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Para el portero, aquel ademán se había convertido ya en ceremonia, casi en liturgia, había entrado a formar parte de su carne y de su sangre: todas las mañanas, a las nueve y media en punto, descolgar la llave del tablero, sentir el contacto de la mano seca y cuidada que recogía la llave; una mirada al rostro severo, pálido, con la cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz; luego, pensativo, con una tenue sonrisa, que soto una mujer hubiera sido capaz de advertir, seguir con la mirada a Fähmel, que, sin hacer caso del ademán de invitación del chico del ascensor, emprendía la subida por la escalera, y, con la llave del salón de billar, iba golpeando suavemente los barrotes de latón de la barandilla: cinco, seis, siete, veces se oía sonar, como si fuera un xilófono de nota única. Medio minuto más tarde llegaba Hugo, el mayor de los botones, preguntaba: «¿Como siempre?», y el portero asentía con la cabeza, sabía que Hugo iría al restaurante, pediría un coñac doble y una jarra de agua y desaparecería hasta las once, arriba en el salón de billar.

El portero presentía un drama tras aquella costumbre de jugar al billar, por la mañana entre las nueve y media y las once, siempre en compañía del mismo botones; un drama o un vicio; contra el vicio había un remedio: discreción; esta tenía un precio, una curva; discreción y dinero estaban en estrecha relación, como la abscisa y la ordenada; quien tomaba aquí una habitación, compraba conciencias discretas, ojos que veían sin ver, orejas que oían sin oír; contra el drama, en cambio, no había protección; el portero no podía poner a la puerta a todo presunto suicida, porque todos eran suicidas en potencia; llegaban tostados por el sol, con cara de artista de cine, siete maletas, sonreían al serles indicada la habitación, y en cuanto estaban estibadas las maletas y el botones se había marchado, se sacaban del bolsillo del abrigo la pistola cargada, con el seguro levantado de antemano, y se pegaban un tiro en la cabeza; o llegaban escurridizas como si salieran de la tumba, con dientes de oro, cabellos de oro, zapatos de oro, sonrientes como calaveras, fantasmas que buscaban en vano el placer, encargaban un desayuno en la habitación para las diez y media, colgaban en el pomo exterior de la puerta un cartelito: «no estorbar, por favor», amontonaban, por dentro, todas sus maletas contra la puerta, y se tragaban la cápsula de veneno. Y mucho antes de que las camareras asustadas dejaran caer las bandejas de los desayunos, se murmuraba por toda la casa: «En el número 12 hay una mujer muerta», se murmuraba ya por la noche, cuando los últimos clientes del bar se dirigían cautelosamente a sus habitaciones y se estremecían ante el silencio que había tras de la puerta de la habitación número 12; los había que sabían distinguir el silencio del sueño del silencio de la muerte. El drama: el portero lo presentía cada vez que veía a Hugo subir al salón de billar, un minuto después de las nueve y media, con el coñac doble y la jarra de agua.

A aquella hora le era difícil prescindir del botones: sobre la mesa de recepción se crispaban manos que pedían la cuenta, que recogían prospectos, y él descubría siempre que a aquella hora —pocos minutos después de las nueve y media— empezaba a estar descortés; como precisamente ahora, con aquella maestra, la octava o novena que preguntaba el camino de la necrópolis infantil romana; su tez colorada denotaba un origen campesino, y ni sus guantes ni su abrigo correspondía a los ingresos que cabía suponer disfrutaban los clientes del Prinz Heinrich. El portero se preguntaba cómo habría ido a perderse entre aquel rebaño de cabras alborotadas, ninguna de las cuales juzgaba necesario preguntar por el precio de la habitación; a menos que aquella mujer que ahora se mordía intimidada los guantes, hiciera el milagro alemán por el que Jochen había ofrecido un premio de diez marcos: «Doy diez marcos a quien me nombre a un alemán que haya preguntado el precio de algo». No, ella tampoco le haría ganar el premio; haciendo un esfuerzo por dominarse, el portero le indicó amablemente el camino de la necrópolis infantil romana.

La mayoría reclamaban precisamente los servicios del botones que por una hora y media habría de permanecer en el salón de billar; todos querían que les llevara las maletas al vestíbulo, al autobús de la compañía de aviación, a la parada de taxis, a la estación; turistas malhumorados, que esperaban la cuenta en el hall, que hablaban de horarios de salida y de llegada de aviones, querían que Hugo les sirviera hielo para sus whiskys o les diera fuego para sus cigarrillos, que dejaban pender apagados de sus bocas para poner a prueba el estilo de Hugo; solo Hugo podía esperar que le dieran las gracias con un cansino ademán, solo cuando estaba Hugo sus rostros se contraían en misteriosos espasmos; rostros impacientes, cuyos propietarios apenas contenían su afán de llevar su mal humor a lejanos continentes, estaban a punto de salir para ir a comprobar lo bronceado de su tez en los espejos de algún hotel persa o de los Alpes bávaros; chillonas voces femeninas reclamaban objetos olvidados: «Hugo, mi anillo…». «Hugo, mi bolso…». «Hugo, mi lápiz de labios…» todas esperaban que Hugo corriera al ascensor y subiera silenciosamente a buscar en la habitación 19, la 32, o la 46, el anillo, el bolso o el lápiz de labios. Y llegaba la vieja solterona con su perrito, que acababa de lamer leche; de comer miel o de desperdiciar unos huevos al plato y necesitaba ser sacado a la calle a aliviar sus necesidades perrunas y renovar su decadente olfato en los postes de las paradas de venta ambulante, en los autos estacionados y en los tranvías parados; por lo visto, solo Hugo sabía comprender la situación moral del perrito, Y la abuela Bleesiek, que todos los años venía a pasar cuatro semanas en el hotel, para visitar a sus hijos y a sus nietos cada vez más numerosos, no más llegaba y preguntaba ya por Hugo: «¿Todavía está aquí aquel muchachito con cara de monaguillo, tan delgaducho y pálido, aquel pelirrojo que tiene la mirada tan seria?». Hugo tenía que leerle el periódico local a la hora del desayuno, mientras ella lamía miel, bebía leche y no desperdiciaba los huevos al plato; la anciana parecía estar en la gloria cuando el muchacho pronunciaba nombres de calles que le eran familiares desde niña; accidente en el Ehrenfeldgürtel. Atraco en la Friesenstrasse. «Así tenía yo de largas las trenzas, cuando patinaba por allí, así de largas, hijo mío». La anciana era delicada, pero tenaz, quién sabe si atravesaba a vuelo el océano solo para ver a Hugo: «¿Cómo? —decía desilusionada—. ¿Hugo no estará libre hasta después de las once?».

El chófer del autobús de la compañía de aviación, plantado en la puerta giratoria, levantaba la mano para avisar que era hora de salir, mientras, en la caja, estaba todavía calculando los precios de desayunos complicados; un individuo que había pedido medio huevo al plato devolvía indignado la cuenta porque se le facturaba uno entero, pero rechazaba más indignado aún la oferta del gerente, dispuesto a regalarle el medio huevo, y exigía una nueva cuenta en la que se le facturara solo medio. «Insisto en que se me haga». Era evidente que aquel individuo daba la vuelta al mundo únicamente para poder enseñar comprobantes de que se le habían facturado medios huevos al plato.

—Sí —decía el portero—, la primera calle a la izquierda, luego la segunda a la derecha después la tercera otra vez a la izquierda, y la señora verá el letrero indicador: «A la necrópolis infantil romana». Finalmente, el chófer del autobús podía reunir a sus pasajeros; por fin, todas las maestras parecían haber encontrado el buen camino, todos los perritos gordos parecían haber sido Llevados a mear. Pero el señor del 11 continuaba durmiendo y, en la puerta, colgaba el letrerito: «No estorbar, por favor». Un drama en la habitación número once o en el salón de billar; la ceremonia en medio del estúpido barullo de la salida del autobús: descolgar la llave del tablero, contacto con la mano, mirada al pálido rostro a la cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz, el «¿como siempre?» de Hugo, el gesto de asentimiento del otro: billar desde las nueve y media hasta las once. Pero el servicio de información interno del hotel todavía no había podido anunciar ningún drama ni ningún vicio: efectivamente, desde las nueve y media hasta las once, aquel caballero jugaba al billar, tomaba pequeños sorbos de coñac y sorbos de agua, fumaba, se hacía contar por Hugo la historia de su infancia, le contaba cosas de la suya propia, permitía incluso que las camareras o las mujeres de la limpieza, a su paso hacia el montacargas, se pararan en la puerta abierta, le contemplaran y él levantaba los ojos del juego y les sonreía. No, no, aquel hombre no hacía ningún mal.

Jochen salió cojeando del ascensor; llevaba una carta en la mano, que ahora levantó sacudiendo la cabeza. Jochen vivía arriba de todo, debajo del palomar, disfrutando de la compañía de sus emplumados amigos que le traían noticias de París, de Roma, de Varsovia y de Copenhague; Jochen, con su uniforme de fantasía, que figuraba algo así entre príncipe heredero y suboficial, era difícil de clasificar: un poco factótum y otro poco eminencia gris, todo el mundo confiaba en él y él trataba con confianza a todo el mundo; ni portero, ni camarero, ni gerente ni criado, sin embargo, sabía de todo, incluso de cocina; suya era la ingeniosa frase, pronunciada siempre que circulaban murmuraciones sobre la inmoralidad de algún huésped: «¿De qué nos serviría nuestra fama de discretos, si la moral se respetase, y de qué vale la discreción si no queda nada que deba ser tratado discretamente?». Un poco confesor, otro poco secretario particular, otro poco alcahuete, Jochen, con los dedos deformados por el reuma, abrió la carta sonriendo maliciosamente.

—Te habrías podido ahorrar los diez marcos; yo hubiera podido darte —y de balde— mil veces más informaciones que ese farsante. «Agencia de información Argos. Acompañamos los informes solicitados acerca del doctor Robert Fähmel, arquitecto, residente en la Modestgasse, número 7. El doctor Fähmel tiene 42 años y es viudo, con dos hijos. El hijo: 22 años, arquitecto, reside fuera de aquí. La hija: 19, es estudiante. La fortuna del doctor Fähmel es considerable. Emparentado con los Kilb por el lado materno. Ningún informe desfavorable». Jochen se rio entre dientes:

—Ningún informe desfavorable. Como si del chico Fähmel se hubiese sabido alguna vez algo desfavorable, ni se sabrá nunca. Es una de las pocas personas por las que pondría en cualquier momento la mano en el fuego, ¿me oyes?, esa mano tan vieja, tan estropeada y reumática. Con ese puedes dejar tranquilamente solo al chico, no es de esta calaña, y si lo fuera, no veo por qué no se le tendría que permitir lo que se permite a esos maricas de los ministros. Pero él no es de esa calaña; a los veinte años ya tuvo un crío con la hija de un compañero nuestro, quizás le recuerdes, aquel Schrella que trabajó un año aquí con nosotros. ¿No? A lo mejor todavía no estabas tú aquí. Yo solo te digo una cosa y es que dejes al joven Fähmel que juegue tranquilamente a billar. Gran familia. Verdaderamente. A eso se llama raza. Yo conocí todavía a su abuela, a su abuelo, a su madre y a sus tíos; hace cincuenta años que ya jugaban aquí a billar. Los Kilb, eso todavía no lo sabes, vivían en la Modestgasse desde hace trescientos años. Ya no queda ninguno. Su madre está chiflada, perdió dos hermanos y se le murieron tres hijos. No lo pudo resistir. Pero era toda una señora. Una de aquellas que no hablan, ¿sabes? En su vida comió ni una miga de pan más de lo que le correspondía en el racionamiento, ni una alubia, ni se lo dio a sus hijos. Decían que estaba loca. Todo lo que le daban de más, lo regalaba: y hay que ver cuánto le enviaban: tenían fincas, y el abad de Sankt Anton, allá abajo en el valle del Kissa, le mandaba botes de mantequilla, jarras de miel, pan; pero ella jamás lo probó ni se lo dio a sus hijos o a sus nietos; tenían que comer el pan de serrín con mermelada pintada encima, mientras su madre lo regalaba todo; incluso repartía monedas de oro; yo la vi con mis propios ojos —sería allá por el año dieciséis o diecisiete—, la vi salir por la puerta de su casa con los panes y una jarra de miel. ¡Miel en 1917! ¿Te lo imaginas? Pero no tenéis memoria y no os podéis figurar lo que eso representaba: miel en 1917 y miel en el invierno del 41 o 42, y aquella mujer corriendo a la estación de mercancías, empeñada en irse con los judíos. Decían que estaba loca. La encerraron en un manicomio, pero yo no creo que esté loca. Esta clase de mujeres ya solo las podrás encontrar en el museo, en algún cuadro antiguo. Por su hijo me dejaría cortar a pedazos y si no se le sirve divinamente, verás tú qué escándalo armaré yo aquí en esta casa, y aunque hubiera noventa y cinco viejas preguntando por Hugo, sí él quiere que el chico esté con él, con él estará. ¡Agencia de información Argos! ¡Pagar diez marcos a esos idiotas! A lo mejor te atreves a decirme que no conoces a su padre, al viejo Fähmel. ¿No? Menos mal, te felicito; le conoces y no se te había ocurrido la idea de que podía ser el padre de ese que está arriba jugando al billar. Supongo que al viejo Fähmel le conocen hasta los niños. Llegó aquí hace cincuenta años, con un traje de su tío vuelto al revés y una o dos monedas de oro en el bolsillo… y ya jugaba a billar aquí, aquí, en el hotel Prinz Heinrich, cuando tú todavía no sabías lo que era un hotel ¡A eso le llaman porteros! Deja en paz a ese de arriba. No tengas miedo, no hará ninguna tontería, ningún mal, lo más que le puede ocurrir es volverse tarumba, pero a la quieta. Era el mejor jugador de béisbol, el mejor corredor de los cien metros que hemos tenido nunca en la ciudad; era un muchacho íntegro y, si era necesario, duro; no podía soportar las injusticias, y si no puedes soportar las injusticias, pronto te ves enredado en política; empezó ya a los diecinueve años. Y le hubieran cortado la cabeza tan guapamente o le hubieran condenado a veinte años si no logra escapar. Sí, ya puedes mirarme cuanto quieras; se largó y se pasó tres o cuatro años en el extranjero; qué pasó exactamente no lo he sabido nunca; lo único que sé es que el viejo Schrella también estaba enredado en el asunto, así como la muchacha con la que tuvo luego el hijo; él volvió y no le hicieron nada; fue soldado de zapadores; todavía me parece que le veo, cuando venía de permiso con su uniforme con galones negros. No me mires con esa cara de estúpido. ¿Quieres saber si fue comunista alguna vez? No te lo puedo decir, pero aunque lo hubiera sido, ¿qué? Anda, vete a desayunar, ya me entenderé yo con esos vejestorios.

Drama o vicio; la cosa se mascaba en el aire; pero Jochen siempre había sido demasiado inocente, jamás había sospechado ningún suicidio ni había hecho caso a los huéspedes trastornados que detrás de las puertas cerradas de las habitaciones habían sabido distinguir el silencio de la muerte del silencio del sueño; por mucho que se las diera de listo y de baqueteado, aquel viejo seguía creyendo en los hombres.

—Bueno, como quieras —dijo el portero—, voy a desayunar. No dejes subir a nadie, eso es lo que recomienda por encima de todo. Toma —y dejó la tarjeta encarnada sobre la mesa de recepción—: «Estoy en todo momento a disposición de mi madre, mi padre, mi hijo y el señor Schrella; no estoy para nadie más».

—¿Schrella? —pensó Jochen alarmado—, ¿vive aún? Yo diría que le mataron… pero, a lo mejor, tenía un hijo…

Aquel aroma mataba todo lo que se había estado fumando en el hall durante los últimos quince días, aquel aroma le precedía a uno como un estandarte: ahí voy yo, el importante, el vencedor, el hombre a quien nadie resiste; metro ochenta y nueve, cabello gris, cuarenta y tantos años, traje de primerísima calidad, de hombre de gobierno; así no visten ni los comerciantes, ni los industriales, ni los artistas; aquello era elegancia de alto funcionario Jochen lo olía, aquel hombre era un ministro, un diplomático, alguien cuya firma tenía fuerza de ley; aquel hombre atravesaba sin dificultad las puertas acolchadas, las puertas de acero, las puertas de hojalata de las salas de espera, con sus hombros de locomotora rompehielos se quitaba de delante todos los obstáculos, irradiaba cortesía amable, que todavía revelaba su reciente aprendizaje, dejaba pasar a la anciana, que en aquel momento volvía a tomar su asqueroso perrito de manos de Erich, el segundo botones, ayudaba incluso al esqueleto salido de la tumba a llegar hasta la baranda de la escalera.

—De nada, señora.

—Nettlinger.

—¿En qué puedo servirle, doctor?

—Necesito ver al doctor Fähmel. Urgentemente. En seguida. Asunto oficial.

Movimiento de cabeza, suave negativa, sin dejar de jugar con la tarjeta encarnada. Madre, padre, hija, Schrella. Ningún deseo de ver a Nettlinger.

—Pero yo sé que está aquí.

¿Nettlinger? ¿No había yo oído este nombre antes de ahora? Esta cara tendría que recordarme algo, algo que me había propuesto no olvidar. Este nombre ya lo había oído hace muchos años y me había dicho: fíjate bien, no lo olvides, pero ahora ya no sé lo que tenía que recordar. De todas maneras: cuidado. Seguramente te daría mareo si supieras todo lo que ha hecho este individuo, estarías vomitando sin poder parar hasta el fin de tus días si tuvieras que contemplar la película que le pasarán a este el día del juicio final: la película de su vida; este es de los que arrancan muelas de oro a los cadáveres, de los que trasquilan a los niños. ¿Drama o vicio? No, lo que flota en el aire es asesinato.

Y esta clase de gente no sabía nunca cuándo era oportuna una propina; solo esto ya delataba su raza; ahora quizás hubiera sido el momento de un cigarro, pero no de una propina, y menos aún, elevada: el billete verde dé veinte marcos que dejó sonriendo sobre la mesa de recepción. ¡Qué tonta es la gente! No conocen siquiera los principios más elementales del trato humano, ni siquiera las leyes más sencillas del trato con conserjes; como si en el Prinz Heinrich se vendiera un secreto; como si a un cliente que paga cuarenta o cincuenta marcos por una habitación se le vendiera por un billete verde; veinte marcos de un desconocido, cuya única presentación era un cigarro y la tela de su traje. Y a esa clase de individuos los hacían ministros o diplomáticos, sin conocer siquiera el abecé del arte más difícil de todos, el del soborno. Jochen meneó la cabeza entristecido, sin tocar el billete. Llena está su diestra de dones.

Increíble: al billete verde fue añadido otro azul, la oferta fue elevada a treinta marcos, una espesa nube de aroma Partagás-Eminentes fue proyectada a la cara a Jochen.

Ya puedes ir soplando, ya puedes ir echándome a la cara tu humo de cigarro de cuatro marcos y dejar otro billete violeta. A Jochen no se le compra. No es para ti ni por tres mil; no he apreciado a mucha gente en mi vida, pero a ese muchacho le aprecio. Has tenido mala suerte, amigo de aspecto importante, de mano avezada a firmar, llegaste un minuto y medio tarde. Deberías adivinar que eso de los billetes de banco es lo menos adecuado para tratar conmigo. Tengo incluso un contrato en el bolsillo, firmado ante notario, que acredita que tengo el derecho de ocupar, mientras viva, mi habitacioncita en el tejado, que puedo criar mis palomas; puedo escoger lo que más me guste para desayunar y comer y me dan además ciento cincuenta marcos al mes, limpios, tres veces más de lo que necesito para fumar; tengo amigos en Copenhague, en París, Varsovia y Roma… y si tú supieras cómo se ayudan entre sí los criadores de palomas mensajeras…, pero tú no sabes nada, solo crees saber que con dinero se puede alcanzar todo; esta clase de enseñanzas os las dais vosotros mimos. Y claro, hay conserjes de hotel que hacen cualquier cosa por dinero, venden a su propia abuela por un billete violeta de cincuenta marcos. Solo hay una cosa que no puedo hacer, amigo mío, mi libertad tiene una sola excepción: mientras estoy de servicio de portería aquí abajo, no puedo fumar mi pipa, y esta excepción la lamento por primera vez hoy, porque si la tuviera, enfrentaría mi picadura negra con tu Partagás Eminentes. Hablando claro: puedes lamerme el culo doscientas mil veces si quieres pero no esperes que te venda a Fähmel. Este jugará en paz al billar desde las nueve y media hasta las once, aunque yo sabría darle una ocupación mejor: por ejemplo, estar sentado en el ministerio en tu lugar. O hacer lo que hacía de joven: poner bombas, para calentar los fondillos de los pantalones a los cochinos como tú. Pero descuida, si quiere jugar al billar desde las nueve y media hasta las once, que lo haga, para eso estoy yo aquí, para cuidar que nadie le estorbe. Y ahora puedes guardarte los billetes en el bolsillo y dejar limpia la mesa, y si vuelves a añadir uno solo, no respondo de lo que puede pasar. Me he tragado toneladas de faltas de tacto, he soportado con paciencia un sinfín de actos de mal gusto, he inscrito adúlteros y maricas aquí en mi lista, he cerrado el paso a esposas furiosas y a maridos cornudos… y no creas que no me haya costado lo mío aprenderlo. Yo fui siempre un muchacho decente, era monaguillo como lo eras tú seguramente también y cantaba las canciones del padre Kolping y de San Aloisio, en el coro; cuando tenía veinte años ya hacía seis que trabajaba en esta casa. Y si todavía no he perdido la fe en la humanidad, se lo debo a un par de personas como el joven Fähmel y su madre. ¡Quita de ahí tu dinero, sácate el cigarro de la boca, inclínate ante un viejo como yo que ha visto más vicios de los que tú puedas soñar en tu vida, hazte abrir la puerta por el botones de allí atrás y desaparece!

—¿Lo he oído bien? ¿Quieres hablar con el director?

Se ha puesto encarnado y luego lívido de rabia.

¡Maldita sea!, ya he vuelto a pensar en voz alta y a lo mejor te he tuteado; eso sería molesto, sería una imperdonable equivocación; a la gente como usted no la tuteo.

¿Qué franquezas me permito? Soy un pobre viejo, de casi setenta años, y he pensado en voz alta; estoy un poco esclerótico, atontado y me acojo al párrafo cincuenta y uno, como quien dice la sopa boba.

¿Resistencia y armas? Esa me faltaba. El despacho del director está a la izquierda, por favor, la segunda puerta a la derecha, el libro de reclamaciones está encuadernado en tafilete. Y si se te ocurriera alguna vez pedir un par de huevos al plato y yo estuviera por casualidad en la cocina, si pasara la bandeja por mi lado, consideraría un honor para mí poder escupir personalmente en la fuente. Entonces recibirías mi declaración de amor al natural, mezclada con mantequilla fundida. De nada, señor.

—Ya se lo dije, señor; la dirección está por aquí a la izquierda, segunda puerta a la derecha. El libro de reclamaciones está encuadernado en tafilete. ¿Desea el señor que le anuncie? A sus órdenes. Telefonista. Haga el favor de ponerme con el señor director. Señor director, un caballero… ¿Cómo dice que se llama? Nettlinger, perdone, el doctor Nettlinger desea hablar urgentemente con usted. ¿A propósito de qué? Una reclamación contra mí. Sí, gracias. El señor director le espera. Ya lo creo, señora, esta noche fuegos artificiales y desfile, la primera calle a la izquierda, luego la segunda a la derecha, otra vez la tercera a la izquierda y verá el cartel: A la necrópolis infantil romana. No hay de qué, señora. Gracias. Un marco no hay que despreciarlo, viniendo de una mano de maestra tan honrada. Sí, fíjate, como acepto sonriendo la pequeña propina y rehúso la grande. Las necrópolis infantiles romanas son una cosa clara. Aquí no se derrocha el óbolo de la viuda. Y las propinas son el alma de la profesión.

—Sí, por allí, eso es.

Antes de que bajen del taxi ya sé si son adúlteros. Los huelo desde lejos, conozco los más despreocupados de todos los gestos despreocupados posibles. Hay los tímidos, se les ve tan claramente que le entran a uno ganas de decirles: no hay para tanto, hijos míos, a otros les ha pasado lo mismo; hace cincuenta años que estoy en el oficio y as ahorraré lo más desagradable. Cincuenta y nueve marcos con ochenta pfennig, incluida la propina, por una habitación doble; a cambio de eso podéis exigir un poco de comprensión, y aunque la pasión os atormente demasiado, no empecéis, por favor, en el ascensor. En el hotel Prinz Heinrich se hace el amor detrás de puertas dobles… No estén tan intimidados, los señores, no tengan tanto miedo; ¡si supierais cuántas han liquidado sus necesidades sexuales en estas habitaciones, santificadas por sus altos precios! Los hubo piadosos y descreídos, malos y buenos. Una habitación doble con baño, una botella de champán servida en la habitación. Cigarrillos. Desayuno a las diez y media. Está bien. ¿Quiere usted firmar aquí, por favor, caballero? No, aquí no… y espero que no seas tan necio que firmes con tu nombre auténtico. Estas listas van a la policía, se archivan selladas, son documentos y tienen valor de testimonio. No te fíes de la discreción de los burócratas, hijo mío; cuantos más hay, más comida necesitan. A lo mejor fuiste también alguna vez comunista, entonces ándate doblemente con cuidado. Yo también lo fui, y católico, además. Eso son cosas que no se van con la colada. Todavía hay gente que no permito que nadie toque, y quien delante de mí diga alguna burrada sobre la Virgen María, o se burle del padre Kolping, verá lo que le ocurre. Botones, habitación 42. El ascensor está allí, señor.

Estos son precisamente los que yo esperaba, son los adúlteros descarados, que no tienen nada que esconder, que se disponen a demostrar a todo el mundo lo libres que son. Pero si no tenéis nada que esconder, ¿por qué ponéis esa cara tan arrogante y hacéis alarde de no tener nada que esconder? Si verdaderamente no tenéis nada que ocultar, no hay por qué ocultarlo. ¿Quiere usted firmar aquí, por favor, caballero? No, aquí no… La verdad, con esa majadera no quisiera yo tener nada que ocultar. No, con esa sí que no. Con el amor ocurre lo mismo que con las propinas. Pura cuestión de instinto. Eso se le ve ya en la cara a una mujer, si vale la pena de tener algo que esconder con ella. Con esta te digo que no la vale, puedes creerme, muchacho. Los sesenta marcos de la habitación, mas, el champán y la propina y el desayuno y todo lo que tendrás que regalarle aún: no vale la pena. Mejor te valdría una muchacha de la calle, una puta decente, que supiera bien su oficio, y que por lo menos te daría por lo que pagas. Botones, la habitación 43 para los señores. ¡Dios mío, y qué estúpida es la gente!

—Sí, señor director, voy en seguida, sí, señor director.

Claro que la gente como tú parecen hechos ex profeso para director del hotel; eso es como las mujeres que se hacer extirpar ciertos órganos; ya no hay más problemas, pero ¿qué sería el amor sin problemas? Y cuando uno se hace extirpar la conciencia, ya no puede ser ni siquiera cínico. Un hombre sin penas, ya no es un hombre. A ti te enseña de botones, estuviste cuatro años bajo mi férula, luego fuiste a conocer mundo, estudiaste en escuelas, aprendiste idiomas, asististe, en casinos de oficiales aliados y no aliados, a las bromas bárbaras de vencedores y vencidos borrachos, luego volviste aquí, y tu primera pregunta cuando llegaste reluciente, gordo y sin conciencia fue: «¿Todavía está aquí el viejo Jochen?». Pues sí, muchacho, todavía estoy aquí.

—Kuhlgamme, ha ofendido usted a este caballero.

—No fue mi intención, señor director, y, en realidad, no fue una ofensa. Yo le podría nombrar a centenares de personas que considerarían un honor el hecho de que yo les tuteara.

El colmo de la desfachatez. Era increíble.

—Se me ha escapado, sencillamente, doctor Nettlinger. Soy un viejo y hasta cierto punto estoy acogido a los beneficios del párrafo cincuenta y uno. El señor exige una reparación…

—¡Ahora mismo! Si usted me lo permite, le diré que no considero un honor ser tuteado por un portero de hotel.

—Pida perdón al señor.

—Pido perdón al señor.

—No en ese tono.

—¿En qué tono quiere que lo pida? Pido perdón al señor, pido perdón al señor, pido perdón al señor. Estos son los tres tonos de que dispongo: por favor, elija usted el que más le guste. Ve usted, a mí no me importa una humillación más o menos. Soy capaz de arrodillarme en esta alfombra, de golpearme el pecho, con lo viejo que soy. Aunque en realidad a mí también se me debe una reparación: intento de soborno, señor director. El honor de nuestra distinguida casa ha estado en peligro. ¿Un secreto profesional por treinta cochinos marcos? Me siento herido en mi honor y en el honor de esta casa, a la que hace más de cincuenta años que sirvo, exactamente, cincuenta y seis años.

—Basta ya, por favor, con esa escena deplorable y ridícula.

—Acompañe usted inmediatamente al señor al salón de billar, Kuhlgamme.

—No.

—Usted acompañará al señor al salón de billar.

—No.

—Sentiría mucho, Kuhlgamme, después de los años que lleva usted trabajando en esta casa, tener que prescindir de usted por negarse a cumplir una orden tan sencilla.

—En esta casa, señor director, ni una sola vez ha dejado de tenerse en cuenta el deseo de un cliente de que no se le molestara, excepto, claro está, en los casos de fuerza mayor, Policía secreta. Entonces no teníamos más remedio.

—Considere mi caso como un caso de fuerza mayor.

—¿Viene usted en nombre de la policía secreta del estado?

—No tolero esta clase de preguntas.

—Kuhlgamme, acompañe inmediatamente al señor al salón de billar.

—¿Quiere ser usted el primero, señor director, que manche el pabellón de la discreción?

—Entonces le acompañaré yo mismo al salón de billar, doctor.

—Antes pasará sobre mi cadáver, señor director.

Hay que haberse dejado sobornar tantas veces como yo, hay que ser tan viejo como yo para saber que hay cosas que no se compran; el vicio deja de ser vicio si no existe la virtud y tú no puedes saber qué es la virtud si ignoras que incluso hay rameras que no aceptan a ciertos clientes. Pero yo debería saberlo, que eres un cochino. Semanas enteras estuviste ensayando conmigo, arriba en mi cuarto, cómo hay que aceptar una propina con discreción, con piezas de cobre, con marcos de plata y con billetes de banco; eso hay que saberlo hacer: aceptar dinero con discreción, porque las propinas son el alma del oficio. Yo te lo hacía ensayar, fue un trabajo de perros, metértelo en la cabeza, y además quisiste engañarme, quisiste hacerme creer que solo habíamos ensayado con tres monedas de un marco cuando en realidad eran cuatro; quisiste estafarme. Siempre fuiste un cochino, jamás supiste que hay algo que se llama: «esto no se hace», y ahora vuelves a hacer algo que no se hace. Entretanto has aprendido a aceptar propinas y seguro que esta vez no han sido treinta piezas de plata.

—Vuelva a la mesa de recepción, Kuhlgamme; yo me encargo de este asunto. Apártese, se lo advierto.

Solo por encima de mi cadáver y eso que son ya las once menos diez, y dentro de diez minutos bajará la escalera. Si hubieseis reflexionado un poco, nos habríamos ahorrado toda esta comedia, pero ni que sea por diez minutos: solo por encima de mi cadáver. No sabéis lo que es el honor, porque tampoco sabéis lo que es el deshonor. Aquí me tenéis, factótum del hotel, bregado en toda clase de sobornos, conocedor del vicio en todas sus variedades, pero solo por encima de mi cadáver podéis penetrar en el salón de billar.