7

Al llegar a la ventanilla, Nettlinger se sacó el cigarro de la boca e hizo una seña a Schrella para animarle; la ventanilla se abrió desde dentro, un guardián con una lista se inclinó hacia fuera y preguntó:

—¿Es usted el preso Schrella?

—Sí —contestó Schrella.

El guardián enumeró los objetos a medida que los iba sacando de una caja de cartón y los dejó encima del tablero de la taquilla.

—Un reloj de bolsillo, níquel, sin cadena.

—Un monedero, cuero negro, con: cinco chelines ingleses, treinta francos belgas, diez marcos alemanes y ochenta pfennig.

—Una corbata, color verde.

—Un bolígrafo, sin marca, color gris.

—Dos pañuelos blancos.

—Un abrigo trinchera.

—Un sombrero, color negro.

—Una máquina de afeitar, marca Gilette.

—Seis cigarrillos, marca Belga.

—Camisa, ropa interior, jabón y cepillo de los dientes los tenía usted, ¿verdad? Haga el favor de firmar aquí como que no le falta nada que fuera de su propiedad.

Schrella se puso el abrigo, se guardó los efectos personales en el bolsillo y firmó la lista: 6 de septiembre de 1958, a las 16,10 horas.

—Buenas tardes —dijo el guarda y bajó el cristal de la ventanilla.

Nettlinger volvió a meterse el cigarro en la boca, tocó el hombro a Schrella y le dijo:

—Ven, se sale por aquí, a menos que quieras volver a la jaula. Quizá sea más prudente que te pongas ya la corbata.

Schrella se puso un cigarrillo en la boca, se arregló las gafas, se subió el cuello de la camisa y se anudó la corbata; cuando, súbitamente, Nettlinger le puso el encendedor delante de la nariz, se sobresaltó.

—Sí —dijo Nettlinger—, eso ocurre con todos los presos: personajes o pordioseros, culpables o no, ricos o pobres, políticos o de derecho común; lo primero es el cigarrillo.

Schrella aspiró profundamente el humo del cigarrillo y miró a Nettlinger por encima de los cristales de las gafas, mientras terminaba de anudarse la corbata y volvía a bajarse el cuello de la camisa.

—Parece que tienes experiencia en estas cosas, ¿verdad?

—¿Y tú no? —preguntó Nettlinger—. Ven, siento no poderte ahorrar despedirte del director.

Schrella se puso el sombrero, se sacó el cigarrillo de la boca y siguió a Nettlinger, que le abrió la puerta del patio; el director estaba junto a la ventanilla donde empezaba la cola de personas que iban a buscar el permiso de visita para el domingo; era un hombre alto, no excesivamente elegante, pero bien vestido, y los movimientos de sus brazos y piernas, cuando se acercó donde estaban Nettlinger y Schrella, eran marcadamente corteses.

—Espero —dijo dirigiéndose a Nettlinger— que todo ha ido a satisfacción tuya, con rapidez y corrección.

—Gracias —dijo Nettlinger—, ha ido efectivamente muy de prisa.

—Lo celebro —dijo el director—; y luego dirigiéndose a Schrella, añadió: Permítame que le diga algunas palabras de despedida a pesar de que solo ha estado un día entre mis —sonrió— protegidos y a pesar de que, por error, en lugar de ir a la sección de detenidos, le hayan llevado a la de penados. Ve usted —dijo señalando la puerta interior de la cárcel—, más allá de esta puerta le espera otra, y más allá de aquella segunda puerta le espera a usted algo magnífico, algo que es nuestro bien más preciado: la libertad. Tanto si la sospecha que pesa sobre usted era fundada como si no —volvió a sonreír— entre nuestros muros hospitalarios ha conocido usted lo contrario de la libertad. Disfrute de su libertad. Lo cierto es que todos estamos presos, presos de nuestro cuerpo hasta el día en que nuestra alma se libera y puede volar hacia su Creador, pero la prisión dentro de nuestros muros hospitalarios no es únicamente simbólica. Le dejo en libertad, señor Schrella…

Schrella le tendió tímidamente la mano, pero volvió a retirarla en seguida, al adivinar, por el rostro del director, que el apretón de manos no figuraba entre las formalidades del momento; confuso, se quedó sin saber qué decir; se pasó el cigarrillo de la mano derecha a la izquierda, y miró a Nettlinger.

Los muros de aquel patio, el cielo que los cubría, habían sido lo último que vieron los ojos de Ferdi; quizás la voz del director había sido la última voz humana que oyó, en aquel patio lo bastante estrecho para ser llenado por completo por el aroma del cigarro de Nettlinger. El husmear de la nariz del director decía claramente: «Lo cierto es que siempre has entendido en cigarros, eso no se te puede negar».

Nettlinger no se sacó el cigarro de la boca.

—Hubieras podido ahorrarte el discurso de despedida. Gracias y hasta la vista.

Tomó a Schrella por los hombros y le empujó hacia la puerta interior, que se abrió ante ellos; luego, lentamente, siguió empujándole hacia la puerta exterior; Schrella se detuvo, entregó sus papeles al empleado; este los examinó con cuidado, dio su conformidad y abrió la puerta.

—Hela aquí, la libertad —dijo Nettlinger sonriendo—. Allí tengo el coche; dime a dónde quieres que te lleve.

Schrella cruzó la calle al lado de Nettlinger y titubeó cuando el chófer le abrió la portezuela.

—Anda —dijo Nettlinger—, sube.

Schrella se quitó el sombrero, subió al coche, se sentó, se reclinó y miró a Nettlinger, que subió tras él y se sentó a su lado.

—¿A dónde quieres que te lleve?

—A la estación —dijo Schrella.

—¿Tienes el equipaje allí?

—No.

—¿Acaso quieres volver a abandonar esta ciudad hospitalaria? —preguntó Nettlinger. Se inclinó hacia delante y dijo al chófer—. A la estación central.

—No —dijo Schrella—, no quiero abandonar esta ciudad hospitalaria. ¿No has podido ponerte en contacto con Robert?

—No —contestó Nettlinger—, está muy retraído. Todo el día he estado intentando verle, pero se me escapó, y cuando casi le había alcanzado en el hotel Prinz Heinrich, se fugó por una puerta excusada; por su culpa he tenido que soportar graves desaires.

—¿No le habías visto antes de ahora?

—No —dijo Nettlinger—, ni una sola vez; vive muy retirado.

El coche se detuvo ante un semáforo con luz roja. Schrella se quitó las gafas, las limpió con un pañuelo y se inclinó hacia la ventanilla.

—Debe parecerte extraño —dijo Nettlinger— volverte a encontrar en Alemania después de tanto tiempo y en circunstancias como estas; no la reconocerás.

—La reconozco aproximadamente como se reconoce a una mujer a la que se ha amado cuando era niña y se vuelve a ver veinte años después; debo confesar que ha engordado un poco; cuestión de glándulas sebáceas; es evidente que se ha casado con un hombre que no solo era rico, sino también muy trabajador; hotelito junto al mar, coche, sortijas en los dedos; en estas circunstancias, el antiguo amor se convierte inevitablemente en ironía.

—Claro que estas imágenes son completamente equivocadas —dijo Nettlinger.

—Son imágenes —replicó Schrella—, y si tuvieras tres mil de ellas, quizás verías una punta de verdad.

—También me parece dudoso que tu óptica sea la más acertada: solo llevas veinticuatro horas en el país, de las cuales veintitrés en la cárcel.

—No te imaginas lo mucho que se puede aprender de un país en una cárcel; el delito más corriente en vuestras cárceles es la estafa; lástima que la estafa a sí mismo no se considere delito; a lo mejor no sabes que de los últimos veintidós años he pasado cuatro en la cárcel.

El coche se puso lentamente en marcha, tras una larga columna que se había formado a partir de la luz roja.

—No —dijo Nettlinger—, no lo sabía. ¿En Holanda?

—Sí —contestó Schrella—, y en Inglaterra.

—¿Por qué delito?

—Actos pasionales por penas de amor, pero de ningún modo por idealismo; al contrario, luchaba contra algo verdadero.

—¿No puedo saber más detalles? —preguntó Nettlinger.

—No —dijo Schrella—, no lo comprenderías y lo tomarías por un cumplido.

Amenacé a un político holandés porque había dicho que lo mejor sería eliminar a todos los alemanes; era un político muy popular; luego, los alemanes me dejaron en libertad cuando ocuparon Holanda y creyeron que yo era una especie de mártir por Alemania, pero encontraron mi nombre en los ficheros de la policía y escapé de su amor y pasé a Inglaterra; allí amenacé a un político inglés porque dijo que lo mejor sería eliminar a todos los alemanes y salvar solo sus obras de arte; también era un político muy popular; pero poco después me amnistiaron porque creyeron que debían respetar mis sentimientos que, en realidad, yo no había tenido, cuando amenacé al político…, he aquí cómo le enchironan a uno por equivocación y, por equivocación, le dejan en libertad.

Nettlinger sonrió.

—Si te dedicas a coleccionar imágenes, permíteme que te ofrezca una más para tu colección. ¿Qué me dices de la siguiente?: odio político implacable entre compañeros de escuela; persecución, interrogatorios, fuga, odio hasta llegar a la sangre… pero, veintidós años después, es precisamente el perseguidor, el terrible, el que saca de la cárcel al emigrado que vuelve a casa. ¿No te parece también una imagen digna de tu colección?

—No es una imagen —replicó Schrella— sino una historia que además tiene el inconveniente de ser verdad… pero si quiero trasponer la historia a lo abstracto y hago de ella una imagen para luego interpretarla, no creo que resulte nada edificante para ti.

—No cabe duda de que resulta extraño —dijo Nettlinger en voz baja quitándose el cigarro de la boca— que te pida comprensión, pero créeme: cuando leí tu nombre en la lista de la policía y me enteré de que, efectivamente, te habían detenido en la frontera, no dudé ni un instante en hacer cuanto estuviera en mi mano para lograr que te dejaran en libertad.

—Sentiría —dijo Schrella— que creyeras que dudo de la autenticidad de tus motivos y sentimientos. No dudo siquiera de tu arrepentimiento, pero las imágenes —y tú mismo me has pedido que aceptara esta historia como una imagen en mi colección—, las imágenes significan una abstracción, y este es el papel que tú representaste entonces y representas hoy; los papeles son —perdóname que te lo diga— los mismos, porque entonces dejarme fuera de combate equivalía a enchironarme, y hoy, dejarme fuera de combate equivale a sacarme de la cárcel; mucho me temo que Robert, que piensa de un modo mucho más abstracto que yo, no tenga ningún interés en verte. Espero que me entiendas… tampoco entonces dudé ni un instante de la autenticidad de tus motivos y sentimientos personales; no me puedes comprender, no lo intentes, porque no representaste los papeles a conciencia, de lo contrario serías un cínico o un criminal… y no eres ninguna de las dos cosas.

—La verdad es que no sé si eso es un cumplido o todo lo contrario.

—De todo un poco —dijo Schrella riendo.

—Quizá no sabes lo que hice por tu hermana.

—¿Protegiste a Edith?

—Sí. Wakiera quería hacerla detener; la incluyó repetidamente en la lista, pero yo borré siempre su nombre.

—Vuestras buenas acciones —dijo Schrella en voz baja— son casi peores que vuestras malas acciones.

—Y vosotros sois menos misericordiosos que Dios, que perdona los pecados de los que se arrepienten.

—No somos Dios, de manera que no podemos compararnos con Él ni por su omnisciencia, ni por su misericordia.

Nettlinger se reclinó en el respaldo del asiento; Schrella sacó un cigarrillo del bolsillo, se lo metió en la boca y volvió a sobresaltarse cuando, de pronto, el encendedor de Nettlinger se disparó junto a su nariz y la llama nítida y azulada le obligó a cerrar los párpados. «Y tu cortesía», pensó, «es peor de lo que fue nunca tu descortesía. Tu rapidez de reflejos sigue siendo la misma, es aquella con la cual me echaste la pelota de béisbol a la cara y ahora me das fuego en una forma sumamente molesta».

—¿Cuándo podré ver a Robert? —preguntó.

—Probablemente no antes del lunes; no pude sacar en claro adonde se ha ido este fin de semana; también su padre, su hija, todos se han marchado; quizás puedas intentarlo hoy por la noche en su casa o mañana por la mañana a las nueve y media en el hotel Prinz Heinrich, donde todos los días juega al billar, entre las nueve y media y las once. Espero que no te habrán maltratado en la cárcel.

—No —contestó Schrella—, se portaron correctamente.

—Si necesitas dinero, dímelo. Con lo que tienes no podrás ir muy lejos.

—Creo que hasta el lunes me bastará; a partir del lunes tendré dinero.

A medida que se iban acercando a la estación, la columna de coches se hacía más larga y más ancha. Schrella probó a abrir la ventana, pero no supo cuál de las manivelas tenía que maniobrar, y Nettlinger se inclinó por encima de él y bajó el cristal.

—Mucho me temo —dijo— que el aire que entra no es mejor que el que tenemos dentro.

—Gracias —dijo Schrella—; miró a Nettlinger, se pasó el cigarrillo de la mano izquierda a la derecha. Oye —dijo—, ¿sabes si por fin encontraron la pelota que tiró Robert… te acuerdas?

—Sí —contestó Nettlinger—, claro que me acuerdo; ¡con lo que se habló más tarde de ella! Nunca la pudieron encontrar; aquella noche la estuvieron buscando hasta muy tarde, a pesar de que era domingo; no podían resignarse; posteriormente, alguien sostuvo que todo había sido un truco de Robert, que no había tal pelota, que solo había imitado el ruido del golpe de la pala y luego había hecho desaparecer la pelota.

—Pero si todo el mundo la vio volar… ¿verdad?

—Claro, nadie creyó este rumor; otros dijeron que había ido a parar al patio de la fábrica de cervezas y que había caído en un carro que estaba parado allí; tal vez recuerdas todavía que, poco después, salió un carro de la fábrica de cervezas.

—Eso fue antes, mucho antes de que Robert tirara la pelota —dijo Schrella.

—Me parece que te equivocas —dijo Nettlinger.

—No, no —replicó Schrella—, yo estaba allí esperando y me fijé muy bien; el carro salió antes de que Robert tirara la pelota.

—Bueno, como quieras… —dijo Nettlinger—. La cuestión es que la pelota no se ha encontrado. Hemos llegado a la estación… ¿de veras no quieres que te ayude?

—No, gracias, no necesito nada.

—¿Me permites, por lo menos, que te invite a comer?

—De acuerdo —dijo Schrella—, vamos a comer.

El chófer abrió la portezuela, Schrella se apeó el primero y esperó con la mano en el bolsillo a que se apeara Nettlinger, el cual tomó su cartera del asiento, se abotonó el abrigo y dijo al chófer:

—Pase a recogerme a eso de las cinco y media en el hotel Prinz Heinrich.

El chófer se llevó la mano a la gorra, subió al coche y tomó el volante.

Con sus gafas, sus hombros caídos, su boca de extraña sonrisa, su cabello rubio, mate con un ligero brillo argentino, peinado todavía hacia atrás, el ademán con que se secó el sudor y luego volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, Schrella no parecía haber cambiado, se hubiera dicho que apenas había envejecido un par de años.

—¿Por qué has regresado? —preguntó Nettlinger en voz baja.

Schrella le miró a la cara, parpadeando, como había hecho siempre, y mordiéndose el labio inferior; en la mano derecha, el cigarrillo, en la izquierda, el sombrero; miró largamente a Nettlinger esperando, esperando todavía en vano algo que desde hacía veinte años anhelaba ardientemente. Odio; algo concreto que había estado deseando siempre: abofetear a alguien o darle un puntapié en el trasero y gritar: «¡Cochino, miserable cochino!»; siempre había envidiado a la gente capaz de esta clase de sentimientos sencillos, pero no podía abofetear aquel rostro rubicundo, de sonrisa tímida, no podía dar un puntapié en aquel trasero; a pesar de que aquel hombre, en la escalera del colegio, le había hecho la zancadilla para que cayera escaleras abajo y se clavara la varilla de las gafas en el lóbulo de la oreja; le había atacado por sorpresa cuando regresaba a casa, le había empujado bajo un portal y le había azotado; les había pegado con el látigo de púas de hierro, a Robert y a él; les había interrogado; era culpable de la muerte de Ferdi… Pero había protegido a Edith, había dejado en libertad a Robert.

Desvió la mirada de Nettlinger a la plaza de la estación, llena de gente; sol, fin de semana, taxis esperando y vendedores de helados; botones de hotel, con uniforme color violeta, llevaban maletas, caminando detrás de los clientes; la fachada majestuosa y gris de Sankt Severin, el hotel Prinz Heinrich, el café Kroner; Schrella tuvo un sobresalto cuando, de pronto, Nettlinger echó a correr y se metió entre el gentío, gesticulando y gritando:

—¡Eh, eh, señorita Ruth…!

Luego volvió junto a Schrella con aire de decepción.

—¿Has visto a la muchacha? —preguntó—, aquella de la boina verde y el jersey color de rosa; es extraordinariamente llamativa… es la hija de Robert. No he podido alcanzarla; tal vez nos hubiera podido decir dónde le podíamos encontrar. Lástima… ¿La has visto?

—No —dijo Schrella—, la hija de Edith.

—Claro, tu sobrina. ¡Qué mala pata!… En fin, vamos a comer.

Cruzó la plaza de la estación; luego, la calle; Schrella le siguió hasta el hotel Prinz Heinrich; un botones, vestido con uniforme de color violeta, les abrió la puerta, que luego volvió a caer suavemente sobre los silenciadores de fieltro.

—¿Una mesa junto a la ventana? —preguntó Jochen—. Enseguida. ¿Que no haya demasiado sol? Tendrá que ser, en el lado del este. Hugo, cuida de que los señores tengan una mesa junto a una ventana del lado del este. No hay de qué, señor.

No hay inconveniente en aceptar propinas. Un marco es una moneda redonda y franca, y la propina es el alma del oficio, y ya sabes que gané yo, buen mozo; no lograste verle. ¿Cómo dice, por favor? ¿Si el Dr. Fähmel también juega al billar los domingos? ¿Schrella? ¡Por el amor de Dios! Ni siquiera necesito consultar la tarjeta encarnada.

—Dios mío, señor Schrella, le ruego que perdone a un anciano si a estas horas le hace una pregunta que no tiene que ver con el servicio. Yo conocía a su padre, le conocía mucho; trabajó un año con nosotros… aquel año en que se celebró el festival del deporte alemán; ¿se acuerda? Claro, entonces debía de tener usted diez u once años; aquí va mi mano, me sentiría muy honrado si la quisiera estrechar; Dios mío, espero que me perdonará estos sentimientos que no forman parte del servicio; tengo bastantes años para podérmelo permitir; su padre era un hombre serio y digno. Dios mío, no permitía los abusos, pero con los que no abusaban era manso como un cordero; he pensado muchas veces en su padre… perdóneme si renuevo antiguas heridas; por el amor de Dios, se me había olvidado por completo. Dios mío, ¡qué suerte que esos cochinos ya no estén en el poder! Pero ande con cuidado, señor Schrella, ande con mucho cuidado; a veces me digo: de todas maneras, ellos han sido los que han ganado. Cuidado. No se fíe de la paz… y perdone a un anciano estos sentimientos y esos comentarios que no tienen que ver con el servicio. Hugo, el mejor sitio del lado del este para los señores, el mejor de todos. No, señor Schrella, los domingos, el Dr. Fähmel no viene a jugar al billar; no, los domingos, no; estoy seguro de que se alegrará, ¿eran amigos de juventud y correligionarios, verdad? No crea que todo el mundo tenga mala memoria. Si por algún motivo viniera le avisaré, si me deja su dirección; le mandaré recado, un telegrama; le llamaré por teléfono, si lo prefiere. Ya sabe que estamos al servicio de los clientes.

Hugo permaneció impasible; solo se reconoce, a los clientes que así lo desean. ¿Había gritado en la sala de billar? Discreción. ¿Látigo de púas de hierro? No, hay que evitar familiaridades y combinaciones inadecuadas; la discreción es la base del oficio. ¿La minuta? Sí, señor. ¿El sitio es tal como lo deseaban los señores? Junto a la ventana del lado este, sin demasiado sol. Vista sobre el coro de Sankt Severin: románico primitivo, siglo XI o XII; construido por el santo duque Enrique el Salvaje. Sí, señor, la cocina funciona todo el día; todos los platos que figuran en la minuta pueden servirse desde las doce hasta las veinticuatro. ¿Cuál es el menú más adecuado? Celebran un reencuentro; ligera sonrisa de complicidad, como corresponde a semejante manifestación de confianza; lo importante es no pensar: Schrella, Nettlinger, Fähmel; nada de combinaciones: ¿cicatrices en la espalda? Sí, el camarero vendrá inmediatamente y tomará el encargo.

—¿Quieres tomar también un martini? —preguntó Nettlinger.

—Sí, gracias —dijo Schrella.

Entregó el abrigo y el sombrero al botones, se alisó el cabello y se sentó; había pocos comensales en la sala, allí, en el otro rincón; hablaban en voz baja; una risa 3 discreta, subrayada por el suave tintineo de unas copas: champaña.

Schrella tomó el martini de la bandeja que le tendía el camarero, esperó a que Nettlinger hubiese tomado también el suyo, hizo una ligera inclinación de cabeza y bebió; Nettlinger parecía haber envejecido exageradamente; Schrella recordaba a aquel muchacho rubio y radiante, cuya boca brutal había conservado siempre un resto de bondad; a aquel muchacho que saltaba con facilidad un metro sesenta y siete, que corría los cien metros en 11,5 segundos; vencedor, brutal, bondadoso, pero es evidente, pensó Schrella, que ni siquiera están satisfechos de sus victorias; mala educación, mala alimentación y ni sombra de estilo; seguramente come demasiado; está ya medio calvo, y en sus ojos húmedos asoma ya una sentimentalidad senil. Nettlinger se inclinó sobre la minuta con la boca torcida como hacen los expertos, el puño blanco de la camisa se le subió un poco y apareció un reloj de pulsera de oro, el anillo de casado en el dedo adecuado; Dios mío, pensó Schrella, aun suponiendo que no hubiese hecho nada de todo eso comprendo que Robert no tuviera ganas de beber una cerveza con él ni de llevar a sus hijos, para estrechar lazos, a jugar en la piscina del hotelito que Nettlinger tenía en las afueras de la ciudad.

—¿Puedo aconsejarte? —preguntó Nettlinger.

—Bueno, aconséjame —dijo Schrella.

—Pues mira —dijo Nettlinger—, podríamos empezar con salmón ahumado, es excelente; luego pollo con patata fritas y ensalada, y opino que podríamos dejar para después el decidir lo que queremos tomar para postre; a mí, ¿sabes?, no se me despierta el apetito por tal o cual postre hasta que estoy comiendo, en eso me fío de mi instinto… el instinto me dice si debo tomar queso, pastelería, helado o una tortilla con mermelada; solo hay una cosa que tenga decidida de antemano: el café.

Nettlinger hablaba como si estuviese dando una lección sobre: «Cómo llegar a ser un gourmet»; no parecía dispuesto a interrumpir su estudiada letanía, de la que parecía estar tan orgulloso, y murmuraba dirigiéndose a Schrella:

Entrecôte a deux… truite au bleu… tournedos

Schrella observaba el dedo de Nettlinger que reseguía atentamente la lista de los platos, se paraba al llegar a determinados intervalos, chasquido con la lengua, meneo de cabeza, indecisión.

—Cuando leo la palabra poularde, me siento desfallecer.

Schrella encendió un cigarrillo, encantado de poder escapar por esta vez al encendedor de Nettlinger; tomó un sorbo de martini, siguió con la mirada el dedo de Nettlinger, que entre tanto había llegado a los postres; su maldita precisión, pensó, le estropea a uno incluso el apetito de algo tan honrado y bueno como es un pollo asado; no están tranquilos hasta que se complican la vida y es evidente que van por el camino de ganar incluso a los franceses e italianos en eso de convertir el comer en una solemnidad.

—Yo me quedo con el pollo —dijo.

—¿Y salmón ahumado?

—No gracias.

—Te pierdes algo muy sabroso; estoy seguro de que tienes un hambre atroz.

—Sí, la tengo —contestó Schrella—. Pero pienso desquitarme con el postre.

—Como quieras.

El camarero les llevó otros dos martinis en una bandeja que seguramente había costado más dinero que un dormitorio; Nettlinger tomó una copa de la bandeja, la ofreció a Schrella, tomó la suya, se inclinó hacia delante y dijo:

—Esta la beberemos a tu salud, muy especialmente a la tuya.

—Gracias —dijo Schrella, saludó y bebió.

—Hay una cosa que todavía no he comprendido bien —dijo—: ¿cómo fue que me detuvieron ya en la frontera?

—Ha sido una casualidad que tu nombre figurara todavía en el fichero de la policía; el asesinato frustrado prescribe a los veinte años, y, en realidad, tu nombre debería hacer dos años que ya no figura en las listas.

—¿Asesinato frustrado? —preguntó Schrella.

—Sí, así se calificó lo que hicisteis entonces con Wakiera.

—A lo mejor ignoras que yo no intervine para nada en aquel asunto; ni siquiera estaba de acuerdo.

—Pues, tanto mejor —dijo Nettlinger—. Así no habrá ninguna dificultad para hacer desaparecer definitivamente tu nombre del fichero de la policía; yo solo he podido avalarte y lograr tu libertad provisional; no he podido anular tu ficha: ahora solo será cuestión de trámite. ¿Permites que empiece a servirme la sopa?

—Naturalmente —dijo Schrella.

Se puso a mirar por la ventana, hacia la estación, mientras Nettlinger se servía la sopa de la sopera de plata; seguro que las albóndigas que nadaban en la sopa estaban hechas con el tuétano de los bueyes más nobles que jamás habían pacido en los prados alemanes; el salmón ahumado brillaba con reflejos dorados en la bandeja, enmarcado por frescas y verdes hojas de lechuga; el pan tostado era de aterciopelada entonación y las gotas de agua que cubrían los rizos de mantequilla lucían como la plata; al ver como comía Nettlinger, Schrella tuvo que luchar contra una triste tendencia a enternecerse; había considerado siempre el acto de comer como un acto de fraternidad, un ágape de amor, tanto en los hoteles miserables como en los lujosos; siempre le había parecido un castigo tener que comer solo, y el espectáculo de hombres comiendo solos en las salas de espera o en los saloncitos de desayuno de las innumerables pensiones donde había vivido, siempre le había hecho pensar en una maldición; siempre había procurado comer en compañía, sobre todo en la de alguna mujer; se cambiaban palabras mientras se desintegraba el pan en migas, se esbozaba una sonrisa por encima del plato de sopa; el mero ademán de ofrecerse algo hacía soportable y convertía en placer un proceso biológico. Los hombres como Nettlinger, de los que había visto a millares, le hacían pensar en reos que comieran por última vez antes de su ejecución: por mucho que dominaran y observaran las reglas de la mesa, comían sin ceremonia, con una seriedad mortal que aniquilaba la sopa de guisantes y el pollo; por otra parte, a cada bocado que se llevaba a la boca, estaban obligados a hacer honor al precio. Apartó la mirada de Nettlinger, volvió a dirigirla a la estación y leyó el gran cartel transparente que había encima de la entrada: Bienvenidos los repatriados.

—Óyeme —dijo—, ¿me considerarías un repatriado?

Con un esfuerzo, como si se remontara desde los abismos del dolor, Nettlinger levantó los ojos de la tostada que estaba cubriendo de mantequilla.

—Eso depende —dijo—. ¿Continúas siendo súbdito alemán?

—No —contestó Schrella, soy apátrida.

—Lástima —dijo Nettlinger, y volvió a dedicarse a su tostada, ensartó un trozo de salmón de la fuente y lo cortó—, si consiguieras demostrar que no huiste por razones criminales, sino políticas, podrías cobrar una indemnización nada despreciable. ¿Tienes algún inconveniente en que aclare tu situación legal?

—No lo hagas —repuso Schrella.

Cuando Nettlinger empujó la fuente del salmón, se inclinó hacia delante y prosiguió:

—¿Piensas dejar que se lleven este precioso salmón?

—Claro —dijo Nettlinger— ¿pero no vas a…?

Miró asustado a su alrededor cuando Schrella tomó una rebanada de pan tostado del plato y, con los dedos, un trozo de salmón de la fuente y lo puso encima de la tostada.

—… ¿Pero no puedes…?

—No te imaginas la de cosas que se puede uno permitir en un hotel tan distinguido: mi padre era camarero, incluso lo fue en esta sacrosanta sala; no harían ni la más mínima mueca si te vieran comer la sopa de guisantes con los dedos, a pesar de que resultaría antinatural y poco práctico; pero precisamente las cosas antinaturales y poco prácticas son las que menos llaman aquí la atención; por eso los precios son tan elevados; pero comer pan con los dedos y ponerle encima el pescado con los de la otra mano, eso no es antinatural y en cambio muy práctico.

Sin dejar de sonreír, tomó el último trozo de salmón de la fuente, abrió las rebanadas de pan y metió el pescado entre ellas. Nettlinger le miró indignado.

—Seguramente —dijo Schrella— te mueres de ganas de matarme, pero por motivos diferentes de antes, hay que reconocerlo, aunque la finalidad sería la misma; escucha lo que va a decirte el hijo de un camarero: un hombre verdaderamente distinguido no se somete nunca a la tiranía de los camareros, entre los cuales hay, naturalmente, algunos que piensan como señores distinguidos.

Se comió el salmón, mientras el camarero, asistido por un botones, preparaba la mesa para el plato principal; en las mesitas auxiliares se amontonaron aparatos de mantener caliente el guiso, se distribuyeron cubiertos y platos, se quitaron los usados; para Nettlinger, trajeron vino, para Schrella, cerveza. Nettlinger cató el vino.

—Habrá que enfriarlo un poquito, muy poco —dijo.

Schrella se dejó servir el pollo, las patatas y la lechuga, hizo ademán de brindar a Nettlinger con el vaso de cerveza y observó como el camarero le vertía una salsa espesa y oscura sobre el filete.

—¿Sabes si vive todavía Wakiera?

—Claro que sí —dijo Nettlinger—; tiene ahora cincuenta y ocho años… quizás la palabra, en mis labios, te parezca ridícula: es uno de los incorregibles.

—Ah —exclamó Schrella—; no sé cómo debo interpretar esa palabra; ¿acaso hay alemanes incorregibles?

—Quiero decir que cultiva las mismas tradiciones que solía cultivar en 1935.

—¿Hindenburg y todo eso? Decencia, decencia, fidelidad, honor… ¿eso quieres decir?

—Exactamente; Hindenburg sería la palabra que lo definiría.

—¿Y te define también a ti?

Nettlinger levantó la mirada del plato y apoyó el tenedor en un trozo de carne que acababa de cortar.

—Quisiera que me comprendieras —dijo—; soy demócrata, lo soy por convicción.

Volvió a bajar la cabeza sobre el filete, levantó el tenedor con un trozo de carne, se lo metió en la boca, se la limpió con la servilleta y tendió la mano hacia el vaso de vino mientras sacudía la cabeza.

—¿Qué se hizo de Trischler? —preguntó Schrella.

—¿Trischler? No me acuerdo.

—El viejo Trischler, que vivía en el puerto bajo, donde más tarde hubo el cementerio de buques. ¿No te acuerdas tampoco de Alois, que iba a nuestra clase?

—¡Ah! —dijo Nettlinger, y se sirvió un poco de ensalada—, ahora me acuerdo; a Alois le estuvimos buscando durante varias semanas y no le pudimos encontrar, y al viejo Trischler le interrogó el propio Wakiera, pero no le pudo sacar nada, nada, ni a su mujer tampoco.

—¿No sabes si viven todavía?

—No. Pero aquel barrio fue muy bombardeado. Si quieres, te haré acompañar allí. Dios mío —dijo en voz baja—, ¿qué te pasa?, ¿qué te propones ahora?

—Tengo que marcharme… perdóname… pero tengo que salir de aquí.

Se levantó; ya de pie, bebió la cerveza que le quedaba, hizo una seña al camarero y cuando este se acercó discretamente, Schrella le señaló la fuente de plata donde quedaban tres trozos de pollo asado friendo bajito en la grasa, encima del calentador.

—Haga el favor —dijo Schrella— de envolvérmelo de manera que no manche de grasa.

—Con mucho gusto —contestó el camarero. Tomó la fuente, se inclinó ya dispuesto a retirarse, pero se volvió de nuevo y preguntó:

—¿El señor desea que le envuelva también las patatas y quizás también un poco de lechuga?

—No, gracias —dijo Schrella sonriendo—, las patatas fritas se ablandan y la lechuga, después, no vale nada.

Buscó en vano un indicio de ironía en el rostro cuidado del canoso camarero.

Nettlinger, indignado, levantó la mirada del plato.

—Está bien —dijo—. Quieres vengarte, lo comprendo, pero no debías hacerlo de esta manera.

—¿Preferirías que te asesinara?

Nettlinger no contestó.

—Y por otro lado, no es una venganza —dijo Schrella—; tengo necesidad de salir de aquí, no lo puedo resistir más, y si hubiese dejado que se llevaran el pollo, toda la vida me lo hubiera echado en cara. Quizás puedas atribuir este acto a mi modo de ser económico; si estuviera seguro de que permiten a los camareros y ayudantes comerse los restos, lo dejaría, pero sé perfectamente que aquí no se lo permiten.

Dio gracias al botones que le trajo el abrigo y le ayudó a ponérselo, tomó el sombrero, volvió a sentarse y preguntó:

—¿Conoces al señor Fähmel?

—Sí, señor —contestó Hugo.

—¿Sabes el número de su teléfono?

—Sí, señor.

—¿Quieres hacerme el favor de llamarle cada media hora? Cuando conteste le dices que un tal señor Schrella le quiere ver.

—Sí, señor.

—No estoy seguro de que allí donde tengo que ir haya cabinas telefónicas; de lo contrario lo haría yo mismo. ¿Has entendido bien mi nombre?

—Schrella —dijo Hugo.

—Eso. A eso de las seis y media llamaré yo y preguntaré por ti. ¿Cómo te llamas?

—Hugo, para servirle.

—Gracias, Hugo.

Se levantó y miró a Nettlinger, que se servía otro filete de la fuente.

—Siento mucho —dijo— que hayas tomado por venganza un acto tan inofensivo. Ni por un momento he pensado en vengarme, pero quizás comprendas que ahora tenga ganas de marcharme; no voy a quedarme mucho tiempo en esta hospitalaria ciudad y todavía tengo muchos asuntos por liquidar. Me permito recordarte lo de la lista de la policía.

—Naturalmente estoy siempre a tu disposición, tanto particular como oficialmente, como prefieras.

Schrella tomó el paquete bien envuelto y limpio, y dio una propina al camarero.

—No le manchará de grasa, señor —dijo este—; está envuelto en celofán y puesto dentro de una de nuestras cajas especiales para excursión.

—Adiós —dijo Schrella.

Nettlinger levantó ligeramente la cabeza y contestó:

—Adiós.

—Sí —estaba diciendo Jochen en aquel mismo momento—, con mucho gusto, y luego verá usted el cartel: A la necrópolis infantil romana; está abierto hasta las ocho e iluminado en cuanto se hace de noche, señora. De nada. Gracias.

Salió de detrás de la mesa de recepción y se acercó a Schrella, al que el botones abría ya la puerta.

—Señor Schrella —dijo en voz baja—, haré cuanto pueda por saber dónde se puede encontrar al Dr. Fähmel. Entretanto, he podido enterarme de una cosa: a las siete se celebra una fiesta de familia en el café Kroner, en honor del señor Fähmel padre; de manera que a aquella hora le encontrará seguramente allí.

—Gracias —dijo Schrella—, muchas gracias. —Sabía que en aquella ocasión no había que dar propina; sonrió cariñosamente al anciano, salió a la calle y dejó que la puerta se cerrara cayendo suavemente sobre los silenciadores de fieltro.