Los pasos de Leonore le tranquilizaban; andaba con cuidado de un lado al otro del estudio, abría puertas de armarios, levantaba tapas de arcas, desataba paquetes, desenrollaba planos; raras veces se acercaba a la ventana para importunarle; solo cuando un documento no llevaba fecha o un plano no llevaba título. A él siempre le había gustado el orden, pero nunca había sabido mantenerlo. Leonore lo lograba, ordenaba en el suelo del estudio, clasificados por años, documentos y dibujos, cartas y cuentas; hacía cincuenta años que el suelo vibraba con el golpeteo de las máquinas de imprimir; 1907, 1908, 1909, 1910; ya antes de que Leonore hiciera el montón, se veía que eran mayores a medida que avanzaba el siglo; 1909 era mayor que 1908, 1910 mayor que 1909. Leonore haría una gráfica de su actividad: era una muchacha acostumbrada a la precisión.
—Sí —dijo Fähmel—, no tema usted interrumpirme, hija mía. ¿Eso? Eso es el hospital de Wiedenhammer; lo construí en 1924, fue inaugurado en el mes de septiembre.
Y ella escribió con su pulcra caligrafía, en el margen del plano: 1924-9.
Los años de guerra, de 1914 a 1918, daban montoncitos insignificantes: tres o cuatro planos; una casa de campo para el general, un pabellón de caza para el alcalde, una capilla de San Sebastián para la cofradía de cazadores. Encargos de días de permiso, pagados con aquellos mismos días tan valiosos; para poder ver a sus hijos habría construido palacios a todos los generales sin cobrar un céntimo.
—No, Leonore, eso fue en 1935. Convento de franciscanas. ¿Moderno? Claro que sí, también he construido edificios modernos.
El marco de la ventana de su taller siempre le había parecido un caleidoscopio; los colores del cielo cambiaban, los árboles de los patios interiores se volvían grises, negros, verdes; las macetas florecían en los terrados y luego se ajaban. En los tejados de zinc jugaban los niños, luego crecían y se convertían en padres de familia, y sus padres en abuelos; en los tejados de zinc jugaban otros niños; lo único que quedaba era el perfil de los tejados, quedaba el puente, quedaban las montañas, que en los días claros se dibujaban sobre el horizonte… hasta que la segunda guerra alteró el perfil de los tejados, se abrieron boquetes, en los que, en los días de sol, se veía el Rin de color de plata, y en los días nubosos, de color gris plomo, y el puente giratorio del puerto viejo; los boquetes ya hacía días que habían sido tapados, los niños jugaban en los tejados de zinc, su nieta iba arriba y abajo del tejado de zinc de los Kilb, con los libros de colegio en la mano, como cincuenta años antes había ido arriba y abajo su esposa…, pero ¿no era acaso la misma Johanna, su esposa, la que en las tardes de sol leía allí Kabale und Liebe?
Sonó el teléfono; era agradable que Leonore descolgara el auricular y su voz contestara al desconocido.
—¿Café Kroner? Preguntaré al señor consejero.
—¿Cuántas personas están invitadas esta noche a la fiesta de cumpleaños? Se pueden contar con los dedos de una mano. Dos nietos, un hijo, yo… y usted. Leonore, ¿quiere darme esta alegría?
—De manera que cinco. Se pueden contar con los dedos de una mano.
—No, sin champaña. Todo tal como lo he encargado. Gracias, Leonore.
Probablemente me tiene por loco, pero si lo estoy, lo he estado siempre; siempre lo he previsto todo, siempre supe lo que quería, y supe que lo alcanzaría; solo hay una cosa que no sabía y que todavía no sé: ¿por qué lo hice? ¿Por el dinero, por la fama, o sencillamente porque me divertía? ¿Qué me proponía cuando aquella mañana del viernes 6 de septiembre de 1907, hace cincuenta y un años, salí de la estación? Me había hecho el programa de unos actos, unos movimientos, del curso exacto del día, desde el momento en que puse el pie en esta ciudad; había concebido una complicada coreografía en la que yo era, al mismo tiempo, solista y director de escena; los comparsas y los decorados estaban a mi disposición.
Solo me quedaban diez minutos hasta el momento de realizar el primer paso de la danza: atravesar la plaza de la estación, pasar frente al hotel Prinz Heinrich, cruzar la Modestgasse hasta penetrar en el café Kroner. Pisé por primera vez la ciudad el día en que cumplía veintinueve años. Era una mañana de septiembre. Los caballos de los coches de punto vigilaban a sus amos medio dormidos; mozos de hotel, vestidos con el uniforme color violeta del Prinz Heinrich, llevaban las maletas de los huéspedes que se dirigían a la estación; en los bancos, se levantaban las puertas de hierro enrollables que desaparecían con sólido estrépito en sus cajas, en lo alto; palomas: vendedores de periódicos; ulanos; un escuadrón pasaba a caballo frente al Prinz Heinrich, el jefe del escuadrón saludaba a una dama que llevaba un sombrero de color de rosa y que, desde el balcón, le contestaba echándole un beso; golpear de herraduras sobre los adoquines; revoloteo en la brisa matutina; notas de órgano que salían de la puerta abierta de Sankt Severin.
Yo estaba excitado; del bolsillo de la levita saqué el plano de la ciudad, lo desdoblé y examiné el semicírculo rojo que yo mismo había trazado alrededor de la estación; cinco cruces negras indicaban la iglesia principal y las cuatro iglesias secundarias; levanté la mirada, busqué en la neblina las cuatro puntas de los campanarios; la quinta, la de Sankt Severin, no necesitaba buscarla, la tenía delante, su enorme sombra me hizo estremecer ligeramente; volví a bajar la mirada al plano; todo estaba conforme; una cruz amarilla indicaba la casa donde había alquilado y pagado por adelantado vivienda y estudio para medio año: Modestgasse, 7, entre Sankt Severin y el Modesttor; tenía que estar allí enfrente, a la derecha, allí por donde cruzaban precisamente en aquel momento un grupo de sacerdotes. El radio del semicírculo comprendía un kilómetro: dentro de aquella línea vivía la mujer que se casaría conmigo; todavía no la conocía, no sabía su nombre, solo sabía que la sacaría de una de aquellas casas patricias de que me había hablado mi padre: él había servido tres años aquí en el regimiento de ulanos, había acumulado odio en su corazón, odio a los caballos y a los oficiales, odio que yo respetaba sin compartirlo; me alegré de que mi padre ya no pudiera ver que yo a mi vez era oficial: alférez de zapadores de la reserva; me reía, me reía repetidamente aquella mañana de hace cincuenta y un años; yo sabía que sacaría a mi esposa de una de aquellas casas, que se llamaría Brodem o Cusenius, Kilb o Ferve; tendría veinte años; salía ahora, precisamente ahora, en aquel mismo instante, de misa primera, dejaba su devocionario en el mueblecito del recibidor, llegaba a punto para recibir en la frente un beso de su padre, antes de que su estentórea voz de bajo resonara a través del patio y desapareciera en la oficina; para desayunar, tomaba pan con miel, bebía una taza de café. «No, no, mamá, por favor, no quiero huevo»; leía a su madre el programa de bailes. ¿La dejarían ir al baile de los universitarios? Sí, la dejaban.
A lo más tardar, sabría, el día 6 de enero, en el baile de los universitarios, cuál era la que iba a elegir; bailaría con ella; sería bueno con ella, la amaría y ella me daría hijos, cinco, seis, siete; estos se casarían y me darían nietos, cinco, seis, siete veces siete, y mientras escuchaba el resonar de las herraduras que se alejaban, veía el grupo de mis nietos, me veía a mí mismo como patriarca de ochenta años presidiendo aquella familia que pensaba fundar: fiestas de cumpleaños, entierros, bodas de plata y bodas de oro, bautizos, niños recién nacidos colocados en mis manos de anciano, biznietos a los que querría como a mis bellas muchachas que invitaría a almorzar, a las que regalaría flores y bombones, perfumes y cuadros; yo lo sabía mientras estaba allí dispuesto a empezar la danza.
Seguí con la mirada al mozo de cuerda que llevaba mi equipaje en su carretón a la casa número siete de la Modestgasse: la cesta de la ropa interior y los planos, el maletín de cuero, que contenía los papeles, los documentos y toda mi fortuna: cuatrocientas monedas de oro, los ahorros de doce años de trabajo pasados en los talleres de construcción de empresarios rurales, en los estudios de arquitectos mediocres; había dibujado, planeado y construido viviendas para obreros, almacenes industriales, iglesias, escuelas y edificios gremiales; había calculado presupuestos, había navegado por el áspero alemán de las distintas clases sociales: «y el arrimadero de la sacristía será de la mejor madera de nogal, libre de nudos, y para los herrajes se elegirá el mejor material».
Sé que me reía, allí plantado, pero todavía no sé hoy de qué ni por qué me reía; solo hay una cosa de la que estoy seguro: mi risa no era de pura alegría; había en ella burla, sarcasmo, quizás maldad, pero jamás he sabido en qué proporciones; pensaba en los duros bancos en que me había sentado por la noche en los cursos de perfeccionamiento profesional: había aprendido matemáticas y dibujo; había estudiado mi carrera; había aprendido a bailar y a nadar; era alférez de la reserva del batallón de zapadores número 8 de Coblenza; allí había pasado las tardes de verano sentado contemplando la confluencia del Rin y del Mosela y unas y otras aguas me habían parecido igualmente pútridas; había vivido en veintitrés habitaciones amuebladas distintas; hijas de patronos a las que yo había seducido y que me habían seducido a mí; me había deslizado descalzo por pasillos que olían a moho, en mi afán de dar y recibir caricias, incluso la última de todas, que siempre resultaba un engaño. Agua de colonia y cabelleras sueltas. Y aquellos terribles saloncitos, donde unas frutas que nadie iba a comer nunca se pasaban en fruteros de vidrio verdoso; allí caían palabras como bribón, honor, inocencia, y por allí no olía a agua de colonia. Yo, estremecido, leía el porvenir, no en el rostro de las deshonradas, sino en el rostro de las madres, donde estaba escrito lo que el destino me tenía reservado. Yo no era ningún bribón, no había prometido casarme con nadie y no quería pasar la vida en saloncitos donde unas frutas que nadie iba a comer nunca se pasaban en fruteros de vidrio verdoso.
Continuaba dibujando, cuando por la noche regresaba de los cursos, calculaba y dibujaba desde las nueve y media hasta las doce; ángeles y árboles, nubes e iglesias, capillas góticas, románicas, barrocas, rococó, Biedermeier… y también modernas, sí señor; mujeres de largas cabelleras, cuyos rostros espiritualísimos se cernían sobre los portales, mientras sus largos cabellos caían a derecha e izquierda de la puerta como una cortina; exactamente en el centro sobre la puerta había la raya del peinado; no hay que olvidar los detalles; allí, en las fatigosas horas de trabajo, al anochecer, lánguidas hijas de patrona me traían un té o una limonada flojita, me obligaban a caricias que juzgaban atrevidas; y yo continuaba dibujando, sobre todo detalles, porque sabía que a ellos —¿quiénes eran ellos, esos famosos ellos?— estos son los que más les llaman la atención; picaportes, verjas con adornos, corderos de Dios, pelícanos, áncoras y cruces por las que se enrollan unas serpientes, con la lengua fuera, pero sin lograr alcanzarles.
Conservaba vivo en la memoria el recuerdo del truco empleado a menudo por mi último jefe, Domgreve, que consistía en dejar caer en el momento decisivo el rosario; cuando, visitando un pueblo, algún campesino piadoso señalaba con orgullo el solar destinado a la construcción de la iglesia, cuando algún miembro de la junta directiva de la parroquia, lleno de honrada timidez, en la trastienda de una taberna provinciana, anunciaba el deseo de erigir un nuevo templo, entonces era oportuno sacar el rosario con la calderilla, el reloj o la pitillera, dejarlo caer al suelo y recogerlo enseguida, precipitadamente. Jamás logré encontrar que eso resultara divertido.
—No, Leonore, la letra A que figura en la tapa de las carpetas, en los rollos de planos y en las facturas no significa otra cosa que Sankt Anton. Abadía de Sankt Anton.
Con mano cuidadosa y suaves movimientos, Leonore establecía el orden que él siempre había apreciado, pero que nunca había sabido mantener. Se había visto desbordado: demasiados encargos, demasiado dinero.
Si ahora estoy loco, lo estaba también aquel día en que, en la plaza de la estación, examiné el dinero suelto que llevaba en el bolsillo de la levita, el bloc de dibujo, la caja verde donde guardaba mis lápices de colores, el estado de mi corbata de terciopelo, en el momento en que reseguí con la mano el borde de mi sombrero negro de artista y luego los faldones de la levita, la única buena que poseía, herencia de mi tío Marsil, un maestro todavía muy joven que había muerto tísico; la lápida de su tumba en el cementerio de Mees estaba ya cubierta de musgo. Mees, donde aquel muchacho de veinte años había blandido la batuta en la tarima del órgano, donde había enseñado la regla de tres a los hijos de los campesinos, donde, por las tardes, al anochecer, había paseado por la orilla de los pantanos, soñando con labios femeninos, con el pan, el vino y la gloria que esperaba alcanzar con el éxito de sus poemas; ensueños a lo largo de los caminos que bordeaban los pantanos, durante dos años, hasta que una hemoptisis le inundó y se le llevó a las orillas oscuras; dejaba una libreta de páginas cuadriculadas, llena de versos, un traje negro, que heredé yo, su ahijado, dos monedas de oro, y, en la cortina verde oscura de la casa del maestro, una mancha de sangre, que la mujer de su sucesor no logró hacer desaparecer; una canción, cantada por labios infantiles al pie de la tumba del maestro hambriento: «Torres, ¿a dónde ha huido la golondrina?».
Volví a mirar atrás, hacia la estación, volví a contemplar el anuncio, colgado junto a la taquilla, destinado a que los reclutas que llegaban lo vieran bien. «Recomiendo a los militares mis prendas interiores normales, acreditadas desde hace muchos años, sistema del profesor Gustav Jäger, mis auténticas prendas interiores Pallas, patentadas en todos los países civilizados y mis auténticas prendas interiores correctivas, sistema del Dr. Lahmann». Había llegado el momento de empezar la danza:
Crucé los raíles del tranvía, pasé junto al hotel Prinz Heinrich, penetré en la Modestgasse, titubeé un instante antes de entrar en el café Kroner: la puerta de cristales, forrada de seda verde por dentro, reflejó mi imagen: un hombre delgaducho y de poca estatura, de aspecto entre de joven rabino y de bohemio, con el cabello negro y el traje negro, y ese no sé qué que denota el origen provinciano; volví a reírme y abrí la puerta; en aquel momento, los camareros empezaban a colocar jarritos con claveles blancos sobre las mesas, distribuían las minutas encuadernadas en cuero verde: camareros con delantal verde y chaqueta negra, camisa y corbata blancas; dos muchachas, rosada y rubia una, pálida y de cabellos negros otra, amontonaban pasteles en el aparador, en el fondo del comedor, repasaban adornos de nata, bruñían unas palas de dulces. No se veía ningún cliente; dentro, todo estaba limpio como en el hospital antes de la visita del médico jefe: ballet de camareros atravesado por mí, único solista, con paso ligero; los comparsas y los decorados estaban a mi disposición; todo seguía un orden perfecto y me gustaba ver cómo los tres camareros iban de una mesa a otra con movimientos que parecían trazados con compás: el salero en el lugar preciso, el florero, un pequeño retoque a la minuta, que, por lo visto, debía guardar un determinado ángulo respecto al salero; cenicero, porcelana blanca como la nieve y con una orla dorada; perfecto; me gustaba; me sentía agradablemente sorprendido; eso era ciudad, no lo había visto todavía nunca en ninguno de los pueblos en que había vivido.
Fui hasta el ángulo extremo izquierdo, eché el sombrero encima de una silla, y el bloc de dibujo y el estuche de lápices al lado, y me senté; los camareros volvieron, procedentes de la cocina, empujando silenciosamente los carritos, distribuyeron salseras, colgaron periódicos; yo abrí mi bloc de dibujo y leí —¿cuántas veces lo había leído ya?— el recorte de periódico, que había pegado en el interior de la cubierta: «Concurso público para la construcción de una abadía benedictina, en el valle del Kissa, entre las fincas de Stehlingers Grotte y Görlingers Stuhl, a unos dos kilómetros del pueblo de Kisslingen; cualquier arquitecto que se crea capacitado, puede tomar parte en el concurso. Las bases se facilitan mediante fianza de 50 (cincuenta) marcos en la notaría del Dr. Kilb, Modestgasse, 8. El plazo de entrega de los proyectos termina el lunes, 30 de septiembre de 1907, a mediodía».
Subí por entre montones de argamasa, entre pilas de piedras recién talladas, cuya calidad examinaba, caminé junto a verdaderas montañas de basalto, que había previsto para el marco de las puertas y ventanas; me ensucié el borde de los pantalones, me manché la levita de salpicones de cal; pronuncié palabras violentas en las barracas de los albañiles: ¿todavía no habían llegado los bloques de mármol que yo necesitaba para la figura del cordero de Dios que coronaría la puerta principal? Explosiones de ira, escándalo; se cerraban los créditos para volver a fluir; colas de capataces el jueves por la tarde ante mi despacho; el dinero de los jornales que tenían que pagarse el viernes estaba a punto; y el sábado subía agotado al tren excesivamente caldeado, que pasaba por Kisslingen, me desplomaba en el asiento tapizado del departamento de segunda clase y atravesaba a oscuras aquellos míseros pueblos de cultivadores de remolacha, mientras la voz soñolienta del revisor iba anunciando los nombres de las estaciones: Denklingen, Doderingen, Kohlbingen, Schaklingen; montañas de remolachas, en la oscuridad, grises como montañas de cabezas de muertos, estaban junto a los andenes, a punto de ser cargadas en vagones. Más pueblos remolacheros; al llegar a la estación me dejaba caer en un coche de punto. Y al llegar a casa, en brazos de mi esposa, que me besaba, me acariciaba tiernamente los cansados ojos, y cepillaba orgullosa las huellas de argamasa que manchaban las mangas de mi levita; a la hora del café, con la cabeza en su regazo, fumaba el tan ansiado cigarro, un puro de sesenta pfennig, y le hablaba de albañiles que estaban continuamente blasfemando; había que conocerlos, no eran malos quizá un poco bruscos, un poco ariscos, pero yo sabía tratarlos; al uno había que regalarle de vez en cuando una caja de cerveza, al otro soltarle un par de bromas en tono de camaradería; sobre todo no refunfuñar, porque entonces le vertían a uno todo un barril de cemento sobre los pies, como lo habían hecho con el empresario de obras del arzobispo, o dejaban caer una viga desde un andamio situado en lo alto, como lo habían hecho con el arquitecto oficial; la enorme viga se partió exactamente a sus pies. «¿Crees, cariño, que no sé perfectamente que dependo de ellos y no ellos de mí, ahora que se construye tanto en todas partes? Claro que son exigentes; necios serían si no lo fueran. Lo importante es que sepan su oficio y me ayuden a cumplir el contrato; un guiño oportuno a los encargados cuando subo a los andamios, hace milagros».
—Buenos días, ¿el señor desea desayunar?
—Sí —contesté yo; sacudí la cabeza cuando el camarero me presentó la minuta, levanté el lápiz y fijé los distintos puntos del programa de mi desayuno en el aire, como si toda mi vida no hubiese desayunado otra cosa:
—Una jarrita de café, pero con tres tazas de café, por favor; pan tostado, dos rebanadas de pan moreno, mantequilla, mermelada de naranja, un huevo duro y queso con pimienta.
—¿Queso con pimienta?
—Sí, crema de queso sazonada con pimienta.
—Muy bien, señor.
El fantasma verde del camarero se deslizó silenciosamente por la alfombra verde, por entre mesas con manteles verdes, y se dirigió al mostrador de la cocina; la primera réplica no se hizo esperar; los comparsas estaban bien adiestrados y yo era un buen director de escena.
—¿Queso con pimienta? —preguntó el cocinero detrás del mostrador.
—Sí —contestó el camarero—, crema de queso con pimienta.
—Pregunta al señor cuánta pimienta quiere que le ponga en el queso.
Yo había empezado a dibujar la fachada del edificio de la estación, trazaba con seguridad la línea de contorno de las ventanas sobre inocente papel blanco, cuando el camarero volvió a mi lado; se paró sin decir nada hasta que yo levanté la cabeza y, sorprendido, separé el lápiz del papel.
—Perdone la pregunta, ¿cuánta pimienta y cuánto queso desea el señor?
—Cuarenta y cinco gramos de queso con un dedal de pimienta, bien mezclado… y oiga, camarero, mañana también desayunaré aquí, pasado mañana y el otro, durante tres semanas, tres meses o tres años, ¿entendido? Y siempre a la misma hora, a eso de las nueve.
—Muy bien, señor.
Esto es lo que yo quería, y sucedió exactamente. Más tarde me asusté alguna vez porque mis programas se cumplían con tanta precisión y jamás ocurría nada imprevisto: al cabo de dos días ya era «el señor del queso con pimienta», al cabo de una semana, «el joven artista que viene a desayunar cada día a las nueve», y a las tres semanas, «el señor Fähmel, ese joven arquitecto, que trabaja en una obra muy importante».
—Sí, sí, hija mía, todo esto se refiere a la abadía de Sankt Anton; la cosa duró muchos años, Leonore, llega hasta el presente; reparaciones, obras de ampliación y, después de 1945, la reconstrucción según los antiguos planos; Sankt Anton solo llenará todo un estante. Sí, tiene usted razón, convendría un ventilador aquí, hace calor, hoy; no, gracias, no quiero sentarme.
En el caleidoscopio del cielo de tarde del día 6 de septiembre de 1958, aparecía el perfil de los tejados, ahora sin boquetes; teteras colocadas sobre mesas de colores en los terrados; mujeres tendidas en sofás, tomando plácidamente el sol; en la estación el bullicio de los veraneantes que regresaban… ¿Sería esa la razón de que esperara en vano a Ruth, su nieta? ¿Habría acaso salido de viaje, dejando a un lado Kabale und Liebe? El anciano se pasó el pañuelo por la frente; ni el calor ni el frío habían podido jamás con él; en el ángulo derecho del caleidoscopio de la ventana, reyes de la casa de Hohenzollern seguían cabalgando en sus corceles de bronce en dirección a Occidente, inalterables desde hacía cuarenta y ocho años; también estaba aquel que había sido su generalísimo; todavía se podía adivinar su fatal orgullo en el porte de la cabeza; riendo dibujaba yo entonces, mientras desayunaba en el café Kroner, y en espera de que el camarero me trajera el queso con pimienta, el pedestal que todavía no sostenía ninguna estatua: siempre estaba tan seguro del futuro que el presente me parecía la culminación del pasado. ¿Era aquel mi primer desayuno en el café Kroner o era ya el que hacía tres mil? Ir cada mañana a desayunar al café Kroner, a las nueve, solo hubo una cosa que me lo pudo impedir, una fuerza mayor; cuando mi generalísimo me llamó a filas, aquel loco, que seguía montado en su corcel de bronce en dirección a Occidente. ¿Queso con pimienta? ¿En aquella la primera vez que comía aquella masa extraña, rojo-blanquecina, que no tenía ningún mal sabor especial? ¿La había inventado hacía una hora en el tren que desde el Norte me había llevado a la ciudad, para dar a mi desayuno permanente la indispensable nota personal, o me ponía aquella mezcla por treintava vez sobre el pan moreno, mientras el camarero retiraba la huevera y empujaba la mermelada al fondo de la mesa?
¡Atención! Saqué del bolsillo de mi chaqueta el instrumento, único del cual podía fiarme para corregir estas rápidas y precisas visiones: el calendario de bolsillo, encargado de volverme al sitio, día y hora, cuando me perdía por el jardín de la fantasía; era viernes, 6 de septiembre de 1907, y aquel desayuno era el primero que tomaba allí; hasta entonces jamás había tomado café para desayunar, sino solo malta, jamás había comido un huevo, sino solo papilla de cebada, pan negro con mantequilla y una rebanada de pepino, pero el mito que me proponía fundar estaba ya empezando a nacer; se había puesto en camino con la réplica del cocinero: «¿queso con pimienta?», para llegar allí donde debía llegar al público. No me cabía sino esperar, estar presente hasta las diez, las diez y media, mientras el café se iba llenando poco a poco, beber una botella de agua mineral, además de un coñac; con el bloc de dibujo sobre las rodillas, el cigarro en la boca y el lápiz en la mano, dibujar, dibujar, mientras pasaban por mi lado los banqueros con importantes clientes y se dirigían a los reservados, seguidos por camareros con botellas de vino en bandejas verdes; venían sacerdotes con colegas extranjeros que acababan de visitar Sankt Severin, y en latín chapurrado, en inglés o en italiano hacían elogios de la belleza de la ciudad: mientras funcionarios de la cancillería del gobierno alardeaban de su categoría, que les permitía tomar allí, hacia las diez y media, un café y una copa de kirsch; damas que regresaban del mercado con verduras, coles y zanahorias, guisantes y ciruelas en bolsas de cuero trenzado, demostraban su excelente educación como amas de casa, por cuanto habían sabido regatear y apoderarse a buen precio de los bienes de las fatigadas campesinas, para luego derrochar en café y pasteles cien veces más de lo que habían ahorrado. Y se indignaban, blandiendo las cucharillas como espadas contra el jefe de escuadrón que estando de servicio; sí señora, había echado un beso a cierta cocotte que estaba en un balcón: a aquella mujer a la que «según pruebas» no había abandonado hasta las cinco y media de la madrugada, saliendo por la puerta de servicio. ¡Un jefe de escuadrón saliendo por la puerta de servicio!, ¡qué vergüenza!
Y los contemplaba a todos y escuchaba lo que decían mis comparsas; dibujaba filas de sillas, filas de mesas con aquel ballet de camareros, pedía la cuenta a las once menos veinte; había decidido mostrarme «espléndido, pero no derrochador»; lo había leído en alguna parte y me parecía una excelente fórmula. Pero me sentía cansado cuando, acompañado por el maître y sus ayudantes, salí del café, después de llenar la boca de aquel, creadora de mitos, con una propina especial de cincuenta pfennig. Todo el mundo me miró detalladamente cuando abandoné el café; no sospechaban que era el solista. Porque erguido, elástico, atravesé el vestíbulo y les hice ver lo que tenían que ver; un artista con un gran sombrero negro, pequeño, delicado, con aspecto de tener veinticinco años, con un aire impreciso de origen campesino, pero seguro en su modo de presentarse. Di todavía otra moneda de cobre al botones que me sostuvo la puerta.
Solo necesité un minuto y medio para llegar hasta aquí, hasta la casa de la Modestgasse, 7. Aprendices, camiones, monjas: vida en la calle; la puerta del almacén de la casa número 7 ¿olía efectivamente a tinta de imprenta? Máquinas parecidas a motores marinos movían sus bielas de aquí para allá, de allá para aquí; cosas edificantes quedaban impresas sobre papel blanco; el portero se quitó la gorra:
—¿El señor arquitecto? El equipaje está arriba.
Propina en una mano rojiza.
—Estoy a, su disposición para todo lo que quiera mandarme, mi alférez.
Sonrisa.
—Sí, señor, han venido dos caballeros que tendrían mucho gusto en llevar a mi alférez al club de oficiales de la reserva de esta ciudad.
Volví a ver más claro el futuro que el presente, que se hundía en ámbitos oscuros en el momento en que se cumplía; vi al mugriento portero rodeado de periodistas, vi los titulares: «Joven arquitecto gana el concurso contra los corifeos de la profesión». El portero se brindaba a dar información a los periodistas:
—¿Ese? Trabaja como un negro. Por la mañana a las ocho va a misa a Sankt Severin, luego desayuna en el Café Kroner; de diez y media a cinco no se le ve el pelo, está encerrado arriba en su estudio; no recibe a nadie; vive allá arriba… ni que se rían… de sopas de puré de guisantes, que él mismo se hace; su madre le envía los guisantes y el tocino, incluso las cebollas. De cinco a seis da un paseo por la ciudad; de seis y media a siete y media juega al billar en el hotel Prinz Heinrich, en el club de oficiales de la reserva. ¿Mujeres? No, que yo sepa. El viernes por la noche, señores, de ocho a diez ensaya en la Agrupación coral de gargantas alemanas.
Incluso los camareros del café Kroner embolsaron propinas a cambio de informes. ¿Queso con pimienta? ¡Muy interesante! ¿Conque durante el desayuno dibujaba como un loco?
Más tarde pensé a menudo en el momento de mi llegada; oía las herraduras de los caballos sobre los adoquines, veía a los mozos del hotel llevar maletas, a la dama del balcón con su sombrero color de rosa, leía el anuncio: «Recomiendo a los militares mis prendas interiores…», escuchaba mi risa; ¿a quién iba dirigida, de qué estaba constituida? Yo los veía cada mañana cuando, al salir de misa, cruzaban la calle para ir a recoger la correspondencia y el periódico; ulanos que se dirigían a caballo al campo de ejercicio situado al norte de la ciudad; pensaba cada mañana en el odio de mi padre por los caballos y los oficiales, mientras se alejaba el golpear de las herraduras, para ir a simular ataques y levantar torbellinos de polvo sobre patrullas de inspección; los toques de trompeta hacían asomar lágrimas en los ojos de los antiguos combatientes, que se detenían en la calle, pero yo pensaba en mi padre; los corazones de los que habían servido en el arma de caballería, y entre ellos el del portero, latían aceleradamente; las muchachas con el paño de quitar el polvo en la mano, se convertían en estáticos cuadros vivientes, y el viento matutino refrescaba su pecho dispuesto a prodigar consuelos, mientras el portero me entregaba el paquete de mi madre; guisantes, tocino, cebollas y deseos de prosperidad; mi corazón no aceleraba sus latidos al contemplar el escuadrón que se alejaba.
En las cartas que escribía a mi madre, insistía siempre en que no viniera a verme; no quería que entrara a formar parte de los comparsas; más tarde, más tarde, cuando la función estuviera en marcha, entonces podría venir; mi madre era pequeña, delicada y morena como yo, vivía entre el cementerio y la iglesia, y su rostro, su figura hubiera armonizado demasiado con aquel juego; jamás quería que le enviara dinero, una moneda de oro al mes le bastaba para sopa y pan, para los diez pfennig que echaba los domingos en el cepillo, y el pfennig de los días de entre semana. «Ven más adelante», le escribía… pero no hubo tiempo: su tumba, al lado de la de mi padre, junto a la de Charlotte, a la de Mauritius… no volvió a ver jamás a aquel cuyas señas escribía semanalmente: Modestgasse, 7, Heinrich Fähmel; yo temía la comprensión de su mirada, las palabras inesperadas que saldrían de su boca: ¿Para qué? ¿Dinero u honores, para servir a Dios o a los hombres? Temía el catecismo de sus preguntas, que exigían como respuestas únicamente la pregunta transformada en predicado, en cuyo final debía figurar un punto y no un signo de interrogación. Yo no sabía para qué. No iba a la iglesia por hipocresía: eso no formaba parte del papel aunque a ella se lo pareciera; mi entrada en escena no empezaba hasta el momento de penetrar en el café Kroner, terminaba a las diez y media, volvía a empezar a las cinco de la tarde y terminaba a las diez de la noche. Pensar en mi padre era más fácil, mientras los ulanos desaparecían finalmente detrás del Modesttor, y los organilleros se dirigían con paso inseguro hacia los arrabales; querían llegar allí lo bastante pronto para dar consuelo a amas de casa solitarias y a corazones de criadas: ¡Aurora, Aurora!, y volverían tambaleándose a última hora de la tarde para cambiar en calderilla la melancolía del anochecer de víspera de fiesta: ¡Annemarie, Rosemarie! Al otro lado de la calle, Gretz colgaba en aquel momento un jabalí junto a su puerta: sangre de caza mayor goteaba oscura sobre el asfalto; alrededor del jabalí pendían faisanes y perdices y liebres; finos plumajes y peletería modesta enmarcaban al monstruo. Todas las mañanas colgaba Gretz su caza, de modo que el público pudiera ver las heridas; vientres de liebre, pechos de paloma, el flanco desgarrado del jabalí; la sangre tenía que ser visible; las rosadas manos de la señora Gretz alineaban hígados entre montones de setas; caviar ordenadamente dispuesto sobre cubitos de hielo brillaba junto a enormes jamones; langostas, oscuras como ladrillos requemados, se movían ciegamente en acuarios de poco fondo, esperando las manos de las clientes, esperando el día siete, el día nueve, el día diez, el día once de septiembre de 1907. Solo los días ocho, quince y veintidós de septiembre, que caían en domingo, la fachada de Gretz permanecía libre de sangre y yo veía los animales muertos del año 1908, 1909… solo dejé de verlos durante los años en que reinó una fuerza superior; eso aparte, los estuve viendo continuamente durante cincuenta y un años, y todavía ahora mismo sigo viéndolos, mientras las manos de una cliente buscan, el sábado por la tarde, los últimos requisitos para la comida del domingo.
—Sí, Leonore, lo ha leído bien; el primer cobro de honorarios fue de ciento cincuenta mil marcos. ¿No lleva fecha? Eso debió de ser en agosto de 1908. Sí, estoy seguro, en agosto de 1908. ¿No ha comido usted jabalí alguna vez? No se ha perdido gran cosa, si quiere creerme a mí. Jamás me ha gustado. Caliente un poco de café, sacúdase el polvo y vaya a comprar pasteles si le apetecen. No diga tonterías, eso no engorda, no haga caso de lo que dicen. Sí, eso fue en 1913: una casita para el señor Kolger, camarero del café Kroner. No, no cobré honorarios.
¿Cuántos desayunos en el café Kroner? ¿Diez mil, veinte mil? Nunca lo calculé, iba allí todos los días, excepto aquellos en que me lo impidió una fuerza mayor.
Esa fuerza mayor, por cierto, la vi nacer: yo estaba al otro lado de la calle, en el terrado de la casa número 8; oculto detrás de la pérgola, miraba a la calle y les vi dirigirse a la estación; muchos de ellos cantaban una canción patriótica, proferían el nombre de ese loco que todavía sigue montado en su corcel de bronce, cabalgando hacia Occidente; llevaban flores en sus gorras de obrero, en sus sombreros de copa, en sus bombines; flores en los ojales de sus chaquetas; llevaban prendas interiores normales sistema profesor Gustav Jäger envueltas en pequeños paquetes debajo del brazo; sus gritos llegaban hasta mí, e incluso las rameras de allá abajo en la Krämerzeile habían enviado a sus rufianes a la caja de reclutas, llevando debajo del brazo unas prendas interiores especialmente buenas y de abrigo… y yo esperaba en vano unos sentimientos que pudiera compartir con la gente que había en la calle; me sentía vacío y solo, envilecido, incapaz de entusiasmo y no comprendía por qué era incapaz; jamás había reflexionado acerca de ello; pensaba en mi uniforme de zapador, que olía a naftalina, que seguía cayéndome a la medida a pesar de que me lo había hecho cuando tenía veinte años y ahora había cumplido ya los treinta y seis; solo esperaba que no me vería obligado a ponérmelo; quería seguir siendo solista, no convertirme en comparsa; aquellos que se dirigían cantando a la estación estaban locos; los que no podían desfilar eran considerados con compasión, y ellos se tenían por unas víctimas porque no podían participar; yo, en cambio, estaba dispuesto a contarme de buena gana entre esas víctimas. En el piso de abajo, mi suegra lloraba porque sus dos hijos habían tenido que marcharse con la primera quinta movilizada, a la estación de mercancías donde se cargaban los caballos; gloriosos ulanos por los que mi suegra derramaba gloriosas lágrimas; yo estaba detrás de la pérgola; todavía florecían las glicinas; y oía de boca de mi hijo de cuatro años, que estaba en la calle… quiero un fusil, quiero un fusil… y hubiera tenido que bajar a azotarle en presencia de mi gloriosa suegra; dejé que cantara, dejé que jugara con el chacó de ulano que le habían regalado sus tíos, dejé que arrastrara el sable, dejé que gritara: Francés muerto, inglés muerto, ruso muerto. Y permití que el comandante de la plaza me dijera con voz conmovida, casi entrecortada por un sollozo: «Lo siento muchísimo, Fähmel, siento muchísimo que todavía no podamos dejarle marchar, que todavía no pueda ir al frente, pero también en la retaguardia se necesita gente como usted».
Construcción de cuarteles, de fortificaciones, de hospitales por la noche, vestido de uniforme, controlaba la guardia del puente; comerciantes de mediana edad con grado de sargento, banqueros que no eran más que soldados rasos, me saludaban precipitadamente cuando subía por el paso cubierto, cuando a la luz de mi lámpara de mano veía los dibujos obscenos que los jóvenes habían grabado a cuchillo en la piedra arenisca al volver de los baños. El paso cubierto olía a virilidad incipiente. Más allá colgaba un cartel: «Michaelis, Carbones, Coques, Aglomerados», y una mano indicaba la dirección donde se podían adquirir las mercancías de Michaelis; y yo disfrutaba de mi ironía, de mi superioridad, cuando el suboficial Gretz me comunicaba: «Guardia del puente; un suboficial y seis hombres; sin novedad», daba mi conformidad con un ademán que creía haber aprendido en alguna comedia; decía «rompan filas», escribía mi nombre en el libro de guardia, me iba a casa, colgaba el casco y el sable en la entrada, me reunía con Johanna en el salón, ponía la cabeza en su regazo, fumaba mi cigarrillo y no decía nada; y ella tampoco decía nada; solo devolvía a Gretz el foie-gras de ganso, y cuando el abad de Sankt Anton nos enviaba pan, miel y mantequilla, lo daba; yo no protestaba, seguía desayunando en el café Kroner, tomaba mi queso con pimienta por la dos mil cuatrocentésima vez, y seguía dando cincuenta pfennig de propina al camarero, a pesar de que no quería aceptarlos e insistía en pagarme los honorarios por la casa que le había proyectado.
Johanna expresó lo que yo pensaba; no bebió ni una gota de champaña el día en que estuvimos invitados en casa del comandante de la plaza, no probó el pastel de liebre y no quiso bailar con nadie; lo dijo en voz alta: «Ese loco del Kaiser…» y pareció como si el casino, allí en la Wilhelmskuhle, entrase de pronto en el período glacial; Johanna lo repitió en medio del silencio: «Ese loco del Kaiser». Estaban allí el general, el coronel, varios comandantes con sus esposas, yo, recién ascendido a teniente, encargado de la construcción de fortificaciones. Período glacial en el casino de la Wilhelmskuhle. Un joven alférez tuvo la buena idea de pedir un vals a la orquesta; yo tomé a Johanna del brazo y la llevé al coche; magnífica noche de otoño; columnas grises desfilaban hacia estaciones de suburbio; sin novedad.
Tribunal de honor. Nadie se atrevió a repetir lo que había dicho Johanna; blasfemias como aquella ni siquiera se registraban en las actas: «Su Majestad… ese loco del Kaiser»; nadie se hubiera atrevido a escribirlo; se limitaban a decir: «Aquello que dijo su esposa», y yo, a mi vez: «Aquello que dijo mi esposa», y no decía lo que, en realidad, hubiera tenido que decir: que estaba de acuerdo con ella; decía, en cambio: a Está embarazada, caballeros, le faltan solo dos meses para el parto; ha perdido a dos hermanos, el jefe de escuadrón Kilb, el alférez abanderado Kilb, ambos caídos el mismo día; se murió nuestra hijita, en el año 1909…, y, no obstante, sabía que hubiera debido decir: estoy de acuerdo con mi esposa; sabía que la ironía no basta y no bastaría nunca.
—No, Leonore, no abra ese paquete; solo contiene cosas de valor sentimental; no pesa y, sin embargo, para mí es precioso. El tapón de una botella. Gracias por el café; ponga la taza en el alféizar de la ventana, por favor; espero en vano a mi nieta, que suele hacer sus deberes de colegio arriba en el terrado; me olvidaba de que todavía no han terminado las vacaciones; ve usted, desde aquí arriba se puede ver hasta el centro de su oficina, la veo a usted cuando está sentada en su escritorio, veo sus lindos cabellos.
¿Por qué empezaba, de pronto, a vibrar la taza, a tintinear, al compás de las máquinas de imprimir? ¿Había terminado el paréntesis de mediodía, se hacían horas extraordinarias, incluso el sábado por la tarde, para imprimir cosas edificantes sobre papel blanco?
Infinidad de mañanas había sentido aquella misma vibración cuando, con los codos apoyados en la ventana, miraba a la calle, miraba aquellos cabellos rubios, cuyo aroma conocía de misa primera; unos jabones demasiado ásperos habrían de matar aquella hermosa cabellera; la austeridad era lo único que ella empleaba como perfume. Yo la seguía cuando, al salir de misa, a las nueve menos cuarto, pasaba junto a la tienda de Gretz y se dirigía a la casa número 8. La puerta amarilla, en la que sobre madera negra figuraba la inscripción algo despintada: «Dr. Kilb, Notario». Yo la contemplaba mientras esperaba en el quiosco del portero a que trajeran el periódico; un rayo de luz caía sobre ella, caía sobre su rostro consagrado al servicio de la justicia, cuando abría la puerta del despacho, subía las persianas, luego ponía la combinación de la caja de caudales, abría las puertas de acero que parecían aplastarla; examinaba el contenido de la caja, y yo podía ver perfectamente el interior de la caja de caudales, a través de la estrecha Modestgasse podía leer en el compartimiento superior la etiqueta de cartón, pulcramente escrita «Proyecto Sankt Anton». Había tres grandes paquetes, con sellos de lacre como heridas. Solo había tres y todo el mundo sabía el nombre de los concursantes: Brehmockel, Grumpeter y Wollersein. Brehmockel era el constructor de treinta y siete iglesias neogóticas, diecisiete capillas y veintiún conventos y hospitales; Grumpeter, el constructor de solo treinta y tres iglesias neorrománicas, solo doce capillas y dieciocho hospitales; el tercer paquete procedía de Wollersein, que solo había construido diecinueve iglesias, solo dos capillas, solo cuatro hospitales, pero que en cambio tenía en su haber una auténtica catedral.
—¿Ya ha leído, mi alférez, lo que pone la «Wacht»? —me preguntó el portero, y yo leí por encima de su calloso pulgar la línea que me indicaba: «Hoy último día del plazo para el proyecto de Sankt Anton. ¿Les faltará osadía a nuestros jóvenes arquitectos?». Yo sonreía, doblé el periódico, me fui a desayunar al café Kroner; sonaba ya a liturgia antiquísima, cantada durante siglos, cuando el camarero decía, al abrir la puerta de la cocina: «Desayuno para el señor arquitecto Fähmel, como siempre». Amas de casa, sacerdotes, banqueros… vocerío de las diez y media. Bloc de dibujo con corderos de Dios, serpientes, pelícanos; cincuenta pfennig de propina para el camarero, diez para el botones, sonrisa del portero cuando le ponía un cigarro en la mano y recogía mi correspondencia. Yo estaba aquí, sentía el trepidar de las máquinas de imprimir debajo de mis codos, veía como, en el despacho de Kilb, el meritorio blandía la plegadera blanca junto a la ventana. Abrí la carta que me había dado el portero: «… estamos dispuestos a ofrecerle inmediatamente el cargo de delineante jefe; le acogeremos en familia, si así lo desea, y le garantizamos que podrá entrar en relación con la mejor sociedad. No tendrá que quejarse por la falta de atenciones…». Así le atraían a uno con el cebo de bellas hijas de arquitectos, le ofrecían participar en alegres excursiones campestres, en las que unos apuestos caballeros, tocados con sombreros de anchas alas, destapaban botellas de cerveza en el lindero del bosque, mientras bellas damas sacaban bocadillos y los ofrecían; en los prados recién segados, se podían intentar algunos pasos de danza, mientras las madres, que contaban ansiosas los años de sus hijas, aplaudían encantadas ante tanta gracia, y cuando se iniciaba el paseo por el bosque, cogiditos del brazo, porque las damas solían tropezar con las raíces, se presentaba la ocasión, ya que las distancias aumentaban insensiblemente bajo la oscuridad de la arboleda, de atreverse a un beso, en el antebrazo, en la mejilla, en el hombro, y cuando luego se volvía a casa en coche, atravesando tupidos prados al anochecer, en cuyos bordea había incluso gamos, como si solo estuvieran en el bosque para asomarse a mirarnos, cuando se iniciaban canciones; que se propagaban de coche en coche, entonces había llegado la hora de murmurarse al oído que Cupido nos había flechado. Y los coches llevaban a casa corazones melancólicos, almas doloridas.
Y yo contesté cortésmente: «… estoy dispuesto a aceptar su amable oferta en cuanto haya terminado los estudio particulares que, de momento, me retendrán todavía una temporada en la ciudad…»; cerré el sobre, puse el sello, volví a la ventana y contemplé la Modestgasse: la plegadera brillaba como un puñal cuando el muchacho la blandía; dos criados del hotel cargaban el jabalí en un carretón de mano; por la noche comería jabalí, en la cena de la Coral de gargantas alemanas, tendría que escuchar sus bromas, y ellos no se darían cuenta de mí risa, no, verían que no me reía de sus chistes, sino de ellos; sus bromas me eran tan repulsivas como las salsas, y yo me reía aquí arriba en la ventana y todavía no sabía si era odio o desprecio. Solo sabía una cosa: mi risa no era únicamente de alegría.
La aprendiza de Gretz colocaba unas cestas de setas al lado del jabalí: en el hotel Prinz Heinrich, el cocinero ya pesaba las especias, los pinches afilaban los cuchillos; ayudantes de camarero se arreglaban precipitadamente las corbatas ante el espejo de su casa y preguntaban a sus esposas que estaban planchando (el vapor de pantalones vueltos al revés llenaba la cocina): «¿Tengo que besar el anillo al obispo si por desgracia me toca servirle?». El meritorio seguía blandiendo la plegadera.
Las once y quince minutos; cepillé mi traje negro, examiné mi corbata de terciopelo, me puse el sombrero, saqué mi calendario de bolsillo, no mayor que una caja de cerillas, lo abrí y leí en él: 30 de septiembre de 1907, a las 11,50; entregar el proyecto en casa de Kilb. Exigir recibo.
¡Atención! Mil veces había realizado aquel acto en mi imaginación: Bajar la escalera, cruzar la calle, la entrada, la sala de espera. «Desearía hablar personalmente con el señor notario». «¿De qué asunto?». «Deseo entregar al señor notario un proyecto para el Concurso de Sankt Anton».
Solo el meritorio manifestaría asombro, dejaría de blandir la plegadera, se volvería a mirarme, pero luego, avergonzado, dirigiría de nuevo el rostro hacia la calle, a los formularios, recordando la advertencia: ¡discreción, discreción! En aquel lugar, donde la austeridad era elegancia, donde los retratos de los antepasados jurisconsultos colgaban de las paredes, donde los tinteros alcanzaban los ochenta años de edad y las plegaderas ciento cincuenta, se realizaban importantísimas transacciones en silencio; allí cambiaban de propietario barrios enteros, se firmaban contratos de matrimonio, en los que se estipulaban consignaciones anuales «para alfileres» mucho mayores que todo cuanto pudiera cobrar como salario un escribiente en cinco años: pero allí se registraba también notarialmente la hipoteca de dos mil marcos del pobre zapatero, se guardaba el testamento del tembloroso rentista, en el cual legaba su mesita de noche a su nieto favorito; los asuntos legales de las viudas y huérfanos, de los obreros y millonarios se liquidaban allí en silencio, frente al lema que colgaba de la pared: Llena está su diestra de dones. No había motivo para levantar la mirada cuando un joven artista, en su traje negro, heredado del tío y vuelto al revés, entregaba un paquete envuelto en papel de barba, unos rollos de dibujos, y creía tener derecho a molestar personalmente al señor notario para ello. El oficial mayor sellaba el paquete, los rollos de dibujos, y estampaba el escudo de los Kilb, un cordero, de cuyo pecho manaba un chorro de sangre, en la laca del sello caliente, mientras la muchacha rubia, la bien parecida, escribía el recibo. «Lunes, 30 de septiembre de 1907, 11,35 de la mañana, el arquitecto señor Heinrich Fähmel entrega…». ¿No apareció en su rostro pálido y amable una ligera señal de que no le era desconocido? Aquel acontecimiento imprevisto me hizo feliz, porque me demostraba que el tiempo ora algo real; aquel día existía efectivamente, aquel minuto; no quedaba demostrado por mí, que había bajado efectivamente la escalera, había cruzado la calle, la entrada y la sala de espera; no quedaba demostrado por el meritorio que levantó la mirada y que luego, avergonzado, consciente de su deber de discreción, volvió de nuevo el rostro a la calle; no quedaba demostrado por las heridas rojas de los sellos de lacre, quedaba demostrado también por la sonrisa imprevista y amable de la secretaria, que examinó mi traje vuelto al revés y que luego, al tomar yo el recibo de su mano, me susurró: «Le deseo mucha suerte, señor Fähmel». Aquellas palabras eran las primeras, en el transcurso de las primeras cuatro semanas y media, que hirieron el tiempo y que me recordaron que en aquel juego que yo había desencadenado había vestigios de realidad; el tiempo no estaba pues ordenado únicamente en imaginarios compartimientos donde lo futuro se me antojaba presente y lo presente me parecía tener varios siglos de antigüedad, donde lo pasado se convertía en futuro, como una infancia a la que corría como corría a mi padre cuando era niño. Mi padre era un hombre silencioso; a su alrededor se acumulaban los años como capas desplomo hechas de silencio; había manejado los registros del órgano, había cantado en la misa mayor, cantado mucho en los entierros de primera, poco en los de segunda, nada en los de tercera; era tan rallado que, ahora que pensaba en él, me sentía deprimido; había ordeñado vacas, había cortado hierba, trillado grano hasta que su rostro sudoroso quedaba cubierto de plumas como insectos; había dirigido el coro de los aprendices, el de los oficiales, el de los cazadores y el de Santa Cecilia; jamás hablaba, jamás blasfemaba, solo cantaba, cortaba remolachas, cocía patatas para el cerdo, tocaba el órgano, se ponía una sotana negra y el roquete blanco encima; a nadie en el pueblo le llamaba la atención que no hablara nunca, porque todos le conocían solo trabajando; de cuatro hijos se le murieron dos tuberculosos y quedaron solo otros dos: Charlotte y yo. Mi madre era enfermiza, una de aquellas mujeres que les gustan las flores, las cortinas bonitas, que cantan mientras planchan y, por la noche, cuentan cuentos junto a la lumbre; mi padre trabajaba, hacía camas de madera, llenaba sacos de paja, mataba gallinas, hasta que Charlotte murió: oficio de ángeles, iglesia adornada de blanco; el párroco cantó, pero el sacristán no contestó ni manejó los registros; no se oyó el órgano, no se cantó ningún responso en el coro; solo el párroco cantó. Silencio, cuando en la puerta de la iglesia se formó la comitiva para ir al cementerio; el párroco preguntó, inquieto: «Pero Fähmel, querido Fähmel, ¿por qué no ha cantado usted?», y yo oí por primera vez la voz de mi padre pronunciar algo y me quedé asombrado de lo áspera que era aquella voz que sabía cantar tan suave, en el coro; lo dijo aprisa, con acento ronco: «En los entierros de tercera no se canta». La niebla cubría el Bajo Rin, jirones de vapor dibujaban cintas sobre los campos de remolachas entre los árboles; las cornejas parecían matracas de Semana Santa, mientras el párroco, trastornado, recitaba el responso; mi padre dejó de llevar la batuta en el coro de los aprendices, el de los oficiales, el de los cazadores y el de Santa Cecilia, y pareció como si con aquella frase, la primera que te oí pronunciar —tenía dieciséis años cuando mi hermana Charlotte murió a los doce— como si con aquella primera frase hubiese descubierto la voz; empezó a hablar más; hablaba de su odio por los caballos y los oficiales; decía con tono amenazador: «¡Ay de vosotros, si me hacéis un entierro de primera!».
—Sí —repitió la muchacha rubia— le deseo mucha suerte.
Quizás hubiese sido mejor que le hubiese devuelto el recibo y que hubiese reclamado el paquete sellado y los rollos de dibujos; que hubiese regresado a casa, a casarme con la hija del alcalde, que era empresario de construcciones, y construir cuarteles de bomberos, pequeñas escuelas, iglesias, capillas; hubiese sido mejor bailar con la dueña de la casa en las fiestas de cobertura, mientras mi mujer bailaba con el dueño. ¿Para qué desafiar a Brehmockel, a Grumpeter y a Wollersein, los grandes corifeos de la arquitectura sacra? ¿Para qué? Me sentía libre de orgullo, el dinero no me atraía; jamás habría de sufrir hambre; podría jugar al ajedrez con el párroco, el boticario, el hotelero y el alcalde, podría tomar parte en cacerías, construir «algo moderno» para los campesinos enriquecidos… pero el meritorio ya había abandonado rápidamente la ventana y me abría la puerta; yo dije «gracias», salí, crucé la entrada, la calle, subí la escalera de mi estudio y apoyé el codo en el alféizar de mi ventana, que vibraba al compás de las máquinas de imprimir. Era el día 30 de septiembre de 1907, hacia las doce menos cuarto…
—Sí, Leonore, es una verdadera pesadilla eso de las máquinas de imprimir. No sé cuántas tazas se me han roto ya, por poco que me distraiga. Tómeselo con calma, hija mía, no corra tanto. Si sigue trabajando de ese modo, dejará ordenado antes de una semana todo lo que no he sido capaz de ordenar en cincuenta y un años. No, gracias, yo no tomo pasteles. ¿No la molesta que la llame hija mía?
No tiene por qué ruborizarse de los piropos de un viejo. Soy un monumento, Leonore, y los monumentos no pueden hacer nada a nadie. Yo, necio de mí, sigo yendo todas las mañanas al café Kroner y como allí mi queso con pimienta, aunque ya hace tiempo que no me gusta; me debo a mis contemporáneos, no tengo derecho a destruir mi leyenda; fundaré un asilo de huérfanos, quizás también una escuela, instituiré becas y algún día en algún lugar me fundirán en bronce y descubrirán mi monumento; quiero que usted lo vea y se ría, Leonore; tiene una manera muy linda de reírse, ¿lo sabía? Yo ya no puedo reírme, ya no sé, y, no obstante, creía que la risa era un arma; no lo era; era solo un engaño. Si quiere, la llevaré al baile de los universitarios, La presentaré como mi sobrina, allí beberá usted champaña, bailará y conocerá a un joven que será bueno con usted y la querrá; la daré una dote… sí, piénselo con calma: dos metros por tres, la vista general de Sankt Anton; lleva ya cincuenta y un años colgada aquí en el estudio; y aquí continuó incluso cuando se derrumbó el techo; de entonces datan estas dos manchas de moho que se ven allí; este fue mi primer gran encargo, un encargo gigantesco y yo apenas tenía treinta años, apenas estaba formado.
Y en el año 1917 no tuve el valor de hacer lo que Johanna hizo en mi lugar: arrancó de las manos a Heinrich, que estaba arriba en el terrado junto a la pérgola, la poesía que se disponía a aprender de memoria, recitándola con toda la seriedad de su voz infantil:
Dijo san Pedro, portero del cielo:
Lo comunicaré a la superioridad,
Y al cabo de poco rato, regresó:
Su excelencia, mariscal Blücher, ha tenido suerte:
Permiso por tiempo indefinido.
(Así habló y abrió la puerta del cielo.)
Anda, viejo fusilero, y no temas,
Que Dios está con vosotros,
Robert todavía no tenía dos años y Otto no había nacido aún; yo estaba de permiso y hacía tiempo que veía claramente aquello que había sentido de un modo impreciso, a saber, que la ironía no basta ni bastará nunca, que solo es un narcótico para algunos privilegiados, y hubiera tenido que hacer lo que Johanna hizo; vestido con mi uniforme de capitán, hubiera tenido que hablar con el niño: pero me limité a escuchar cómo seguía recitando:
Blücher fue el que bajó a la tierra,
Para conducirnos de victoria en victoria.
¡Adelante, hurra, Hindenburg,
Salvador y baluarte invencible de la Prusia oriental!
Mientras haya bosques alemanes,
Mientras ondeen banderas alemanas,
Mientras viva una palabra alemana,
Su nombre será inmortal.
Esculpido en piedra, fundido en bronce.
Por ti, nuestro héroe, late nuestro corazón.
¡Hindenburg! ¡Adelante!
Johanna arrancó el papel de manos del muchacho, lo hizo pedazos y los echó a la calle; como copos de nieve cayeron ante la tienda de Gretz, donde aquel día no había colgado ningún jabalí; la fuerza mayor se había impuesto.
La risa no será suficiente, Leonore, cuando inauguren mi monumento; escupe en él, hija mía… en nombre de mi hijo Heinrich, en nombre de Otto, que era un muchacho tan cariñoso y bueno, y porque era tan cariñoso y tan bueno, tan obediente… se me hizo extraño como ningún otro ser en este mundo, y en nombre de Edith, del único cordero que jamás he visto: yo la quería, a la madre de mis nietos, pero no pude ayudarla, como no dudé en ayudar a aquel aprendiz de carpintero al que solo había visto dos veces, ni a aquel muchacho que no vi jamás, el muchacho que nos traía noticias de Robert, que echaba notitas no mayores que envoltorios de caramelo en el buzón y que por este motivo desapareció en el campo de concentración.
Robert fue siempre listo y desapasionado, jamás irónico; Otto era distinto, demostraba tener corazón y, sin embargo, comió, de pronto, del sacramento del búfalo, y se nos hizo extraño; escupe sobre mi monumento, Leonore, diles que yo mismo te lo pedí; también puedo dártelo por escrito y hacer legalizar mi firma por un notario; hubiera tenido que ver a aquel muchacho que me hizo comprender esta frase: Unos ángeles bajaron del cielo y le sirvieron. Era aprendiz de carpintero; le decapitaron; hubieras tenido que ver a Edith y a su hermano, al que no vi más que una vez, cuando atravesaba el patio de casa y subía a ver a Robert; yo estaba en la ventana de mi dormitorio y le vi solo durante medio minuto, y sentí miedo; llevaba la salvación y la desgracia sobre sus hombros; Schrella se llamaba, jamás supe su nombre de pila; era algo así como un ejecutor, de la ley de Dios, que por deudas no pagadas, pegaba citaciones invisibles en las casas; yo sabía que exigiría a mi hijo y, no obstante, le dejé atravesar el patio de casa; el mayor de los hijos que me quedaban, que valía tanto, el hermano de Edith «se lo llevó». Edith era distinta, su seriedad bíblica pesaba tanto, que se podía permitir un humor bíblico; se reía con sus hijos en pleno bombardeo; les puso nombres bíblicos: Joseph y Ruth: y la muerte no encerraba para ella ningún terror; no comprendió nunca que yo llorara tanto a los hijos que había perdido, a Johanna y a Heinrich… no llegó a saber que Otto también murió, aquel extraño, el que más cerca había estado de mí: le gustaba mi estudio, mis dibujos, iba conmigo a las obras, bebía cerveza cuando celebrábamos la cobertura de un edificio, era el favorito de los albañiles, esta noche no tomará parte en la fiesta de mi cumpleaños; ¿cuántos vamos a ser? Se pueden contar con los dedos de una mano los miembros de mi familia: Robert, Joseph, Ruth, Johanna y yo; el lugar de Johanna estará ocupado por Leonore y ¿qué le diré a Joseph cuando con entusiasmo juvenil me cuente los progresos de la restauración de Sankt Anton? Cobertura para fines de octubre; los monjes quieren cantar la liturgia de adviento en la nueva iglesia. Tiemblan los huesos carcomidos, Leonore, y no han cuidado de mis corderos.
Mejor hubiera valido devolver el recibo, romper los sellos de lacre rojos y destruirlo todo. Ahora no tendría que estar aquí esperando a mi nieta, hermosa, morena, de diecinueve años, de la misma edad que tenía Johanna cuando, hace cincuenta y un años, estaba yo aquí arriba y ella al otro lado de la calle, en el terrado; yo podía leer perfectamente el título del libro: Kabale und Liebe… ¿Acaso no es la propia Johanna la que lee Kabale und Liebe en este momento al otro lado de la calle? ¿Es verdad que todavía no ha regresado, que está comiendo con Robert en el Löwe? ¿No acabo de dejar, en el quiosco del portero, el cigarro de costumbre? ¿No he esquivado su familiaridad («entre hombres, mi alférez»), para esconderme aquí arriba desde las diez y media hasta las cinco, por el mero placer de estar aquí? He pasado junto a rimeros de libros, pilas de hojas del obispado recién impresas; ¿qué se imprime todavía el sábado por la tarde sobre papel blanco? ¿Cosas edificantes o carteles electorales para todos aquellos que han probado del sacramento del búfalo? Vibran las paredes, tiemblan los peldaños, las operarias van apilando las hojas hasta llegar a la puerta de mi estudio. Yo estaba aquí arriba, me ejercitaba en estar meramente aquí; me sentí arrastrado, atraído por un chorro de viento que acabaría arrojándome fuera: ¿hacia dónde? Fui absorbido por un torbellino de amargura primigenia, bebí la eterna inutilidad de todas las cosas, vi los hijos que tendría, los vinos que bebería, los hospitales e iglesias que construiría… y al mismo tiempo oía caer las glebas de tierra sobre mi ataúd, sordo retumbar de tambores que me perseguía; oía cantar a las plegadoras, a las cortadoras, a las empaquetadoras: voces claras unas veces, graves, dulces y ásperas otras; cantaban sencillamente la alegría elemental de la víspera de fiesta; llegaba hasta mí como un canto fúnebre: amor en la sala de baile, felicidad dolorosa junto al muro del cementerio, en la hierba que olía a otoño; lágrimas de madre anciana como presagio de alegrías de madre joven, melancolía del orfanato, donde una joven valiente decidió permanecer pura; pero el amor se apoderó también de ella, la hirió en la sala de baile; felicidad dolorosa junto al muro del cementerio, en la hierba que olía a otoño… las voces de las operarias volvían a empezar como cangilones en la misma agua; entonaban mi cántico funeral, mientras las glebas caían cuidadosamente sobre mi ataúd. Con los párpados entreabiertos miré las paredes de mi estudio, que había empapelado con dibujos: presidía como un soberano, en el centro, el calco rojizo, a 1 por 200, de la abadía de Sankt Anton; en primer término la finca Stehlingers Grotte, vacas que pacían, un campo de patatas recién arrancadas, del que se elevaba el humo de un fuego; luego la abadía, imponente, de planta de basílica (había plagiado sin miramientos las catedrales románicas), el claustro severo, bajo y oscuro; clausura, refectorio, biblioteca; en el centro del claustro, la imagen de San Antonio; el gran cuadrado con los locales de la explotación agrícola: graneros, establos, cuadras, un molino propio con horno de pan, una bonita vivienda para el mayordomo, encargado también de cuidar de los peregrinos; bajo grandes árboles, había mesas y sillas sencillas, donde podían comer sus provisiones de viaje acompañadas de vino áspero, de mosto o de cerveza; en el horizonte aparecía indicada la otra finca: Görlingers Stuhl; capilla, cementerio, cuatro casas campesinas, vacas que pacían; unas filas de chopos limitaban por la derecha la tierra de cultivo, donde los monjes plantaban viñedos, donde crecían coles y patatas, verduras y trigo y se recogía de las colmenas una miel riquísima.
Entregado hacía veinte minutos, contra recibo; proyecto con dibujos detallados y cálculos completos; cifras y estados nítidamente escritos a pluma; con los ojos entornados, como si estuvieran efectivamente allí, miraba el proyecto a través de la ventana; veía a los monjes que se agachaban, a los peregrinos que bebían mosto, mientras las operarias, abajo, con voces que ansiaban la víspera de fiesta, claras las unas, graves las otras, entonaban su canto funerario que llegaba hasta mí; cerré los ojos y sentí el frío que no habría de volver a sentir hasta cincuenta años más tarde, cuando fuera un hombre maduro, rodeado de vida tumultuosa.
Aquellas cuatro semanas y media habían sido interminables; todo cuanto hacía, lo había calculado antes en gabinetes de ensueño; lo único que no quedaba comprendido en aquel programa era la misa de la mañana, las horas entre las diez y media y las cinco de la tarde; anhelaba lo imprevisto, que solo me había regalado una ligera sonrisa, y por dos veces un «Le deseo mucha suerte, señor Fähmel». Cuando volvía a cerrar los ojos el tiempo se descomponía como un espectro: pasado, presente, futuro; dentro de cincuenta años, mis nietos mayores tendrían ya veinticinco, mis hijos tendrían ya la misma edad que los respetables señores en cuyas manos acababa de ponerme al entregar mi proyecto. Busqué con la mano para cerciorarme de que tenía el recibo; en efecto, mañana por la mañana se reuniría el jurado y se daría cuenta del cambio operado: un cuarto proyecto; los bandos ya formados, dos en favor de Grumpeter, dos en favor de Brehmockel, y uno, el más importante, más joven y más pequeño de los cinco, el abad, en favor de Wollersein; al abad le gustaba el arte románico; la discusión sería encarnizada, porque los dos miembros del jurado susceptibles de ser sobornados tendrían que argumentar sobre todo desde el punto de vista artístico; aplazamiento; este joven recién llegado nos ha estropeado el programa; inquietos, se habían dado cuenta, no sin inquietud, de que al abad le gustaba mi proyecto; mientras bebía a pequeños sorbos su copa de vino, había contemplado repetidamente mis dibujos; el conjunto estaba orgánicamente adaptado al paisaje, el aspecto utilitario del cuadro de edificios de la explotación agrícola contrastaba claramente con la severidad de la parte de claustro y clausura; el pozo, la hospedería para los peregrinos, todo les gustaba; el abad incluso esbozó una sonrisa: allí sería primus inter pares; penetraba ya en el proyecto como si fuera propiedad suya, presidía las comidas en el refectorio, se sentaba en el coro, visitaba a los hermanos enfermos, iba a ver al mayordomo, cataba el vino, dejaba caer entre sus dedos el grano; pan para sus hermanos y para los pobres, grano de la cosecha de sus campos; el joven arquitecto había ideado incluso una cuadra para los mendigos, junto al portal, con, en el exterior, bancos para el verano y, dentro, unas sillas, una mesa, una chimenea para el invierno. «Señores, para mí no cabe duda, yo voto sin vacilar por este… ¿cómo se llama?… por el proyecto de Fähmel; además, fíjense en el presupuesto: trescientos mil marcos menos que el más barato de los otros tres»; el lacre seco caído de las heridas abiertas, cubría la mesa, que ahora unos especialistas golpeaban con el puño, dispuestos a empezar la gran discusión: «Créanos, Reverendo Padre, cuántas veces no se ha presentado uno que ha hecho una oferta más provechosa, pero que al final, cuando solo faltaban cuatro semanas para la cobertura, ha declarado que no podía más, no es raro que esta clase de proyectos cuesten luego medio millón más de lo que se había presupuestado. Haga caso de la experiencia. ¿Qué banco avalará a un hombre tan joven, totalmente desconocido? ¿Quién arriesgará la cantidad necesaria para la fianza? ¿Tiene fortuna propia?». Una risotada general cayó sobre el joven abad: «Su fortuna asciende, según su propia declaración, a ocho mil marcos». Discursos, discusiones. Aquellos caballeros se separaron disgustados. Ninguno de ellos había secundado al abad. La decisión se aplazó cuatro semanas. ¿Por qué aquel campesino de cabeza rapada, que apenas llegaba a los treinta años, había obtenido el voto que según los estatutos era decisivo, de tal modo que nada se podía decidir de un modo inmediato contra él y sí a su favor?
Repiquetearon teléfonos, emisarios sudorosos corrieron llevando cartas urgentes del presidente del consejo provincial al arzobispo, del arzobispo al seminario, donde el hombre de confianza del arzobispado cantaba precisamente las excelencias del estilo neogótico. Con el rostro encendido, el hombre se apresuró a subir al coche que le esperaba, los cascos de los caballos se alejaron martilleando el empedrado, chirriaron las ruedas al tomar audaces curvas; ¡de prisa, prisa!, ¡informe, informe! ¿Fähmel? No sé quién es. ¿El proyecto? Técnicamente magnífico, los cálculos… hay que reconocerlo. Excelencia… hasta dónde se puede juzgar, convincentes, pero ¿y el estilo? Espantoso; solo por encima de mi cadáver. ¿Su cadáver? El arzobispo sonrió; temperamento de artista, ese profesor, fogoso, demasiada pasión, demasiados mechones blancos flotando al viento; cadáver, bueno, bueno; empezaron a circular billetes cifrados de Grumpeter a Brehmockel, de Brehmockel a Wollersein; los corifeos enemistados a muerte se unieron por algunos días, se preguntaron mutuamente por cartas cifradas y por teléfono: «¿Pueden estropearse, las coliflores?», lo cual significaba: «¿Se puede destituir a los abades?». Y la respuesta era descorazonadora: «Las coliflores no se estropean».
Cuatro semanas y media bajo tierra; ¡qué tranquila era mi tumba!, la tierra se desmoronaba poco a poco, se escurría suavemente a mi lado y sobre mí; mientras me aturdía el canto de las operarias, era mejor no hacer nada, pero ahora entraría en acción, no tendría otro remedio; si abrían mi tumba, si levantaban la tapa, me vería de nuevo proyectado en el tiempo, en el que cada día tiene un nombre, cada hora encierra una obligación; el juego se transformaría en algo serio; ya no podría ir, a eso de las dos, a buscarme la sopa de guisantes a la cocina; ya ni siquiera la recalentaba, la comía fría; la comida no me interesaba, no me interesaba el dinero ni la fama; me gustaba el juego, me interesaba un poco el cigarro que fumaba cada día y echaba de menos una mujer, a mi mujer. ¿Sería aquella que veía en el terrado, al otro lado de la calle, con el cabello negro, esbelta y hermosa, Johanna Kilb? Mañana sabría mi nombre; ¿echaba de menos a una mujer, fuera quien fuese, o precisamente a ella? No podría soportar más el estar siempre entre hombres, todos me parecían ridículos: los piadosos y los no piadosos, los que contaban chistes y los que se los dejaban contar, los jugadores de billar, los oficiales de la reserva, los cantores del coro, el portero y los camareros; estaba harto de ellos, esperaba las horas de la tarde, de cinco a seis, me gustaba ver los rostros de las operarias, a cuyo río me juntaba en el portal; me gustaba la sensualidad de sus rostros que pagaban serenamente su atributo a la caducidad, y hubiera querido ir con una de ellas a bailar, a tumbarme con ella en la hierba que olía a otoño, junto al muro del cementerio. Hubiera roto el recibo y renunciado a la partida decisiva. Aquellas muchachas se reían, cantaban, comían y bebían con gana, lloraban, y no eran como aquellas falsas estúpidas que, porque tenía una habitación en su casa, me incitaban a caricias que ellas juzgaban atrevidas. Todavía me pertenecían las figuras y el escenario, todavía me obedecían los comparsas, en aquel último día, en que la sopa de guisantes fría no me apetecía en absoluto, pero tenía demasiada pereza para calentármela; quería seguir el juego hasta el final, el juego ideado en el tedio de unas tardes en ciudades provincianas, cuando había comprobado hasta la saciedad el espesor de la argamasa, la calidad de los sillares y el aplomo de los muros y prefería el tedio de sórdidos tabernuchos al tedio del despacho y empezaba a idear la abadía en minúsculos trozos de papel.
El juego se había apoderado de mí; los dibujos crecieron, las imágenes fantásticas se precisaron y, casi sin darme cuenta, me encontré, de pronto, en pleno cálculo; había aprendido a calcular, a dibujar; envié treinta marcos a Kilb y recibí las bases del concurso; visité Kisslingen, un domingo por la tarde: trigales floridos, campos de remolacha de color verde oscuro, bosque donde un día estaría situada la abadía; seguí jugando, estudié a mis contrincantes, cuyo nombre pronunciaban los colegas con respetuoso odio: Brehmockel, Grumpeter, Wollersein; estudié sus edificios, iglesias, hospitales, capillas, la catedral de Wollersein; lo sentía perfectamente, lo olía al contemplar aquellos tristes edificios: el porvenir estaba al alcance de la mano, como un país por conquistar, como una tierra incógnita, en la que había enterradas pepitas de oro, que podía desenterrar cualquiera que tuviera cierto sentido de la estrategia; tenía el porvenir en mis manos; solo era cuestión de agarrarlo. El tiempo se convirtió, de pronto, en una fuerza que nadie había apreciado ni sabido utilizar, mientras yo vendía la habilidad de mis manos y las matemáticas de mi cerebro a unos ignorantes santurrones por unas cuantas monedas de oro. Compré papel, tablas, lápices y manuales: ese juego solo había de costarme una cosa: tiempo. Y el tiempo estaba a mi disposición, de balde; los domingos fueron días de exploración; examiné el terreno, recorrí calles: en la Modestgasse número 8 había un estudio por alquilar; en la casa de enfrente, en el número 7, vivía el notario, que sellaba los proyectos; las fronteras estaban abiertas, solo tenía que echar a andar; y hasta aquel momento, cuando ya había penetrado profundamente en el país por conquistar, cuando ya era casi su dueño, hasta aquel momento, mientras el enemigo dormía aún, no había hecho mi declaración de guerra; volví a buscar con la mano el recibo; allí estaba.
Pasado mañana mi primer cliente franquearía el umbral del estudio: el abad, joven, de ojos pardos, sereno; a pesar de que todavía no había ejercido el poder, estaba acostumbrado a mandar. «¿Cómo sabía usted que la separación entre hermanos legos y monjes en el refectorio no estaba prevista por nuestro fundador San Benito?». Se paseó de arriba a abajo, volvió a mirar repetidamente el proyecto y preguntó «¿Aguantará usted, no fracasará, no dará la razón a esos pesimistas?». Y tuve miedo ante aquel gran juego que saldría del papel y me arrollaría; yo había jugado la partida, pero jamás previsto que pudiera ganarla; la fama de haber vencido a Brehmockel, Grumpeter y Wollersein me hubiera bastado, pero ¿vencerles de verdad? Tuve miedo, pero contesté: «Sí, Reverendo Padre, aguantaré». Meneó la cabeza en señal de aprobación y se marchó.
A las cinco me sumé al río de las operarias que salían por el portal; di mi paseo de víspera de fiesta tal como estaba previsto; vi bellezas envueltas en velos, que, en coche, se dirigían a sus citas, tenientes que, en el café Fruhl, bebían bebidas fuertes mientras escuchaban música dulzona; y caminaba todos los días cuatro kilómetros, durante una hora, siempre por el mismo camino y a la misma hora; quería que me vieran siempre a la misma hora en los mismos lugares: tenderas, banqueros y joyeros; prostitutas y cobradores; dependientes, camareros y amas de casa; quería que me vieran y me veían, de cinco a seis con el cigarro en la boca; no estaba correcto, ya lo sé, pero soy un artista, obligado al inconformismo; incluso puedo pararme junto a los organilleros, que cambian en calderilla la melancolía de la víspera de fiesta: calle de ensueño a través del gabinete de ensueño; mis comparsas tenían las articulaciones bien engrasadas, movidas por hilos invisibles; sus bocas se abrían para pronunciar las réplicas que yo les permitía; melodía fría de las bolas de billar en el hotel Prinz Heinrich; blanco sobre verde, rojo sobre verde; unos maniquíes doblaban los brazos para impulsar las bolas con el taco, para llevarse los vasos de cerveza a la boca, sumaban puntos; me golpeaban amistosamente la espalda —¡oh, sí, oh, no, magnífico, mala suerte!—, mientras yo oía caer las glebas sobre mi ataúd, esperaba ya el grito de muerte de Edith, y estaba prevista la última mirada del aprendiz de carpintero a la pared de la cárcel, un día al amanecer.
Fui con mi esposa y mis hijos al valle del Kissa, les enseñé orgulloso mi obra de juventud, visité al abad, que había envejecido y leí en su rostro los años que no descubría en el mío propio; café en la sala de recepción, pasteles, hechos con la propia harina, con ciruelas de la propia cosecha y con mantequilla de las propias vacas; mis hijos pudieron visitar la clausura, mi esposa y mis hijas, que se sonreían por lo bajo, tuvieron que aguardar fuera: cuatro hijos y tres hijas, siete descendientes que me darían siete veces siete nietos, y el abad me sonreía: «Ahora casi somos vecinos». En efecto, yo había comprado las dos fincas: Stehlinger Grotte y Görlingers Stuhl.
—¿Qué, Leonore, otra vez el café Kroner? No, ya les he dicho terminantemente que no quiero champaña. Le tengo odio. Y ahora no trabaje más, hija mía. ¿Quiere encargarme un taxi para las dos? Que espere en el portal; si quiere la puedo acompañar un trecho. No, no paso por Blessenfeld. Si quiere se lo explicaré.
El anciano alejó la mirada del caleidoscópico marco de la ventana y la dirigió al estudio, donde seguía en la pared el gran proyecto de Sankt Anton, donde la atmósfera estaba llena de polvo, que las laboriosas manos de la muchacha habían levantado a pesar de todas sus precauciones; sin alterarse, vació luego el arca de acero, le tendió un fajo de billetes de banco que hacía treinta y cinco años que habían perdido su valor, sacó otro fajo de billetes que habían perdido su valor hacía diez años, meneó dubitativamente la cabeza y contó cuidadosamente, luego, sobre el tablero de dibujo, los billetes pasados de moda: diez, veinte, ochenta, cien… mil doscientos veinte marcos.
—Échelos al fuego, Leonore, o déselos a los niños de la calle, esos rimbombantes recibos de la estafa empezada hace treinta y cinco años y confirmada hace diez años. Jamás me ha hecho ilusión el dinero y, sin embargo, todo el mundo me creía ambicioso; se equivocaban, yo no quería dinero cuando empecé el juego; y cuando lo gané y me hice popular, me di cuenta de que reunía todas las condiciones indispensables para alcanzar la popularidad: era activo, amable, sencillo, era un artista, era oficial de la reserva, había logrado algo, era rico y, no obstante, seguía siendo «el hijo del pueblo» y jamás lo negué; no fue por dinero ni por la fama ni por las mujeres que convertí en fórmulas el álgebra del futuro, que convertí las x, y y z en magnitudes visibles: en fincas rústicas, cuentas bancarias y poder, de los que siempre hacía donación, pero que siempre volvían duplicados a mis manos. Como un David sonriente y delgaducho, no aumentaba ni un kilo, no perdía ni un kilo de peso; todavía hoy podría ponerme el uniforme de alférez que me hice en 1897 y me caería a la medida. Lo imprevisto que tanto había anhelado, me sobrecogió: el amor de mi esposa y la muerte de mi hija Johanna, una auténtica Kilb de año y medio… pero yo leía en aquellos ojos infantiles, como en los ojos de mi silencioso padre; veía una milenaria sabiduría en el fondo de aquellos ojos que parecían conocer ya la muerte; la escarlatina floreció como la mala hierba en aquel cuerpo de niña, subió por las caderas, bajó hasta los pies, la fiebre la abrasó y blanca como la nieve creció la muerte, creció como las setas blancas bajo aquella floración escarlata, hasta abrirse paso y salir negra por las aberturas de la nariz. Lo imprevisto, que tanto había anhelado, vino como una maldición y se apoderó de esta terrible casa; hubo lucha, violento altercado con el párroco de Sankt Severin, con los suegros, con los cuñados, porque prohibí que se cantara en la misa de difuntos; resistí y me salí con la mía; pero me asusté cuando durante la misa de difuntos oí a Johanna murmurar «Jesús».
Yo no pronunciaba nunca este nombre, no me atrevía casi a pensarlo, y sin embargo, sabía que me poseía; ni el rosario de Domgreve, ni las agrias virtudes de las hijas de patrona a caza de maridos, ni los negocios hechos con confesonarios del siglo XVI, que Domgreve vendía a peso de oro en subastas secretas para convertirlos luego en Locarno en pecados veniales; ni los torpes pecados de algunos sacerdotes hipócritas, que pude ver con mis propios ojos: míseras seducciones de muchachas caídas; ni la dureza nunca expresada de mi padre habían podido matar en mí aquel nombre, que Johanna murmuró a mi lado: «Jesús»; ni los interminables viajes por tempestuosos mares de amargura e inutilidad primigenias; y cuando, en el helado océano del futuro, rodeado de soledad como por un enorme salvavidas, me fortalecía con mi propia risa, aquel nombre no había muerto; yo era David, el muchacho de la honda, y Daniel, el muchacho del foso de los leones, y estaba dispuesto a aceptar lo imprevisto que tanto había anhelado: la muerte de Johanna, el 3 de septiembre de 1910. También aquella mañana cabalgaron los ulanos sobre el adoquinado, las repartidoras de la leche, los aprendices de panadero, los sacerdotes con sus manteos flotando al viento; mañana de otoño; el jabalí en la puerta de la tienda de Gretz; la sucia melancolía del médico de cabecera de los Kilb, que desde hacía cuarenta años certificaba los nacimientos y las defunciones de la familia: en su usada cartera de cuero, el instrumental inútil con que una y otra vez disimulaba lo inútil de sus esfuerzos; cubrió el cuerpo desfigurado, pero yo lo volví a descubrir; quería ver el cuerpo de Lázaro, los ojos de mi padre, que aquella criatura no había podido mantener abiertos más que un año y medio; y en la habitación contigua sollozaba Heinrich; las campanas de Sankt Severin rompían el tiempo en añicos; a las nueve tocaron a misa. Johanna tendría ahora cincuenta años.
—¿Empréstitos de guerra, Leonore? No los suscribí yo; forman parte de la herencia de mi suegro. Tírelos al fuego lo mismo que los billetes. ¿Dos condecoraciones? Claro, excavé trincheras, abrí galerías, fortifiqué posiciones de artillería, resistí lluvias de balas, saqué heridos del fuego; cruz de segunda clase, de primera clase, deme esos chismes, Leonore, ande, démelos ya: los echaremos en la gotera para que el lodo los cubra; Otto las sacó una vez del armario mientras yo estaba ante el tablero de dibujo; cuando vi brillar sus ojos ya era tarde: los había descubierto, y el respeto que me demostró fue enorme; pero ya era demasiado tarde. Ande, tírelos por lo menos ahora, no vaya a descubrirlos Joseph algún día entre las cosas que herede de mí.
Apenas se oyó cuando dejó resbalar las condecoraciones por la gotera, a lo largo del tejado en pendiente. Al caer en la gotera se volvieron y la cara mate quedó encima.
—¿Por qué asombrarse tanto, hija mía? Son mías y puedo hacer con ellas lo que me parezca; demasiado tarde, pero quizá todavía a tiempo. Confiemos en que pronto lloverá y el agua se llevará toda esa basura del tejado; por tarde que sea, las sacrifico a la memoria de mi padre. ¡Abajo el honor de los padres, de los abuelos y de los bisabuelos…!
—Me sentía bastante fuerte pero no lo era; leía el álgebra del porvenir en mis fórmulas, que se convertían en figuras: abades y arzobispos, generales y camareros, todos formaban parte de mis comparsas; solo yo era solista, incluso cuando los viernes por la tarde abría la boca y cantaba con el coro de «las gargantas alemanas»: ¿Qué es aquello que brilla al sol en la linde del bosque? Lo cantaba bien; había aprendido aquella canción con mi padre; y ejercitaba mi voz de barítono con risa contenida; el director, el que llevaba la batuta, no sospechaba que era él quien obedecía a mi batuta; y me invitaban a fiestas de sociedad; me facilitaban encargos, me daban palmadas amistosas en el hombro: «El compañerismo, muchacho, es la verdadera sal de la vida». Colegas de cabellos canosos se preguntaban amargamente de dónde venía y adónde iba, pero yo me limitaba a cantar Tom, der Reimer, de siete y media a diez, ni un minuto más. El mito tenía que estar completo antes no llegara el escándalo. Las coliflores no se estropean.
Me paseaba con mi esposa y mis hijos por el valle de Kissa; los muchachos intentaban pescar truchas; atravesábamos viñedos y trigales, campos de remolacha y trozos de bosque, bebíamos cerveza y limonada en la estación de Denklingen, y, no obstante, sabía que solo hacía una hora que había entregado el proyecto y había obtenido el recibo; la soledad me rodeaba todavía como un enorme salvavidas, todavía nadaba sobre el tiempo, me hundía en las olas, cruzaba los océanos del pasado y del presente y penetraba —la soledad impedía que me hundiera— profundamente en el frío terrible del futuro, sin más provisiones que mi risa, a la que solo recurría avaramente; al salir a flote me frotaba los ojos, bebía un vaso de agua, comía un bocado de pan y me acercaba a la ventana con el cigarro en la boca: allá enfrente, ella se paseaba por la terraza, aparecía de vez en cuando por una abertura de la pérgola, se asomaba a la baranda para mirar a la calle, en la que veía lo mismo que yo: aprendices, camiones, monjas, vida callejera; tenía veinte años, se llamaba Johanna, leía Kabale und Liebe; yo conocía a su padre, potente voz de bajo en el coro, cuya sonoridad no me parecía adaptarse a la seriedad del despacho; carecía de discreción cuando regañaba al meritorio; era una voz u propósito para dar escalofríos, evocaba pecados secretos. ¿Sabía acaso que yo me casaría con su única hija? ¿Que en las tardes tranquilas intercambiábamos, de vez en cuando, una sonrisa? ¿Que yo pensaba en ella con toda la fuerza de un verdadero prometido? Ella tenía el cabello negro, era pálida, y yo le prohibiría llevar vestidos amarillos; el verde le sentaría bien; y ya había elegido los vestidos y los sombreros que llevaría para salir conmigo de paseo por la tarde, los había elegido en los escaparates de Hermine Horuschka, frente a los cuales pasaba todos los días a las cinco menos veinte, lo mismo si llovía que si hacía viento o sol. Yo la sacaría de aquella austeridad que tan mal se avenía con la voz de su padre y le compraría magníficos sombreros, grandes como ruedas de carro, de áspera paja teñida de verde; no me proponía ser su señor; la quería amar y no tardaría mucho en hacerlo; un domingo por la mañana me armaría con un ramo de flores y mandaría parar mi coche frente a su puerta, a eso de las once y media, cuando se ha terminado de desayunar al salir de misa mayor y se bebe una copita en el saloncito: «Le pido la mano de su hija». Cada tarde, cuando salía del océano de mi soledad, procuraba que ella; me viera allí, en la ventana del estudio, hacía una reverencia, intercambiábamos una sonrisa, y volvía a retirarme en la oscuridad; si me dejaba ver, era para que ella no creyera que no era observada; no podía quedarme quieto como una araña en su tela; no podía soportar verla sin ser visto por ella; son cosas que no se hacen.
Mañana sabría quién era yo. Habría escándalo. Ella se reiría, pero un año más tarde me cepillaría los restos de argamasa de los pantalones; y seguiría haciéndolo cuando yo tuviera cuarenta, cincuenta o sesenta años; y se convertiría en una anciana encantadora a mi lado; así lo decidí definitivamente el día 30 de septiembre de 1907, a las tres y media de la tarde.
—Sí, Leonore, páguelo en mi nombre; en aquella cajita encontrará dinero, dele dos marcos de propina a la chica; sí, dos marcos; un jersey y una falda de Hermine Horuschka para mi nieta Ruth, que he encargado para hoy; el verde le sienta bien; lástima que las muchachas de hoy en día no lleven sombrero; siempre me había gustado comprar sombreros. ¿Ha encargado el taxi? Gracias, Leonore. ¿Todavía no quiere dejar de trabajar? Como quiera, claro que, en parte, es también curiosidad, ¿verdad? No hay por qué ruborizarse. Sí, gracias, con mucho gusto tomaré otra taza de café. En realidad, debería de haberme enterado de cuándo terminan las vacaciones; pero ¿Ruth está de regreso? ¿Mi hijo no le ha dicho nada? Espero que no se habrá olvidado de que está invitado a la cena de mi cumpleaños. He dado orden de que el portero reciba abajo las flores y los telegramas, los regalos y las postales que lleguen, y que dé dos marcos de propina a los portadores y que les diga que he salido de viaje; elija el ramo que más le guste, o dos si quiere, y lléveselos a casa; y si le agrada, quédese tranquilamente toda la tarde aquí.
La taza recién llenada de café ya no vibraba; por lo visto, han dejado de imprimir cosas edificantes o carteles electorales sobre papel blanco; en el caleidoscópico marco de la ventana, la imagen permanecía invariable: enfrente, la terraza de la casa de los Kilb, vacía; a lo largo de la pérgola, unas capuchinas perezosas; el perfil de los tejados; en el fondo, las montañas bajo un cielo radiante: en aquel marco caleidoscópico vi a mi esposa, vi más tarde a mis hijos, vi a mis suegros cada vez que subía al estudio para echar una ojeada a los jóvenes y diligentes arquitectos que me ayudaban, para comprobar cálculos, fijar plazos de entrega; el trabajo me resultaba tan indiferente como la palabra «arte»; otros lo podían hacer igual que yo; yo les pagaba bien; jamás he comprendido a los fanáticos que se sacrifican a la palabra arte; yo les ayudaba, me burlaba de ellos, les daba trabajo, pero nunca les comprendí; lo único que comprendía era lo que representa un oficio, a pesar de que pasaba por artista y se me admiraba como tal. ¿Acaso no era audaz y moderno el hotelito que construí para Gralduke? Sí, lo era e incluso lo admiraban mis colegas artistas; y yo lo había concebido y construido, y seguía sin saber lo que era el arte; tal vez ellos se lo tomaban demasiado en serio; tal vez porque eran tan sabios y entendían tanto en arte, construían unas cajas horripilantes, que yo entonces ya sabía que al cabo de diez años darían asco; y, no obstante, a veces sabía subirme las mangas de la camisa, sentarme al tablero de dibujo y crear: el edificio administrativo para la «Societas, la más útil de la comunidad»; se quedaban con un palmo de boca abierta, aquellos necios que me tenían por un provinciano ambicioso de dinero y fama, y hoy todavía no me avergüenzo de aquel edificio construido hace cuarenta y seis años. ¿Es eso el arte? Quizás sí. Yo jamás supe lo que era; tal vez lo hice sin saberlo; nunca logré tomarme en serio esa palabra, como tampoco pude comprender la ira de los corifeos contra mí. ¡Dios mío! ¿No se permitía la menor broma? ¿Era indispensable que los Goliats tuvieran tan poco sentido del humor? Ellos creían en el arte, yo no; se sentían ofendidos en su honor por un advenedizo. Pero ¿había alguien que no fuera advenedizo de alguna parte? Yo enseñaba abiertamente mi risa, les había obligado a entrar en una situación en la que incluso mi derrota sería una victoria y mi victoria un triunfo.
Casi me daban lástima cuando subimos la escalera del museo; me costó trabajo dar a mi paso aquel ritmo pausado y solemne al que estaban ya acostumbrados los ofendidos: el paso con que se suben las escaleras de la catedral, detrás de reyes y obispos; paso de inauguración de monumentos: excitación contenida, ni demasiado lento, ni demasiado rápido; hay que saber lo que es la dignidad; yo no lo sabía, hubiera preferido subir la escalera corriendo como un perro joven, subir corriendo los peldaños de piedra. Junto a las estatuas de legionarios romanos, cuyas espadas rotas, lanzas o haces se hubieran podido tomar por antorchas; junto a bustos de emperadores y reproducciones de sarcófagos infantiles, hasta el primer piso, donde estaba la sala de sesiones, entre los flamencos y los nazarenos; seriedad burguesa; en algún lugar del fondo, hubieran debido redoblar tambores; así se suben las gradas del altar o los peldaños del patíbulo, así se sube a un estrado para recibir una condecoración o la sentencia de muerte; así representan los cómicos aficionados la solemnidad, pero los que caminaban a mi lado no eran aficionados: Brehmockel, Grumpeter y Wollersein.
Conserjes de museo vestidos de gala montaban la guardia ante los Rembrandts, los van Dycks y los Overbecks; junto a la balaustrada de mármol, a media luz antes de entrar en la sala de sesiones, estaba Meeser con la bandeja de plata y las copas de coñac que se disponía a servirnos antes de que fuera anunciado el veredicto; Meeser me dedicó una sonrisa; no habíamos convenido ninguna seña, pero ¿no habría sido posible hacerme una ahora? Asentir o negar con la cabeza: sí o no. Nada. Brehmockel cuchicheaba con Wollersein, Grumpeter inició un diálogo con Meeser, le deslizó una moneda de plata en aquellas bastas manos, que yo ya odiaba cuando era niño; durante todo un año había ayudado con él la primera misa; murmullo de ancianas campesinas, en el fondo, que se empeñaban en rezar su rosario a despecho de la liturgia. Olor a heno, a leche, calor de establo, mientras yo y Meeser nos inclinábamos hacia delante para decir mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa, para golpearnos el pecho por nuestros pecados no confesados, y cuando el sacerdote subía las gradas del altar, las manos de Meeser, esas manos que ahora escondían la moneda de plata de Wollersein, hacían ademanes obscenos; esas manos a las que se habían confiado ahora las llaves del museo municipal, las llaves de acceso a Holbein, Hals, Lochner y Leib.
Conmigo no hablaba nadie; a mí solo me quedaba la balaustrada de frío mármol en que me apoyaba; eché un vistazo al fondo del patio interior, donde un alcalde de bronce mostraba, con imperturbable seriedad, su barriga a los siglos venideros, o un mecenas de mármol, en un vano esfuerzo de concentración, bajaba los párpados sobre sus ojos de rana; los ojos de las estatuas estaban vacíos como los de las matronas de mármol romanas, testigos de los sufrimientos de una cultura decadente. Meeser se escabulló para ir a reunirse con sus compañeros; Brehmockel, Grumpeter y Wollersein estaban muy juntos: frío y transparente aparecía el cielo de diciembre sobre la claraboya del patio interior; en la calle, cantaban los primeros borrachos, rodaban los coches de caballos hacia el teatro, delicados rostros femeninos bajo velos color de reseda se iluminaban con la ilusión de ver La Traviata. Entre Meeser y los tres ofendidos me hallaba yo, como un leproso al que no se puede tocar sin peligro de muerte; echaba de menos la severa liturgia de mi vida cotidiana, cuando todavía tenía en la mano los hilos del juego, cuando ser y no ser todavía seguía unas reglas, cuando podía dosificar el mito; ahora ya no era dueño del juego; escándalo, rumores; pasos de abad en mi estudio; contratistas de obras dejaban en la portería de casa cestas con manjares, relojes de oro en estuches de terciopelo encarnado; y uno me escribía: «… y puede estar seguro de que no le negaría la mino de mi hija…»; Llena está su diestra de dones.
No iba a aceptar nada, ni siquiera un ladrillo; tenía simpatía por el abad. ¿De veras había pensado, por un breve instante, en emplear con él los trucos de Domgreve? Me avergoncé al recordar que, en efecto, por un breve instante me había pasado por la mente; había ocurrido lo imprevisto: quería a Johanna, la hija de Kilb, y quería al abad; había podido presentarme en coche a las once y media, entregar el ramo de flores y decir: «Le pido la mano de su hija»… y Johanna había entrado poco después parpadeando, y no había susurrado simplemente el «sí», sino que lo había pronunciado claramente. Yo seguía dando mi paseo de cinco a seis de la tarde, seguía jugando al billar en el club de los oficiales de la reserva, y mi risa, de la que tomaba ahora abundantes raciones, se había intensificado gracias al parpadeo de Johanna; los viernes seguía cantando en el coro «Tom, der Reimer».
Lentamente, me deslicé a lo largo de la fría balaustrada de mármol hacia los tres ofendidos, dejé mi copa de coñac vacía en la bandeja; ¿iban a hacerse atrás ante el leproso? No se movieron; ¿esperaban de mí una actitud humilde? «Permitan que me presente: Fähmel». Dios mío, ¿no éramos todos advenedizos de alguna parte? ¿Acaso Grumpeter no había ordeñado de joven, cuando era suizo, las vacas del conde von Telm? ¿No había acarreado estiércol de vaca para abonar con él la tierra olorosa, antes de darse cuenta de su vocación de arquitecto? ¿Acaso no se cura la lepra en las orillas del Lago Mayor o en los jardines de Minusio, incluso la lepra de austeros contratistas de obras, que compraron iglesias románicas para derribo, con todo su contenido, con las antiguas imágenes de la Virgen y los bancos de la iglesia, y que luego adornaron con el tal contenido los salones de los nuevos y viejos ricos o vendieron confesonarios, en los que durante trescientos años unos humildes campesinos habían murmurado sus pecados, con destino a los salones de alguna cortesana? La lepra se cura en los pabellones de caza y en Bad Ems.
Los rostros profundamente serios de los ofendidos se envararon al abrirse la puerta del salón de sesiones: se dibujó una silueta negra, que adquirió precisión y color; el primer miembro del jurado apareció en el marco de la puerta: Hubrich, profesor de historia del arte de la facultad de teología; solo por encima de mi cadáver; su sotana de paño negro recordaba, en aquella luz, el traje de paño negro de algún síndico pintado por Rembrandt; Hubrich se dirigió a la bandeja, tomó una copa de coñac, y le oí proferir un hondo suspiro; pasó frente a los tres ofendidos, que intentaron acercársele, y se alejó por el otro extremo del vestíbulo; la severidad de sus hábitos sacerdotales quedaba mitigada por el pechero blanco y por los rizos claros, casi infantiles, que le caían sobre el cuello y que subrayaban la impresión que Hubrich se esforzaba en dar; tenía el aspecto de un artista. No hubiera sido difícil imaginarle con el buril de escultor junto a un bloque de madera o con el delicado pincel empapado en oro, humildemente entregado a su trabajo de pintar los cabellos de la Virgen, las barbas de los profetas o colgando con humor una viruta en la cola del perrito de Tobías. Los pies de Hubrich se deslizaron quedamente sobre el linóleo, hizo un ademán cansino para alejar a los ofendidos y se dirigió a la oscuridad del vestíbulo, en dirección a Rembrandt y van Dyk; sobre aquellos estrechos hombros pesaba, pues, la responsabilidad de las iglesias, hospitales y asilos en los que todavía dentro de cien años monjas, viudas, huérfanos y enfermos del Seguro, muchachos y muchachas descarriados, tendrían que soportar los olores de cocina de generaciones desaparecidas; oscuros pasillos, tristes pabellones posteriores, que unos grises mosaicos hacían parecer todavía más desoladores de lo previsto en los planos del arquitecto: allí iba el praeceptor y arbiter architecturae ecclesiasticae, que desde hacía cuarenta años, con ese fervor patético y esa ciega afectación del convencido, abogaba por el estilo neogótico; seguro que cuando era niño y andaba por los suburbios industriales de su ciudad natal, satisfecho de llevar a casa las mejores notas de la escuela, decidió, ante el espectáculo de tantas chimeneas humeantes y fachadas negras, hacer la felicidad de los hombres y dejar un rastro en este mundo; en efecto, dejaría uno: aquellas rojizas fachadas de ladrillo, cada vez más oscuras con el correr de los años, con sus hornacinas desde donde unos santos apesadumbrados contemplarían el futuro con imperturbable melancolía.
Fiel a su cometido, Meeser presentó la bandeja al segundo miembro del jurado: coñac para Krohl; gran fumador de puros, gran carnívoro, de rostro color de vino, Krohl, se había conservado esbelto; insustituible maestro de obras de Sankt Severin: palomina y humo de locomotoras, nubes envenenadas por las industrias químicas de los suburbios del este, vientos fuertes y húmedos procedentes de los del oeste, sol del sur, frio del norte, todos los elementos meteorológicos, industriales y naturales le garantizaban a él y a sus sucesores un cargo por la vida; tenía cuarenta y cinco años, de manera que todavía le quedaban otros veinte para aquellas cosas que verdaderamente le gustaban: comer, beber, fumar puros, los caballos y ese tipo especial de muchachas que suelen encontrarse en las cercanías de las cuadras de caballos, que se conocen en las cacerías de zorros, amazonas de miembros duros y aroma masculino. Yo había estudiado a mis contrincantes; Krohl ocultaba su absoluta indiferencia por los problemas de la arquitectura detrás de una cortesía rebuscada, casi china, detrás de una actitud piadosa imitada de los obispos; sus movimientos eran auténticos ademanes de inauguración de monumento; además, sabía unas cuantas historietas muy buenas que alternaba constantemente en un orden determinado, y como, a los veintidós años, se había aprendido ya de memoria el Manual de arquitectura de Handke y ya desde entonces había decidido sacar partido de este esfuerzo durante todos los años de su vida, cada vez que necesitaba términos técnicos de arquitectura, citaba al «inmortal Handke». Cuando actuaba de jurado, defendía, sin el menor rubor, el proyecto cuyo autor le había ofrecido una cantidad más elevada, pero cambiaba de rumbo cuando veía que aquel proyecto no tenía probabilidades de ganar y apoyaba el favorito; prefería decir sí a decir no, porque «sí» le parecía más fácil de pronunciar y «no» exigía una expresión y una mímica más decididas. Krohl, pues, también suspiró también meneó la cabeza, evitó a los tres ofendidos y se dirigió hacia el otro extremo del pasillo, hacia los nazarenos.
Durante algunos segundos, en el rectángulo iluminado de la puerta, solo quedaron visibles la mesa con el tapete verde, la botella del agua, los ceniceros y las nubes azules del cigarro de Krohl; dentro, silencio, no se oía ni un murmullo; sentencias de muerte flotaban en la atmósfera; nacían enemistades eternas; para Hubrich, era una cuestión de honor o deshonor, ese deshonor que él se había jurado evitar desde que empezó afanosamente sus estudios de bachillerato; se trataba de la terrible humillación de tener que confesar al arzobispo que había sido vencido. «¿Y qué hay de su cadáver, Hubrich?», le diría su Eminencia con ironía; para Krohl, estaba en juego un hotelito a orillas del lago de Como, que Brehmockel le había prometido.
Entre los conserjes se elevó un murmullo; Meeser les hizo una seña ordenándoles silencio: Schwebringer apareció en la puerta; era de baja estatura, delgaducho como yo y no solo tenía fama de incorruptible, sino que lo era; llevaba unos pantalones de golf raídos y unos calcetines largos remendados; su cabeza rapada era negruzca y sus ojos de color de pasa sonreían; Schwebringer representaba el dinero, administraba los fondos suscritos por la nación; representaba a los industriales y al rey, pero representaba también al empleado de comercio que había dado diez pfennig y a la anciana que había dado treinta; Schwebringer debía soltar el dinero, firmar cheques, revisar cuentas, conceder de mala gana anticipos. Católico reciente, su secreta pasión, en arquitectura, era el barroco; le gustaban los angelitos flotantes, las sillerías de coro doradas, los púlpitos revestidos de estuco; le agradaba el incienso y los coros de monaguillos. Schwebringer representaba el poder; los consorcios bancarios le obedecían como los raíles al guardagujas; regulaba las cotizaciones y daba órdenes a las fábricas de acero; con sus negros y duros ojos de color de pasa tenía el aspecto de haber probado en vano todos los laxantes existentes en el mercado y estar esperando todavía la aparición del remedio verdaderamente eficaz. Tomó la copa de coñac sin dejar ninguna propina en la bandeja; se detuvo al cabo de dos pasos; parecía un corredor ciclista fracasado, con sus pantalones de golf y sus calcetines remendados; de pronto, me dirigió la mirada, sonrió, dejó la copa de coñac vacía y se dirigió al ángulo de los flamencos y holandeses por donde había desaparecido también Hubrich; tampoco Schwebringer se dignó dirigir la palabra a los tres ofendidos.
Se oyó hablar en voz baja en el salón de sesiones; por lo visto, el abad trataba de convencer a Gralduke; pero solo seguían siendo visibles el tapete verde, el cenicero, la botella del agua; la sentencia de muerte había sido aplazada; el combate seguía en el aire; el jurado no parecía haberse puesto de acuerdo.
Gralduke salió de la sala, tomó dos copas de la bandeja de Meeser, se detuvo un instante, indeciso, y miró hacia donde estaba Krohl. Gralduke era alto, corpulento y con más prestancia de la que habrían hecho suponer las bolsas que le colgaban debajo de los ojos; él era quien representaba la justicia, cuidaba de la corrección jurídica del fallo y llevaba las actas. Había estado a punto de hacerse monje; durante dos años había cantado la liturgia gregoriana y seguía gustándole; pero luego volvió al mundo para casarse con una muchacha hermosísima de la que tuvo cinco hijas más hermosas aún; reinaba ahora sobre la región en calidad de presidente supremo; había obtenido la donación de las fincas, había liberado campos, prados y bosques de los agobios en que los tenía el catastro: había convencido en largas discusiones a tercos alcaldes, había tenido que rescatar derechos de pesca en míseros pantanos redimir hipotecas y tranquilizar bancos y compañías de seguros.
Con paso lento volvió a dirigirse al salón de sesiones; la estrecha mano del abad reclamó la presencia de Meeser, el cual desapareció durante algunos minutos, apareció de nuevo, y con voz que hizo resonar toda la galería dijo:
«Tengo orden de comunicar a los señores del jurado que ha terminado el descanso». El primero en comparecer desde el rincón de los nazarenos, fue Krohl; en su rostro se podía leer el sí; Schwebringer fue el único que salió de la sección de los flamencos y holandeses y penetró rápidamente en la sala; Hubrich fue el último; le vi pálido; herido: de muerte, pasó junto a los tres ofendidos sin dejar de menear la cabeza. Meeser cerró la puerta tras él, miró la bandeja, las nueve copas de coñac vacías, hizo sonar despectivamente la menguada recaudación de propinas, yo me acerqué a él y eché en la bandeja una moneda de tres marcos: el sonido que hizo al caer fue duro e inconfundible; asombrados, los tres ofendidos levantaron los ojos; Meeser esbozó una sonrisa y se llevó respetuosamente la mano a la gorra al tiempo que murmuraba: «¡Y pensar que no eres más que el hijo de un sacristán chiflado!».
Ya hacía rato que no se oían pasar coches de caballos por la calle; La Traviata había empezado; los conserjes le alineaban entre legionarios y matronas, y columnas de templo rotas; un griterío irrumpió como un chorro de calor en el frío de la tarde; los periodistas habían vencido la resistencia del primer guardián: el segundo levantaba los brazos en señal de derrota y el tercero dirigía tímidamente la mirada hacia Meeser, el cual trataba de imponer silencio con sordos siseos; un periodista joven, que se había colado junto a Meeser, vino a mí, se limpió la nariz con la manga de la chaqueta y me dijo en voz baja: «La victoria es para usted». En segundo término, esperaban dos cronistas algo más respetables, con sombrero negro y barba, transidos por la emoción de sus ditirambos espirituales y tratando de impedir el avance de la masa menos distinguida: una muchacha con gafas, un escuálido socialista; hasta que el abad abrió la puerta y, corriendo hasta perder el aliento, como un muchacho, se dirigió a mí y me abrazó mientras una voz gritaba: «¡Fähmel, Fähmel!».
Hasta arriba llegaba el griterío de la calle; hacía diez minutos que había dejado de vibrar el alféizar de la ventana, y las operarias sonrientes trasponían el portal llevando consigo su orgullosa sensualidad en la tarde de víspera de fiesta; tarde cálida de otoño, en la que la hierba olería bien junto al muro del cementerio; Gretz, hoy, no había podido vender su jabalí; el hocico ensangrentado estaba negruzco y seco; en el marco caleidoscópico, el terrado del otro lado de la calle: la mesa blanca, el banco de madera verde, la pérgola con las perezosas capuchinas; ¿andarían algún día por allí los hijos de Joseph y los de Ruth, leerían Kabale und Liebe? ¿Acaso había visto alguna vez a Robert en aquel terrado? No, nunca; Robert estaba siempre metido en su habitación, se entrenaba en el jardín, los terrados eran demasiado pequeños para los deportes que él practicaba: béisbol y carrera de los cien metros.
Siempre me dio un poco de miedo, esperaba algo extraordinario, ni siquiera me asombré cuando le reclamó el de los hombros caídos; si pudiera saber cómo se llamaba aquel muchacho que metía los billetitos con los mensajes de Robert en nuestro buzón de cartas; jamás lo supe y Johanna tampoco pudo sonsacarlo a Dröscher; aquel muchacho merece el monumento que me harán a mí; yo no fui capaz de poner en la puerta a Nettlinger ni de prohibir a ese Wakiera que pusiera los pies en la habitación de Otto: ellos fueron quienes trajeron el sacramento del búfalo a mi casa y transformaron en un extraño a mi hijo, a aquel a quien yo más quería, al muchacho que me llevaba conmigo a las obras. ¿Taxi? ¿Taxi? ¿Fue el taxi del año 1936, en el que fui con Johanna al «Anker», en el puerto alto? ¿El taxi del año 1942, en el que la llevé al sanatorio de Denklingen? ¿O el del año 1956, en el que fui con Joseph a Kisslingen para enseñarle el lugar de las obras, aquellas obras en que él, mi nieto, el hijo de Robert y Edith, trabajaría en mi lugar? La abadía estaba destruida, un montón desolador de piedras, polvo y cemento; seguro que Brehmockel, Grumpeter y Wollersein hubieran gozado ante aquel espectáculo; pero yo no gocé en absoluto cuando, en 1945, vi por primera vez aquel montón de escombros; me paseé pensativo por entre las ruinas, aunque más sereno de lo que hubiera cabido esperar de mí; ¿habían esperado verme llorar, indignarme? «Encontraremos al culpable». «¿Por qué?», pregunté yo, «déjenle en paz». Hubiera dado doscientas abadías por poder recuperar a Edith, a Otto o al muchacho desconocido que echaba los billetitos en nuestro buzón de cartas y lo tuvo que pagar tan caro; y aunque nadie aceptaba el cambio, yo me alegraba de haber pagado por lo menos con aquello: un montón de piedras, mi obra de juventud. Era mi ofrenda a Otto y a Edith, a aquel muchacho y al aprendiz de carpintero, a pesar de que sabía que no había de servirles de nada; estaban muertos; ¿aquel montón de ruinas formaba parte de las cosas imprevistas que tanto había anhelado? Los monjes se asombraron de mi sonrisa, y yo me asombré de su indignación.
—¿El taxi? Ya voy, Leonore. Recuerde mi invitación: a las nueve en el café Kroner para celebrar mi cumpleaños. No habrá champaña, lo odio. Llévese las flores que haya en el quiosco del portero, las cajas de cigarros y los telegramas de felicitación y no lo olvide, hija mía: escupa sobre mi monumento.
Eran carteles electorales lo que se imprimía en horas extraordinarias sobre papel blanco; las pilas llenaban la entrada, el primer tramo de la escalera y llegaban hasta la puerta; cada paquete llevaba una muestra pegada encima; todos le sonreían, personajes de muestra en cuyos trajes se distinguían los hilos de cheviot incluso en los carteles: seriedad burguesa y sonrisa burguesa que solicitaban su confianza; jóvenes y viejos, aunque los jóvenes le parecieron más terribles aún que los viejos; con un ademán Fähmel se libró del portero que quería atraerle a su quiosco y hacerle contemplar la abundancia de flores, hacerle abrir telegramas y admirar regalos; subió al taxi, cuya puerta le mantenía abierta el chófer, y dijo en voz baja:
—A Denklingen, por favor, al sanatorio.