorar, porque yo llevaba la soga alrededor del cuello y quería jugar a aquel juego que jugaba mi hermanito allá arriba, el juego de «Él lo ha ordenado», pero el hombre me tapó la boca, me llevó de un brazado escaleras abajo, me quitó la soga del cuello y me subió a un camión…

Joseph trató de retirar las manos de Marianne de encima de sus ojos, pero ella se resistió y dijo:

—¿No quieres oír lo que sigue?

—Sí —contestó él.

—Entonces tienes que dejar que te cierre los ojos y darme un cigarrillo.

—¿Aquí en el bosque?

—Sí, aquí en el bosque.

—Sácalo del bolsillo de mi camisa.

Joseph sintió cómo ella le desabrochaba el bolsillo de la camisa, como sacaba los cigarrillos y las cerillas, mientras con la otra mano le mantenía cerrados los ojos.

—Encenderé también uno para ti —dijo ella—, aquí, en el bosque. En aquella época tenía exactamente cinco años, y era tan cariñosa que incluso me mimaban en el camión, me metían golosinas en la boca, me lavaban con jabón, cuando el camión se detenía; y dispararon contra nosotros con cañones y con ametralladoras, pero no nos tocaron; viajamos durante mucho tiempo, no sabría decirte cuánto, pero seguramente fueron dos semanas, y cuando nos paramos, el hombre que había impedido el juego de Él lo ha ordenado me tomó consigo, me envolvió en una manta, me tendió a su lado, en la paja, en el heno, y a veces en la cama y me decía: «Llámame padre», y yo no le podía llamar padre, porque al hombre del hermoso uniforme solo le había llamado siempre papá; pero al final, aprendí a decir padre y así llamé durante trece años al hombre que había impedido aquel juego; me dieron una cama, una manta y una madre, que era muy seria y me quería, y viví durante nueve años en una casa limpia; cuando fui a la escuela, dijo el párroco: «Ved aquí lo que tenemos; tenemos entre nosotros a una criatura pagana, una auténtica pagana», y los demás niños que no eran paganos se echaron a reír; el párroco añadió: «Vamos rápidamente a convertir a nuestra criatura pagana, a nuestro dócil corderito, en una niña cristiana»; y me convirtieron en una cristiana. Y el corderito era dócil y feliz, jugaba a corro y a saltar con los demás, y luego jugó a pelota y a saltar a la comba y quería mucho a sus padres; y llegó un día en que en la escuela se derramaron un par de lágrimas, se pronunciaron un par de discursos, se habló un par de veces de una etapa de la vida, y el corderito entró de aprendiza en casa de una modista, aprendió a manejar bien la aguja y el dedal, aprendió de su madre a limpiar la casa, a amasar el pan y a cocinar, y toda la gente del pueblo decía: «Esa se casará algún día con un príncipe; si no es un príncipe no se conformará…». Pero un día llegó un coche muy grande y muy negro al pueblo con un hombre barbudo que lo conducía, se paró en la plaza mayor y preguntó sin apearse del auto a la gente: «Por favor, ¿podrían decirme dónde viven los Schmitz?». Y la gente dijo: «Hay muchos Schmitz en el pueblo, ¿a cuál se refiere usted?». Y el hombre dijo: «A los que han adoptado una niña», y la gente contestó: «Sí, estos Schmitz son los Eduard Schmitz, que viven allí, detrás del herrero, ¿ve usted?, aquella casa con el boj delante». Y el hombre dijo «Gracias,» y el hombre continuó, pero toda la gente le siguió, porque desde la plaza a la casa de Eduard Schmitz solo había unos cincuenta pasos; yo estaba en la cocina limpiando lechuga, me gustaba mucho hacerlo: cortar las hojas, lo malo a la basura, lo bueno en la jofaina, donde queda nadando, verde y limpio; en aquel instante, mi madre me decía: «No tienes que entristecerte por eso, Marianne, los muchachos no tienen la culpa… cuando llegan a los trece o catorce años, y algunos empiezan ya a los doce, hacen estas cosas; es la naturaleza y no es fácil dominar la naturaleza». Y yo dije: «No estoy triste por eso». «Pues, ¿por qué?», preguntó mi madre. Yo le dije: «Pienso en mi hermanito, le veo colgado de la puerta, y yo me reía sin saber lo terrible que era aquello… y no estaba bautizado». Y antes de que mi madre: me pudiera contestar, se abrió la puerta —no habíamos oído llamar— y yo la reconocí en seguida: seguía siendo rubia y alta y llevaba un sombrero muy gracioso, pero ya no llevaba el uniforme azul; se me acercó inmediatamente, abrió los brazos y dijo: «Seguro que eres mi Marianne, ¿no habla en ti la voz de la sangre?». Yo detuve un instante el cuchillo, luego limpió una hoja de lechuga y dije: «No, la voz de la sangre no me dice nada». «Soy tu madre», dijo ella. «No», contesté yo, «mi madre es aquella. Yo me llamo Marianne Schmitz», callé un momento y luego añadí: «Él lo ha ordenado… y usted me puso la soga alrededor del cuello, señora». La modista me había enseñado a terminar las frases con «señora».

Ella gritaba y lloraba e intentaba abrazarme, pero yo sostenía el cuchillo con la punta hacia adelante, junto a mi pecho; ella me habló de colegios y de estudiar, gritó y lloró, pero me escapé por la puerta del jardín, atravesé el campo y fui a casa del párroco y se lo conté todo. Él me dijo: «Es tu madre, nada se puede contra el derecho natural, hasta que seas mayor de edad, ella tiene derecho sobre ti; es un mal asunto». Y yo le dije: «¿No perdió este derecho cuando intentó jugar el juego de Él lo ha ordenado?». Y el párroco dijo: «Eres una chica muy lista: no olvides este argumento». Yo no lo olvidé y lo esgrimía siempre que me hablaban de la voz de la sangre y repetía sin cesar: «No oigo la voz de la sangre». Ellos me decían: «Eso no puede ser, ese cinismo es contra la naturaleza». «Sí», decía yo, «Él lo ha ordenado sí que era contra la naturaleza». Ellos decían: «Pero de eso hace ya más de diez años, y ella se arrepiente»; y yo contestaba: «Hay cosas de las que uno no se puede arrepentir». «¿Quieres ser más severa que Dios en su juicio?», me preguntó ella y yo le contesté: «No, yo no soy Dios y por eso no puedo ser tan misericordiosa». Y seguí viviendo con mis padres, pero hubo una cosa que no pude impedir; dejé de llamarme Marianne Schmitz y me llamé Marianne Draste, tenía la sensación de que me habían amputado algo… Todavía sigo pensando en mi hermanito que tuvo que jugar a Él lo ha ordenado… y ¿sigues creyendo que hay algo más terrible, tan terrible que no me lo puedas contar?

—No, no —dijo Joseph—, Marianne Schmitz, voy a contártelo.

Ella dejó de cubrirle los ojos con la mano, él se incorporó y la miró a la cara; Marianne no trató de sonreír.

—Tu padre no puede haber cometido nada tan terrible —dijo.

—No, no fue tan terrible, peri sí muy grave.

—Ven —dijo ella—, me lo contarás en el coche; van a dar las cinco y nos estarán esperando; si yo tuviera un abuelo no le haría esperar, y si tuviera uno como el tuyo haría cualquier cosa por él.

—¿Y por mi padre?

—Todavía no le conozco —dijo Marianne—; ven. Y no te esquives, díselo en cuanto se presente la ocasión. Ven.

Le ayudó a levantarse y él le puso el brazo sobre el hombro cuando se dirigían de nuevo al coche.