6

El autobús amarillo y negro se detuvo a la entrada del pueblo, abandonó la carretera principal, en dirección a Doderingen, y Robert vio aparecer a su padre en la nube de polvo que dejó el autobús; como surgiendo de la niebla apareció el anciano a la luz, todavía flexible, apenas abatido por el bochorno de la tarde; emprendió por la calle mayor, pasó junto a Schwan; unos muchachos del pueblo le contemplaron con aire de aburridos desde la escalinata; tenían unos quince o dieciséis años; probablemente habían sido ellos los que habían espiado a Hugo cuando regresaba de la escuela; en sórdidas travesías, en oscuros corrales le habían azotado y le habían llamado cordero de Dios.

El anciano pasó frente al ayuntamiento, junto al monumento a los caídos, donde un raquítico bojedal ofrecía a los muertos de tres guerras sus hojas nacidas de la amarga tierra, al llegar al muro del cementerio, el anciano se detuvo, sacó un pañuelo, se secó la frente, volvió a doblar el pañuelo, se estiró la chaqueta y continuó su camino; y a cada paso, Robert veía la graciosa curva que describía la pierna derecha de su pantalón; solo un instante quedaba visible la vuelta azul marino del pantalón antes de que el pie volviera a pisar la tierra y luego se levantara de nuevo para describir otra graciosa curva; Robert echó una mirada al reloj de la estación: las cuatro menos veinte, y el tren no llegaría hasta las cuatro y diez; media hora, nunca había estado tanto tiempo con su padre a solas, si no recordaba mal; había esperado que la visita duraría más y que se ahorraría aquel diálogo padre-hijo. La cantina de la estación de Denklingen era el lugar menos apropiado para ese encuentro, que el padre había estado esperando quizá durante veinte o treinta años; diálogo con el hijo ya mayor, que había dejado de ser un niño, a quien ya no se llevaba de la mano, a quien ya no se le compraban pasteles o helados cuando se le llevaba a los baños de mar; beso de buenas noches, beso de buenos días, preguntas por los deberes de colegio, un par de consejos para la vida: la honradez prevalece tarde o temprano; Dios no engaña; dinero para ir al cine; sonriente satisfacción por sus triunfos deportivos o al firmar un libro escolar con buenas notas; tímidos diálogos sobre arquitectura, excursiones a Sankt Anton; ni una palabra cuando Robert desapareció, ni una cuando regresó; angustiosas comidas en presencia de Otto, que incluso hacía imposible hablar del tiempo; carne cortada con cuchillos de plata, salsa servida con cuchara de plata; la madre con la mirada fija, como un conejo frente a una serpiente, el padre mirando por la ventana mientras iba haciendo migas con el pan o se llevaba distraído la cuchara a la boca; a Edith le temblaban las manos, mientras Otto se servía desdeñosamente un gran pedazo de carne: era el único que hacía honor a la calidad de la comida; había sido el favorito del padre; siempre estaba dispuesto a salir de excursión o de viaje o a hacer cualquier extravagancia; muchacho alegre de risueño porvenir, el que en las fiestas populares daba a su padre la impresión de una vida más llena. Ahora decía alegremente de vez en cuando: «Podéis echarme a la calle, si queréis». Nadie le contestaba. Después de la comida, Robert iba con su padre al estudio, se sentaba allí, dibujaba, jugaba con fórmulas en la gran sala vacía, donde había todavía los tableros de cinco arquitectos; la sala estaba vacía; entretanto, el anciano, cansadamente, se ponía su blusa de trabajo, revolvía los rollos de dibujos, se detenía a cada momento delante del plano de Sankt Anton; luego se marchaba, iba a dar un paseo, a tomar café, a visitar a antiguos colegas, a antiguos enemigos, en casas donde durante cuarenta años había sido siempre bien acogido y ahora parecía que con él llegara la era glacial, unas veces a causa de uno de sus hijos, otras a causa del otro; y, no obstante, el anciano tenía un temperamento alegre, había nacido para llevar una vida alegre, para beber vino y café, para viajar y para considerar como futuras nueras a todas las muchachas hermosas que viera por la calle o en el tranvía. A veces sus paseos duraban horas; caminaba acompañado de Edith, que empujaba el cochecito del bebé; el viejo Fähmel tenía poco trabajo y se sentía feliz cuando tenía que planear o vigilar alguna reforma en los hospitales que había construido, o cuando podía ir a Sankt Anton y aconsejar que se reparase algún muro; creía que Robert le tenía antipatía, y Robert creía lo mismo de él.

Pero ahora Robert ya era un hombre maduro, era padre de hijos mayores, era un hombre abrumado por el destino con la muerte de su esposa; había tenido que emigrar, había regresado; había estado en la guerra; había sido denunciado y había sufrido tortura; ahora era independiente y tenía una situación clara: «Dr. Robert Fähmel, oficina de cálculos estáticos, cerrado por las tardes». Finalmente era el interlocutor que el padre había esperado.

—¿Desea otra cerveza, el señor? —preguntó el camarero desde el bar. Limpió de espuma de cerveza la barra de níquel, sacó de la nevera dos platos de albóndigas con mostaza y las sirvió a la pareja que estaba sentada en el rincón, cansada y feliz después del paseo por el campo.

—Sí, por favor, otra cerveza —contestó Robert y apartó el visillo. Su padre volvía a la derecha, pasó frente a la puerta del cementerio, cruzó la carretera, se paró al llegar al jardín del jefe de la estación y contempló los ámelos morados recién abiertos; era evidente que titubeaba.

—No —dijo Robert dirigiéndose al bar—, traiga dos cervezas y un paquete de cigarrillos rubios.

Donde estaba sentada ahora la pareja, se había sentado el oficial americano; su cabello rubio y cortado muy corto acentuaba la impresión de juventud; sus ojos azules irradiaban confianza, confianza en el futuro, en el que todo hallaría su explicación; el futuro estaba comprendido dentro de unas coordenadas; lo único que faltaba aclarar era la cuestión de la escala: ¿uno por uno, o uno por tres millones? Encima de la mesa, donde los dedos del oficial jugaban con un afilado lápiz, había el plano topográfico del municipio de Kisslingen.

En trece años, la mesa no había cambiado; en la pata de la derecha, donde ahora las polvorientas sandalias del joven buscaban apoyo, se leían todavía las iniciales que había gravado, en su ocio, un aprendiz de maquinista: J. D.; quizás se llamaba Joseph Dodringer; los manteles tampoco habían cambiado: cuadros blancos y encarnados; las sillas habían resistido dos guerras mundiales: de madera de haya sin nudos, convertida en sólido asiento, llevaban sesenta años al servicio de los culos de campesinos en espera de algo; lo único nuevo era la vitrina nevera, donde unas albóndigas refritas, unas chuletas frías y unos huevos a la rusa esperaban la llegada de algún cliente hambriento o aburrido.

—Aquí tiene el señor sus dos cervezas y su paquete de cigarrillos.

—Gracias.

Ni siquiera los cuadros de las paredes habían cambiado; una vista aérea de la abadía de Sankt Anton, fotografiada seguramente desde la colina de los cosacos, con un venerable aparato de los de placa y paño negro; el claustro y el refectorio, la enorme iglesia, los cuerpos de edificio administrativos; más allá, un cromo descolorido: una pareja de enamorados en un campo; espigas, amapolas, un camino de tierra amarillenta secado por el sol; con una brizna de hierba, la belleza campesina hacía cosquillas detrás de la oreja a su enamorado, cuya cabeza descansaba en su regazo.

—Usted me ha comprendido mal, capitán; lo que quisiéramos saber es por qué lo hizo usted; ¿me oye? Conocemos, naturalmente, las órdenes: «tierra quemada» —no dejéis más que ruinas y cadáveres al enemigo, ¿verdad?—. Pero yo no creo que usted lo hiciera obedeciendo a esta orden. Usted es —perdóneme la franqueza— demasiado inteligente para hacerlo. Pero entonces nos preguntamos: ¿por qué, por qué voló usted la abadía? Era, en su estilo, un monumento artístico de primer oren; ahora que han terminado aquí las acciones bélicas y usted es nuestro prisionero, que no creo que tenga ocasión de informar al adversario acerca de nuestros escrúpulos, puedo confesarle que el jefe de nuestra unidad hubiera preferido retrasar dos o tres días el avance que atacar la abadía. ¿Por qué la voló usted, si la cosa no tenía ningún sentido táctico ni estratégico? Con ello no dificultó nuestro avance, sino que lo precipitó. ¿Fuma?

—Sí, gracias.

El cigarrillo le supo a gloria. Virginia, aromático y fuerte.

—Espero que comprenda lo que quiero decir. Por favor, diga algo; veo que somos casi de la misma edad; usted tiene veintinueve años, yo veintisiete. ¿Se hace usted cargo de que me gustaría comprenderle? ¿Teme las consecuencias de su declaración… ante nosotros o ante sus propios compatriotas?

Pero si lo dijera, dejaría de ser verdad; y en forma de declaración todavía menos: que había estado esperando aquel momento durante cinco años y medio de guerra, el momento en que la abadía se le ofrecería como una presa puesta en sus manos por Dios. Quería erigir un monumento de polvo y escombros a aquellos que, porque no eran monumentos artísticos, no habían sido respetados: a Edith, muerta por un casco de bomba; a Ferdi, autor de un atentado, legalmente condenado; al muchacho que echaba en el buzón de las cartas los minúsculos papeles con sus noticias; al padre de Schrella, que había desaparecido; al propio Schrella, que tenía que vivir lejos del país donde había vivido Hölderlin; a Groll, el camarero del Anker, y a todos aquellos que habían ido al campo de batalla, cantando: Tiemblan los huesos carcomidos; a nadie le pedirían cuentas por ellos, nadie les había enseñado nada mejor. Dinamita, un par de fórmulas, esta era su única posibilidad de erigir monumentos; y disponía de un equipo de voladura que era famoso por la precisión de su trabajo: Schrit, Hochbret, Kanders.

—Sabemos perfectamente que usted no podía tomar en serio a su superior, el general Otto Kösters; nuestros psiquiatras militares, unánimemente —y usted no sabe lo difícil que es llegar a la unanimidad entre los psiquiatras americanos— le han declarado loco e irresponsable de sus actos, de manera que la responsabilidad cae sobre usted, capitán, puesto que se le considera unánimemente cuerdo y —no quiero ocultárselo— las declaraciones de sus compañeros no le son nada favorables. No pretendo preguntarle acerca de sus ideas políticas: las demostraciones de inocencia son muy frecuentes y, hablando con franqueza, estoy harto de ellas. Y se lo dije a mis compañeros: «en este bello país, no encontraremos más allá de cinco o seis, o a lo sumo nueve, culpables y, al final, nos tendremos que preguntar contra quién hemos hecho esta guerra: contra una serie de hombres comprensivos, simpáticos, inteligentes e incluso cultos». Por favor, conteste a mi pregunta: ¿por qué lo hizo?

En el lugar del joven oficial americano estaba sentada ahora la muchacha: comía albóndigas, bebía cerveza y reía entre dientes; en el horizonte, Robert podía ver el campanario oscuro y esbelto de Sankt Severin, intacto.

¿Tenía que decir que el respeto por los monumentos artísticos le parecía tan conmovedor como el error de esperar que encontrarían bestias en lugar de hombres comprensivos y humanos? Un monumento para Edith y Ferdi, para Schrella y su padre, para Groll y el muchacho que había echado sus papelitos en el buzón de las cartas, para el polaco Anton que había levantado la mano contra Wakiera y había sido asesinado por ello, y para todos aquellos que habían cantado Tiemblan les huesos carcomidos y a los que nadie les había enseñado nada mejor; un monumento para los corderos que nadie había apacentado.

Si quería pillar el tren, su hija Ruth tenía que pasar corriendo ahora por delante del portal de Sankt Severin en dirección a la estación; con su boina verde sobre el cabello oscuro, con su jersey color de rosa, sofocada, feliz de ir a reunirse con su padre, su hermano y su abuelo a tomar café en Sankt Anton antes de la gran fiesta de cumpleaños por la noche.

El padre se había detenido fuera en la sombra, ante la pizarra, y examinaba el horario de salidas; con el rostro delgaducho encendido, el anciano tenía un aspecto amable, espléndido y cariñoso, no había comido nunca del sacramento del búfalo, no se había vuelto amargo con los años; ¿lo sabía todo? ¿O se enteraría más adelante? Y a su hijo Joseph, ¿cómo hacérselo comprender? Era preferible callarse que dejar que ideas y sentimientos se consignasen en actas de declaración y fueran entregados a los psicólogos.

Tampoco había podido explicárselo al joven oficial que le miraba a la cara, meneando la cabeza, y le ofrecía por encima de la mesa el paquete de cigarrillos empezado. Tomó el paquete de tabaco, dijo gracias, se lo guardó en el bolsillo, se quitó la Cruz de hierro que llevaba colgada en el pecho y la tendió al joven oficial americano; el mantel de cuadros blancos y encarnados se arrugó, y él volvió; a estirarlo, mientras el americano se ruborizaba.

—No, no —dijo Robert—, perdone mi falta de tacto; no he querido ofenderle, pero tengo necesidad de regalarle esto como recuerdo, recuerdo del hombre que voló la abadía de Sankt Anton, y con ello se ganó esta condecoración; que la voló a pesar de que sabía que el general estaba loco, a pesar de que sabía que aquella voladura era una estupidez tanto desde el punto de vista táctico como estratégico. Me quedaré de buen grado con sus cigarrillos… ¿Puedo rogarle que considere eso como un intercambio de regalos entre hombres de una misma edad?

Tal vez lo había hecho porque, en la fiesta del solsticio, media docena de monjes habían subido a la colina de los cosacos y arriba, cuando se elevaron las llanuras, entonaron Tiemblan los huesos carcomidos. Otto encendió el fuego y él estuvo presente, con su hijo en brazos. Joseph, el de los cabellos rubios y rizados, que daba palmadas de alegría al ver crepitar el fuego; Edith, que estaba a su lado, le apretaba la mano derecha; también quizás porque Otto ni siquiera le había sido extraño en un mundo en que un ademán puede costar la vida; alrededor de aquella hoguera, los muchachos de los pueblos de Doderingen, Schlackringen, Kisslingen y Denklingen; los rostros encendidos de los jóvenes y muchachas tenían un aspecto feroz a la luz de la hoguera del solsticio, encendida por Otto, y todos cantaban lo mismo que el bueno del monje que clavaba las espaldas en los flancos de su austero caballo de labranza: Tiemblan los huesos carcomidos; con voz ronca seguían cantando aún al bajar de la colina, con las antorchas en la mano; ¿podía declarar al joven oficial americano que lo había hecho porque no habían obedecido la orden de apacienta mis corderos, y que no sentía ni pizca de remordimiento? Dijo en voz alta:

—Tal vez fue solo una broma, un juego.

—Vaya bromas, vaya juegos gastan la gente de aquí. ¿Usted es arquitecto, verdad?

—No; especialista en estática.

—Bueno, ¿qué más da?, son oficios que apenas se distinguen uno de otro.

—La voladura —dijo Robert—, es solo la estática vuelta al revés. Como si dijéramos su recíproca.

—Perdóneme —dijo el joven oficial—, siempre he estado muy flojo en matemáticas.

—A mí, en cambio, siempre me apasionaron.

—Su caso empieza a interesarme desde un punto de vista personal. Esa declaración de su pasión por las matemáticas, ¿significa acaso que la voladura respondió a cierto interés profesional?

—Tal vez sea así. Para un especialista en estática tiene naturalmente mucho interés saber cuáles son las fuerzas necesarias para contrarrestar las leyes estáticas. Hay que reconocer que fue una voladura perfecta.

—Pero ¿quiere sostenerme en serio que este interés que podríamos llamar abstracto tuvo en ello el menor papel?

—Sí.

—Me temo que no podré ahorrarle a usted un interrogatorio político. Le advierto que de nada ha de servirle hacer declaraciones falsas; poseemos todos los datos necesarios para la comprobación de sus declaraciones.

Hasta aquel momento no se le había ocurrido pensar en que su padre había construido la abadía treinta y cinco años antes; lo habían oído decir tantas veces, habían podido comprobarlo tantas veces, que ya había dejado de ser verdad, y, de pronto, temió que el joven oficial se enterase de ello y creyese haber encontrado la explicación: complejo de hijo; quizás fuera mejor decirle al joven americano: porque no apacentaron los corderos, y darle así una prueba irrefutable de que estaba loco; pero se limitó a mirar por la ventana hacia el campanario de Sankt Severin, como si mirara una presa que se le había escapado, mientras el joven oficial le hacía preguntas que él pudo contestar, sin excepción y sin tener que reflexionar, con un no.

La muchacha apartó el plato vacío; tomó el de su compañero, levantó durante un momento los dos tenedores con la mano derecha, mientras con la izquierda ponía el plato del joven encima del suyo, dejó luego los tenedores en el plato de encima, colocó la mano derecha, ahora libre, sobre el antebrazo de su compañero y le miró sonriente a los ojos.

—¿De manera que no pertenecía usted a ninguna organización? ¿Lee a Hölderlin? Está bien. Tal vez tenga que llamarle a declarar otra vez mañana.

El corazón eterno se compadece, pero no se ablanda.

Cuando su padre entró en la cantina, Robert se sonrojó, fue a su encuentro, le quitó de la mano el sombrero y dijo:

—Padre, se me ha olvidado felicitarte para tu cumpleaños. Perdóname. He encargado una cerveza para ti, espero que no se haya calentado demasiado, si no…

—Gracias —contestó el padre—, gracias por su felicitación y no te preocupes por la cerveza; no me gusta fría.

El padre le puso la mano sobre el antebrazo, Robert se sonrojó y pensó en los ademanes de íntimo afecto que habían intercambiado en la avenida del sanatorio; de pronto, había sentido necesidad de pasar el brazo alrededor del cuello de su padre y este había replicado con el mismo gesto, mientras se ponían de acuerdo para reunirse en la estación de Denklingen.

—Ven —dijo Robert—, sentémonos, todavía tenemos veinticinco minutos.

Levantaron los vasos, brindaron con un gesto de cabeza y bebieron.

—¿Quieres un cigarro, padre?

—No, gracias. ¿Sabes que los horarios apenas han cambiado en cincuenta años? Incluso los letreros de porcelana que indican las horas de salida son los mismos; lo único que ha ocurrido es que algunos se han desportillado.

—Las sillas, las mesas y los cuadros de la pared —dijo Robert— todo está igual que antes, cuando veníamos aquí en las tardes de verano desde Kisslingen y esperábamos el tren.

—Sí —replicó el padre—, no ha cambiado nada. ¿Has telefoneado a Ruth? ¿Ha dicho si vendría? ¡Hace tanto tiempo que no la he visto!

—Sí, vendrá. Supongo que a estas horas ya debe de estar en el tren.

—Podemos estar en Kisslingen poco después de las cuatro y media, tomamos un café y antes de las siete podemos estar tranquilamente en casa. ¿Vendréis a la fiesta?

—Claro que sí, padre, ¿lo has dudado ni un instante?

—No, pero se me ocurrió que quizás valdría mejor dejarlo, decir a los del café Kroner que no vamos… quizás sea mejor no hacerlo, por los chicos, y había preparado tantas cosas para este día…

El anciano bajó los ojos sobre el mantel de cuadros blancos y encarnados y empezó a trazar círculos con su vaso de cerveza. Robert admiraba la piel tensa de sus manos; manos de niño que habían conservado su inocencia; el padre levantó la mirada y la fijó en el rostro de Robert.

—Pensaba en Ruth y Joseph; ¿sabes que Joseph tiene novia?

—No.

El anciano volvió a bajar los ojos y a describir círculos con el vaso de cerveza.

—Siempre había confiado en que mis dos fincas aquí en las afueras serían algo así como vuestra segunda casa, pero vosotros siempre habéis preferido vivir en la ciudad, incluso Edith; solo en Joseph parece realizarse mi sueño, es curioso que todos estéis convencidos de que se parece a Edith y no tiene nada de nosotros… y no obstante, se parece tanto a Heinrich, que a veces me asusto cuando veo a tu hijo; Heinrich, tal como hubiera sido… ¿te acuerdas de él?

Brom se llamaba nuestro perro; yo, en el pescante, sostenía las riendas del coche, que eran de cuero negro y quebradizo; quiero un fusil, yo quiero un fusil; Hindenburg.

Sí que me acuerdo.

—Me devolvió la finca que le había regalado; ¿a quién se la voy a dar ahora? ¿A Joseph o a Ruth? ¿O a ti? ¿Te gustaría que te la diera? ¿Te gustaría ser propietario de vacas y prados, de centrifugadoras y máquinas de cortar remolachas, de tractores y secadoras de heno? ¿Prefieres que se la regale al convento? Con mis primeros honorarios compré las dos fincas. Tenía veintinueve años cuando construí la abadía y no os podéis imaginar lo que representa para un joven arquitecto poder tener semejante encargo. Fue un verdadero escándalo; produjo sensación. Si voy tan a menudo allí no es solo para hacer resucitar un futuro que entre tanto ya se ha convertido en pasado: siempre pensé que cuando fuera viejo sería campesino. Y no lo soy: solo soy un pobre viejo loco que juega a la gallina ciega con su mujer; nos tapamos alternativamente los ojos, cambiamos las épocas como las diapositivas en una linterna mágica para proyectar imágenes sobre la pared: anda, pon ahora el año 1928: dos hermosos hijos de la mano de la madre; uno tiene trece años, el otro once; junto a ellos el padre con el cigarro en la boca, sonriente; en el fondo la torre Eiffel… quizás el Castillo de Sant’Angelo, o la puerta de Brandeburgo. Puedes elegir el decorado que quieras: puede que sea también la playa de Ostende o el campanario de Sankt Severin o el quiosco de bebidas del parque de Blessenfeld. No, se trata naturalmente de la abadía de Sankt Anton: la encontrarás en el álbum de fotografías en todas las épocas del año; solo la moda de nuestros vestidos es la que cambia: tu madre con sombrero grande o pequeño, con el cabello corto o largo, con la falda ancha o estrecha, y vosotros, los niños, de tres, cinco y siete años; luego aparece un personaje nuevo: una muchacha rubia, joven, que lleva un niño en brazos y otro de la mano; los niños tienen un año, tres años; ¿sabes que quise a Edith como no hubiera podido querer a una hija? Nunca pude convencerme de que había tenido padre y madre propios… un hermano. Edith era una mensajera del Rey; mientras ella vivió con nosotros, pude volver a pronunciar Su nombre sin sonrojarme, pude rezar Su nombre… ¿Cuál fue el mensaje que te trajo, qué misión te confió? ¿Que vengaras a los corderos? Espero que habrás cumplido fielmente el encargo, que no habrás guardado falsos respetos, como hice yo siempre, que no habrás conservado fresco en la nevera de la ironía el sentimiento de superioridad, como hice yo siempre. ¿Tenía verdaderamente un hermano, Edith? ¿Vive aún? ¿Existe?

El anciano dibujaba círculos con el vaso de cerveza, miraba fijamente el mantel de cuadros blancos y encarnados, y solo de vez en cuando levantaba ligeramente la cabeza.

—Dime, ¿existe verdaderamente? Era amigo tuyo, una vez le vi; estaba en la ventana de mi dormitorio y vi que cruzaba el patio y se dirigía a tu habitación; jamás le he olvidado, he pensado muchas veces en él, a pesar de que solo pude verle durante diez o doce segundos. Me dio miedo, como si fuera un ángel de las tinieblas. ¿Existe verdaderamente?

—Sí.

—¿Y vive?

—Sí. ¿Dices que te dio miedo?

—Sí. También tú me dabas miedo. ¿No te dabas cuenta? No quiero saber cuál fue la misión que te confió Edith; solo te pido que me digas si la has cumplido.

—Sí.

—Está bien. Te asombra que me dieras miedo, que todavía te tema un poco. Me reía de vuestras conspiraciones infantiles, pero la risa se me heló en la garganta cuando leí que habían matado a aquel muchacho; hubiera podido ser el hermano de Edith, pero más tarde me enteré de que casi había sido una acción humanitaria matar a un muchacho que, de todas maneras, había echado una bomba y había chamuscado los pies de un profesor de gimnasia. El muchacho que echaba tus esquelas en el buzón de las cartas, el polaco que levantó la mano contra el profesor de gimnasia… un parpadeo inadecuado, una manera de llevar cortado el pelo o la forma de la nariz bastaban, o ni siquiera esto les era necesario: solo la partida de nacimiento del padre o de la abuela. Durante muchos años, me estuve alimentando con mi risa, pero este alimento desapareció del mercado, no hubo repuestos, Robert; y yo abrí la nevera, dejé que la ironía se agriase y la tiré como el resto repugnante de algo que algún día había tenido su valor; yo había creído amar y comprender a tu madre… pero hasta entonces no empecé a quererla y a comprenderla de veras, a comprenderos y quereros a vosotros; no me di cuenta de ello hasta más tarde. Cuando terminó la guerra, yo estaba en la cumbre de mi carrera: me nombraron director general de construcciones de toda la región. Paz, pensé, yo, todo ha terminado, vamos a empezar una vida nueva… cuando, un buen día, el comandante inglés vino a mi casa, a disculparse, por decirlo así, de haber bombardeado la iglesia de Sankt Honorius y destruido un Descendimiento del siglo XII; no se disculpó por haber muerto a Edith, sino solo por un Descendimiento del siglo XII; sorry; yo me volví a reír por primera vez desde hacía diez años, pero no fue una risa de satisfacción, Robert… y dimití de mi cargo. ¿Director general de construcciones? ¿Para qué, si hubiera dado todos los Descendimientos de todos los siglos posibles para volver a contemplar la sonrisa de Edith, para volver a sentir su mano sobre mi brazo? ¿Qué valor tenían para mí las imágenes del Señor comparadas con la risa de su mensajera? Y por el muchacho que traía tus noticias —jamás vi su cara, jamás supe cómo se llamaba— hubiera dado Sankt Severin, a sabiendas, además, de que era un precio irrisorio, como cuando se da una medalla a quien ha salvado una vida. ¿Has vuelto a ver la sonrisa de Edith o la del aprendiz de carpintero? ¿Nada que se pareciera a ello? ¡Ay, Robert, Robert!

El anciano dejó el vaso de cerveza y apoyó los brazos sobre la mesa.

—¿Has vuelto a ver nunca aquella sonrisa? —murmuró entre sus brazos.

—Sí, la he visto —dijo Robert— en el rostro de un botones de hotel, que se llama Hugo… ya te lo enseñaré.

—Regalaré a este muchacho la finca que Heinrich no quiso aceptar; escríbeme su nombre y señas en el platillo de cartón de la cerveza; en esos platillos de cerveza se escriben las noticias más importantes; no te olvides de comunicarme cuando sepas algo del hermano de Edith. ¿Vive aún?

—Sí. ¿Todavía le tienes miedo?

—Sí. Lo más terrible en él era que no conocía la ternura; cuando le vi cruzar el patio comprendí que era fuerte, y que todo lo que hacía, no lo hacía por los mismos motivos que mueven a los demás: porque fuera rico o pobre, guapo o feo, porque su madre le hubiese o no le hubiese pegado; todo eso son motivos que determinan las acciones de las demás personas: por eso construyen iglesias o asesinan a mujeres, son buenos maestros o malos organistas; pero de aquel muchacho sabía que ninguno de estos motivos me explicaría nada; en aquella época sabía reírme, pero en él no encontré ninguna rendija por la que poder meter mi risa; eso me dio miedo como si un ángel oscuro hubiese cruzado el patio de mi casa, un ángel que venía a cumplir la justicia de Dios, que nos venía a embargar; y, en efecto, nos embargó; no conocía la ternura ni la inspiraba; ni siquiera cuando me enteré de que le habían azotado y le querían matar, me enternecí…

—Señor consejero, hasta ahora no le he reconocido. ¡Cuánto me alegro de volverle a ver! Debe hacer muchos años que no estuvo usted por aquí.

—Ah, Mull, ¿es usted? ¿Y su madre, vive todavía?

—No, señor consejero, ya hace días que la enterramos. Fue un entierro fantástico. Mi madre tuvo una vida muy llena: siete hijos y treinta y seis nietos, once biznietos; una vida muy llena. ¿Los señores quieren hacerme el honor de beber a la memoria de mi difunta madre?

—Con mucho gusto, querido Mull; su madre fue una gran mujer.

El anciano se levantó y Robert también, mientras Mull se dirigía al mostrador para llenar de nuevo los vasos; el reloj de la estación marcaba las cuatro y diez; dos campesinos esperaban junto al mostrador; mataban la espera comiendo albóndigas con mostaza y bebiendo, con sus suspiros de satisfacción, un vaso de cerveza. Mull volvió a la mesa con el rostro enrojecido y los ojos húmedos; dejó los vasos de cerveza sobre la mesa y tomó uno en la mano.

—A la memoria de su madre. Mull —dijo el anciano Fähmel.

Levantaron los vasos, brindaron antes de beber y luego los volvieron a dejar sobre la mesa.

—A lo mejor no sabe usted —dijo el anciano— que, hace ahora cincuenta años, su madre a veces me fiaba, cuando llegaba de Kisslingen cansado y muerto de sed; entonces estaban reparando la vía del tren y no me importaba andar cuatro kilómetros. A su salud y a la memoria de su madre. Este es mi hijo ¿no le conocía?

—Fähmel, tanto gusto.

—Mull, tanto gusto.

—A usted le conoce aquí todo el mundo, señor consejero, todo el mundo sabe que construyó usted nuestra abadía, y todavía viven algunas abuelas que cuentan alguna anécdota de usted: que encargaba carros enteros de cajas de cerveza para los albañiles y que bailó un solo el día de la apertura. A su salud, señor consejero.

Apuraron los vasos de pie; Robert, con el vaso vacío en la mano, se quedó mirando a Mull, que se dirigió al mostrador, recogió los platos de la pareja, los dejó sobre el torno y arregló cuentas con el muchacho. Su padre le tiró de la chaqueta.

—Ven —dijo—, siéntate, todavía tenemos diez minutos. Son gente magnífica, que tienen el corazón donde se debe tener.

—Y no te dan miedo, ¿verdad, padre?

El anciano miró a su hijo a los ojos; su rostro delgaducho y sin arrugas no sonreía.

—Esta gente —dijo Robert— fue la que martirizó a Hugo… tal vez uno de ellos fue el verdugo de Ferdi.

—Mientras estuviste fuera y nosotros esperábamos noticias tuyas, tenía miedo de todo el mundo… ¿pero de Mull? ¿Ahora? ¿Te da miedo, a ti?

—Cada vez que veo a una persona me pregunto si me gustaría que me pusieran en sus manos, y hay muy pocos de quienes me atreva a decir que sí.

—¿Y el hermano de Edith? ¿Te pusieron en sus manos?

—No. En Holanda, vivíamos en una misma habitación, compartíamos cuanto teníamos, jugábamos medio día al billar, y medio día estudiábamos: él, alemán; yo, matemáticas; no me pusieron en sus manos, pero no tendría inconveniente en que me pusieran en cualquier momento… o te entregaría incluso a ti, padre.

Robert se sacó el cigarrillo de la boca.

—Me gustaría regalarte algo para tu cumpleaños, padre…, demostrarte, quizás sabes ya lo que te quisiera demostrar.

—Ya lo sé —dijo el anciano y puso la mano sobre el brazo de su hijo—, no necesitas decirlo.

Me gustaría regalarte un par de lágrimas de arrepentimiento, pero no las puedo forzar; sigo considerando el campanario de Sankt Severin como una presa que se me ha escapado. Lástima que tuviera que ser tu obra de juventud, tu gran oportunidad, tu gran primera jugada; y bien construida, además: muros sólidos; algo estáticamente magnífico; tuve que emplear dos camiones de explosivo, di la vuelta por el edificio, dibujé con tiza mis fórmulas y señales en las paredes, en las columnas, en los puntos de apoyo de las bóvedas, las dibujé en la gran imagen de la Santa Cena, entre los pies de San Juan y San Pedro; ¡conocía tan bien la abadía!, ¡me la habías explicado tantas veces, cuando era niño, cuando era adolescente, cuando era joven…! Dibujé mis señales en la pared, mientras el abad, que era el único que se había quedado, corría a mi lado, apelando a mi sentido común, a mi religión; por suerte, era un abad nuevo, que no me conocía. Apeló a mi conciencia, pero todo fue en vano; no me conocía como visitante de los fines de semana que va a comer truchas, que va a comer miel en bruto; no me conocía como hijo del arquitecto que se pone mantequilla sobre el pan. Y mientras me miraba como si me hubiese vuelto loco, yo le murmuré al oído: Temblarán los huesos carcomidos; tenía entonces veintinueve años, exactamente los mismos que tú cuando construiste la abadía, y espiaba ya la presa que, en el horizonte, se dibujaba gris y esbelta: Sankt Severin. Pero caí prisionero, y el joven oficial me interrogó, en esta misma estación de Denklingen, allí, sentado en aquella mesa, que ahora está vacía.

—¿En qué piensas? —preguntó el anciano.

—En Sankt Anton; hace tanto tiempo que no he estado allí.

—¿Te alegra volver a Sankt Anton?

—Me alegro por Joseph; hace mucho tiempo que no le he visto.

—Estoy orgulloso de él —dijo el anciano—. Es un muchacho decidido y animoso, y algún día será un gran arquitecto; quizás demasiado severo con los obreros, demasiado impaciente, pero a sus veintidós años no se le puede pedir paciencia… y ahora se halla apurado por la expiración del plazo fijado: a los monjes les gustaría poder cantar la liturgia de Adviento en la iglesia nueva; naturalmente, estamos todos invitados a la inauguración.

—¿El abad sigue allí?

—¿Cuál?

—Gregor.

—No, murió en 1947; no pudo reponerse de la destrucción de su abadía.

—¿Y tú, pudiste reponerte?

—Cuando recibí la noticia de que había sido destruida, me quedé anonadado; pero cuando luego fui allí y vi las ruinas y vi que los monjes estaban tan excitados y querían crear una comisión que se encargara de buscar al culpable, traté de disuadirlos; no quería que hubiese venganza por un edificio, y tenía miedo de que encontraran al culpable y que este tuviera que disculparse ante mí; el sorry del inglés continuaba sonando como un eco terrible en mi oído; y, en último término, los edificios pueden volver a construirse. Sí, Robert, me repuse. Tú quizás no me creerás, pero jamás me he sentido unido a los edificios cuyas obras yo había dirigido o que yo había planeado; sobre el papel, me gustaban, trabajaba con cierta pasión, pero jamás me sentí un artista, ¿me comprendes?, y sabía que no lo era; todavía tenía mis planos cuando me encargaron la reconstrucción; para tu hijo esta es una gran ocasión de ejercitarse prácticamente, de aprender a coordinar el trabajo y a frenar un poco su impaciencia… ¿No tenemos que tomar el tren?

—Faltan cuatro minutos, padre. Podemos salir al andén.

Robert se levantó, hizo una señal al dueño y sacó la cartera, pero Mull salió de detrás del mostrador, pasó junto a Robert, y sonriendo, puso la mano sobre el hombro del anciano y dijo:

—No, no, señor consejero, hoy han sido ustedes mis invitados; no quiero que sea de otra manera, por la memoria de mi madre.

Fuera hacía todavía calor; encima de Doderingen se veían ya las banderas de humo blanco del tren.

—¿Tienes los billetes? —preguntó el anciano.

—Sí —contestó Robert.

Miró el tren que salía del cambio de rasante, más allá de Doderingen, como si surgiera directamente del cielo azul; era un tren negro, viejo y romántico; el jefe de la estación salió de su despacho con la sonrisa de fin de semana en el rostro.

—Aquí, padre, aquí —gritó Ruth. Boina verde, brazos en movimiento, jersey de lana rosa. Tendió las manos a su abuelo, le ayudó a subir a la plataforma, le abrazó, le empujó cariñosamente hacia la puerta abierta del compartimiento, ayudó a subir a su padre, le besó en la mejilla.

—Me hace una ilusión loca, pero loca —dijo—, pensar en Sankt Anton y en esta noche.

El jefe de la estación silbó y dio la señal de partida.