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Cielo azul, pared enjalbegada, hacia la cual suben los chopos, como travesaños de una escala de mano, para descender luego hasta la plazuela, donde un conserje echa paladas de hojarasca en el carro de la basura; la pared era demasiado alta y demasiado grandes los intervalos entre los travesaños; cuatro o cinco pasos eran menester para salvar la distancia: ¡Cuidado! ¿Por qué pasa tan cerca del muro el autobús amarillo, por qué se arrastra como un escarabajo, hoy que solo trae a una sola persona: él? ¿Quién es? ¿Quién? ¡Si se encarama agarrándose de travesaño en travesaño! Pero, no: siempre enhiesto y rígido, sin humillarse; solo cuando se arrodillaba en los bancos de la iglesia o en el momento de empezar la carrera abandonaba la actitud erguida. ¿Era él? ¿Quién?

En los troncos de los árboles del jardín, como en el parque de Blessenfeld, los cartelitos bien dibujados: 25, 50, 75, 100. Él se arrodillaba en el círculo que señalaba el punto de partida, y murmurándose a sí mismo: «¡A la meta, mar!», echaba a correr, disminuía la velocidad, volvía al punto de partida; miraba en su cronómetro el tiempo transcurrido, lo apuntaba en la libreta de cubierta Jaspeada colocada sobre la mesa de piedra; volvía a arrodillarse en el punto de partida, se murmuraba a sí mismo la voz de mando, echaba a correr, aumentaba la velocidad solo en una proporción mínima; a menudo tardaba mucho rato antes de rebasar los 25 metros, tardaba más tiempo aún en alcanzar los 50 y solo una vez, al final, alcanzaba los 100 y anotaba en su libreta el tiempo empleado: 11,2. Ese ejercicio era como una fuga, preciso, excitante y, sin embargo, había momentos de gran aburrimiento: soñolienta eternidad en tardes de verano, en el jardín o en el parque de Blessenfeld; partida, regreso, parada, ligero aumento de velocidad, regreso; las explicaciones cuando se sentaba a su lado, estudiaba y comentaba las cifras escritas en su libreta, hacía el elogio de su sistema, eran ambas cosas a la vez: excitantes y aburridas. Sus ejercicios olían a fanatismo; aquel cuerpo joven, fuerte y esbelto olía al austero sudor de aquellos que todavía no conocen el amor; los hermanos de ella. Bruno y Friedrich olían igual cuando se apeaban de sus bicicletas, con la cabeza llena de cifras de kilómetros y de tiempos; fanáticas musculaturas de las piernas, a las que procuraban dar soltura por medio de fanáticos ejercicios de compensación realizados en el jardín; también su padre olía así cuando en sus ejercicios de canto hinchaba enérgicamente el pecho, cuando el respirar era un deporte, cuando el cantar no era un placer, sino una seria ocupación ciudadana, enmarcada por bigotes; cantaban en serio, pedaleaban en serio; la musculatura de las piernas, del pecho, de la boca, era una cosa seria; los calambres dibujaban asquerosos rasgos violáceos en la piel de las piernas y de las mejillas. Durante horas y horas, estaban apostados, en frías noches de otoño, para cazar las liebres que se escondían detrás de un tronco de col, hasta que finalmente, al amanecer, se compadecían de aquellos músculos cansados, se decidían a dejarlos rebajar y echaban a correr en zigzag bajo una lluvia de perdigones; ¿para qué para qué para qué? ¿Dónde estaba el que llevaba consigo la misteriosa risa, el escondido resorte en el escondido mecanismo de relojería, que moderaba aquella insoportable tensión y traía el relajamiento? ¿Dónde estaba él, el único que no había comido del sacramento del búfalo? Johanna se asomó a la balaustrada, le vio salir del portal de la imprenta; con paso ligero, se dirigía al café Kroner; llevaba consigo la misteriosa risa como un muelle; ¿era su presa o ella la de él?

¡Cuidado! ¡Cuidado! ¿Por qué siempre tan rígido, tan erguido? Bastaría un paso en falso para que te cayeras en el azul infinito y te estrellaras contra la pared de cemento armado del depósito de basura; las hojas secas no amortiguarán el golpe, la baranda de granito de la escalinata no será cojín suficiente. ¿Era él? ¿Quién? Huperts, el guardián, estaba en la puerta con aire humilde: ¿té, café, cerveza, vino o coñac para el visitante? Un momento, por favor; Friedrich hubiera venido a caballo, jamás hubiera subido al autobús amarillo, que allá arriba, junto al muro, se arrastraba como un escarabajo; y Bruno jamás hubiera venido sin bastón; con él mataba a palos el tiempo, lo hacía añicos; lo desmenuzaba con el bastón o lo cortaba a rajas con los naipes que le arrojaba a la cara como si fueran cuchillas, durante noches enteras, días enteros; Friedrich hubiera venido a caballo y Bruno no hubiera venido sin bastón; ni coñac para Friedrich, ni vino para Bruno; estaban muertos; insensatos ulanos que en Herby-la-Huette se lanzaron contra el fuego de las ametralladoras; habían creído poder redimirse de las virtudes burguesas por medio de vicios burgueses, poder borrar prácticas piadosas por medio de obscenidades; unas cuantas bailarinas desnudas sobre una mesa de club no ofendían a los venerables antepasados, pues estos tampoco habían sido tan venerables como parecían en la galería de retratos; coñac y vino suprimidos para siempre de la lista de bebidas, querido Huperts. ¿Cerveza quizás? El paso de Otto no era tan elástico, era un paso de marcha, un paso que ritmaba «enemistad, enemistad» sobre las baldosas del vestíbulo, sobre el adoquinado todo a lo largo de la Modestgasse; aquel había comido muy pronto del sacramento del búfalo; o quizás su hermano moribundo le había transmitido el nombre: ¿Hindenburg? Quince días después de la muerte de Heinrich nació Otto; caído junto a Kiew; no quiero hacerme ilusiones, Huperts; Bruno y Friedrich. Otto y Edith, Johanna y Heinrich: todos están muertos.

Ni siquiera café; no viene, aquel cuya risa misteriosa yo adivinaba en cada uno de sus pasos; ahora está viejo; para este, traiga té, Huperts, recién hecho, fuerte, con leche, pero sin azúcar; para mi hijo Robert, erguido e inflexible, que siempre se alimentó de secretos; sigue llevando uno en el pecho; le azotaron, le dejaron la espalda hecha una llaga, pero él no cedió, no entregó su secreto, no delató a mi primo Georg, que había mezclado para él la pólvora en la «botica de los hunos»; allí está colgando entre las dos escalas de mano, planeando como Ícaro con los brazos abiertos sobre la entrada; no caerá en la basura, no se estrellará contra el granito. Traiga té, querido Huperts, recién hecho y fuerte, con leche, pero sin azúcar; y traiga también cigarrillos, por favor, para mi arcángel: me trae noticias oscuras que saben a sangre, a rebelión y a venganza: han asesinado al muchacho rubio, que corría los cien metros en 10,9 segundos; siempre que le veía, sonreía, y solo le vi tres veces; con sus hábiles manos arregló el minúsculo cerrojo de mi joyero, en el que carpinteros y cerrajeros habían fracasado durante cuarenta años; no hizo más que tocarlo y quedó arreglado; no era un arcángel, sino solo un ángel: se llamaba Ferdi y era rubio: un necio, que creía poder vencer con petardos a los que habían comido del sacramento del búfalo; no bebía té ni vino, ni cerveza, ni café, ni coñac; lo único que hacía era abrir la boca bajo la espita del agua y reírse; si todavía viviera me facilitaría un fusil: o tal vez lo haría aquel otro, el moreno, aquel ángel que tenía prohibido reírse, el hermano de Edith; le llamaban Schrella; era uno de esos a quien todo el mundo llama por el apellido; Ferdi lo haría, pagaría el precio de mi rescate; me sacaría del castillo donde estoy encantada, me daría un fusil; pero ahora no tengo más remedio que seguir encantada; necesitaría gigantescas escalas para llegar al mundo; pero mi hijo desciende hasta mí.

—Buenos días, Robert, tomarás una taza de té, ¿no? No te estremezcas cuando te beso en la mejilla; pareces un hombre hecho, un hombre que ha cumplido ya los cuarenta, tienes las sienes grises, llevas unos pantalones ceñidos y una chaqueta azul celeste; ¿no resulta demasiado llamativo? Quizás hagas bien en disfrazarte de hombre de media edad; pareces un jefe al que todo el mundo quisiera oír toser, pero que es demasiado fino para permitirse nada parecido a la tos; perdóname si me río; ¡qué hábiles son hoy en día los peluqueros!, los cabellos grises parecen auténticos, la sombra de la barba parece la de un hombre que debería afeitarse dos veces al día, pero que solo lo hace una; lo único que no ha cambiado es la cicatriz rojiza; por eso te reconocerán; ¿crees que no habría también una manera de disimularla?

No, no tienes por qué tener miedo; no me han tocado, ni siquiera descolgaron el látigo de la pared; y solo me han preguntado: «¿Cuándo le vio por última vez?», y yo dije la verdad: «Esta mañana, cuando iba a tomar el tranvía para ir a la escuela».

—Pero no llegó a la escuela.

—No contesté.

—¿No ha tenido contacto con usted?

Otra vez la verdad:

—No.

Habías dejado una pista demasiado clara, Robert; una mujer del barrio de barracas del Gaggerloch me trajo un libro con tu nombre y nuestras señas: un Ovidio encuadernado en cartón gris-verdoso, manchado de estiércol de gallinas…, cinco kilómetros más allá encontraron un libro de lectura en el que faltaba una página; la taquillera de un cine me lo trajo; fue a la oficina, se presentó como cliente y Joseph la hizo subir.

Al cabo de una semana volvieron a interrogarme: «¿Ha establecido contacto con usted?». Y yo contesté que no; más tarde vino también Nettlinger, a quien tantas veces había tenido en casa; me dijo: «En su propio interés, le aconsejo que diga la verdad». Pero yo ya la había dicho; lo único que sabía ahora es que te habías escapado.

Durante meses enteros, nada, hijo mío; luego vino Edith y dijo: «Espero un hijo». Y cuando añadió: «El Señor me ha bendecido», su voz me asustó; perdona, pero jamás me gustaron los sectarios; ella estaba encinta y sola, su padre detenido, su hermano desaparecido, tú lejos…; la habían tenido quince días detenida y la habían interrogado; no, no la tocaron; ¡con qué facilidad se habían dispersado los corderos! Solo quedaba uno: Edith; y yo la recogí en casa. Hijos míos, vuestra imprudencia fue probablemente del agrado de Dios, pero hubierais debido matar a ese hombre, por lo menos; ahora es jefe de policía —¡Dios nos guarde de los mártires supervivientes!—, profesor de gimnasia y jefe de policía; anda montado a caballo por la ciudad, dirige personalmente las razzias de mendigos. ¿Por qué no le matasteis, por lo menos? ¿Solo con cartón y pólvora? Los petardos no matan, hijo mío; hubieras debido preguntármelo a mí; la muerte es de metal; un cartucho de cobre, relleno de plomo y hierro colado; los cascos de metal traen la muerte, vuelan y silban, llueven por la noche sobre el tejado, estallan contra la pérgola; revolotean como pájaros salvajes: se precipitan sobre los corderos; Edith está muerta; yo la había hecho declarar loca; tres eminencias así lo firmaron con letra elegante e indescifrable en páginas blancas con membretes ilustres; eso salvó a Edith. Perdóname que me ría: ¡qué cordero era! A los diecisiete años tuvo su primer hijo y a los diecinueve el segundo, y siempre salía con una de estas frases: el Señor ha hecho esto, el Señor ha hecho aquello, el Señor lo ha dado, el Señor lo ha quitado; ¡el Señor, el Señor! Edith no sabía que el Señor es nuestro hermano: con los hermanos puedes reírte tranquila, con los señores no siempre; yo no sabía que los gansos salvajes se llevan a los corderos; siempre los había tenido por pacíficos herbívoros. Edith estaba ahí, como si nuestro escudo hubiese cobrado vida: un cordero brotándole la sangre del pecho; pero no había mártires ni cardenales, ermitaños ni caballeros ni santos a su alrededor para adorarla; solo estaba yo; muerta. Hijo mío, trata de sonreír; yo también lo intenté, pero no lo conseguí, y menos aún delante de Heinrich; él jugaba contigo, te colgaba un sable, te ponía un casco, te convertía en francés, en ruso o en inglés, y aquel muchacho silencioso cantaba: quiero un fusil, quiero un fusil; y cuando murió, me murmuró el santo y seña más terrible de cuantos existen, el nombre del búfalo sagrado: «Hindenburg». Era tan bien educado y tenía tanto sentido de la responsabilidad que quería aprender de memoria la poesía, pero yo rompí el papel y tiré los trozos como si fueran copos de nieve sobre la Modestgasse.

Anda bebe, Robert, el té se está enfriando; aquí están los cigarrillos, y acércate, tengo que hablar en voz muy baja; no quiero que nadie nos oiga; el que menos tu padre; es como un niño, no sabe que el mundo es muy malo y que hay muy pocos corazones limpios; oye, tú puedes salvarme: quiero un fusil, quiero un fusil y tú tienes que facilitármelo; desde el terrado podría matarle muy bien; la balaustrada tiene trescientos cincuenta huecos; desde que se acerque sobre su caballo blanco hasta que llegue al hotel Prinz Heinrich y vaya a volver la esquina, puedo apuntar tranquilamente; hay que respirar muy hondo al apuntar, lo he leído, buscar un punto de apoyo; yo lo he ensayado con el bastón de Bruno: cuando vuelva la esquina, tengo dos minutos y medio de tiempo, pero no sé si podré matar también al otro; habrá un momento de confusión cuando caiga del caballo y yo no podré volver a respirar hondo, apuntar y buscar un punto de apoyo; tengo que decidirme: el profesor de gimnasia o ese Nettlinger; este ha comido mi pan, ha bebido mi té y tu padre le llamaba siempre «un muchacho despierto». Mira si es despierto: nos arrebató los corderos, a ti y a Schrella os azotó con el látigo de púas de acero, y Ferdi tuvo que pagar carísimo algo que valía bien poco: unos pies de profesor de gimnasia ligeramente chamuscados y un espejo de armario roto; nada de cartón y pólvora, hijo mío; pólvora y metal…

Anda, Robert, bébete el té de una vez; ¿no te gusta? ¿Encuentras los cigarrillos demasiado secos? Perdóname, nunca entendí en cigarrillos; estás guapo disfrazado de cuarentón con las sienes canosas, pareces haber nacido para notario; no puedo contener la risa cuando pienso que algún día podrías tener ese aspecto; ¡qué hábiles son hoy en día los peluqueros!

No pongas esa cara tan seria; todo pasará, volveremos a ir de excursión a Kisslingen: abuelos, hijos y nietos: toda la familia; tu hijo intentará pescar truchas con las manos; comeremos el delicioso pan de los monjes, beberemos su vino y oiremos vísperas: Rorate coeli desuper et nubes pluant justum; Adviento; nieve en las montañas, hielo en los arroyos —elige la estación del año que más te guste, hijo mío—. Adviento es lo que más le gustará a Edith; ella huele a Adviento, todavía no ha comprendido que desde entonces el Señor ha llegado para ser nuestro hermano; el canto de los monjes alegrará su corazón adventista y la oscura iglesia que construyó tu padre: Sankt Anton en el valle del Kissa, entre las fincas de Stehlingers Grotte y Görlingers Stuhl.

Yo todavía no había cumplido los veintidós años cuando inauguraron la abadía, todavía hacía poco que había terminado de leer Kabale und Liebe, todavía me quedaba en la garganta algo de mi risa de muchacha; con mi traje verde, comprado en casa de Hermine Horuschka, parecía una jovencita que apenas ha terminado de aprender a bailar; ya no era una niña, pero todavía no era una mujer; no parecía una casada sino más bien una chica que se ha dejado engañar; cuello blanco, sombrero negro; ya estaba encinta y siempre a punto de llorar. El cardenal me murmuró al oído: «No debería de haber salido de casa, señora; espero que no se canse»… No me cansé, quería asistir a la fiesta; cuando abrieron la puerta de la iglesia, cuando empezó la ceremonia de bendición, tuve miedo; él, mi pequeño David, palideció, y yo pensé: ahora se acabaron sus risas; las van a matar con tanta ceremonia; es demasiado pequeño y demasiado joven, le falta todavía la seriedad de los hombres en los músculos. Yo sabía que estaba hermosa con mi vestido verde, mis ojos oscuros y mi cuello blanco como la nieve; me había propuesto no olvidar nunca que todo aquello no era más que un juego. Me daba risa recordar que el profesor de alemán me había dicho: «La examinaré para darle sobresaliente», y que no logré sobresaliente, solo estuve pensando todo el rato en él, llamándole David, el pequeño de la honda, con los ojos tristes y la risa escondida en el fondo de su ser; yo le quería, todos los días esperaba el instante en que aparecía en la gran ventana del estudio, le seguía con la mirada cuando salía por la puerta de la imprenta; me deslizaba a hurtadillas en los ensayos del coro de hombres, le observaba para ver si su pecho también se hinchaba y deshinchaba con aquel serio deporte masculino y leía en su cara que no era igual que los demás; me hacía introducir secretamente por Bruno en el hotel Prinz Heinrich cuando se reunía el club de los oficiales de la reserva para jugar al billar, y le contemplaba cuando cruzaba los brazos, cuando les daba a las bolas, blanco sobre verde, rojo sobre verde, y descubría la risa escondida en el fondo de su ser; no, él no había comido nunca del sacramento del búfalo, y yo tenía miedo porque no sabía si resistiría la última, la más difícil de las pruebas: la prueba del uniforme, el día del cumpleaños del loco, en enero, el desfile militar ante el monumento junto al puente, la revista delante del hotel donde el general estaba en el balcón. ¿Qué aspecto tendría cuando desfilara por allá abajo, repleto de historia y destino en gestación, mientras redoblaban tambores y bombos y las trompetas llamaban al ataque? Tenía miedo y temía que resultara ridículo; no le quería ridículo; no quería que nadie pudiera reírse de él, en cambio él siempre se reía de los demás. Pues sí, le vi andando al paso de desfile; Dios mío, habrías tenido que verle: parecía que a cada paso que daba pisara la cabeza de un emperador.

Más tarde le vi muy a menudo de uniforme; el tiempo se medía por ascensos; dos años teniente, dos años capitán; me apoderé de su sable para envilecerlo: rasqué con él la suciedad de los desagües, el orín de los bancos de hierro del jardín, excavé hoyos para mis plantas; para pelar patatas no era bastante manejable.

Hay que tirar los sables y pisotearlos como todos los privilegios, hijo mío; solo sirven para eso, modos de sobornar. Llena está su diestra de dones. Come lo que coma todo el mundo, lee lo que todo el mundo lea; vístete igual que los demás y entonces te acercarás a la verdad; nobleza obliga, te obliga a comer serrín cuando todos los demás lo comen, te obliga a leer la basura patriótica en los periódicos locales y no en las revistas para gente culta: Dehmel y todo eso; no, Robert, no lo aceptes, ni el foie-gras de Gretz, ni la mantequilla del abad, ni la miel, ni las monedas de oro ni el civet de liebre: ¿para qué, para qué, para qué, si no lo tienen los demás? Los no privilegiados pueden comer tranquilamente la miel y la mantequilla, no les estropea el estómago ni el cerebro, pero tú no. Robert; tú tienes que comer esta cochinería de pan: los ojos se te llenarán de lágrimas de tanta verdad; tienes que vestir estas telas miserables: así te sentirás libre.

Yo solo una vez me aproveché de un privilegio, una sola vez, tienes que perdonármelo; no podía resistirlo más; tuve que ir a ver a Dröscher y pedirle tu amnistía; ya no podíamos más, tu padre, yo y Edith; tu hijo ya había nacido; encontrábamos tus billetes en el buzón de las cartas, eran diminutos, no mayores que papeles de envolver caramelos de la tos; el primero no llegó hasta los cuatro meses de haber desaparecido tú: «No os preocupéis, estudio mucho en Amsterdam. Besos a mamá, Robert». A los siete días llegó el segundo: «Necesito dinero; dádselo, envuelto en papel de periódico, a un hombre llamado Groll, camarero del Anker, en el puerto alto. Besos a mamá. Robert».

Llevamos el dinero al Anker: el camarero llamado Groll nos sirvió en silencio cerveza y limonada, tomó el paquete sin decir palabra, rehusó la propina sin abrir la boca; parecía no vernos, ni oír nuestras preguntas.

Pegamos tus minúsculos billetes en un cuaderno de notas; pasó largo tiempo sin que llegara ninguno, luego llegaron más a menudo: «Sigo recibiendo el dinero: el día 2, el 4 y el 6. Besos a mamá. Robert». Y, de pronto, Otto dejó de ser Otto: se había producido una transformación espantosa: era Otto y ya no lo era; traía a casa a Nettlinger y al profesor de gimnasia; Otto, ahora comprendo lo que significa cuando dicen que de una persona solo queda el envoltorio: Otto solo era el envoltorio de Otto, que rápidamente adquirió otro contenido; no solo había comido del sacramento del búfalo, sino que se lo habían inoculado; le habían sacado la sangre y le habían inyectado otra distinta: su mirada contenía la muerte; yo, asustada, escondí tus esquelas.

Durante meses, no llegó ninguna esquela tuya; yo me arrastraba por las baldosas de la entrada, buscaba en las rendijas, examinaba cada rincón del frío suelo, levanté los tubos de desagüe y rasqué la suciedad porque temía que las bolitas pudieran haberse escurrido por allí; podía habérselas llevado el viento; desmonté el buzón de las cartas, y estaba examinándolo pieza por pieza, por la noche, cuando Otto entró; me quedé cogida entre la puerta y la pared; me pisó los dedos y se echó a reír; meses enteros sin encontrar nada; me pasaba la noche entera detrás de la cortina del dormitorio, esperando a que se hiciera de día, vigilaba la calle y la puerta de la casa, corría a abrir en cuanto veía llegar el repartidor de periódicos; nada; registraba las bolsas de los panecillos, vertía con cuidado la leche en la cacerola, despegaba la etiqueta; nada. Y por la tarde, íbamos al Anker, y nos metíamos por entre los uniformes, hasta llegar al rincón más apartado donde servía Groll, pero este no decía palabra, no daba señales de conocemos; solo cuando llevábamos ya varias semanas yendo allí todas las tardes y esperando, escribió en el borde del cartón de debajo el vaso de cerveza: «Cuidado. No sé nada.»; luego derramó la cerveza, lo convirtió todo en una gran mancha de lápiz tinta, y trajo otra cerveza, que no quiso cobrar; Groll, el camarero del Anker, era joven, tenía la cara enjuta.

Y nosotros no sabíamos, naturalmente, que el muchacho que echaba tus esquelas en el buzón de las cartas estaba detenido desde hacía mucho tiempo; que nosotros estábamos vigilados y que a Groll no le habían detenido aún porque esperaban a que se decidiera a hablar con nosotros; ¿quién conoce esas matemáticas superiores de los asesinos? Groll, el muchacho de las esquelas, los dos desaparecieron, Robert… y tú no me das un fusil, no me liberas de este castillo encantado.

Dejamos de ir al Anker; hacía cinco meses que no sabíamos nada de ti, y yo ya no podía más; por primera vez acepté los privilegios y fui a ver a Dröscher, doctor Emil, que era gobernador; había ido al colegio con su hermana y con él a clase de baile; habíamos salido juntos de excursión, habíamos cargado cajas de cerveza en coches, desenvuelto bocadillos de jamón en los claros del bosque, habíamos bailado danzas populares en prados recién segados y mi padre había procurado que el suyo entrara en la asociación de universitarios a pesar de que no lo era; tonterías, Robert… no creas en esas cosas cuando se trata de asuntos serios; yo había llamado «Em» a Dröscher: era una abreviatura de Emili, que en aquel tiempo se consideraba elegante; y al cabo de treinta años le hice pasar mi tarjeta; llevaba mi vestido de chaqueta gris, el velo de color violeta sobre el cabello gris y zapatos a la inglesa negros; salió en persona a recibirme a la sala de espera, me besó la mano y dijo: «Oh, Johanna, llámame Em», y yo le dijo: «Em, necesito saber dónde está mi hijo. Vosotros lo sabéis». Pareció como si hubiésemos entrado en el período glacial, Robert. Me di cuenta en seguida de que lo sabía todo, vi también cómo se ponía ceremonioso y precavido; sus gruesos labios de bebedor de vino tinto se estrecharon de miedo; miró a su alrededor, sacudió la cabeza y me dijo en voz baja: «Lo que hizo tu hijo no solo fue muy reprobable, sino también, desde el punto de vista político, muy imprudente». Y yo contesté: «Hasta dónde puede conducir la prudencia política, lo veo en ti». Me disponía a marcharme, pero él me retuvo y dijo: «Dios mío, ¿pero es que vamos a ahorcarnos todos?», y yo contesté: «Sí, vosotros sí». «Sé razonable —me dijo—, esa clase de asuntos son de la incumbencia del jefe de policía, y tú ya sabes lo que tu hijo le hizo». «Sí —dije yo—, ya sé lo que le hizo: nada. Desgraciadamente, nada. Solo le estuvo ganando durante cinco años en los partidos de béisbol». Entonces el muy cobarde se mordió los labios y dijo: «Deporte…, con el deporte siempre hay algo que hacer».

Entonces todavía no teníamos ni idea, Robert, de que un ademán puede costar la vida; Wakiera hizo condenar a muerte a un prisionero de guerra polaco porque había levantado la mano contra él; solo había levantado la mano, pero no le había pegado, el prisionero.

Y luego, una mañana, encontré en el plato de mi desayuno un billete de Otto: «Yo también necesito dinero, 12, me lo podéis entregar a mano». Y fui al estudio, saqué doce mil marcos de la caja —estaban preparados allí para el caso de que llegaran más billetes tuyos— y eché a Otto el fajo de billetes sobre la mesa del desayuno; yo quería ir a Amsterdam y decirte que no enviaras más esquelas porque habían costado la vida de alguien. Pero ahora ya estás aquí; me hubiera vuelto loca si no te hubiesen amnistiado; quédate aquí; ¿no da lo mismo vivir en un sitio que en otro, en este mundo en el que un ademán puede costar la vida? Ya sabes qué condiciones te impuso Dröscher: nada de actividades políticas, y, después del examen, inmediatamente al servicio militar; para que puedas recuperar los estudios ya lo he arreglado todo: Klähm, el profesor de estática, te examinará y te perdonará tantos semestres como pueda. ¿Es indispensable que estudies una carrera? Bueno, como quieras… ¿Y precisamente estática? ¿Por qué? Bueno, como quieras: Edith estará contenta. Anda, sube a verla. Sube de una vez. Corre. ¿No quieres ver a tu hijo? Le he dado tu habitación; te está aguardando arriba; anda, sube, corre.

Robert subió las escaleras; rozando armarios de color oscuro, avanzó por silenciosos pasillos, subió hasta debajo del tejado, donde un rellano servía de antecámara al desván; aquello olía a cigarrillos baratos fumados a escondidas, a sábanas húmedas, puestas a secar en el desván; el silencio, que subía por la caja de la escalera como por una chimenea, le abrumaba. Por la ventana del tejado, miró al paseo de chopos que llevaba a la parada del autobús; limpios parterres, el invernadero, el surtidor de mármol, a la derecha, siguiendo la pared, la capilla; todo aquello tenía un aspecto y un olor bucólicos; unas vacas pacían detrás de unas alambradas electrizadas, en unos escombros hurgaban unos cerdos, que, a su vez, serían algún día escombros; un guardián vertía en una artesa cubos de un líquido grasiento y espumoso; la carretera, más allá del muro del sanatorio, parecía perderse en el silencio infinito.

¿Cuántas veces se había detenido ya en aquella etapa del relato, a la que ella le remitía para precisar sus recuerdos? Allí se detuvo cuando era el Robert de veintidós años, recién regresado y decidido a guardar silencio; tuvo que saludar a Edith y a su hijo Joseph; Edith y Joseph eran las palabras claves de aquella situación; ambos le eran extraños, la madre y el hijo; y cuando él penetró en la habitación los dos estaban intimidados, Edith todavía más que él. ¿Habían llegado a tutearse, en realidad?

Cuando, después del partido de béisbol, se fueron a casa de Schrella, ella sirvió la comida: patatas con una salsa indefinible y lechuga; luego hizo un té claro. Él, entonces, no podía sufrir el té claro, sobre eso tenía sus ideas: la mujer con quien se casaría tendría que saber hacer el té: por lo visto, ella no lo sabía hacer y, sin embargo, él sabía, cuando ella puso las patatas en la mesa, que se la llevaría entre los arbustos cuando, al regresar del café Zons, pasaran por el parque de Blessenfeld. Era rubia, parecía tener dieciséis años, pero la risa, en su garganta, no era una risa de muchacha; en sus ojos, que me aceptaron inmediatamente, no brillaba ninguna falsa ilusión de felicidad. Rezó el Benedicite, «¡Señor, Señor!», y él pensó: deberíamos comer con los dedos; el tenedor, en las manos de ella, le pareció absurdo; la cuchara, extraña, y comprendió por primera vez lo que significa comer: bendecido por Dios, calmar el hambre, nada más: solo los reyes y los pobres comen con los dedos. Mientras por la Gruffelstrasse, por Blessenfeld, por el parque, iban hacia el café Zons, no se dirigieron la palabra, y él tuvo miedo cuando, poniendo su mano en la de ella, le juró que no comería jamás del Sacramento del búfalo; era insensato; tenía miedo como si fuera a recibir órdenes sagradas; y cuando regresaban a través del parque, tomó la mano de Edith, la retuvo, dejó que Schrella pasara delante hasta que vio desaparecer en el cielo del atardecer su silueta gris, y se llevó a Edith entre los arbustos; ella no se resistió ni se rio, y una atávica sabiduría subió hasta sus manos y llenó sus brazos y su boca; él solo conservó el recuerdo de su cabello rubio, que brillaba bajo la lluvia de verano, la corona de gotas argentinas de sus cejas, como el esqueleto de un delicado animal marino hallado en una playa dorada, las líneas de su boca multiplicadas en infinitas nubecitas de igual tamaño, mientras ella murmuraba contra su pecho: «¡Te matarán, te matarán!». De manera que sí que se habían tuteado entre los arbustos, allí en el parque, y la tarde siguiente en aquella miserable habitación de hotel; Robert mantenía a Edith junto a sí agarrándola por la muñeca, caminaba como un ciego por la ciudad, como si siguiera una varita mágica; encontró instintivamente la casa; en un paquete bajo el brazo, llevaba la pólvora para Ferdi, al que quería encontrar a última hora de la tarde. Descubrió que ella también sabía sonreír, mirándose al espejo, el más barato que la alcahueta había podido encontrar en unos almacenes a precios únicos; se sonrió cuando descubrió a su vez su atávica sabiduría; y él ya sabía que aquel paquetito de pólvora, allí, encima del alféizar de la ventana, contenía una insensatez que había que cometer; la sensatez no llevaba a ninguna parte en este mundo, en el que un ademán podía costar la vida. En su rostro no acostumbrado a sonreír, la sonrisa de Edith obró como un milagro, y cuando al bajar la escalera, entraron en el cuarto de la patrona, Robert se asombró de lo barato que le había costado la habitación; dio un marco cincuenta, pero la mujer rehusó los cincuenta pfennig que él quería añadir. «No, señor, no acepto propinas; soy una mujer independiente, yo».

De modo que sí, la había tuteado, a aquella joven que ahora estaba sentada en su habitación con el niño en el regazo; Robert tomó a Joseph y lo tuvo un momento, torpemente, en los brazos; luego lo dejó encima de la cama y aquella atávica sabiduría volvió a guiarle y le llenó las manos, la boca y los brazos. Ella no aprendió jamás a hacer el té, ni siquiera más tarde, cuando vivían en casa propia: muebles de muñecas, cuando regresaba de la universidad o venía de permiso: suboficial de zapadores, especializado en voladuras, instruyó equipos de voladura, sembró fórmulas que contenían exactamente lo que él quería, polvo y ruinas, venganza por Ferdi Pordulske, por el camarero que se llamaba Groll, por el muchacho que echaba sus esquelas en el buzón de las cartas. Edith con la cesta de la compra, con la libreta de los cupones de descuento, Edith hojeando el libro de cocina daba el biberón al niño, se ponía al pecho la pequeña Ruth; joven padre, joven madre; ella iba a buscarle con el coche de los bebés a la puerta del cuartel; paseaban por la orilla del río, por los prados donde había jugado al béisbol, en horas de marea alta y de marea baja, se sentaban sobre unos barriles, mientras Joseph jugaba con la arena del río y Ruth probaba a dar sus primeros pasos; durante dos años estuvo representando aquella comedia: matrimonio: jamás se sintió un hombre casado a pesar de que más de setecientas veces colgó su gorra y su tabardo en el perchero del recibidor, se quitó la guerrera, se sentó a la mesa; Joseph sobre las rodillas mientras Edith rezaba el Benedicite: ¡Señor, Señor! Por favor, nada de privilegios, nada de extravagancias; sargento primera de zapadores, doctor Robert Fähmel, muy dotado para las matemáticas; comer sopa de guisantes, mientras los vecinos recibían por la radio el sacramento del búfalo; permiso hasta el toque de diana; con el primer tranvía, regreso al cuartel, beso de Edith junto a la puerta, y aquella extraña impresión de haberla vuelto a desflorar, a aquella criatura rubia en bata encarnada; Joseph de la mano, Ruth en el cochecito; ninguna actividad política; ¿acaso la había tenido alguna vez? Su arrebato juvenil había sido amnistiado, perdonado; era uno de los aspirantes a oficial mejor dotados, fascinado por la estupidez porque contenía fórmulas; sembraba polvo y ruinas y elaboraba fórmulas de voladura en su cerebro. ¿No hay noticias de Alfred? Robert no sabía a quién se refería, se olvidaba de que ella también se había llamado Schrella. El tiempo se medía por los ascensos: medio año cabo, medio año cabo primera, medio año sargento y medio uno más alférez; luego la masa gris marchó tristemente a la estación: ni flores ni risas a su paso, ni la sonrisa del emperador, ni la conciencia de una paz demasiado tiempo acumulada; masa excitada y, sin embargo, insensible y dócil; adiós al dormitorio de muñecas, en el que habían estado jugando a marido y mujer y, en la estación, renovación del juramento: no comer nunca del sacramento del búfalo.

¿Eran las sábanas húmedas o la humedad de las paredes lo que le hacía sentir frío? Pudo abandonar el lugar donde le habían mandado apostarse. Palabras clave: Edith, Joseph. Apagó con el pie el cigarrillo, volvió a bajar la escalera, abrió tímidamente la puerta, vio a su madre junto al teléfono; ella le sonrió y le hizo señas de que no hiciera ruido mientras decía, dirigiéndose al micrófono: «Estoy tan contenta, señor párroco, de que los pueda casar el domingo; ya tenemos todos los papeles, el matrimonio civil se celebrará mañana». ¿Robert oyó efectivamente la voz del párroco o fue solo un sueño?: «Sí, querida señora Fähmel, yo también me alegro de que por fin pueda acabarse con esa situación tan desagradable».

Edith no se vistió de blanco, y se negó a dejar a Joseph en casa, lo tuvo en brazos mientras, a los acordes del órgano, el párroco exigía que le dieran los dos síes. Y él no se vistió de negro; ¿para qué cambiar de ropa? No; nada de champaña; su padre odiaba el champaña, y el padre de la novia, al que solo había visto una sola vez, había desaparecido sin dejar rastro, y el cuñado tampoco dio señales de vida; se le buscaba por homicidio frustrado, a pesar de que había rechazado la pólvora y procurado evitar el atentado.

Colgó el auricular y se dirigió a él; le puso las manos sobre los hombros y le preguntó: «¿Verdad que es lindo, tu hijo? Tienes que adoptarlo inmediatamente después de la boda; yo ya he hecho testamento en su favor». Toma un poco más de té; en Holanda beben buen té, seguramente; no tengas miedo: Edith será una buena esposa, tú te revalidarás pronto; yo os arreglaré una casa, y no se te olvide reírte secretamente cuando tengas que ir al servicio; no digas nada y recuerda que en un mundo en que un ademán puede costar la vida, esta clase de sentimientos ya no tienen valor os arreglaré una casa; tu padre estará contento; se ha ido a Sankt Anton… como si allí pudiera encontrar consuelo. Tiemblan los huesos carcomidos, hijo mío… mataron la risa secreta de tu padre, el resorte saltó; no estaba pensado para resistir tanta presión; ya de nada sirve la bella palabra «tiranos»; tu padre ya no puede resistir estar sentado en su estudio, y el envoltorio de Otto le aterra; deberías procurar reconciliarte con Otto; inténtalo, por favor, anda, ve.

Intento de reconciliación con Otto; Robert ya lo había probado varias veces: había subido escaleras, había llamado a muchas puertas; aquel muchacho robusto no le era extraño, aquellos ojos no le miraban como a un extraño; detrás de aquella frente ancha y pálida, el poder actuaba en su fórmula más sencilla: poder sobre tímidos compañeros de escuela, sobre transeúntes que no saludaban la bandera; poder que hubiera podido ser conmovedor si solo hubiese ejercido en campos de deporte o en esquinas, si se hubiese tratado de tres marcos por un partido de boxeo ganado o de muchachas vestidas de abigarrados colores que el vencedor lleva al cine y besa en el portal de su casa; pero Otto no tenía nada de encantador, aquel poder no se interesaba por los partidos de boxeo ni por las muchachas vestidas de abigarrados colores; en aquel cerebro el poder se había transformado en fórmulas, se había despojado de utilidad, se había liberado de instintos, apenas comportaba odio; se ejercía automáticamente: golpe sobre golpe.

Hermano: una gran palabra, una palabra de Hölderlin, una palabra inmensa, pero que no parecía siquiera llenar la muerte si la muerte era la de Otto; ni siquiera la noticia de su muerte había traído consigo reconciliación. ¡Caído en el frente de Kiew! Eso hubiera podido sonar a tragedia, a grandeza, a hermandad; en combinación con su edad, hubiera podido resultar conmovedor como una lápida funeraria: A los veinticinco años, caído en el frente de Kiew: pero no tenía resonancia, y Robert intentó en vano una reconciliación póstuma. Sois hermanos. Sí, lo eran según el registro civil, según el testimonio de la comadrona; quizá hubiese podido sentir emoción y grandeza si hubiesen sido verdaderamente extraños uno al otro; pero no lo eran; Robert le veía comer, beber: té, café, cerveza; pero Otto no comía el pan que él comía, no bebía la leche y el café que él bebía; y las palabras que cambiaban eran terribles: cuando Otto decía pan, resultaba menos familiar al oído que la palabra «pain», que, cuando la oyó por primera vez, no sabía que significaba pan; hijos de una misma madre y un mismo padre, nacidos en una misma casa y educados juntos, habían comido, bebido o llorado juntos, habían respirado el mismo aire, hecho el mismo camino a la escuela; juntos habían reído y jugado, y Robert había llamado «hermanito» a Otto y había sentido el brazo del hermano alrededor de su cuello; como sabía el horror que tenía a las matemáticas, le había ayudado, se había pasado días enteros estudiando con el «hermanito» para hacerle superar ese horror… y, de pronto, después de haber estado dos años fuera, solo encontró el envoltorio de Otto; ni siquiera le era extraño, ni siquiera le quedaba el patetismo de aquella palabra; cuando pensaba en Otto no sentía ni atracción ni verdad ni armonía, y por primera vez comprendió lo que significaba en realidad aquello que decía Edith: comer del sacramento del búfalo. Era uno de esos que entregarían su propia madre al verdugo, si los verdugos se la quisieran llevar. Y una vez que, verdaderamente, había intentado una reconciliación, había abierto la puerta de la habitación de Otto, y había entrado, Otto se volvió y le preguntó: «¿A qué viene eso?». Otto tenía razón: ¿a qué venía? Ni siquiera nos éramos extraños, nos conocíamos perfectamente, sabíamos uno de otro que al uno no le gustaban las naranjas y que el otro prefería la cerveza a la leche, que en lugar de cigarrillos prefería puros y de qué manera el uno planchaba el punto del libro en la rendija de la puerta.

Robert no se asombró de ver subir a Ben Wackes y a Nettlinger a la habitación de Otto, ni de encontrarlos por el pasillo, pero sí se asustó al reconocer que aquellos dos le eran menos incomprensibles que su propio hermano; ni siquiera los asesinos eran siempre asesinos: no lo eran a todas horas del día y de la noche; había días de fiesta para los asesinos como los había para el conductor del tranvía: los dos estuvieron simpáticos; le dieron palmadas en el hombro; Nettlinger dijo: «¿No fui yo el que te dejé escapar?». Habían entregado a la muerte a Ferdi, a Groll, al padre de Schrella y al muchacho que llevaba las noticias, los habían enviado allí donde se desaparece sin dejar rastro; pero ahora, borrón y cuenta nueva. No somos rencorosos. No hay mal que por bien no venga. Sargento de zapadores, especialista en voladuras, casado, con casa propia, libreta de cupones de descuento y dos hijos. «No temas por tu mujer, no le pasará nada mientras esté yo aquí».

—¿Qué? ¿Ya has hablado con Otto? ¿No has tenido éxito? Ya me lo figuraba, pero hay que probarlo siempre, hay que volverlo a intentar; acércate, no hagas ruido, quiero decirte una cosa. Me parece que está condenado, embrujado, si lo prefieres así, y solo hay un remedio, liberarlo: quiero un fusil, quiero un fusil, el Señor dice: «Mía es la venganza», pero ¿por qué no tengo que ser yo el instrumento del Señor?

Se dirigió a la ventana; del rincón entre la ventana y la cortina tomó el bastón de su hermano, que había muerto hacía cuarenta y tres años, se lo llevó a la cara como si fuera un fusil y apuntó, apuntó a Ben Wackes y a Nettlinger; pasaban por la calle montados a caballo, el uno en un corcel blanco, el otro en uno bayo; el bastón seguía el ritmo del paso de los caballos en la calle, como si lo midiera con un cronómetro; volvían la esquina, pasaban frente al hotel, tomaban por la Modestgasse, y seguían hasta el Modesttor, que cerraba la perspectiva; y Johanna bajó el bastón. «Tengo dos minutos y medio de tiempo», una inspiración honda, apuntar, buscar un punto de apoyo; las costuras de su ensueño eran perfectas, la mentira estaba tan bien tejida que no se deshilachaba por ningún lado; volvió a dejar el bastón en el rincón.

—Lo haré, Robert, seré el instrumento del Señor, tengo paciencia, el tiempo no me apremia; no hay que tomar pólvora y cartón, sino pólvora y plomo; venganza por aquella palabra que pronunciaron en el último momento los labios inocentes de mi hijo: «Hindenburg»; la palabra que quedó de él en este mundo; tengo que borrarla, ¿acaso traemos hijos al mundo para que se mueran cuando solo tienen siete años y mueran pronunciando la palabra «Hindenburg»? Yo había tirado a la calle la poesía, hecha pedazos; y él era un muchacho tan bien educado, que me pidió que le diera otra copia, pero yo me negué, no quería que aquella estupidez saliera de sus labios; en su delirio intentaba reconstruir los versos, y yo, por más que me tapara los oídos, seguía oyéndolo a través de mis manos: «Dios estará con vosotros»; intentaba arrancarle de la fiebre, despertarle, quería que me mirara a los ojos, que sintiera el contacto de mis manos, que oyera mi voz, pero él seguía recitando: «Mientras haya bosques alemanes, mientras queden banderas alemanas, mientras viva una palabra alemana, este nombre será inmortal»; temo morirme cuando recuerdo cómo en su delirio subrayaba este nombre; reuní todos sus juguetes, te quité uno a ti, que te quedaste llorando, los amontoné todos sobre la cama, pero él ya no volvió en sí, ya no me dirigió más la mirada: ¡Heinrich, Heinrich! Yo gritaba, rezaba y le suplicaba al oído, pero él tenía los ojos fijos en el reino de la fiebre y solo veía un verso: «Adelante, hurra, Hindenburg»; solo este único verso vivía en él, y la última palabra que oí de sus labios fue: Hindenburg.

Tengo que vengar la boca de mi hijo de siete años, Robert, ¿no lo comprendes? Vengarme en aquellos que pasan frente a nuestra casa y se dirigen a caballo al monumento de Hindenburg; detrás de ellos, van brillantes coronas con cintas doradas, negras y moradas; siempre estoy pensando: ¿no se va a morir nunca? ¿Nos lo servirán hasta la eternidad en forma de sello de correos, a ese viejo búfalo, cuyo nombre me gritará mi hijo como santo y seña? ¿No quieres darme un fusil, por fin?

Cuento con tu palabra; no es necesario que sea hoy, ni mañana, pero sí pronto; me he armado de paciencia. ¿No te acuerdas de tu hermano Heinrich? Tenías casi dos años cuando murió. Entonces teníamos un perro que se llamaba Brom, ¿no te acuerdas?; era tan viejo y tenía tanto conocimiento que, los vituperios que le hacíais, no os los devolvía haciéndoos daño, sino quejándose; le agarrabais por la cola y os hacíais arrastrar por toda la habitación, ¿no te acuerdas? Echaste por la ventana del coche las flores que tenías que echar sobre la tumba de Heinrich; te dejamos a la puerta del cementerio; el cochero te subió al pescante y te dejó sostener las riendas; eran de cuero negro muy agrietado. ¿Lo ves, Robert, como te acuerdas? Perro, riendas, hermano… y soldados, soldados, muchos soldados, ¿recuerdas?, que subían por la Modestgasse, y doblaron la esquina del hotel hacia la estación. Iban arrastrando los cañones tras de sí, tu padre te llevaba en brazos y dijo: «La guerra ha terminado».

Mil millones de marcos por una tableta de chocolate, luego dos mil millones por un caramelo, un cañón por medio pan, un caballo por una manzana; cada vez más; y luego, ni… un céntimo para comprar un trozo de jabón; aquello no podía acabar bien, Robert, ni querían que acabara bien. Los soldados seguían pasando por el Modesttor, y se dirigían cansados a la estación, ordenadamente, eso sí, y llevando delante, como un estandarte, el nombre del gran búfalo: Hindenburg. Él se encargaba de que hubiera orden hasta el último suspiro; ¿está verdaderamente muerto, Robert? No lo puedo creer: «¡Esculpido en piedra, fundido en bronce, Hindenburg! ¡Adelante!». Te aseguro yo que sus mofletes de búfalo, tal como se veían en los sellos, me daban la impresión de indestructibles; te digo que todavía nos dará mucho que hacer, nos demostrará a dónde va a parar la sensatez política y la sensatez del dinero: un caballo por una manzana, y mil millones de marcos por un caramelo y luego, ni un céntimo para comprar un trozo de jabón, pero eso sí, siempre en orden; yo vi y oí cómo llevaban aquel nombre delante de sí; duro de mollera como una piedra, sordo como una tapia, procuraba que hubiese orden; dignidad, dignidad, honor y fidelidad, hierro y acero, dinero y agricultura empobrecida. Vete con cuidado, hijo mío, cuando veas que los campos echan humo y los bosques murmuran; vete con cuidado: allí se consagra el sacramento del búfalo.

No creas que estoy loca, sé perfectamente dónde estamos: en Denklingen, ¿ves?, aquel camino por entre los árboles sigue el muro azul y llega al lugar donde los autobuses amarillos se arrastran como escarabajos; me han traído aquí porque hacía pasar hambre a tus hijos, después que el último cordero había sido destrozado por los pajarracos que revolotean; estamos en guerra, el tiempo se mide por los ascensos; cuando marchaste eras alférez, a los dos años, teniente. ¿No eres capitán aún? Esta vez no te ascenderán antes de cuatro años, quizás esperen seis, entonces te harán comandante; perdóname que me ría; no vayas demasiado allá con tus fórmulas; no se te vayan a subir a la cabeza y no pierdas la paciencia y, sobre todo, no aceptes privilegios; nosotros no comemos ni una migaja más de lo que nos dan con las cartillas de racionamiento; Edith está de acuerdo conmigo; come lo que coma todo el mundo, vístete con lo que se vistan todos, lee lo que lean todos; no aceptes la mantequilla de privilegio, el traje de privilegio ni el poema de privilegio que tan delicadamente te ofrece el búfalo. Llena está su diestra de dones: sobornos en monedas variadas. Yo tampoco quería que tus hijos disfrutaran de privilegios, quería que probaran la verdad con los labios, pero me separaron de los niños; a eso lo llaman sanatorio, aquí puedes estar loco sin que te peguen, aquí no te duchan con agua fría y, sin el consentimiento de los parientes, no te ponen la camisa de fuerza; espero que no consentiréis que me la pongan; incluso puedo salir cuando quiero, porque soy inofensiva, completamente inofensiva, hijo mío; pero yo no quiero salir, no quiero ver el tiempo ni quiero tener que sentir cada día que aquella risa secreta fue sofocada, que el resorte escondido en el mecanismo de relojería se rompió; de pronto, empezó a tomarse en serio y a adquirir empaque; montañas enteras se convirtieron en sillares, bosques enteros en material de construcción y cemento, cemento, te digo que hubieras podido llenar con él todo el lago de Constanza; buscaba olvido en la construcción, como si fuera opio; no puedes imaginarte la cantidad de cosas que llega a construir un arquitecto en cuarenta años… yo le cepillaba los salpicones de argamasa del borde de los pantalones, las manchas de yeso del sombrero, él fumaba su cigarro con la cabeza en mi regazo y juntos rezábamos la letanía del ¿te acuerdas?: te acuerdas del año 1907, 1914, 1921, 1928, 1935… y la respuesta era siempre una obra… o una muerte ¿te acuerdas de cuando murió mamá, de cuando murió papá, o Johanna o Heinrich? ¿Te acuerdas de cuando construías Sankt Anton, Sankt Servatius, Sankt Bonifatius o Sankt Modestus, o el dique entre Heiligenfeld y Plessenfeld, o el convento de los monjes blancos o del de los franciscanos, o de las casas de convalecencia para las hermanas de la caridad? Y cada respuesta sonaba a mis oídos como: Miserere nobis. Edificio sobre edificio, muerte sobre muerte; empezaba a correr tras su propia leyenda, y sus propios ritos se apoderaron de él; todas las mañanas, desayunaba en el café Kroner, cuando en realidad, le hubiera gustado más desayunar con nosotros; hubiera tomado café con leche y un panecillo; no le importaba el huevo pasado por agua, el pan tostado ni aquel repugnante queso con pimienta, pero empezó a creer que sí le importaba; yo tenía miedo; empezó a enfurecerse cuando no le hacían ningún encargo importante, siendo así que hasta entonces bastaba que le hicieran alguno para que se alegrase; ¿me entiendes? Los cálculos se complican mucho cuando te acercas a los cincuenta o a los sesenta y te dan a escoger entre aliviar la vejiga en tu propio monumento o contemplarlo de abajo arriba con profundo respeto; se acabaron los guiños; tú tenías dieciocho años, Otto dieciséis… y yo tenía miedo; como un pájaro que vigila con ojos penetrantes, había estado allá arriba en la pérgola, os había llevado en brazos cuando erais niños, os había llevado de la mano o habíais estado a mi lado cuando fuisteis más altos que yo, y yo observaba cómo pasaba el tiempo allá abajo en la calle; la gente rebullía, se pegaba, pagaba mil millones de marcos por un caramelo y luego no tenía tres pfennig para un panecillo; yo no quería oír el nombre del salvador, pero ellos levantaron al búfalo en hombros, le pegaban en forma de sello en sus cartas y rezaban sus letanías: dignidad, dignidad, honor, fidelidad; vencido y, no obstante, no vencido; orden; duro de mollera como una piedra, sordo como una tapia; abajo, en la oficina de mi padre, Josephine lo pasaba por encima de la esponja húmeda y lo pegaba… en las cartas en todos los colores; y él, mi David, dormía; no se despertó hasta que tú hubiste desaparecido; cuando vio que puede costar la vida hacer pasar de una mano a otra un paquetito de dinero, el propio dinero envuelto en papel de periódico; cuando su hijo no fue sino el envoltorio de su hijo: honor, fidelidad, decencia… entonces lo vio; yo le advertí que no se fiara de Gretz, pero él me dijo: «Gretz es inofensivo». «Claro —contesté yo—, algún día verás lo que son capaces los inofensivos; Gretz es capaz de denunciar a su propia madre». Me entró miedo de mi propia clarividencia cuando, en efecto, Gretz denunció a su propia madre a la policía, solo porque la anciana siempre decía: «Es un pecado y una vergüenza». No decía nada más, solo repetía siempre esta frase hasta que un día su hijo declaró: «No lo puedo tolerar por más tiempo, eso ofende mi honor». Se llevaron a la anciana, la encerraron en un hospicio, la declararon loca para salvarle la vida, pero eso fue precisamente lo que la perdió: le pusieron una inyección. ¿No conocías a aquella anciana? Siempre os echaba las cestas de setas vacías, por encima de la pared, vosotros las deshacíais y luego os construíais cabañas de mimbre; cuando llovía mucho se volvían oscuras y sucias, entonces las poníais a secar y yo os las dejaba quemar. ¿Ya no te acuerdas de aquella anciana a quien Gretz denunció? Era su propia madre… él, naturalmente, sigue detrás del mostrador y acaricia los trozos de hígado. También vinieron a buscar a Edith, pero yo no la quise entregar, enseñé los dientes, los insulté y se retiraron; yo guardé a Edith hasta que aquel pájaro revoloteador la mató; procuré detenerle también, lo oí zumbar, oí como descendía; sabía que traía consigo la muerte; penetró triunfalmente por la ventana de la entrada; yo tendía las manos para agarrarle pero él se escapó entre mis brazos; perdóname, no pude salvar al cordero, y acuérdate, Robert, de que prometiste darme un fusil. No lo olvides. Ten cuidado cuando tengas que subir escalas de mano; ven, déjame darte un beso y perdóname que me ría: ¡qué hábiles son hoy día los peluqueros!

Muy erguido, subió por la escala de mano y penetró en el infinito gris que se abría entre los travesaños, mientras David, desde arriba, se acercaba a él; pequeño; toda la vida hubiera podido ponerse los trajes que se hizo cuando era joven. ¡Cuidado! ¿Por qué os quedáis de pie en los travesaños? ¿Por qué no os sentáis por lo menos en ellos si queréis conversar? ¿Se abrazaron verdaderamente? ¿Puso el hijo el brazo sobre el hombro del padre y este su brazo sobre el hombro del hijo?

Traiga café, Huperts, cargado, muy caliente y con mucho azúcar; a mi marido le gusta el café cargado y muy dulce, por la tarde, y claro por la mañana; viene del infinito gris, donde ese hombre erguido e inflexible se adentra con paso rápido; los dos son valientes, mi marido y mi hijo, vienen a verme en el castillo encantado; mi hijo dos veces por semana, mi marido solo una; trae consigo el sábado, lleva el calendario en los ojos y no me deja la esperanza de atribuir su aspecto exterior a la habilidad de los peluqueros; tiene ochenta años, hoy es su cumpleaños, lo celebrará en el café Kroner; sin champaña; odia el champaña, y yo no supe jamás por qué.

Algún día soñaste en organizar una gran fiesta con esta ocasión: siete veces siete nietos, además de los biznietos, las nueras, los nietos sobrevenidos; siempre te sentiste un poco como Abraham, fundador de una gran tribu; te veías en tus sueños del futuro con el biznieto que hacía veintinueve en brazos. Perpetuarse, perpetuarse; será una fiesta muy triste: solo un hijo, el nieto rubio, la nieta de cabellos negros que te regaló Edith, y la madre de la familia en el castillo encantado al que solo se puede llegar a través de infinitas escalas de mano de enormes travesaños.

—Entra, tráeme felicidad, viejo David, el de la cintura de joven; excúsame de mirar el calendario en tus ojos; yo viajo en la minúscula hoja de calendario que lleva fecha del 31 de mayo de 1942; no destruyas mi barca; compadécete de mí, querido, no destruyas la barquita de papel hecha con una hoja de calendario y no me hundas en el océano de los dieciséis años. ¿Te acuerdas? La victoria hay que ganarla, no la regalan: ¡ay de aquellos que no comen del sacramento del búfalo!; tú sabes también que los sacramentos tienen la terrible propiedad de no estar sometidos al desgaste del tiempo; y tenían hambre y no hubo multiplicación de panes para ellos, ni multiplicación de peces: el sacramento del cordero no calmaba su hambre, el del búfalo les brindaba abundante alimento; no habían aprendido a calcular: mil millones de marcos por un caramelo, un caballo por una manzana y luego no había tres pfennig para un panecillo; y siempre con orden, con decencia, honor, fidelidad; vacunados con el sacramento del búfalo son inmortales; déjalo ya, David, ¿para qué arrastrar consigo el tiempo?; ten compasión, apaga en tus ojos el calendario; la historia la hacen los demás; tienes el café Kroner asegurado, algún día te harán un monumento, uno pequeñito de bronce en el que aparecerás con el rollo de dibujos en la mano; pequeño, delgaducho, sonriente, algo así entre un joven rabino y un bohemio, con ese aire indefinido que da el origen campesino; tú mismo has visto adonde va a parar la sensatez política… ¿quieres robarme la insensatez política? Desde la ventana de tu estudio me gritaste: no te atormentes, yo te querré y te ahorraré esas terribles cosas de que te han hablado tus compañeras de colegio, esas cosas que dicen que suceden en las noches de boda; no creas las murmuraciones de esas necias; nosotros nos reiremos cuando llegue el momento, seguro, yo te lo prometo; pero todavía tienes que esperar un par de semanas, a lo sumo un mes, hasta que yo compre el ramo de flores, alquile el coche y llegue a la puerta de tu casa. Viajaremos, conoceremos el mundo, tú me darás hijos, cinco, seis, siete; estos hijos me darán nietos, cinco veces, seis veces, siete veces siete; tú no notarás nunca que yo trabajo, yo te ahorraré el sudor de mi frente, la seriedad de los músculos y del uniforme; las cosas me resultan fáciles, he aprendido a hacerlas, he estudiado un poco, he pagado el sudor por adelantado; no soy un artista; no te hagas ilusiones; no podré ofrecerte demonios falsos ni verdaderos y aquello de lo cual te han contado tus amigos historias de miedo, no lo haremos en la alcoba, sino al aire libre: verás al cielo encima de ti, hojas y briznas de hierba te caerán sobre el rostro, quiero que saborees el aroma de una tarde de otoño y no tengas la impresión de participar por obligación en un desagradable ejercicio gimnástico; quiero que sientas el olor de la hierba otoñal; nos echaremos sobre la arena, allá abajo en la orilla del río, entre las rosas silvestres, un poco más arriba de la huella que dejó la riada; cañas, tapones, cajas de crema de zapatos, un grano de rosario que perdió la mujer de un marinero y, en una botella de limonada, una carta; en el aire el humo amargo de las chimeneas de los barcos; chirriar de cadenas de anclas; y no lo convertiremos en seriedad sangrienta, por muy serio y sangriento que sea en realidad.

¿Y el corcho que recogí con los dedos del pie y te ofrecí como recuerdo? Yo lo guardé, te lo regalé porque me habías ahorrado la alcoba, la oscura cámara de torturas de las novelas, murmuraciones de amigas con advertencias de monja; ramas de rosal silvestre se inclinaban sobre mi frente, hojas de un verde plateado se inclinaban sobre mis ojos oscuros que brillaban; los vapores dejaron oír las sirenas para celebrar mi fiesta, me gritaban que ya no era virgen; crepúsculo, tarde de otoño, todas las cadenas de las anclas habían caído hacía rato, los marineros y sus mujeres subían a tierra por una pasarela insegura, y yo ya añoraba lo que horas antes había temido; no obstante, asomaron a mis ojos unas lágrimas, porque no me sentía digna de mis antepasadas, que se hubieran avergonzado de hacer de una obligación un placer; y tú pegaste hojas de rosal silvestre sobre mi frente y en la huella de las lágrimas, allá abajo en la orilla del río, donde mis pies tocaban cañas y botellas con saludos de veraneantes a los habitantes de la ciudad; ¿de dónde venían todas aquellas cajas de crema de lustre?; ¿estaban destinadas a las relucientes botas de los marineros a punto de zarpar, a las negras bolsas de la compra de las mujeres de los marineros o a las brillantes viseras de las gorras que centelleaban a la luz del crepúsculo cuando, más tarde, nos sentamos en las sillas rojas del café Trischler? Yo admiré las hermosas manos de aquella mujer joven que nos trajo pescado frito y una ensalada tan verde que me dolían los ojos, y vino; las manos de aquella mujer joven, que veintiocho años más larde lavaron con vino la espalda de mi hijo herido; no hubieras debido gritarle a Trischler cuando llamó para decirnos la desgracia que había ocurrido a Robert; nada, nada, siempre he sentido deseos de echarme al agua y dejarme arrastrar hacia el horizonte gris. Entra, tráeme felicidad, pero no me beses; no destruyas mi barquita; aquí tienes café, dulce y muy caliente, café de la tarde, cargado y sin leche; aquí tienes cigarros; son de sesenta pfennig; Huperts me los ha proporcionado. Cambia la óptica de tus ojos, viejo mío, no soy ciega, solo estoy loca y puedo leer perfectamente la fecha que hay abajo en el calendario del vestíbulo: 6 de septiembre de 1958; no soy ciega y sé que no debo atribuir tu aspecto a la habilidad de los peluqueros; sigue mi juego, retira la óptica de tus ojos y no me hables otra vez de tu brillante nieto de cabellos rubios, que tiene el corazón de su madre y la inteligencia de su padre y que actúa de sustituto tuyo en la reconstrucción de la abadía; ¿ha terminado ya el bachillerato? ¿Estudiará estática? ¿Hace ahora las prácticas? Perdóname que me ría; jamás he podido tomar en serio las obras; polvo amasado, concentrado, polvo convertido en estructura; ilusión óptica, fata morgana, destinada a convertirse en ruinas; la victoria se obtiene luchando, no se la regalan a uno; esta mañana lo he leído en el periódico antes de que se me llevaran: «Olas de entusiasmo crecían por momentos… llenos de ciega confianza escuchaban las palabras… el júbilo y el entusiasmo iban en aumento». ¿Quieres que te lo lea en el periódico local?

El grupo de tus nietos que no consta de siete veces siete, sino de dos veces uno, no gozará de privilegios; se lo prometí a Edith, el cordero; no comerán del sacramento del búfalo, y el muchacho no aprenderá para la escuela aquella poesía que dice:

Agradece cada golpe que el destino nos quiera infligir,

porque la necesidad acuña las almas hermanas de manera parecida…

Tú lees demasiados periódicos forasteros, te dejas servir el búfalo, dulce o agrio, empanado o sabe Dios con qué salsas; lees demasiados periódicos sabios… aquí, en el folletín de la hoja local, puedes tragarte cada día la verdadera basura, sin mezcla y sin falsificación, tan bien intencionada como puedas querer; los otros no tienen buenas intenciones, solo son cobardes tus periódicos forasteros; en cambio aquí, todo son buenas intenciones; nada de privilegios, por favor, nada de andar con guantes blancos; toma esto está dirigido a mí: a «Madres de los caídos». Aunque seáis las santas del pueblo, al igual que vuestros hijos, vuestras almas claman…. Sí, soy una santa del pueblo y mi alma clama; mi hijo murió en la guerra: Otto Fähmel; decencia, decencia, honor, fidelidad; nos denunció a la policía; de pronto, solo fue el envoltorio de sí mismo; nada de guantes blancos, nada de privilegios; claro que con el abad hicieron una excepción; él había comido del sacramento del bátalo, con decencia, con orden, con honor; se celebró la fiesta, monjes llevaban antorchas encendidas, allá arriba en la colina, con vista sobre el valle del Kissa, empezó la nueva era, la era del sacrificio, la era del dolor, y ellos volvieron a tener sus pfennig para comprar panecillos y su medio gröschen para comprar un trozo de jabón; el abad se extrañó de que Robert se negara a tornar parte en la fiesta; subieron por la colina montados en briosos corceles y, arriba, encendieron una hoguera: solsticio de verano; Otto encendió la hoguera, hundió la antorcha entre los sarmientos, y aquellos mismos labios que tan maravillosamente sabían cantar el rorate caeli entonaron aquello que siempre quisiera mantener alejado de los labios de mi nieto: Tiemblan los huesos carcomidos. ¿No tiemblan los tuyos todavía, viejo?

Ven, pon la cabeza en mi regazo, enciende un cigarro aquí tienes la taza del café, al alcance de la mano; cierra los ojos, baja la ventanilla, anda, borra el calendario, vamos a rezar otra vez la letanía del «¿te acuerdas?», vamos a recordar los años de cuando vivíamos en Blessenfeld, cuando cada día olía a víspera de fiesta, a pueblo que se hartaba de pescado frito, de churros y de helados; felices los que pueden comer con los dedos; yo no pude hacer nunca mientras estuve en casa; tú no me lo dejaste hacer; tocaban los organillos, chirriaban los tiovivos y yo olía, oía, percibía con todos mis sentidos que solo lo transitorio es duradero; tú me habías sacado de aquella terrible casa, donde hacía cuatrocientos años que estaban metidos sin saber cómo liberarse; en las tardes de verano, me sentaba arriba en el terrado, mientras los demás estaban sentados abajo en el jardín bebiendo vino: tardes de señores, tardes de señoras, y lo mismo en las risas chillonas de las mujeres que en las risas graves de los hombres oía siempre una cosa: desesperación; cuando el vino desataba las lenguas y suprimía los tabúes, cuando el aroma de las tardes estivales los liberaba de la cárcel del disimulo, la verdad se imponía: no eran ni bastante ricos ni bastante pobres para descubrir lo único verdaderamente duradero: la caducidad. Yo tenía anhelo de caducidad, y en cambio me habían educado para lo perenne; matrimonio, fidelidad, dormitorio donde solo existía el deber, pero no el derecho de elegir; edificios, polvo convertido en estructuras y, en mi oído, sonaba como la llamaba del agua en día de riada: paraqué, paraqué, paraqué; yo no quería compartir su desesperación, no quería probar la oscura herencia que pasaba de generación en generación ansiaba comer del sacramento del cordero, blanco y ligero, e intentaba arrancarme del pecho la antigua herencia de tinieblas y de violencia con el mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa; cuando llegaba de misa y dejaba mi devocionario en la entrada, tenía el tiempo justo para recibir el beso de adiós de mi padre; su voz estentórea de bajo se alejaba por el patio hacia la oficina; cumplí quince años, dieciséis, diecisiete, dieciocho y veía en los ojos de mi madre una tremenda angustia: a ella la habían echado a los lobos; ¿me libraría yo de ello? Los lobos iban creciendo en derredor, bebedores de cerveza, con sus gorras de estudiante, unos más elegantes, otros menos; yo veía sus manos, sus ojos y sentía pesar sobre mí la maldición de saber cómo serían cuando tuvieran cuarenta o sesenta años; con la piel surcada de venas moradas, no olerían jamás a víspera de fiesta: seriedad, virilidad, responsabilidad; salvaguardar las leyes, enseñar historia a los niños; contar monedas; decididos a obrar con sensatez política, todos estaban condenados a comer del sacramento del búfalo, como lo estaban mis hermanos; solo eran jóvenes por sus años, y a todos ellos solo una cosa que podía darles grandeza y prometerles gloria, envolviéndolos en una nube mítica: la muerte; el tiempo solo era un medio de acercarlos a ella; husmeaban ávidamente y todo lo que olía a muerte les era grato; incluso ellos olían a muerte, a putrefacción; esta reinaba en casa, en los ojos de aquellos a quienes yo sería echada: estudiantes con gorra, guardadores de las leyes; solo había una cosa prohibida: querer vivir y jugar. ¿Me comprendes, viejo? El juego era considerado como un pecado mortal; no el deporte, eso lo hubieran tolerado: eso mantiene vivo, da soltura, embellece y aumenta el apetito de los lobos; casas de muñecas, bueno: eso estimula los instintos de ama de casa y de madre; el baile, también está bien: eso forma parte del comercio; pero si bailaba para mí sola, en camisa, arriba en mi habitación, era pecado, porque no era obligación; en los bailes; podía dejarme tocar tranquilamente por los universitarios, en la oscuridad del pasillo: podía incluso tolerar caricias no demasiado atrevidas en el bosque después de una excursión; ¡tampoco éramos tan santurrones!; y rezaba para que viniera quien me salvase de la muerte en la arena de los lobos, yo rezaba y recibía luego el sacramento blanco y te veía en la ventana de tu estudio al otro lado de la calle; si supieras cómo te quería; si lo pudieras sospechar, no abrirías los ojos, no me presentarías el calendario ni te empeñarías en contarme cuánto han crecido entretanto mis nietos, que preguntan por mí, que no me han olvidado. No, no quiero verlos; me quieren, ya lo sé, y también sé que hubo una posibilidad de escapar a los asesinos: ser declarada loca; pero si me hubiese ocurrido lo mismo que a la madre de Gretz ¿qué? He tenido suerte, una gran suerte en este mundo en el que un ademán puede costar la vida, donde el ser declarado loco puede salvarte o matarte; yo no quiero devolver los años que he engullido, no quiero ver a Joseph de veintidós años, con huellas de argamasa en los pantalones y manchas de yeso en la chaqueta: un joven estupendo, que maneja el metro plegable y lleva rollos de dibujos debajo del brazo; no quiero ver a Edith de diecinueve años, leyendo Kabale und Liebe; cierra los ojos, querido David, cierra el calendario, tómate el café.

Verdaderamente, tengo miedo, créeme; deja que mi barquita vaya navegando, no seas el muchacho travieso que la destruye; el mundo es malo, hay muy pocos corazones limpios; también Robert sigue el juego, y se queda dócilmente en las etapas que le indico: desde 1917 hasta 1942, ni un paso más; lo hace erguido, sin curvarse, muy alemán; sé que sentía nostalgia, que el juego de billar y el estudio de fórmulas en el extranjero no le hacían feliz; que no regresó únicamente por Edith; Robert es alemán, lee a Hölderlin, no ha comido nunca del sacramento del búfalo, es de los nobles, no es un cordero, sino un pastor. Me gustaría saber qué hizo durante la guerra, pero él nunca habla de aquella época; un arquitecto que no ha construido nunca una casa, que no ha llevado nunca huellas de argamasa en los pantalones, no; él es inmaculado, correcto, un arquitecto de máquina de escribir al que no le gustan las fiestas de cobertura. Pero ¿dónde está el otro hijo? ¿Otto? Cayó delante de Kiew; carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; ¿de dónde vino, adonde se fue? ¿Se parecía de veras a tu padre? ¿Viste a Otto alguna vez con una muchacha? Me gustaría saber algo de él; solo sé que le gustaba la cerveza, que no le gustaban los pepinos y conozco sus ademanes cuando se peinaba, cuando se ponía el abrigo; nos denunció a la policía, entró en el ejército… antes de haber terminado sus estudios, y nos escribía postales de una ironía feroz: «Estoy bien; lo mismo espero de vosotros; necesito…». Otto ni siquiera venía a casa cuando tenía permiso: ¿dónde iba? ¿Qué detective nos podría informar? Sé el número de su regimiento, el número de la estafeta postal, el grado que tenía: teniente, comandante, teniente coronel Fähmel, y lo último volvieron a ser cifras, una fecha: caído el 12 del 1 del 42. Yo lo vi con mis propios ojos, cómo pegaba a la gente de la calle porque no saludaban la bandera; levantó la mano y los golpeó; me hubiera pegado a mí también si no hubiese vuelto rápidamente la esquina ¿cómo vino a parar a casa? Ni siquiera tengo el recurso de suponer que me lo cambiaron al nacer; nació en casa, quince días después de la muerte de Heinrich, arriba en la alcoba, un día lluvioso de octubre de 1917; se parecía a tu padre.

Pst, no digas nada, viejo, no abras los ojos, no me enseñes tus ochenta años. Memento quia pulvis es et in pulverem reverteris. Lo dicen bien claro; polvo, cuya herencia es argamasa, títulos hipotecarios, casas, fincas rústicas y un monumento en un suburbio tranquilo, donde unos niños, interrumpiendo sus juegos, se preguntarán: ¿quién era ese?

Cuando era una madre joven, alegre y lozana, paseaba por el parque de Blessenfeld y sabía que los rentistas gruñones que reñían a los niños revoltosos solo reñían a aquellos que algún día se sentarían allí, convertidos en rentistas gruñones a su vez, y reñirían a los niños revoltosos que algún día serían también rentistas gruñones; yo tenía dos hijos, llevaba uno de cada mano; tenían cuatro y seis años, luego seis y ocho, ocho y diez, y en el jardín colgaban los cartelitos bien pintados: 25, 50, 75, 100, cifras negras sobre hojalata esmaltada de blanco, me recordaban siempre los cartelitos de las paradas de los tranvías; al atardecer, tu cabeza en mi regazo, la taza del café al alcance de la mano, esperábamos en vano la felicidad: no la encontrábamos en los compartimientos de tren ni en los hoteles; un extraño andaba por casa, llevaba nuestro nombre, bebía nuestra leche, comía nuestro pan, y con nuestro dinero se compraba, en el parvulario, cacao y, más tarde, cuadernos.

Llévame otra vez a la orilla del río, donde mis pies descalzos puedan pisar las huellas de la riada, donde suenen las sirenas de los vapores, donde huela a humo, llévame al café donde sirve la mujer de las manos hermosas; no llores, viejo: yo vivía emigrada dentro de mí misma y tú tienes un hijo, dos nietos, tal vez te darán pronto biznietos. No está en mi mano volver a ti, hacerme cada día una barquita nueva con una hoja de calendario y navegar alegremente hasta medianoche: 6 de septiembre de 1958; esto es futuro, futuro alemán, yo misma lo he leído en el periódico local: «Un cuadro del futuro alemán; en el año 1958; el suboficial Morgner de veintiún años se ha transformado en el campesino Morgner, de treinta y seis: vive a orillas del Volga; es sábado por la tarde, fuma su bien merecida pipa, tiene en sus brazos a uno de sus rubios hijos, mira extasiado a su mujer, que en este momento está ordeñando la última vaca de su rebaño; leche alemana a orillas del Volga…». ¡No quieres escucharme más! Está bien, pero déjame en paz con el futuro; no quiero saber qué aspecto tiene cuando es presente; ¿no están a orillas del Volga? No llores, viejo; paga mi rescate y yo saldré del castillo encantado: quiero un fusil, quiero un fusil.

Anda con cuidado cuando subas por la escalera de mano; quítate el cigarro de la boca; ya no tienes treinta años y podrías perder el equilibrio; ¿esta noche se celebrará la fiesta de familia en el café Kroner? Quizás vaya. Te deseo muchas felicidades en el día de tu cumpleaños; perdóname que me ría; Johanna tendría cuarenta y ocho años y Heinrich cuarenta y siete; se llevaron su futuro consigo; no llores, viejo, tú fuiste quien quiso ese juego. Anda con cuidado cuando subas la escala.