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Ya hacía tiempo que no jugaba según las reglas del juego, que no hacía series, ni acumulaba puntos; le daba a una bola, unas veces ligeramente, otras veces con fuerza, aparentemente sin motivo ni finalidad, y la bola, al rozar las otras dos, construía para él una nueva figura geométrica sobre el vacío verde: un cielo estrellado, en el que solo algunos puntos eran móviles como órbitas de cometas; blanco sobre verde, rojo sobre verde, estelas que se iluminaban para apagarse enseguida; débiles ruidos indicaban el ritmo de la figura construida: cinco o seis veces, cuando la bola impulsada rozaba las bandas o las otras bolas; solo unas pocas notas se destacaban de la monotonía, cristalinas o sordas; las líneas del torbellino estaban todas unidas a ángulos, estaban sometidas a leyes geométricas, a leyes físicas: la energía del golpe que Fähmel comunicaba a la bola por medio del taco y un poco de energía de frotación; todo obedecía a medida; se grababa en el cerebro; impulsos que se dejaban transformar en figuras; ningún cuerpo, nada duradero, solo elementos fluctuantes que se borraban con el rodar de las bolas; a menudo, Fähmel se pasaba media hora jugando con una sola bola: blanco sobre verde, estrella única en el firmamento; suave, queda, música sin melodía, pintura sin imagen; apenas color, solo fórmula.

El muchacho pálido vigilaba la puerta, apoyado contra la madera esmaltada de blanco, las manos a la espalda, las piernas cruzadas, vestido con el uniforme violeta del Prinz Heinrich.

—¿No me cuenta nada hoy, doctor?

Fähmel levantó la mirada, dejó el taco, sacó un cigarrillo, lo encendió, miró a la calle, que estaba a la sombra de Sankt Severin. Aprendices, camiones, monjas: vida en la calle, luz grisácea de otoño que la cortina de terciopelo color violeta reflejaba en tonalidades casi argentinas; enmarcados por cortinas de terciopelo, unos huéspedes rezagados desayunaban; en aquella luz, incluso los huevos pasados por agua tenían un aspecto vicioso; con aquella iluminación, incluso los rostros de decentísimas amas de casa parecían depravados. Los camareros vestidos de frac, con mirada de comprensión, parecían belzebús, enviados directos de Asmodeo; y sin embargo, eran solo inocentes afiliados al sindicato de la hostelería, que una vez terminado su trabajo leían ávidamente los artículos de fondo del periódico de su partido; pero aquí parecían esconder sus pezuñas de caballo bajo hábiles construcciones ortopédicas; ¿no asomaba un par de pequeños y elegantes cuernos en sus frentes blancas, encarnadas y amarillas? En los azucareros dorados, el azúcar no parecía azúcar; aquí se producían transformaciones, el vino no era vino, el pan no era pan, todo recibía una luz que lo convertía en el ingrediente de misteriosos vicios; aquí se celebraba un culto; y el nombre de la divinidad no se podía pronunciar, solo se podía pensar.

—¿Contar, dices? ¿Qué quieres que te cuente, muchacho?

Su recuerdo jamás se había apoyado en palabras ni en imágenes, solo en movimientos. Su padre era una manera de andar, aquella elegante curva que describía la pierna derecha del pantalón a cada paso que daba, rápidamente, de tal manera que la prominencia azul marino solo era visible durante un instante, cuando, por la mañana, el padre pasaba frente a la tienda de Gretz, hacia el café Kroner para ir a desayunar; la madre era la figura complicada y humillada que describían sus manos cuando las cruzaba sobre el pecho, cada vez que iba a decir una tontería: que el mundo era muy malo, que había muy pocos corazones limpios; sus manos lo dibujaban en el aire antes de que sus labios lo pronunciaran; Otto era sus piernas al andar cuando atravesaba el vestíbulo de la casa, calzado con sus botas, cuando caminaba calle abajo; enemistad, enemistad, decía el ritmo de su andar por la calle, aquel mismo andar que años antes marcaba otro compás; hermano, hermano. La abuela era aquel gesto que había estado haciendo durante setenta años y que él veía ahora hacer tantas veces al día a su hija; gesto que duraba desde hacía siglos, se transmitía de generación a generación y a él cada vez le daba un sobresalto; Ruth no había conocido a su bisabuela; ¿dónde, pues, había aprendido aquel ademán? Inconscientemente se apartaba el cabello de la frente como lo hacía su bisabuela.

Y se veía a sí mismo agachándose sobre el montón de palas de béisbol para escoger la suya; se veía dando vueltas a la pelota en la mano izquierda hasta tenerla segura y poderla lanzar en el momento decisivo exactamente allí donde quería que fuera a parar; tan alto que el tiempo de caída de la pelota correspondiera exactamente al tiempo que él necesitaba para agarrar fuerte la pala, aunque fuera con la mano izquierda, tomar impulso y darle a la pelota con toda su fuerza y hacerla volar hasta más allá de la meta.

Se veía de pie en los prados de la orilla del río, en el parque, en el jardín, agachándose; levantándose, dándole a la pelota. Todo era cuestión de medida; aquellos imbéciles no sabían que se podía calcular el tiempo de caída, que con los mismos cronómetros se puede medir también el tiempo que se necesita para cambiar la manera de empuñar la pala; y que todo ello respondía a una cuestión de coordinación y de entrenamiento; tardes enteras en los prados, en el parque, en el jardín, entrenándose; los demás no sabían que se podían aplicar unas fórmulas, que existían balanzas en las que se podían pesar las pelotas. Todo era cuestión de un poco de física, un poco de matemáticas y entrenamiento; pero los demás despreciaban aquellas dos asignaturas esenciales y despreciaban el entrenamiento, procuraban hacer trampa, se pasaban semanas enteras discutiendo sobre fórmulas sin pies ni cabeza, navegando por nebulosas de estupidez, navegando incluso sobre Hölderlin; una palabra como «sonda» se convertía, cuando ellos la pronunciaban, en una absurda pasta: algo tan claro como una sonda: una cuerda, un pedazo de plomo, que se echa al agua, y cuando se siente que el plomo ha llegado al fondo se vuelve a sacar la cuerda y se mide en ella la profundidad del agua; pero cuando ellos decían sondear parecía que se oyeran las notas de un órgano estropeado; no sabían jugar a béisbol ni leer a Hölderlin. El corazón eterno se compadece, pero no se ablanda.

Saltaban junto a la base para estorbarle el golpe y gritaban: «¡Anda, Fähmel, dale ya!»; otro grupo correteaba inquieto alrededor de la meta, otros dos jugadores se apostaban mucho más allá del campo, donde solían ir a parar sus pelotas; eran pelotas temibles que generalmente salían a la calle, a la que precisamente aquel momento, aquel sábado de verano de 1935, acababan de salir los briosos caballos bayos por la puerta de la fábrica de cerveza; más allá, en el terraplén de la vía, una locomotora de maniobras echaba pueriles nubecitas blancas al cielo de la tarde; a la derecha, junto al puente, se oía el zumbido de los sopletes de cortar en las atarazanas, se veía sudar a los obreros que hacían horas extraordinarias para terminar un vaporcito para la organización «Kraft durch Freude»; se oía el chisporroteo azulado y de plata sobre el ritmo que marcaban las remachadoras, en los huertos obreros, los espantajos nuevos luchaban en vano contra los gorriones, y pálidos obreros jubilados, con sus pipas apagadas, esperaban ansiosos el día primero de mes… El recuerdo de los gestos que había hecho entonces eran lo único que podía evocar imágenes, palabras y colores; estaba escondido detrás de fórmulas aquel «¡Anda, Fähmel, dale ya!», y él agarraba la pelota exactamente como quería, sin apretarla, entre los dedos y la palma carnosa de la mano; la pelota encontraría la mínima resistencia; tenía ya la pala en la mano, la más larga de todas (nadie se preocupaba por las leyes de la palanca), con el mango envuelto en esparadrapo. Una rápida ojeada al reloj de pulsera: faltaban tres minutos y treinta segundos para que el profesor de gimnasia diera el silbido final y él no había podido encontrar aún la respuesta; ¿cómo era posible que los muchachos del instituto Prinz Otto no hubiesen protestado de que les arbitrara en el partido decisivo su propio profesor de gimnasia? Se llamaba Bernhard Wakiera, pero ellos le llamaban solo Ben Wackes, y tenía un aspecto melancólico, era regordete, se rumoreaba que amaba platónicamente a los muchachos, le gustaban los pasteles de nata y las películas dulzonas y románticas en que muchachos rubios y fuertes atravesaban ríos a nado y luego se tendían en los prados en espera de aventuras, con una brizna de hierba en la boca y mirando fijamente al cielo azul; a ese Ben Wackes le gustaba sobre todo una reproducción de la cabeza de Antinoo, que solía acariciar en su casa, entre árboles de la goma y estantes llenos de libros de gimnasia, aunque figuraba que solo le quitaba el polvo; Ben Wackes, que llamaba «muchachitos» a sus preferidos y «chicos» a los demás.

—Dale ya, chico —dijo siseando, temblándole la barriga y con el pito en la boca.

Pero todavía faltaban tres minutos y tres segundos hasta la señal de final de partido, trece segundos demasiado pronto; si tiraba ahora, daría tiempo a que tirara todavía el otro, y Schrella, que esperaba que le relevaran allí arriba en la meta, tendría que correr otra vez, y los otros tendrían una nueva ocasión de echarle la pelota, con toda su fuerza, a la cara, contra las piernas, contra los riñones; Fähmel se lo había visto hacer tres veces: alguno de los muchachos del equipo contrario tocaba a Schrella con la pelota y entonces Nettlinger, que jugaba en su bando, igual que Schrella, recogía la pelota, tocaba al adversario, devolviéndole sencillamente la pelota, y este arremetía de nuevo contra Schrella, que se retorcía de dolor; Nettlinger volvía a tomar la pelota y se la pasaba directamente al adversario, el cual se la tiraba a Schrella a la cara… y Ben Wackes estaba allí, silbaba cuando tocaban a Schrella, silbaba cuando Nettlinger pasaba la pelota al adversario, silbaba mientras Schrella intentaba escaparse; todo había pasado como una exhalación: la pelota volaba de aquí para allá. ¿Fue él el único que se dio cuenta? Entre todos aquellos espectadores que esperaban ansiosos el final del partido, con sus banderitas y sus gorras de colores, ¿ni uno solo lo había visto? Dos minutos y cincuenta segundos antes del final, estaban 34 a 29 a favor del Prinz Otto; ¿acaso era por eso, que solo él había visto, que habían aceptado por árbitro a Ben Wackes, su propio profesor de gimnasia?

—Pero tira ya de una vez, chico; faltan solo dos minutos para que pite el final.

—Dos minutos y cincuenta segundos faltan —replicó él; y echó la pelota al aire, empuñó rápidamente la pala y pegó. Se dio cuenta de que había logrado uno de sus tiros fantásticos, se lo dijo el ímpetu del golpe, la vibración de la pala; siguió la pelota con la mirada, pero la perdió de vista, oyó el «¡ah!», del gentío, un «¡ah!» inmenso que se extendió y dilató como una nube; vio a Schrella que se acercaba renqueando, venía despacio, tenía el rostro Cubierto de manchas amarillas y huellas de sangre alrededor de la nariz; los listeros contaron: siete, ocho, nueve; el resto del equipo pasó con lentitud provocadora junto a Ben Wackes, enfurecido; habían ganado el partido, el triunfo era indiscutible, y él se había olvidado de echar a correr y ganar todavía un punto más; los del Prinz Otto seguían buscando la pelota, se metían por entre las hierbas, más allá de la carretera, junto a la pared de la fábrica de cerveza: el silbido final de Ben Wackes delataba su ira. «37 a 34 a favor del Ludwigsgymnasium», anunciaron los listeros. El ¡ah! se hinchó hasta convertirse en ¡Hurra!, haciendo temblar el campo, mientras él recogía su pala, la hundía en la hierba, levantaba un poco el mango y luego lo bajaba hasta alcanzar el ángulo deseado; entonces apoyó el pie sobre la parte más débil de la pala, donde la madera se estrechaba al terminar el mango; algunos escolares le rodeaban asombrados, mudos de estupor; se daban Cuenta de que aquello era un acto simbólico, de que se rompía la famosa pala de Fähmel; la rotura hacía saltar astillas blancas como la muerte; los chiquillos se peleaban por tener una reliquia, se pegaban por las astillas, se arrancaban de las manos los trozos de esparadrapo; Fähmel miró con horror aquellos rostros acalorados y estúpidos, aquellos ojos que brillaban excitados y llenos de admiración y sintió la barata amargura de la fama, allí, aquella tarde de verano, el 14 de julio de 1935, aquel sábado, en el suburbio, sobre la hierba pisoteada, en la que precisamente en aquel momento Ben Wackes obligaba a los pequeños del Ludwig a recoger las banderitas que jalonaban el campo. Alá abajo, detrás de la carretera, junto a la pared de la fábrica de cerveza, se veían aún las camisetas azul-amarillo; los del Prinz Otto seguían buscando la pelota; luego atravesaron indecisos la carretera y se reunieron en el centro del campo, formaron en fila, esperándole a él, el capitán del equipo, esperando que gritara el ¡hipp-hipp-hurra! ritual. Fähmel se acercó pausadamente a las filas, Schrella y Nettlinger estaban en la misma, uno al lado del otro, no parecía que hubiese ocurrido nada, nada, mientras, detrás de él, los alumnos de los primeros cursos seguían peleándose por un recuerdo; Fähmel siguió avanzando; la admiración de los espectadores le producía una especie de repugnancia física. Por tres veces gritó: ¡hipp-hipp-hurra!; los del Prinz Otto se retiraron como perros apaleados para ir a buscar la pelota; no encontrarla era considerado como una afrenta para toda la vida.

—No obstante, Hugo, yo sabía el valor que daba Nettlinger al triunfo: hay que ganar cueste lo que cueste, había dicho; pero había sido él, precisamente, quien había puesto en peligro nuestro triunfo únicamente para dar oportunidad a un adversario a que tirara varias veces contra Schrella; y yo estaba seguro de que Ben Wackes estaba de acuerdo con ellos; yo era el único que lo había visto.

Al acercarse a los vestuarios tenía miedo, miedo de Schrella y de lo que le diría. De pronto, el tiempo había refrescado, la niebla se había levantado en los prados y, avanzando desde el río, envolvía como una capa de algodón la casa donde estaban los vestuarios. ¿Por qué, por qué le hacían estas cosas a Schrella? Cuando bajaba la escalera para ir al recreo, le habían hecho la zancadilla y él había dado con la cabeza en el borde metálico de los peldaños, y uno de los brazos de níquel de sus gafas se le había clavado en la perilla de la oreja; Wackes había tardado la mar en llegar con el botiquín que se guardaba en la sala de profesores. Nettlinger, con cara de sarcasmo, le sostenía tirante la cinta de esparadrapo para que pudiera cortar un trozo. Y cuando regresaba a casa, le atacaron por sorpresa, le metieron a empellones en un portal, le apalizaron entre cubos de basura y coches de bebés, y luego le empujaron escaleras abajo hacia la oscuridad del sótano, donde se quedó largo rato con el brazo roto, envuelto en olor a carbón, a patatas grilladas, contemplando unos polvorientos botes de conservas, hasta que un muchacho, al que habían mandado a buscar manzanas, le encontró y llamó a los vecinos. Solo había unos cuantos que no colaboraban: Enders, Drischka, Schweugel y Holten.

En otro tiempo había sido amigo de Schrella; juntos iban a visitar a Trischler, que vivía en el puerto bajo, donde el padre de Schrella hacía de camarero en la taberna del padre de Trischler; jugaban en las viejas barcazas, en los pontones desguazados, pescaban desde las barcas.

Fähmel se quedó plantado delante de los vestuarios oyendo las voces desordenadas y roncas, que, en mítica excitación, comentaban la fantástica trayectoria de la pelota, como si hubiese desaparecido a distancias sobrehumanas.

—Yo la he visto volar, he visto como volaba, volaba… como una piedra salida de la honda de un gigante.

Yo la he visto, la pelota que ha tirado Robert.

Yo la he oído, la pelota que ha tirado Robert.

No la encontrarán, la pelota que ha tirado Robert.

Todos se callaron al verle entrar; en aquel súbito silencio se adivinaba el miedo; tenían un respeto casi supersticioso por aquel que había hecho lo que nadie creería, lo que a nadie se podría comunicar; ¿quién sería capaz de presentarse como testigo del curso que había seguido la pelota?

Rápidamente, descalzos, con las toallas sobre los hombros, se precipitaron hacia las duchas; solo Schrella se quedó, y hasta aquel momento Robert no se dio cuenta de que Schrella no se duchaba nunca después de haber jugado un partido; jamás se quitaba la camiseta; estaba allí sentado en el taburete, con una mancha amarilla y otra azul en el rostro, todavía se veía húmeda la región de la boca, donde se había lavado las huellas de sangre; y le había cambiado de color la piel del brazo, allí donde le había tocado la pelota, aquella pelota que los del Prinz Otto aún seguían buscando; estaba sentado allí, se bajó las mangas de la camisa desgastada de tanto lavarla, se puso la chaqueta, se sacó un libro del bolsillo y leyó: Al anochecer cuando las campanas tocan a paz.

Era incómodo estar solo con Schrella, aceptar las gracias de aquellos ojos fríos, incluso demasiado fríos para poder expresar odio: un solo movimiento de los párpados, una leve sonrisa para indicar el agradecimiento al salvador que había tirado la pelota; y él le devolvió la sonrisa, con la misma levedad; se proponía desaparecer rápidamente, sin ducharse; alguien había grabado en el revoque de la pared, encima de su cajón: «Pelota de Fähmel, 14 de julio de 1935».

Olía a cuero de aparatos de gimnasia, a tierra seca, pegada a pelotas de fútbol, pelotas de balonmano, pelotas de béisbol: seca y caída luego en las rendijas del suelo de cemento; en los rincones había sucias banderitas blanco-verdes, redes de pelotas estaban colgadas a secar; un remo astillado, un enorme diploma detrás de un cristal roto: «A los pioneros del deporte del fútbol, a la Unterprima del Ludwigsgymnasium, 1903. El Presidente del gobierno regional». El grupo fotográfico estaba enmarcado por una orla de laurel impresa y aquellos muchachos musculosos de dieciocho años, nacidos en 1885, bigotudos, con un optimismo animal, parecían contemplar el futuro que les reservaba el destino: pudrirse en Verdún, desangrarse en los pantanos del Somme o, enterrados en un cementerio de héroes junto a Château-Thierry, ser, cincuenta años más tarde, pretexto a frases de reconciliación que unos turistas, a su paso hacia París, emocionados por los recuerdos que evoca el lugar, escribirían en un libro de visitantes ilustres, descolorido por la lluvia. Olía a hierro, olía a virilidad naciente; de fuera entraba la niebla húmeda que subía en suaves flecos por los prados de la orilla; arriba, de la taberna, llegaba un confuso rumor de sonoras voces de hombres en su fin de semana, risas estridentes de camareras, tintineo de vasos de cerveza, mientras al otro extremo del pasillo empezaba ya la actividad de los jugadores de bolos, rodaban bolas, caían bolos, y resonaban ¡ah! de triunfo, y ¡oh! de desilusión pasillo acá hasta los vestuarios.

Parpadeando en la penumbra, con los hombros encogidos por el frío, Schrella estaba sentado allí, sin poder retrasar ya por más tiempo el momento de marcharse; comprobó una vez más la posición de su corbata, se alisó las últimas arrugas del cuello de la camisa de deporte —correcto, siempre correcto— volvió a esconder los cordones de los zapatos y contó el dinero que llevaba en el monedero para el viaje de regreso; los primeros salían ya de las cabinas de las duchas hablando de «la pelota que había tirado Robert».

—¿Vienes?

—Vamos.

Subieron los desgastados peldaños de cemento, en los que todavía quedaban residuos de la primavera, papeles de caramelos, cajetillas vacías de cigarrillos; subieron hasta el muelle, donde unos remeros sudorosos izaban una barca sobre el paseo de cemento, y echaron a andar en silencio por el dique, que corría por encima de bajas capas de niebla que formaban como un río; sirenas de barco, luces encarnadas o verdes en los puentes de señales de los buques; en las atarazanas se veían brotar chispas rojas que dibujaban figuras sobre el fondo gris; caminaron en silencio hasta llegar al puente, subieron por el paso cubierto y oscuro, en el que los muchachos que volvían de los baños habían testimoniado sus ansias con grabados sobre la arenisca roja; el estruendo de un tren de carga que pasaba por el puente de arriba les ahorró, durante algunos minutos, la obligación de hablar; toneladas de escoria eran transportadas a la orilla occidental del río, oscilaban linternas de maniobra; obedeciendo a los silbidos, el tren hacía marcha atrás por la vía conveniente; abajo, por entre la niebla, se deslizaban hacia el norte buques cuyas sirenas advertían quejumbrosamente peligro de muerte, y su mugido corría nostálgico a lo largo del agua: ruidos que, por fortuna, impedían hablar.

—Y me paré, Hugo, me asomé al parapeto, cara al río, saqué unos cigarrillos del bolsillo, ofrecí uno a Schrella, él me dio fuego, y fumamos en silencio, mientras, detrás de nosotros, el tren salía del puente a sacudidas; a nuestros pies, unas barcas de transporte se deslizaban silenciosamente hacia el norte, su marcha suave se oía a través de la capa de niebla; solo de vez en cuando se veían un par de chispas que salían de la chimenea de una cocina de barco; todo se quedaba callado por algunos minutos, hasta que la próxima barca se deslizaba quedamente debajo del puente, hacia el norte, hacia el norte, hacia las nieblas del mar del Norte… y yo tenía miedo, Hugo, porque ahora le tendría que preguntar, y si hacía la pregunta, me enredaba, estaba enredado y jamás podría ya salirme; debía ser un secreto terrible aquel por el cual Nettlinger había puesto en peligro el triunfo y los muchachos del Prinz Otto habían aceptado a Ben Wackes como árbitro: el silencio era casi completo en aquel momento, daba a aquella inevitable pregunta un peso extraordinario, un carácter de eternidad, y yo ya me disponía a despedirme de todo, Hugo, aunque todavía no sabía hacia dónde ni por qué, me despedía del sombrío campanario de Sankt Severin que sobresalía de la estrecha capa de niebla, me despedía de la casa de mis padres, que no estaba lejos de aquel campanario, donde, en aquel momento, mi madre daba los últimos retoques a la mesa de la cena, disponía los cubiertos de plata, arreglaba con manos cuidadosas las flores del jarrito, cataba el vino: ¿estaba bastante fresco, el blanco?, ¿no lo estaba demasiado, el tinto? Sábado, celebrado con sabática solemnidad; abría el misal, en el que leía el comentario a la liturgia del domingo para explicárnosla con voz suave, que evocaba un perpetuo adviento: voz de apacienta mis ovejas; me despedía de mi habitación, que daba al jardín de atrás, donde los árboles viejos lucían todo el esplendor de su follaje, donde yo me hundía apasionadamente en las fórmulas matemáticas, en las severas curvas de las figuras geométricas, en el ramaje claro e invernal de las líneas esféricas, salidas de mi compás, de mi pluma de tinta china: allí dibujaba yo las iglesias que más tarde construiría. Schrella tiró la colilla en la capa de niebla que había debajo de nosotros; en ligeras espirales, el fuego rojo se perdió en el vacío; Schrella se volvió hacía mí sonriendo, esperando la pregunta que yo todavía no le había hecho y sin dejar de menear la cabeza.

La cadena de faroles se dibujaba con precisión sobre la capa de niebla, a lo largo de la orilla opuesta.

—Ven —dijo Schrella—, están allí, ¿no los oyes?

Yo los oía perfectamente, la acera trepidaba bajo sus pasos; hablaban de lugares de vacaciones, donde irían dentro de poco: Allgäu, Westerwald, Bad Gastein, mar del Norte, hablaban de la pelota que había tirado Robert. Caminando, la pregunta no resultaba tan difícil.

—¿Por qué? —le dije—, ¿por qué? ¿Eres judío?

—No.

—¿Pues qué eres?

—Somos corderos —dijo Schrella—, hemos jurado no comer nunca del sacramento del búfalo.

—Corderos —la palabra me daba miedo—. ¿Sois una secta? —le pregunté.

—Quizás.

—¿Un partido político?

—No.

—Yo no podré —le dije—, yo no puedo ser cordero.

—¿Quieres comer del sacramento del búfalo?

—No —contesté.

—Hay pastores —dijo Schrella—, hay pastores que no abandonan a sus rebaños.

—Corre —le dije yo—, corre están muy cerca ya.

Bajamos por el oscuro paso cubierto del lado de occidente, y yo dudé todavía un instante cuando llegamos a la carretera; el camino de mi casa era el de la derecha, el camino de Schrella era el de la izquierda, pero yo le seguí hacia la izquierda, donde el camino torcía hacia la ciudad, pasando entre almacenes de maderas, montones de carbón y jardines obreros. Nos paramos después de la primera vuelta, profundamente hundidos en la estrecha faja de niebla, observamos las sombras de los compañeros de escuela que, arriba en el puente, se movían como sombras chinescas, oímos el ruido de sus pasos, de sus voces cuando bajaban por el paso cubierto, eco amenazador de zapatos claveteados, y una voz gritó: «Nettlinger, Nettlinger, espérame». La voz estentórea de Nettlinger proyectó un eco brutal a lo largo del río y volvió a nosotros, devuelta por los pilares del puente y, detrás de nosotros, se perdió en jardines y tinglados, la voz de Nettlinger que gritaba: «¿Dónde está nuestro corderito y su pastor? ¿Dónde se han metido?». Risas, reflejadas de múltiples formas, cayeron como tiestos rotos sobre nosotros.

—¿Has oído? —preguntó Schrella.

—Sí —le contesté—. Cordero y pastor.

Contemplamos las sombras de los rezagados, que pasaban por la acera; sus voces, roncas en el paso cubierto, se volvieron más claras al salir a la calle, repercutieron en los pilares del puente, «la pelota que ha tirado Robert».

—Dame más detalles —le dije a Schrella—, necesito saber más detalles.

—Te lo voy a enseñar —dijo Schrella—, ven. —Anduvimos a tientas entre la niebla, seguimos unas alambradas; llegamos a una empalizada que olía todavía a madera fresca y brillaba con reflejos amarillentos; una bombilla colgada sobre una puerta cerrada iluminaba una placa esmaltada: «Michaelis, Carbones, Coques, Aglomerados».

—¿Recuerdas el camino? —me preguntó Schrella.

—Sí —contesté yo—, hace siete años lo hacíamos juntos muchas veces para ir a jugar a casa de Trischler. ¿Qué ha sido de Alois?

—Es marinero como su padre.

—¿Y tu padre sigue de camarero allá abajo en la taberna de los marineros?

—No, ahora trabaja en el puerto alto.

—Has dicho que me enseñarías más detalles.

Schrella se sacó el cigarrillo de la boca, se quitó la chaqueta, se bajó los tirantes del pantalón, se levantó la camisa y volvió la espalda hacia la tenue luz de la bombilla: su espalda estaba cubierta de cicatrices diminutas, rojizas y azuladas, del tamaño de una alubia…, sembrada, pensé yo, eso sería más exacto.

—¡Dios mío! —exclamé—, ¿qué es esto?

—Esto es Nettlinger —contestó él—, lo hacen allá abajo en el viejo cuartel de la Wilhelmskuhle. Ben Wackes y Nettlinger. Lo llaman policía auxiliar; me cogieron en una razzia que hicieron por el barrio del puerto en busca de mendigos: detuvieron treinta y ocho mendigos en un día, uno de ellos fui yo. Nos interrogaron con el látigo de alambre espinoso. Me gritaban: «confiesa que eres un mendigo», y yo dije: «sí, lo soy».

Algunos huéspedes rezagados estaban todavía desayunando, bebían jugo de naranja, lo chupaban como si fuera una bebida viciosa; el pálido muchacho estaba apoyado a la puerta como una estatua, el terciopelo violeta de su uniforme ponía reflejos casi verdes sobre la tez de su rostro.

—Hugo, Hugo, ¿oyes lo que te estoy contando?

—Sí, doctor, palabra por palabra.

—Tráeme un coñac, por favor, un coñac doble.

—Sí, doctor.

El tiempo se enfrentó duramente con él al bajar la escalera hacia el restaurante: el calendario de grandes dimensiones que debía arreglar cada mañana; dar la vuelta al enorme número de cartón, meterlo debajo del mes, del año: 6 de septiembre de 1958. La cabeza le daba vueltas, todo aquello había ocurrido mucho tiempo antes de que él naciera, le llevaba a varios decenios, a medio siglo atrás: 1885, 1903 y 1935; todo eso estaba oculto detrás del tiempo y, sin embargo, presente; sonaba con la voz de Fähmel, que se apoyaba en la mesa de billar y miraba a la plaza de Sankt Severin. Hugo se agarró al pasamano, respiró profundamente como alguien que sale a flote, abrió los ojos y dio un salto para esconderse detrás de la gran columna.

Ella bajaba la escalera, descalza, vestida como una pastora, con olor a estiércol de oveja en el andrajoso ropón que le colgaba del cuello y le caía sobre las caderas. Ahora comería sopas de cebada, pan negro y un puñado de nueces, bebería leche de oveja, que le conservaban fresca en la nevera; ella misma se traía la leche en termos, traía estiércol de oveja en una cajita, y luego lo utilizaba como perfume de su áspera ropa interior, tejida de lana natural; después del desayuno permanecía durante horas en el vestíbulo haciendo calceta, iba de vez en cuando al bar a buscarse un vaso de agua, fumaba tabaco negro en su pipa, y estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas, de manera que se le veían las sucias callosidades de los pies, recibía a sus apóstoles, que, vestidos como ella, oliendo como ella, la rodeaban, sentados con las piernas cruzadas sobre la alfombra, haciendo calceta, abriendo, de vez en cuando, unas cajitas, que les había dado la maestra, husmeando estiércol de oveja como si fueran preciosos aromas; a intervalos, carraspeaba, y su voz de niña preguntaba desde lo alto del sofá: «¿Cómo salvaremos al mundo?». Y los discípulos y discípulos contestaban: «Por medio de lana de oveja, piel de oveja, leche de oveja… y haciendo calceta». Ruido de agujas, silencio, un joven se precipitaba al bar y traía agua fresca a la maestra, y aquella voz de niña volvía a preguntar desde lo alto del sofá: «¿Dónde se esconde la salvación de mundo?», y todos contestaban: «En la oveja». Y se abrían cajitas y se husmeaba con éxtasis el estiércol, mientras se disparaban «flashes» y lápices periodísticos garrapateaban en blocs.

Hugo se retiró lentamente más aún, mientras ella, dando la vuelta a la columna, se dirigía al comedor; le tenía miedo, había visto demasiadas veces como sus tiernos ojos se endurecían cuando se quedaba sola con él, cuando lo pillaba por la escalera o se hacía llevar leche a la habitación, donde él la encontraba con el cigarrillo en la boca, y ella le arrancaba el vaso de leche de la mano, lo vaciaba riendo por el desagüe, se escanciaba un coñac y se le acercaba con la copa en la mano, mientras él iba retirándose poco a poco hacia la puerta. «¿No te ha dicho todavía nadie que tienes una cara que vale más que el oro, que el puro, oro, muchachito? ¿Por qué no quieres ser el corderito de Dios de mi nueva religión? Haré de ti un gran hombre, rico, ante quien se arrodillará la gente en hoteles más lujosos aún que este. ¿Aún no llevas bastante tiempo aquí para saber que su aburrimiento solo puede colmarse con una nueva religión, una religión que cuando más necia sea, mejor…? ¡Vete, eres demasiado idiota!».

Hugo la siguió con la mirada mientras ella, con rostro impertérrito, se hacía abrir la puerta del comedor por el camarero; todavía le latía el corazón cuando salió de detrás de la columna y bajó lentamente al restaurante.

—Un coñac para el doctor, un coñac doble.

—Ha habido bronca en la casa por culpa de tu doctor.

—¿Cómo, bronca?

No sé, me parece que le andan buscando con urgencia, a tu doctor. Aquí tienes tu coñac, y márchate cuanto antes, porque hay por lo menos diecisiete mujeres, jóvenes y viejas, que han preguntado por ti; lárgate ya, que por allí baja otra.

Ella tenía el aspecto de haber bebido hiel pura para desayunar; vestía un traje dorado, zapatos dorados, gorro y manguito de piel de león. Su aparición emanaba repugnancia, y había supersticiosos entre los huéspedes que se tapaban la cara al verla aparecer. Había camareras que se marchaban por ella, había camareros que se negaban a servirla, pero él, en cuanto lo pillaba tenía que quedarse horas enteras jugando con ella a la canasta; sus dedos eran como garras de gallina; lo único que había de humano en ella era el cigarrillo en la boca. «El amor, hijo mío, jamás he sabido lo que era; no hay nadie que no me deje sentir que le doy asco; mi madre me maldecía siete veces al día, me gritaba su asco a la cara; mi madre era guapa y joven, y también eran jóvenes y guapos mi padre y mis hermanos; me habrían envenenado si hubiesen tenido el valor de hacerlo; decían: no deberían nacer cosas así. Vivíamos arriba en la torre amarilla que hay sobre la fábrica de acero; por la noche, miles de obreros salían de la fábrica, les esperaban muchachas y mujeres y, riendo, bajaban por la calle sucia; yo soy capaz de ver, oír, sentir y oler como las demás personas, sé escribir, leer, contar y paladear… tú eres la primera persona que ha resistido más de media hora de estar conmigo, ¿me oyes?, la primera».

Arrastrando consigo el horror, el hálito de la desgracia, echó la llave de su cuarto sobre la mesa de recepción y gritó a la cara del botones que en aquel momento sustituía a Jochen: «¿Y Hugo?, ¿dónde está Hugo?», y al ver que el botones se encogía de hombros, se dirigió a la puerta giratoria, y el conserje que ponía en marcha la puerta bajó la mirada, y ella, en cuanto hubo salido, se cubrió el rostro con un velo.

«Dentro no lo llevo, muchacho, quiero que vean algo por el dinero que pagan, quiero que me miren a la cara por el dinero que pago yo, pero esos de ahí fuera no se lo merecen».

—El coñac, doctor.

—Gracias, Hugo.

Hugo apreciaba a Fähmel que iba todas las mañanas a las nueve y media, le permitía dejar el trabajo hasta las once y le había dado ya una impresión de eternidad. ¿No había sido siempre así, no había estado él ya siglos antes en el marco de la puerta esmaltada de blanco, con las manos cruzadas a la espalda, mirando jugar, escuchando las palabras que le transportaban sesenta años atrás, veinte años adelante, otra vez diez años atrás y, de pronto, le lanzaban a la realidad de la hoja de calendario que había fuera en la escalera? Blanco sobre verde, rojo sobre verde, rojo-blanco sobre verde, siempre dentro de aquel marco que solo encerraba dos metros cuadrados de paño verde; aquello era limpio, seco, y exacto; entre las nueve y media y las once, bajar dos veces, tres veces, la escalera para ir a buscar un coñac doble; aquí el tiempo no era una magnitud en la que se pudiera leer algo; quedaba absorbido por aquel rectángulo verde de papel secante; los relojes daban en vano, las manecillas se movían en vano, huían con absurda prisa de sí mismas para no ir a ninguna parte; cuando llegaba Fähmel, había que dejarlo todo como estaba, abandonarlo todo, precisamente en el momento en que hubiera habido más trabajo; se van unos huéspedes, llegan otros; él tenía que estar allí hasta que dieran las once en el campanario de Sankt Severin. Pero ¿cuándo, cuándo daban las once? Espacios sin aire, relojes sin tiempo, Hugo se había hundido aquí, viajaba por el fondo de océanos, la realidad no podía penetrar, se quedaba, fuera aplastada como contra un acuario, o contra el cristal de un escaparate, perdía sus dimensiones, solo le quedaba una: era plana, como recortada en un libro de dibujos para niños; todos llevaban sus vestidos como si fueran provisionales, como aquellos muñecos de cartón recortado, zapateaban inútilmente contra paredes más gruesas que siglos de vidrio; a lo lejos, las sombras de Sankt Severin, más lejos aún, la estación, y los trenes, todo era irreal: los D y los F y los E, los FD y los TEE y los FT llevaban maletas a las oficinas de aduanas; lo único real eran las tres bolas de billar que rodaban sobre el papel secante verde formando constantemente nuevas figuras: infinitud, contenida en mil fórmulas sobre dos metros cuadrados: Fähmel la creaba con su taco, mientras su voz se perdía en los tiempos.

—¿Tiene continuación, esa historia, doctor?

—¿Quieres oírla?

—Sí, señor.

Fähmel sonrió, bebió un sorbo de coñac, encendió el cigarrillo, tomó el taco en la mano y le dio a la bola roja: rojo y blanco rodaban sobre verde.

—Una semana después, Hugo…

—¿Después de qué?

Fähmel volvió a sonreír.

—Después de aquel partido de béisbol, después de aquel 14 de julio de 1935, que habían grabado en el revoque encima del cajón de zinc, una semana después me alegré de que Schrella me hubiese hecho recordar el camino que conducía a casa de Trischler. Yo estaba apoyado en la barandilla de la vieja casilla de la báscula, en el puerto bajo; desde allí podía ver perfectamente el camino que corría junto a barracas de madera y depósitos de carbón, bajaba hacia un almacén de materiales de construcción y desde allí se dirigía al puerto, cerrado por una reja de hierro oxidado y que servía ya solo de cementerio de embarcaciones. Hacía siete años que había estado allí por primera vez, pero también hubieran podido ser cincuenta; cuando con Schrella íbamos todavía a ver a Trischler, tenía trece años; largos remolcadores anclaban por la noche en la escarpa, mujeres de pescadores, con sus cestas de la compra, bajaban a tierra por inseguras pasarelas; mujeres de cara fresca y ojos esperanzados; detrás de las mujeres venían hombres deseosos de cerveza y de periódicos; la madre de Trischler, excitada, pasaba revista a su mercancía: coles y tomates, cebollas plateadas, colgadas en manojos en la pared, y más allá, los pastores azuzaban a sus perros con gritos de mando breves y concisos, para que llevaran las ovejas al corral; al otro lado —en esta orilla, Hugo— brillaban los faroles de gas, una luz amarillenta llenaba los globos blancos, cuya serie se extendía por el norte hasta el infinito; el padre de Trischler encendía las luces del jardín de la taberna, y el padre de Schrella, con la servilleta doblada sobre el antebrazo, se dirigía a la casa de la sirga, donde nosotros los muchachos, Trischler, Schrella y yo, picábamos hielo y lo poníamos sobre las cajas de cerveza.

Ahora —hacía siete años de aquello, Hugo, aquel día 21 de julio de 1935— la pintura de todas las empalizadas se había descascarillado, y vi que en el almacén de carbón de Michaelis solo habían renovado la puerta; detrás de la verja se estaba desmoronando un gran montón de aglomerados. Volví a reseguir con la mirada todas las curvas del camino para asegurarme de que nadie me había seguido; estaba cansado, sentía las heridas en mi espalda, punzadas de dolor como latidos; durante diez minutos, la calle había estado desierta; yo contemplaba la franja de agua limpia y movida que unía el puerto alto con el bajo; no se veía ninguna barca; miré al cielo, no vi ningún avión y pensé: parece que te tomas muy en serio si te figuras que enviarán aviones en tu busca.

Lo había hecho, Hugo, había ido con Schrella al pequeño café Zons, en la Boisserestrasse, donde se reunían los corderos, había dado al tabernero el santo y seña: Apacienta mis corderos, y había jurado a una muchacha que se llamaba Edith, le había jurado a la cara, que jamás comería del sacramento del búfalo; luego había pronunciado un discurso, en la oscura trastienda, había pronunciado palabras que no sonaban a cordero, sino más bien a sangre, a revolución y a venganza, venganza por Ferdi Progulske, a quien habían ejecutado aquella mañana; los que estaban sentados escuchándome alrededor de la mesa parecían decapitados; tenían miedo y sabían ahora que la seriedad de los niños no es menos seria que la de las personas mayores; miedo y la certidumbre de que Ferdi estaba efectivamente muerto; tenía diecisiete años, corredor de los cien metros, aprendiz de carpintero, yo solo le había visto cuatro veces y no le había de olvidar en toda la vida: dos veces en el café Zons y dos veces en mi casa; Ferdi se había metido secretamente en casa de Ben Wackes y le había tirado una bomba a los pies, en el momento en que salía de su dormitorio; Ben Wackes solo tenía algunas quemaduras en los pies, se había roto un espejo del ropero, olía a pólvora negra, a necedad, Hugo, a arrogancia infantil, ¿oyes?, ¿me oyes de verdad?…

—Sí, le oigo.

—Yo había leído a Hölderlin: El corazón eterno se compadece, pero no se ablanda, y Ferdi solo había leído a Karl May, que parecía predicar la misma arrogancia: necedad, pagada bajo el hacha del verdugo; al amanecer, mientras las campanas tocaban a misa primera, mientras los aprendices de panadero untaban panecillos y los metían en bolsas de tejido, metras aquí en el hotel Prinz Heinrich se servía el desayuno a los primeros huéspedes, mientras gorjeaban los pájaros, mientras las muchachas de la leche, calzadas con zapatos de suela de crêpe, se deslizaban silenciosamente en los portales para dejar las botellas de la leche sobre las limpias alfombrillas de coco, unos ordenanzas motorizados recorrían la ciudad, de una columna de anuncios a otra, pegando carteles con orla encarnada: «Condena a muerte. El aprendiz Ferdinand Progulske». Y lo leían madrugadores y tranviarios, escolares y maestros, todos aquellos que, por la mañana, con su bocadillo en el bolsillo, corren a pillar el tranvía, sin haber tenido tiempo de abrir el periódico local, que lo anunciaba en forma de gacetilla: «A modo de escarmiento», y lo había leído yo, yo, Hugo, cuando iba a subir al 7 allí delante, en la esquina.

La voz de Ferdi por teléfono, ¿había sido ayer o anteayer?: «Quedamos que vienes, ¿no?, al café Zons». Pausa. «¿Vendrás o no vendrás?». «Sí, iré».

Enders intentó todavía agarrarme por la manga y obligarme a subir al tranvía, pero yo me solté de un tirón, esperé a que el tranvía hubiese desaparecido por la esquina y corrí a la parada de dirección contraria, donde pasa hoy todavía el 16; el tranvía atravesó unos pacíficos suburbios en dirección al Rin, luego abandonó el Rin y, entre canteras y barracas, llegó finalmente a desvío de la estación término. Debería ser invierno, pensaba yo entonces, invierno, frío y lluvioso, el cielo debería estar cubierto, entonces resultaría más soportable, pero allí donde estuve deambulando horas y horas por entre jardines y huertos, veía albaricoques y guisantes, tomates y coles, oía el tintineo de las botellas de cerveza, la campanilla del vendedor de helados, parado en una encrucijada y llenando de helado de vainilla unos barquillos quebradizos; no era posible hacer aquello, pensaba yo, no era posible comer helados, beber cerveza, mirar si los albaricoques estaban maduros, mientras Ferdi…

Hacia mediodía, eché mi bocadillo a unas tristes gallinas, que, en el patio de un trapero, trazaban imprecisas figuras geométricas en el estercolero; por una ventana oí una voz femenina que decía: «Este muchacho, ¿lo has leído?, le han…», y una voz masculina contestó: «Maldita sea, cállate, ya lo sé…». Yo arrojé mi pan a las gallinas y eché a correr, me perdí entre terraplenes y zanjas de drenaje y, quién sabe dónde, volví a encontrar una estación término, subí al tranvía, atravesé suburbios, que me eran desconocidos, me apeé, volví los bolsillos de mi pantalón del revés; un poco de pólvora negra se esparció sobre un pavimento gris; eché a correr, encontré nuevos tinglados, nuevos terraplenes, fábricas, jardincillos, casas, un cine, cuya taquilla se abría en aquel momento. ¿Las tres? Exactamente las tres. Cincuenta pfennig. Yo era el único espectador de la sesión; el calor pesaba sobre el techo de hojalata; amor, sangre, un amante engañado sacaba el puñal; quedé dormido, no desperté hasta que unos espectadores ruidosos penetraron en la sala para la sesión de las seis; salí tambaleándome. ¿Dónde estaba mi cartera de colegial? ¿Había quedado en el cine? ¿O en las afueras, junto a aquel montón de grava donde había estado sentado tanto rato contemplando los camiones que goteaban? ¿La habría olvidado, allí donde eché mi bocadillo a aquellas pobres gallinas? La voz de Ferdi por teléfono ¿había sido: ayer o anteayer?: «Quedamos que vienes, ¿no?, al café Zons». Pausa. «¿Vendrás o no vendrás?». «Sí, iré».

Cita con un decapitado. Necedad que en aquel momento ya se me hacía valiosa porque el precio había sido tan elevado; Nettlinger me esperaba delante del café Zons; me llevaron a la Wilhelmskuhle, me azotaron con el látigo de alambre espinoso; unos surcos diminutos se abrían en mi espalda; a través de los barrotes oxidados de la reja de la ventana, podía ver la escarpa donde había jugado cuando era niño; la pelota nos caía siempre hacia aquel lado y mil veces había bajado por la escarpa para ir a buscarla; una tímida ojeada a la reja oxidada y detrás de los cristales sucios, presentimiento de alguna desgracia: Nettlinger siguió azotándome.

En el calabozo, traté de quitarme la camisa, pero camisa y piel estaban desgarradas por igual, compenetrados; cuando tiraba del cuello o de las mangas, era como si intentara sacarme la piel por la cabeza.

Momentos como aquel eran graves; allí, cansado, junto a la barandilla de la casilla de la báscula, mi orgullo por los estigmas era menor que mi dolor; apoyé la cabeza en la barandilla, mi boca rozó el hierro oxidado y su amargura penetró en mí como un bálsamo; solo faltaba un minuto hasta la casa de Trischler, y sabría si me esperaban ya allí; me asusté: un obrero, con su fiambrera debajo del brazo, subía por el camino y desapareció en el almacén de material de construcción. Al bajar la escalera, me agarré tan fuerte a la barandilla, que mi mano fue haciendo saltar la herrumbre en escamas.

El alegre ritmo de las remachadoras, que había oído siete años antes, solo se repetía como un eco cansado, en forma de martillo sobre un pontón, donde un anciano desguazaba una barcaza; caían tuercas revueltas en una caja de cartón, caían tablas haciendo un ruido que delataba el grado de su putrefacción, y el anciano daba martillazos al motor, escuchaba el golpe como si fueran latidos del corazón de un ser querido, se inclinaba profundamente hasta llegar al fondo del casco de la barca, sacaba algunas piezas, tornillos, válvulas, tubos, cilindros, que miraba a contraluz, examinándolos antes de echarlos a la caja de cartón con las tuercas; detrás de la barca había un viejo cabestrante, del que pendían restos de cable, informes como una media podrida.

Los recuerdos de personas y de acontecimientos siempre iban unidos a recuerdos de movimientos que mi memoria guardaba en forma de figuras. Al asomarme a la barandilla del parapeto, levantando la cabeza, bajándola, volviéndola a levantar y a bajar, para observar el camino…, el recuerdo de este movimiento volvió a despertar en mi conciencia unas palabras y unos colores, unas imágenes y unos estados de ánimo. No recordaba el aspecto de Ferdi, sino su manera de encender una cerilla, de levantar un poco la cabeza, para decir sí, sí… no, no, la manera que Schrella tenía de fruncir la frente, el movimiento de sus hombros, el andar de mi padre, los gestos de mi madre, el ademán de mi abuela cuando se apartaba el cabello de la frente… y el anciano allá abajo, que yo podía ver desde la escarpa, que en aquel preciso momento daba de martillazos a un resto de madera podrida para desprenderlo de un enorme tornillo, era el padre de Trischler; aquella mano hacía movimientos que solo ella podía hacer; yo la había contemplado cuando abría cajas y luego las volvía a cerrar: contrabando que pasaba la frontera escondido en oscuras bodegas de barco: ron y pasas, cigarrillos y chocolate; en la casilla de la sirga, aquella mano había hecho movimientos que solo ella podía hacer; el anciano levantó la mirada, me guiñó el ojo y me dijo:

—Hijo mío, este camino de aquí arriba no lleva a ninguna parte.

—Lleva a casa de usted —le repliqué.

—Los que vienen a verme, vienen por el lado del agua, incluso la policía… mi hijo viene en la barca, y raras veces viene, muy raras veces.

—¿Está la policía allí?

—¿Por qué lo preguntas, hijo mío?

—Porque andan buscándome.

—¿Has robado?

—No —contesté yo—, solo me he negado a comer del sacramento del búfalo.

Buques, pensé yo, buques con bodegas oscuras y capitanes acostumbrados a engañar a los aduaneros; no necesitaré mucho sitio, no más que una alfombra enrollada; envuelto en una vela enrollada voy a pasar la frontera.

—Baja —dijo Trischler—, ahí arriba te pueden ver desde la orilla.

Me volví y agarrándome a las hierbas, me deslicé hasta Trischler.

—Ah… —dijo el anciano—, eres… ya sé quién eres, pero he olvidado tu nombre.

—Fähmel —contesté yo.

—Claro, te andan buscando; venía esta mañana con las noticias de madrugada; debí figurármelo por la descripción que hacían: una cicatriz rojiza encima del hueso de la nariz; fue entonces que cruzamos el río a remo, cuando había marea alta, y chocamos con la pilastra del puente; yo había calculado mal la corriente, y tú pegaste con la cabeza contra el borde de hierro de la barca.

—Sí, y ya no me dejaron volver más aquí.

—Pero volviste.

—No mucho tiempo más… hasta que nos peleamos con Alois.

—Ven, pero agáchate cuando pasemos por debajo del puente móvil; si no te harás un chichón en la cabeza y no te dejarán volver más por aquí. ¿Cómo pudiste escapar?

—Nettlinger vino de madrugada a mi celda y me guio hacia la salida de atrás, donde los pasadizos subterráneos llegan hasta el terraplén del tren, en la Wilhelmskuhle. Me dijo: «Anda, desaparece… pero solo puedo darte una hora de ventaja; dentro de una hora tengo que denunciarlo a la policía»…, he dado la vuelta a la ciudad para llegar hasta aquí.

—Ya, ya —dijo el anciano—, conque habéis puesto bombas… Os habéis confabulado y… ayer tuve que empaquetar ya a uno de vosotros y ponerle al otro lado de la frontera.

—¿Ayer? —pregunté yo—. ¿A quién?

—A Schrella —dijo Trischler; se escondió aquí y tuve que obligarle a marcharse en el Anna Katharina.

—Del Anna Katharina quería ser siempre timonero Alois.

—Y lo es. Ahora ven.

Mientras seguíamos la inclinada pared del muelle, debajo de la escarpa, en dirección a casa de Trischler, tropecé, me levanté y volví a tropezar; estos movimientos bruscos me separaban la camisa de la piel, la volvían a pegar, la arrancaban de nuevo, y el dolor nuevamente exacerbado me arrebató hasta un estado de inconciencia en el cual los movimientos, los colores y los olores de mil recuerdos distintos se mezclaban y se superponían en entrelazos de matices, sensaciones y direcciones cambiantes.

El río en crecida, pensé, el río en crecida, siempre que lo veía, sentía el deseo de echarme al agua y dejarme llevar hacia el horizonte gris.

En sueños me planteé la pregunta de si era posible esconder en una fiambrera un látigo de alambre espinoso; recuerdos de movimientos se transformaron en líneas, que componían figuras, verdes, negras y rojas, figuras como cardiogramas, que representaban el latir del corazón de una determinada persona: el tirón con que Alois Trischler había sacado el anzuelo, cuando pescábamos en el puerto viejo, su manera de lanzar el hilo con el cebo, su brazo ondulante que seguía la velocidad del agua; figuraba verde sobre gris, dibujada con precisión: la manera como Nettlinger levantó el brazo para tirar la pelota a la cara de Schrella, el temblor de sus labios, el movimiento de las aletas de su nariz, se transformaban en una figura gris parecida a la tela de una araña; las personas quedaban estigmatizadas en mi memoria como por obra de escritores lejanos que yo no podía localizar: Edith, la noche después del partido de béisbol, cuando volvía a casa con Schrella; el rostro de Edith debajo del mío, en el parque, allá fuera en Blessenfeld; estábamos echados en el césped y lo mojó un chaparrón de verana, quedaron gotas brillando en su cabello rubio, escurriéndose por sus pestañas; una corona de gotas de plata, que la cara jadeante de Edith hacía subir y bajar y una corona que se grabó en mi memoria como el esqueleto de un animal marino, hallado sobre la arena tostada y multiplicado hasta infinitas nubecitas de igual tamaño: la línea de su boca cuando me dijo: «Te matarán», Edith…

La pérdida de la cartera de colegial me atormentaba —siempre he sido ordenado—, arrancaba del pico una gallina escuálida el volumen grisáceo de Ovidio; discutía con la acomodadora del cine sobre el poema de Hölderlin que ella había arrancado de mi libro de lectura porque lo había encontrado tan hermoso: El corazón eterno se compadece, pero no se ablanda.

La señora Trischler me dio de cenar: leche, un huevo, pan y una manzana; sus manos se rejuvenecieron cuando me lavó la espalda herida con vino; recrudecía el dolor cuando escurría la esponja y el vino penetraba en los surcos de mi espalda; luego me puso aceite, y yo le pregunté:

—¿Dónde aprendió usted a curar de ese modo?

—En la Biblia puedes leerlo, cómo hay que hacer —me contestó—, y ya lo hice otra vez con tu amigo Schrella. Alois vendrá pasado mañana, y el domingo saldrá del Ruhr hacia Rotterdam. No tengas miedo —me dijo—, lo harán bien: saben ir por el río como otro va por una calle. ¿Un poco más de leche, muchacho?

—No, gracias.

—No te apures, el lunes o el martes estarás en Rotterdam. ¿Qué tienes, qué te pasa?

Nada. Nada. Todavía corrían las órdenes de busca y captura: cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz. Mi padre, mi madre, Edith… no quería calcular el diferencial de ternura, no quería rezar la letanía del dolor; el río era alegre, vapores de recreo con gallardetes de colores; alegres eran también las barcazas, pintadas de rojo, de verde, de azul, llevaban carbón y madera de aquí para allá, de allá para aquí; al otro lado del río, el paseo verde, la terraza blanquísima del café Bellevue; detrás, el campanario de Sankt Severin, la esquina aguda, roja e iluminada del hotel Prinz Heinrich; solo cien pasos desde allí a la casa de mis padres: ahora estaban sentados para la cena, un ágape solemne que mi padre presidía como un patriarca: sábado, con solemnidad sabática; ¿no estaría el vino tinto demasiado fresco? Y el blanco, ¿lo estaría bastante?

—¿No quieres un poco más de leche, muchacho?

—No, gracias Trischler, de verdad, gracias.

Ordenanzas motorizados recorrían la ciudad, con carteles enmascarados de rojo, iban de una columna de anuncios a otra: «Condena a muerte. El estudiante Robert Fähmel…». Mi padre rezaba a la hora de la cena: «El que por nosotros fue azotado»; mi madre juntaba las manos sobre el pecho en un ademán humilde antes de decir: el mundo es malo, hay muy pocos corazones limpios, y los zapatos de Otto todavía marcaban el ritmo de hermano, hermano, sobre el suelo, sobre las baldosas, calle abajo hasta el Modesttor.

Era la Stilte la que silbaba, sus notas estridentes desgarraban el cielo vespertino, surcaban el azul oscuro como rayos blancos. Yo estaba tendido sobre la lona, como alguien que ha muerto en alta mar y va a ser entregado a las olas; Alois levantó la punta de la lona para enrollarme; tejido en blanco sobre gris, pude leer claramente: «Morrien. Ijmuiden». La señora Trischler se inclinó sobre mí, llorando, y me besó, Alois me envolvió lentamente y, como si mi cadáver fuera especialmente valioso, me tomó en sus brazos.

—Hijo mío —gritó el anciano—, hijo mío, no te olvides de nosotros.

Brisa nocturna, la Stilte volvió a silbar como en amistosa advertencia; balaban las ovejas en su redil, el vendedor de helados gritaba: «el rico helado»; luego se calló para poner helado de vainilla en unos barquillos quebradizos. La pasarela que Alois franqueó conmigo en brazos, oscilaba ligeramente, y una voz preguntó bajito: «¿Está ahí?», y Alois dijo sin levantar tampoco la voz: «Aquí lo tienes». A mí me dijo como despedida: «Acuérdate, el martes por la noche, en el puerto de Rotterdam». Otros brazos me llevaron escaleras abajo; olía a aceite, a carbón, luego a madera, lejos se oían las sirenas, la Stilte se estremeció, el oscuro retumbo aumentó de pronto y sentí que nos poníamos en marcha, Rin abajo, cada vez más lejos de Sankt Severin.

La sombra de Sankt Severin se había acercado, llenaba ya la ventana de la izquierda del salón de billar y llegaba ya a la de la derecha; el tiempo, empujado por el sol, se acercaba como una amenaza, llenaba el gran reloj que muy pronto vomitaría las terribles campanadas; blanco sobre verde, rojo sobre verde, rodaban las bolas; años cortados, decenios amontonados unos sobre otros, y segundos, segundos como eternidades, servicios con voz tranquila; Hugo solo deseaba que no le mandaran ahora a buscar coñac, no tener que enfrentarse con la hoja del calendario y el reloj, con la sacerdotisa con los corderos y con No deberían nacer cosas así; volver a escuchar aunque solo fuera una vez la consigna Apacienta mis corderos, y oír hablar de aquella mujer, tumbada en el césped bajo la lluvia de verano; embarcaciones que atracaban, mujeres que subían por escarpas, y la pelota que Robert había tirado, Robert que no había comido nunca del sacramento del búfalo, que seguía jugando en silencio y trazaba cada vez figuras nuevas con el taco, sobre dos metros cuadrados.

—Y tú, Hugo —dijo en voz baja—, ¿no quieres contarme nada, hoy?

—No sé cuánto tiempo duró, pero me parece que fue una eternidad: todos los días, al salir de la escuela, me azotaban. A veces, esperaba hasta estar seguro de que todos le habían ido a comer, y la mujer que hacía la limpieza de la escuela estaba ya abajo en el vestíbulo y me preguntaba: «¿Qué haces aquí todavía, muchacho? Tu madre debe estar aguardándote».

Pero yo tenía miedo, esperaba hasta que se hubiese marchado también la mujer de la limpieza, y me dejaba encerrar en la escuela; no siempre lo conseguía, porque generalmente la mujer me echaba a la calle antes de cerrar, pero cuando lograba quedar encerrado, me sentía feliz, siempre encontraba algo para comer en los pupitres y en los cubos de la basura, que la mujer dejaba preparados en el vestíbulo para que se los llevara el basurero: encontraba suficientes bocadillos, manzanas y restos de pasteles. Así me quedaba solo en la escuela y no me podían hacer nada. Me acurrucaba en el ropero de los profesores, junto a la entrada al sótano, porque tenía miedo a que me vieran por la ventana y me descubrieran, pero tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que me escondía en la escuela. A menudo permanecía allí horas y horas agachado, esperando a que se hiciera de noche, hasta que podía abrir la ventana y salir. A veces me quedaba largo rato mirando el patio vacío; ¿hay algo más vacío que un patio de escuela a última hora de la tarde? Aquellos eran tiempos felices, antes de que descubrieran que me hacían encerrar en la escuela. Estaba allí, agachado en el ropero de los profesores o debajo del banco junto a la ventana y esperaba algo que solo conocía de nombre: esperaba venganza. Me hubiera gustado odiarles, pero no podía, doctor. Solo tenía miedo. Algunos días esperaba solo hasta las tres o las cuatro y me figuraba que todos estarían ya en sus casas y que yo podría cruzar rápidamente la calle, pasar junto a la cuadra de Meid, dar la vuelta al cementerio, llegar corriendo a casa y encerrarme allí. Pero se habían ido turnado, habían ido a comer uno después de otro —porque lo que no podían era renunciar a la comida—, y cuando corrían hacia mí olía ya desde lejos lo que habían comido: patatas en salsa, carne asada o col con tocino, y mientras me azotaban, pensaba: ¿Por qué murió Jesús?, ¿de qué me sirve su muerte, de qué me sirve que estos recen todas las mañanas, comulguen todos los domingos y cuelguen grandes crucifijos en sus cocinas, encima de sus mesas, esas mesas en las que comen patatas en salsa, carne asada o col con tocino? No me sirve de nada. ¿Qué significa que me acechen cada día y me azoten? Hacía quinientos o seiscientos años —incluso estaban orgullosos de la antigüedad de su iglesia— haría quizá mil años que enterraban a sus antepasados en el cementerio, hacía mil años que rezaban y que, debajo del crucifijo, comían patatas en salsa y tocino con col ¿Para qué? Y ¿sabe usted lo que me gritaban mientras me azotaban? Cordero de Dios. Este era mi apodo.

Rojo sobre verde, blanco sobre verde, nuevas figuras que surgían como símbolos; desaparecían rápidamente, no quedaba nada; música sin melodía, pintura sin imagen, solo cuadros, rectángulos, rombos en número infinito; bolas que sonaban al chocar con el borde.

—Y más tarde, probé a defenderme de otra manera, cerré la puerta de mi casa, puse los muebles delante, amontoné cuanto pude encontrar, cajas, trastos viejos y colchones, hasta que lo denunciaron a la policía y esta me fue a buscar porque estando en edad escolar no iba a la escuela. Rodeó la casa y gritó: «Sal de ahí, holgazán», pero yo no salí, y hundieron la puerta, apartaron los muebles y me detuvieron; me llevaron a la escuela para que continuaran azotándome, empujándome a las cunetas y llamándome cordero de Dios para insultarme. Él había dicho, sin embargo, «apacienta mis corderos», pero ellos no apacentaban sus corderos, suponiendo que hubiese corderos suyos. Todo es inútil, doctor, en vano sopla el viento, en vano cae la nieve, en vano florecen los árboles y caen las hojas… ellos siguen comiendo patatas con salsa o tocino con col.

A veces incluso estaba mi madre en casa, borracha y sucia; olía a muerte, exhalaba podredumbre y gritaba: paraqué paraqué paraqué… lo gritaba más a menudo aún que el miserere nobis en la letanía; me volvía loco oírla gritar horas y horas paraqué paraqué paraqué, y echaba a correr, cordero de Dios mojado, corría bajo la lluvia, hambriento, el barro se pegaba a mis zapatos, a mi cuerpo, estaba todo envuelto de barro húmedo, me acurrucaba allí en sus campos de remolachas, pero prefería echarme en los surcos de barro, dejaba que la lluvia cayera sobre mí antes que escuchar aquel terrible paraqué, y alguien se apiadaba de mí, en algún momento me llevaba a casa, me llevaba de nuevo a la escuela, regresaba al lugar aquel llamado Denklingen, y me volvían a azotar, me llamaban cordero de Dios, y mi madre rezaba su eterna y terrible letanía: paraqué, y volvieron a apiadarse de mí y esta vez me llevaron al hospicio. Allí nadie me conocía, ningún niño, ninguna persona mayor, pero no hacía ni siquiera dos días que estaba en el hospicio cuando empezaron también a llamarme cordero de Dios, y me entró miedo a pesar de que no me pegaban; solo se burlaban de mí porque había tantas palabras que yo no conocía: la palabra desayuno; yo solo conocía «comer», a cualquier hora, cuando había comida o cuando encontraba algo; pero cuando leí en la pizarra; desayuno, 30 gramos de mantequilla. 200 gramos de pan, 50 gramos de mermelada, café con leche, pregunté a uno: «¿Qué quiere decir, desayuno?». Y todos me rodearon, incluso vinieron los mayores y, riéndose, me preguntaron: «Desayuno, ¿no sabes lo que es, no has desayunado nunca?». «No», dije yo. «¿Y no has leído nunca la palabra desayuno en la Biblia?», dijo uno de los mayores, y otro le preguntó: «¿Está usted tan seguro de que en la Biblia aparece la palabra desayuno?». «No», dijo él, «pero en algún trozo de lectura o en casa tiene que haber oído alguna vez la palabra desayuno, va a cumplir trece años, eso es peor que si fuera un salvaje; ahora puede darse uno cuenta hasta qué punto ha decaído la lengua», Y yo no sabía que había habido la guerra, hacía poco, y me preguntaron si no había estado nunca en un cementerio, donde se leía en las lápidas: «Caído». Y yo dije que sí, que esto lo había visto. Me preguntaron qué entendía por caído, y yo les dije que me había figurado que los que allí estaban enterrados habían caído muertos; eso les hizo reír más aún que lo del desayuno, y nos dieron clase de historia, desde el inicio de los tiempos, pero pronto cumplí catorce años, doctor, y el director del hotel vino al hospicio, y los muchachos que teníamos catorce unos tuvimos que formar en el patio delante del despacho del rector, y el rector salió con el director del hotel. Y pasaron junto a nosotros, mirándonos a los ojos y ambos dijeron simultáneamente: «Servir, buscamos muchachos para servir», pero solo me eligieron a mí. Tuve que empaquetar inmediatamente mis cosas en una caja de cartón y me vine aquí con el director del hotel, y él solo me dijo, en el coche: «Espero que no llegues nunca a saber la que vale tu cara. Eres el verdadero cordero de Dios», y tuve miedo, doctor, sigo teniéndolo y siempre estoy esperando que me azoten.

—¿Te pegan?

—No, nunca. Solo me gustaría mucho saber qué fue la guerra: tuve que dejar la escuela antes de que me lo pudieran explicar. ¿Usted sabe qué fue?

—Sí.

—¿Estuvo en ella?

—Sí.

—¿Que hacía?

—Era especialista en voladuras, Hugo. ¿Sabes lo que significa hacer volar con dinamita?

—Sí, señor, vi cómo hacían volar una cantera, más allá de Denklingen.

—Exactamente eso hacía yo, Hugo, solo que no volaba rocas, sino casas e iglesias. Esto todavía no se lo había dicho a nadie, excepto a mi esposa, pero ella hace ya mucho tiempo que murió, de manera que no lo sabe nadie más que tú, ni siquiera mis padres ni mis hijos. Ya sabes que soy arquitecto y que, en realidad, tendría que construir casas, pero no he construido ninguna, solo las he volado, como las iglesias que dibujaba en papeles muy finos cuando era niño, porque soñaba que las construiría; no las construí nunca. Cuando entré en el ejército, encontraron en mi documentación la indicación de que yo había escalo una tesis doctoral sobre problemas de estática. La estática, Hugo, es la ciencia del equilibrio de las fuerzas, la ciencia que estudia las tensiones y los empujes de los elementos constructivos; sin la estática no puedes construir siquiera una choza de negros. Y lo contrario de la estática es la dinámica, que suena a algo así como dinamita, esa dinamita que sirve para las voladuras, y, en efecto, tiene que ver con ella. Durante toda la guerra solo me ocupé de dinamita. Entendía un poco de estática, sabía también un poco de dinámica, y sabía muchas cosas acerca de la dinamita, me había tragado todos los libros que tratan de ella. Cuando se quiere volar un edificio, solo hay que saber dónde hay que poner la carga y qué volumen debe tener. Esto es lo que yo sabía, muchacho, y empecé a volar, a volar puentes y bloques de viviendas, iglesias y pasos a nivel, hoteles y cruces de carreteras; me condecoraron por ello y ascendí: de alférez a teniente, de teniente a capitán, y me dieron permisos especiales y fui citado en la orden del día, porque sabía tan bien cómo hay que volar un edificio. Y al final de la guerra, estaba a las órdenes de un general, que solo sabía pronunciar una palabra; campo de tiro libre. ¿Sabes qué es tener el campo de tiro libre? ¿No lo sabes?

Fähmel levantó el taco como si fuera un fusil, se lo apoyó al hombro, apuntó al campanario de Sankt Severin.

—¿Ves? —dijo—, si ahora quisiera disparar contra el puente situado detrás de Sankt Severin, la iglesia estaría en mi campo de tiro y, por lo tanto, habría que volar la iglesia para tener el campo libre, rápidamente, en seguida y sin pensarlo más, para que yo pudiera disparar contra el puente, y te aseguro, Hugo, que yo habría volado Sankt Severin, a pesar de que sabía que mi general estaba loco, y a pesar de que sabía que tener el campo libre para disparar es algo que no tiene sentido, porque desde arriba, ¿comprendes?, no necesitas tener el campo libre, y al fin y al cabo, ni el más bobo de todos los generales podía ignorar que hace; ya tiempo se inventaron los aviones; pero mi general estaba loco y no había aprendido nada: campo de tiro libre, y yo se lo facilitaba. Tenía un buen equipo: físicos y arquitectos, y volábamos todo cuanto se cruzaba en nuestro camino: lo último que volamos fue algo enorme, imponente, todo un conjunto arquitectónico, una serie de edificios muy sólidos: una iglesia, unos establos, unas celdas monacales, un edificio administrativo, una aparcería, un monasterio entero, Hugo, situado exactamente entre dos ejércitos, uno; alemán y otro americano, y procuré el campo de tiro libre al ejército alemán, un campo de tiro que ya no necesitaba; unos muros se derrumbaron allí ante mí; en los establos bramaba el ganado, y los monjes me maldijeron, pero no pudieron detenerme, volé toda la abadía de Sankt Anton, en el valle del Kissa, tres días antes de que terminara la guerra. Y siempre con la misma corrección, muchacho, ya me conoces.

Bajó el taco de billar, que continuaba dirigido a un objetivo imaginario, volvió a colocárselo entre el pulgar y el índice e impulsó la bola; el blanco rodó sobre el verde y describió un rápido zig-zag, de una banda a otra.

Las campanas de Sankt Severin dieron la hora con su voz profunda, pero ¿cuándo, cuándo darían las once?

—Muchacho, ve a ver qué es ese alboroto en la puerta.

Volvió a tirar: la bola rodó, roja sobre verde; Fähmel dejó el taco.

—El director le ruega que reciba al doctor Nettlinger.

—¿Recibirías tú a uno que se llamara Nettlinger?

—No.

—Enséñame cómo puedo salir de aquí sin pasar por la puerta principal.

—Puede ir por el comedor, doctor, y saldrá a la Modestgasse.

—Adiós, Hugo, hasta mañana.

—Hasta mañana, doctor.

Ballet de camareros, ballet de botones: estaban poniendo la mesa para el almuerzo, empujaban en el más estricto orden prescrito los carritos, de una mesa a otra, ponían los cubiertos de plata, cambiaban las flores de los floreros: en lugar de claveles blancos en floreros esbeltos, ponían humildes violetas en floreros redondos; retiraban de las mesas los botes de mermelada y ponían vasos de vino, redondos para el vino tinto, más altos para el blanco; con una sola excepción para la sacerdotisa de los corderos: leche, que se veía gris en la jarra de cristal.

Fähmel avanzó con paso ligero entre las filas de mesas, apartó la cortina de color violeta, bajó los peldaños y se halló frente al campanario de Sankt Severin.