cabecera

Capítulo 27

DIARIO DE MINA HARKER.

13

1 de noviembre.—Hemos viajado durante todo el día, y aprisa. Los caballos parecen saber que están siendo tratados cariñosamente, pues de buena gana cumplen su cometido a la mayor velocidad. Los hemos cambiado ya muchas veces y constantemente encontramos lo mismo, de modo que estamos animados para pensar que el viaje será fácil. El doctor Van Helsing es lacónico; dice a los campesinos que tiene prisa para llegar a Bistritz[1], y les paga bien para hacer el cambio de caballos. Tomamos sopa caliente, o café o té, y partimos. Es un paisaje encantador, lleno de bellezas de toda clase imaginable, y la gente es valerosa, y fuerte, y sencilla, y parece tener todo tipo de hermosas cualidades. Son muy, muy supersticiosos. En la primera casa en que nos detuvimos, cuando la mujer que nos servía vio la cicatriz de mi frente, se santiguó y puso dos dedos hacia mí para protegerse contra el mal de ojo[2]. Yo creo que se tomaron la molestia de poner una cantidad mayor de ajo de lo habitual en nuestra comida, y yo no puedo soportar el ajo[3]. Desde entonces he tomado la precaución de no quitarme el sombrero o el velo, y así he escapado a sus sospechas. Estamos viajando deprisa, y como no tenemos un conductor con nosotros que pueda contar chismes, evitamos el escándalo[4], pero me atrevo a decir que el miedo al mal de ojo nos seguirá durante todo el viaje. El profesor parece incansable; no ha descansado en todo el día, pero me ha hecho dormir durante largo rato. Al anochecer me ha hipnotizado, y dice que he contestado, como de costumbre, «oscuridad, chapoteo de agua y crujir de madera»; así pues, nuestro enemigo está todavía en el río. Tengo miedo de pensar en Jonathan, pero de algún modo no temo por él o por mí misma.

Escribo esto mientras esperamos en una granja a que los caballos estén dispuestos. El doctor Van Helsing está durmiendo. Pobre querido, parece muy cansado y viejo y gris, pero su boca sigue tan firme como la de un conquistador; incluso durmiendo está impulsado por la resolución. Cuando ya llevemos un buen rato de camino, debo hacer que descanse mientras yo conduzco. He de decirle que tenemos días por delante, que no debemos agotamos cuando se precisará toda su fortaleza… Todo está listo; salimos en breve.

2 de noviembre, por la mañana.—Tuve éxito y nos turnamos para conducir toda la noche; ahora el día está ya sobre nosotros, luminoso, aunque frío. Hay una extraña pesadez en el aire… digo pesadez a falta de una palabra más adecuada; quiero decir que nos oprime a los dos. Hace mucho frío y sólo nuestros abrigos de piel nos mantienen confortablemente. Al amanecer me hipnotizó el profesor; dice que yo contesté «oscuridad, madera que cruje y fragor de agua», lo que quiere decir que el río cambia a medida que van subiendo. Espero que mi amado no corra peligro… no más del necesario; pero estamos en las manos de Dios.

2 de noviembre, por la noche.—Todo el día conduciendo. El paisaje se hace más agreste conforme avanzamos. Los grandes espolones de los Cárpatos, que en Varesti parecían tan lejanos de nosotros y tan bajos en el horizonte, ahora simulan rodearnos y alzarse orgullosos ante nosotros. Los dos nos sentimos animados[5]; creo que cada uno hace un esfuerzo para animar al otro y, al hacerlo así, nos animamos a nosotros mismos. El doctor Van Helsing dice que por la mañana llegaremos al desfiladero de Borgo. Ahora las casas son muy pocas, aquí y allá, y el profesor dice que los últimos caballos que conseguimos tendrán que venir con nosotros, pues podría ocurrir que no pudiéramos cambiarlos. Consiguió otros dos, además de los que cambiamos, de modo que ahora tenemos un poderoso tiro de cuatro. Los queridos caballos son pacientes y buenos, y no nos causan problema alguno. No estamos preocupados por otros viajeros, e incluso yo puedo conducir el carruaje[6]. Llegaremos de día al desfiladero; no queremos llegar antes. Así que lo tomamos con calma, y cada uno tiene un largo descanso cuando llega su turno. Oh, ¿qué nos traerá el día de mañana? Vamos a buscar el lugar donde mi pobre esposo sufrió tanto. Quiera Dios que lleguemos con bien y que Él se digne proteger a mi esposo y a aquellos que nos son queridos y que se hallan en un peligro mortal como este. En cuanto a mí, no soy merecedora de Su mirada. ¡Ay! Soy impura ante Sus ojos y lo seré hasta que Él se digne permitirme aparecer en Su presencia como uno de quienes no han incurrido en su ira[7].

MEMORÁNDUM
DE ABRAHAM VAN HELSING.

4 de noviembre.—Esto es para mi viejo y verdadero amigo John Seward, doctor en Medicina, de Purfleet[8], Londres, en caso de que yo no pueda verle más. Esto puede servir de explicación. Es por la mañana y escribo junto al fuego de una chimenea que he mantenido encendida durante toda la noche, con la ayuda de madam Mina[9]. Hace frío, frío, tanto frío que el cielo gris y pesado está cargado de nieve que, cuando caiga, se asentará para todo el invierno, pues la tierra se está endureciendo para recibirla[10]. Esto parece haber afectado a madam Mina; ha tenido todo el día la cabeza tan aturdida que no parecía la misma. ¡Duerme, y duerme, y duerme! Ella que está habitualmente tan alerta, no ha hecho literalmente nada en todo el día; incluso ha perdido el apetito. No anota nada en su pequeño diario, ella que escribe de modo tan constante siempre que hay una pausa. Algo me dice al oído que no todo va bien. Sin embargo, esta noche está más vif[11]. El haber dormido todo el día la ha refrescado y restaurado, pues ahora tiene toda la dulzura y la animación de siempre. Al caer el sol intenté hipnotizarla, pero ¡ay!, sin conseguirlo; el poder se ha ido reduciendo día por día y esta noche me ha fallado por completo. Bien, hágase la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea ¡y adondequiera que pueda conducirnos!

Ahora a lo histórico, pues como madam Mina no escribe ya de manera taquigráfica, debo hacerlo yo a mi engorrosa y vieja manera, de modo que no se quede sin anotar nada de lo que nos ocurre cada día.

Llegamos al desfiladero de Borgo ayer por la mañana exactamente después de la salida del sol. Cuando vi los signos del amanecer, me preparé para el hipnotismo. Detuvimos nuestro carruaje y nos apeamos, con objeto de que no hubiera interferencia alguna. Hice una especie de cama con las pieles, y madam Mina, tumbada, se entregó como de costumbre, pero más despacio y por menos tiempo que nunca, al sueño hipnótico[12]. Como antes, llegó la respuesta: «oscuridad y remolinos de agua». Luego de esto se despertó, animosa y radiante. Seguimos nuestro camino y pronto llegamos al desfiladero. En este momento y lugar empieza a dar muestras de ardiente entusiasmo; se manifiesta en ella alguna fuerza nueva para guiarnos, porque señala un camino y dice:

—Ese es el camino.

—¿Cómo lo sabe? —pregunto.

—Claro que lo sé —responde, y tras un segundo añade—: ¿No viajó mi Jonathan por aquí y escribió sobre su viaje?

Al principio me parece algo extraño, pero veo bien pronto que no es sino un atajo[13]. Parece muy poco utilizado y muy distinto de la carretera para carruajes que va desde la Bukovina a Bistrita, que es más ancha, firme, y también más transitada.

Así que seguimos por este camino; cuando nos encontrábamos con otros caminos —no siempre estábamos seguros de que fueran carreteras, pues estaban sin cuidar y cubiertas de nieve todavía ligera— los caballos, y sólo ellos, sabían qué hacer. Les suelto las riendas y siguen, tan pacientes. Paso a paso vamos encontrando todo lo que Jonathan había anotado en ese maravilloso diario suyo[14]. Después continuamos por muchas, muchas horas y horas. Al principio le dije a madam que se fuese a dormir; lo intentó, y lo consiguió. Durmió todo el tiempo, hasta que, finalmente, crece en mí la sospecha e intento despertarla. Tampoco quiero hacerle el menor daño, pues sé que ha sufrido mucho y que el dormir a veces lo es todo para ella. Creo que yo mismo me quedé adormecido, porque de repente me sentí culpable, como si hubiera hecho algo; me encontré de pie, con las riendas en la mano, y los buenos caballos en marcha, adelante, adelante, como siempre. Miro, y veo a madam Mina todavía dormida. Ya no falta mucho para el ocaso, y sobre la nieve la luz del sol derrama un gran torrente amarillo, de modo que nosotros proyectamos una alargada sombra que llega hasta donde se alza la montaña tan escarpada. Porque estamos subiendo y subiendo, y todo es, ¡oh!, tan agreste y rocoso, como si fuera el final del mundo[15].

Entonces despierto a madam Mina. Esta vez se despierta sin mucha dificultad, y a continuación intento hipnotizarla. Pero no se duerme, como si yo no estuviera. Sigo intentando e intentando, hasta que de improviso estamos en la oscuridad; miro a mi alrededor y descubro que el sol se ha puesto, madam Mina se ríe, y me vuelvo a mirarla. Ahora está totalmente despierta y tiene tan buen aspecto como nunca desde aquella noche en Carfax, cuando entramos por primera vez en la casa del Conde. Estoy sorprendido e inquieto, pero está tan animada y cariñosa y pendiente de mí que me olvido de todo temor. Hago una hoguera, pues hemos traído leña con nosotros, y ella prepara la comida mientas yo quito los aparejos a los caballos, los preparo, los ato y los pongo al resguardo para que coman. Cuando vuelvo a la hoguera, ya tiene dispuesta mi cena. Voy a ayudarla, pero sonríe y me dice que ya ha cenado, que tenía tanta hambre que no podía esperar. No me gusta esto, y tengo serias dudas, pero temo asustarla y no digo nada. Me ayuda y ceno solo; después nos envolvemos en pieles y nos echamos junto al fuego, y le digo que duerma mientras yo quedo de guardia. Pero pronto me olvido por completo de esto, y cuando de repente me acuerdo de que estoy de guardia, veo que ella está tranquilamente echada, pero despierta, y mirándome con ojos muy brillantes. Una vez, dos veces más ocurre lo mismo, y duermo mucho hasta que amanece. Cuando me despierto intento hipnotizarla, pero, ¡ay!, aunque cierra los ojos obediente, no puede dormirse. El sol sube y sube y sube, y entonces el sueño le llega demasiado tarde, pero tan profundo que no se despierta. Tengo que levantarla y colocarla dormida en el carruaje cuando tengo ya preparados los caballos y todo dispuesto. Madam duerme todavía, y duerme, y dormida parece más saludable y con más color que antes. Y no me gusta[16]. ¡Tengo miedo, miedo, miedo! Tengo miedo de todo, incluso de pensar, pero debo seguir mi camino. La apuesta que nos jugamos es de vida o muerte, o más que eso, y no podemos vacilar[17].

5 de noviembre, por la mañana.—Permíteme ser exacto en todo, pues aunque tú y yo hemos visto juntos algunas cosas extrañas, puede que al principio pienses que yo, Van Helsing, estoy loco; que los muchos horrores y la larga tensión nerviosa, por fin, me han trastornado el cerebro.

Todo el día de ayer estuvimos viajando, acercándonos cada vez más a las montañas, y adentrándonos cada vez más en este país cada vez más agreste y desierto[18]. Hay grandes y amenazadores precipicios, y muchas cascadas, y parece como si la Naturaleza hubiera celebrado aquí su carnaval[19]. Madam Mina sigue durmiendo y durmiendo, y aunque tenía hambre y la he saciado, no puedo despertarla ni para comer. Comencé a temer que el fatal hechizo del lugar había caído sobre ella, manchada como está con el bautismo del vampiro. «Bien», me dije a mí mismo, «si es que ella duerme todo el día, yo no duermo por la noche». Conforme avanzábamos por la escabrosa carretera, pues era una carretera vieja y en malas condiciones, recosté la cabeza y me dormí. De nuevo me desperté con una sensación de culpa y de tiempo perdido, y encontré a madam Mina todavía durmiendo, y el sol bajo y lejano, y fuimos casi hasta la cima de una colina; en lo más alto había un castillo como el descrito por Jonathan en su diario. Me invadieron al mismo tiempo la alegría y el temor, pues ahora, para bien o para mal, el final estaba cerca[20].

Desperté a madam Mina y otra vez intenté hipnotizarla, pero ¡ay!, imposible, y ya fue demasiado tarde. Entonces, antes de que nos cubriera la gran oscuridad —pues incluso después de la puesta del sol el cielo reflejaba su luz en la nieve; por algún tiempo hubo un extraordinario crepúsculo—, saqué los caballos y les di de comer en una especie de abrigo que pude encontrar. Después enciendo una hoguera, y cerca de ella hago que madam Mina, ahora despierta y más encantadora que nunca, se siente confortablemente entre sus mantas. Preparé comida, pero ella no probó bocado, diciendo simplemente que no tenía hambre. No la presioné, sin embargo, sabiendo que no serviría de nada. Pero yo sí comí, pues ahora necesito estar fuerte para todo. Después, con miedo de lo que podría pasar, tracé un círculo en torno a donde madam Mina estaba sentada, y por encima del círculo pasé un fragmento de Hostia Consagrada, y la desmenucé finamente para que todo estuviese bien protegido[21]. Ella permaneció sentada y silenciosa todo el tiempo; tan silenciosa como una muerta. Se puso blanca, cada vez más blanca, hasta que la propia nieve no fue más blanca que ella, y no dijo ni una sola palabra. Pero, cuando me acerqué, se agarró a mí y pude ver que la pobre alma estaba temblando de la cabeza a los pies, con un temblor que daba lástima. Cuando se hubo calmado algo, le dije:

—¿No quiere acercarse al fuego? —Yo quería hacer una prueba de lo que ella podría hacer. Se incorporó, obediente, pero apenas había dado un paso se detuvo y se quedó como amedrentada.

—¿Por qué no sigue? —pregunté. Meneó la cabeza, y dando media vuelta, fue a sentarse en su sitio. Después, mirándome con los ojos muy abiertos, como quien acaba de despertarse, dijo simplemente:

—¡No puedo! —y se calló. Me alegré, pues sabía que lo que ella no podía hacer tampoco podría hacerlo ninguno de esos que tememos. ¡Aunque podía haber peligro para su cuerpo, sin embargo, su alma estaba a salvo!

En ese momento los caballos comenzaron a relinchar y a tirar de sus ataduras, hasta que me acerqué a ellos y los tranquilicé. Cuando sintieron mis manos sobre ellos, resollaron mansamente, como con alegría, y lamieron mis manos y se quedaron tranquilos por un tiempo. Muchas veces a lo largo de la noche me acerqué a ellos, hasta que llegó esa fría hora en que toda la naturaleza está en su punto más bajo, y cada vez mi presencia les tranquilizó. En la hora fría, el fuego comenzó a morir y estuve a punto de echar más leña, pues ahora la nieve caía en forma de ráfagas, y con ella llegaba una niebla heladora. Incluso en aquella oscuridad había una cierta luz, como la hay siempre sobre la nieve, y pareció que las ráfagas de nieve y los festones de niebla se revistiesen en formas de mujeres con largos vestidos hasta el suelo. Todo estaba envuelto en un silencio mortal y siniestro; sólo los caballos relinchaban acobardados, como ante el peor terror. Comencé a sentir miedo, horribles temores, pero entonces me invadió la sensación de seguridad proporcionada por ese anillo dentro del cual yo estaba. Comencé también a pensar que mis imaginaciones eran producto de la noche, y la tristeza, y la inquietud por todo lo que había ocurrido, y toda esa terrible ansiedad. Era como si los recuerdos de la horrible experiencia de Jonathan me estuviesen ofuscando, pues los copos de nieve y la niebla comenzaron a girar a mi alrededor hasta el punto de que me pareció ver un vago vislumbre de aquellas mujeres que querían besarle. Entonces los caballos se asustaron y gimieron aterrorizados como los hombres cuando sufren. Pero la locura del miedo no se apoderó de ellos hasta el punto de escaparse. Temí por mi querida madam Mina cuando esas fantásticas imágenes se acercaron y la rodearon formando un círculo. La miré, pero seguía sentada y tranquila, y sonriéndome. Cuando me acerqué hacia la hoguera para avivarla, me agarró, me hizo volverme y susurró, como una voz que oímos en un sueño; tan bajo era su tono:

—¡No, no! ¡No vaya fuera! ¡Aquí está usted a salvo!

Me volví hacia ella y mirándola a los ojos le dije:

—Pero ¿y usted? ¡Es por usted por quien tengo miedo! —Al oír lo cual ella se rio con una risa sorda e irreal, y dijo:

—¡Miedo por ? ¿Por qué miedo por mí? No hay nadie tan a salvo de ellos en todo el mundo como yo. —Y mientras yo me preguntaba por el significado de sus palabras, una ráfaga de viento avivó las llamas y vi la cicatriz roja de su frente. Entonces, ¡ay!, lo comprendí. De no haberlo hecho entonces, lo hubiera comprendido pronto, pues las figuras de niebla y de nieve que revoloteaban llegaron más cerca, pero sin entrar nunca en el círculo santo. Después empezaron a materializarse hasta que —si Dios no me quitó la razón, pues vi todo con mis propios ojos— aparecieron ante mí en carne verdadera las mismas tres mujeres que Jonathan vio en la habitación, cuando quisieron besar su cuello. Conocía aquellas formas redondas y ondulantes, los brillantes y duros ojos, los blancos dientes, el color encendido, los voluptuosos labios. Sonrieron en todo momento a la pobre y querida madam Mina, y cuando su risa llegó a través del silencio de la noche, entrelazaron sus brazos señalándola, y dijeron en esos tonos infinitamente tan dulces que Jonathan dijo tenían la insoportable dulzura de los vasos de agua[22]:

—¡Ven, hermana; ven con nosotras! ¡Ven! ¡Ven![23]. —Me volví con miedo hacia mi pobre madam Mina, y mi corazón saltó de alegría como una llama, pues, ¡oh!, el terror de sus dulces ojos, la repulsión, el horror, hablaban a mi corazón de que todavía había esperanza. Gracias sean dadas a Dios, no era todavía de ellas. Cogí algo de la leña que tenía cerca y, llevando en alto un fragmento de la Hostia, me dirigí hacia el fuego. Ellas retrocedieron ante mí, se echaron a reír con sus carcajadas suaves y horribles. Avivé el fuego y no tuve miedo, pues sabía que estábamos seguros dentro de nuestras protecciones. Ellas no podían acercarse a mí mientras yo estuviese armado así, ni a madam Mina mientras permaneciera dentro del círculo, del cual no puede salir ni ellas entrar. Los caballos habían dejado de gemir y estaban quietos en el suelo; la nieve caía suavemente sobre ellos, que los iba cubriendo de blanco. Yo comprendí que a los pobres animales no les esperaba más terror.

Y así permanecimos hasta que el rojo del amanecer comenzó a caer sobre la tristeza de la nieve. Yo estaba desolado y asustado, y lleno de aflicción y de terror, pero cuando el hermoso sol comenzó a subir en el horizonte, volvía a la vida de nuevo. Apenas comenzó a amanecer, las horribles figuras se fundieron en los remolinos de niebla y de nieve. Los festones de oscura bruma se alejaron hacia el castillo y desaparecieron.

Instintivamente, con la llegada del amanecer, me volví hacia madam Mina con la intención de hipnotizarla, pero había caído en un profundo y repentino sueño del cual no pude despertarla. Quise hipnotizarla dormida, pero no hubo respuesta por su parte, ninguna en absoluto, y se hizo de día, y he ido a ver a los caballos; están todos muertos. Hoy tengo mucho que hacer aquí, y esperaré hasta que el sol esté en lo alto, pues puede haber sitios a los que debo ir donde esa luz del sol, aunque la nieve y la nieve la oscurezcan, siempre será un seguro para mí[24].

Me fortaleceré con el desayuno y después emprenderé mi terrible tarea. Madam Mina duerme, ¡gracias a Dios!; tiene un sueño tranquilo.

DIARIO DE JONATHAN HARKER.

4 de noviembre[25], por la tarde.—El accidente de la lancha ha sido algo terrible para nosotros. Si no hubiera sido por eso, ya haría tiempo que hubiésemos alcanzado a la embarcación del Conde, y ahora mi querida Mina estaría libre. Me da miedo pensar en ella, en esas llanuras cercanas a tan horrible lugar. Hemos conseguido caballos y seguimos la pista. Escribo eso mientras Godalming se prepara. Tenemos nuestras armas. Los zíngaros deben tener cuidado si quieren pelea[26]. ¡Oh, si Morris y Seward estuviesen con nosotros! ¡Debemos tener esperanza! Si no escribo más, ¡adiós, Mina! Dios te bendiga y te guarde.

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

5 de noviembre.—Con el amanecer vimos al grupo de los zíngaros delante de nosotros que se alejaban rápidamente del río con su leiter-wagon. Iban todos rodeándola y a velocidad tal como si alguien los persiguiese. Está cayendo una ligera nevada, y hay una extraña tensión. Puede que se trate de nuestros propios pensamientos, pero la depresión del ambiente es extraña. Oigo a lo lejos los aullidos de los lobos; la nieve los hace bajar de las montañas y a todos nosotros nos acechan los peligros por todas partes. Los caballos están casi dispuestos, y saldremos, nos iremos pronto. Cabalgamos hacia la muerte de alguien. Sólo Dios sabe de quién, o dónde, o qué, o cuándo, o cómo será…

MEMORÁNDUM
DEL DOCTOR VAN HELSING.

5 de noviembre, por la tarde.—Al menos estoy en mi sano juicio. Gracias a Dios por su clemencia en todo momento, aunque la prueba ha sido terrible. Cuando dejé a madam Mina durmiendo dentro del Santo círculo, emprendí mi viaje hacia el castillo. El martillo de herrero que había traído en el carruaje desde Veresti fue útil; aunque todas las puertas estaban abiertas, destrocé sus herrumbrosos goznes, por si acaso por mala intención o mala suerte se cerraban y una vez dentro no podía salir. La amarga experiencia de Jonathan me sirvió de ejemplo.

Recordando su diario, encontré el camino hacia la vieja capilla, pues sabía que allí estaba mi tarea. La atmósfera era opresiva; parecía como si hubiese algún vapor sulfuroso que a veces llegó a marearme. O me zumbaban los oídos o escuché a lo lejos el aullido de los lobos. Entonces pensé en mi querida madam Mina y me encontré en una terrible situación. El dilema me tenía entre la espada y la pared. A ella yo no me atrevía a traerla a este sitio, sino que la dejaría a salvo del Vampiro en aquel círculo Santo[27]; ¡pero incluso allí podía llegar el lobo! Decidí que mi tarea estaba aquí y que, con respecto a los lobos, nos resignaríamos si era la voluntad de Dios. En todo caso, era sólo la muerte, y después la libertad. Así, elegí por ella. Si la elección hubiese sido solamente mía, hubiese sido fácil: ¡era mejor el estómago del lobo para descansar que la tumba del Vampiro! Y así, decidí seguir con mi tarea.

Sabía que había que encontrar al menos tres tumbas; tumbas habitadas[28]. Busco y busco y encuentro a una de las mujeres. Dormía el sueño de los vampiros, tan llena de vida y de voluptuosa belleza que me estremezco como si hubiese venido a cometer un crimen[29]. Ah, no dudo que antaño, cuando ocurrían estas cosas, muchos hombres que cometieron la misma tarea que yo sintieron que en el último minuto les flaqueaba el corazón y también los nervios. Por eso se demora, y se demora, y se demora, hasta que la mera belleza y fascinación de la lasciva no muerta le hipnotizan; y sigue allí más y más tiempo, hasta que llega el ocaso y la mujer vampiro se despierta. Entonces los hermosos ojos de la bella mujer se abren y miran con amor, y ofrece la voluptuosa boca para un beso… y el hombre es débil, y allí se queda una víctima más en el redil del vampiro; ¡una más para aumentar las horrendas y espantosas huestes de los no muertos!…

Hay alguna fascinación, seguramente, cuando yo mismo me sentí conmovido ante la mera presencia de una de ellas, incluso yaciendo como estaba en una tumba corroída por el paso del tiempo y cubierta por el polvo de los siglos, y pese a ese espantoso hedor, como el de las madrigueras que ya conocíamos del Conde. Sí, estaba conmovido —yo. Van Helsing, con toda mi resolución y mis motivos para el odio—, me sentí conmovido hasta el punto de sentir el deseo de un aplazamiento, deseo tan fuerte que pareció paralizar mis facultades y entorpecer mi propio espíritu. Pudo haberse debido a la falta de sueño y a que la extraña opresión del aire estaba comenzando a apoderarse de mí. Lo cierto era que me estaba sumiendo en el sueño, el sueño con los ojos abiertos de quien se entrega a una dulce fascinación, cuando a través del aire acolchado por la nieve llegó un largo y apagado gemido, tan lleno de pena y de aflicción que me despertó como el sonido de un clarín. Porque era la voz de mi querida madam Mina lo que oía.

Me entregué de nuevo con más ardor a mi horrible tarea y encontré, arrancando las tapas de los sepulcros, a una de las hermanas, una de las morenas. No me atreví a detenerme para mirarla como había hecho con su hermana, para no empezar a quedarme hechizado. Seguí buscando hasta que, al poco, encontré en un sepulcro alto y suntuoso, como hecho para alguien muy amado, a la otra hermana rubia que, como Jonathan, yo había visto materializarse saliendo de los átomos de niebla[30]. Era tan hermosa de ver, tan radiantemente bella, tan exquisitamente voluptuosa, que mi propio instinto de hombre, y que llama a los de mi sexo a amar y a proteger a las del suyo, hizo que me diese vueltas la cabeza con esta nueva emoción. Pero, gracias a Dios, el profundo gemido de mi querida madam Mina no había muerto aún en mis oídos[31], y antes de que el hechizo pudiera ejercer más poder sobre mí, pude reaccionar para entregarme a mi espantosa tarea. Ya había buscado en todos los sepulcros de la capilla, según me pareció, y como sólo tres de esas fantasmales no muertas nos habían estado rondando anoche, supuse que no quedaban más no muertos en activo existentes[32]. Había un gran sepulcro más señorial que todos los otros, enorme, y de nobles proporciones. En él sólo figuraba una palabra:

DRÁCULA[33].

Este era, entonces, el hogar del no muerto rey vampiro, a quienes muchos otros le estaban destinados. Que estuviese vacío hablaba con elocuencia afirmativa de lo que yo ya sabía. Antes de comenzar a devolver a esas mujeres a su identidad mortal mediante mi espantosa tarea, deposité en la tumba de Drácula un fragmento de la Hostia, y así le impedí volver a él, no muerto, para siempre[34].

Después comencé la horrible tarea que tanto temía. Si sólo se hubiera tratado de un caso, hubiera sido relativamente fácil, pero ¡tres! Repetirlo dos veces más después de haber llevado ya a cabo aquella horrible acción, pues si había sido espantoso con la dulce miss Lucy, qué no sería con esas desconocidas que habían sobrevivido a lo largo de varios siglos y que se habían fortalecido con el transcurso de los años; que lucharían cuanto les fuese posible por sus abyectas vidas…

Oh, amigo John; ha sido un trabajo de carnicero. Si no me hubiera animado pensando en otros muertos y en los vivos sobre quienes se cernía tal mando de horror, yo no podría haberlo hecho. Tiemblo y tiemblo incluso ahora, a pesar de que todo ha terminado. Gracias a Dios, mis nervios lo aguantaron. Si no hubiera visto la paz en el primero de esos rostros y la alegría que lo cubrió justo antes de su disolución final, al comprender que el alma había triunfado, yo no hubiera podido seguir adelante con mi carnicería. No podría haber soportado el horroroso chillido al penetrar la estaca hasta el fondo; el retorcerse del cuerpo que muere, los labios con espuma sanguinolenta. Hubiera huido aterrorizado y dejado mi tarea sin terminar. ¡Pero se acabó! Y esas pobres almas, ahora puedo compadecerme de ellas y llorar recordando su placidez al entrar en el pleno sueño de la muerte un momento antes de desaparecer. Porque, amigo John, apenas acababa mi cuchillo de cortar la cabeza de cada uno, el cuerpo entero comenzó a disolverse hasta quedar reducido a su polvo nativo, como si la muerte que debía haber ocurrido siglos atrás proclamase, por fin, sus derechos, y dijese en voz alta: «¡Estoy aquí!»[35].

Antes de dejar el castillo, prepare todas las entradas de modo que nunca más pudiera el Conde entrar aquí como no muerto[36].

Cuando penetré en el interior del círculo donde dormía madam Mina, se despertó y, al verme, lloró llena de dolor al saber todo lo que había pasado.

—¡Vámonos! —dijo—, ¡vámonos de este horrible sitio! Vamos a buscar a mi marido, que está, lo se, viniendo hacia nosotros.

Se la veía delgada y pálida y débil, pero sus ojos eran puros y brillaban con fervor. Me alegré al ver su palidez y su debilidad, pues yo todavía tenía presente el horror de aquellas sonrosadas mujeres vampiro durmiendo.

Y así, con confianza y con esperanza, y al propio tiempo llenos de temor, nos dirigimos hacia el este para encontrar a nuestros amigos y a él, de quien madam Mina dice que sabe que viene hacia aquí.

DIARIO DE MINA HARKER.

6 de noviembre.—Ya estaba avanzada la tarde cuando el profesor y yo emprendimos nuestro camino hacia el este, por donde yo sabía que Jonathan estaba viniendo. No íbamos deprisa, aunque el camino iba pronunciadamente cuesta abajo[37], porque tuvimos que llevar con nosotros pesadas mantas y ropas; no nos atrevimos a enfrentarnos con la posibilidad de quedarnos sin abrigo en el frío y en la nieve. También tuvimos que llevar algunas de nuestras provisiones, pues estábamos en una zona totalmente desolada, y hasta donde podíamos ver a través de la nieve que caía, no había ninguna casa. Cuando habíamos recorrido como una milla, me sentí agotada de la penosa marcha y me detuve para descansar. Miramos hacia atrás y vimos la limpia silueta del castillo de Drácula recortada contra el cielo[38], pues habíamos descendido tanto por la colina sobre la que se alza que nuestro ángulo de perspectiva nos mostraba los montes Cárpatos muy por debajo de aquel. Lo vimos en toda su grandeza, encaramado a 1.000 pies sobre un escarpado precipicio, y con lo que parecía un gran espacio vacío entre él y la pendiente ladera de las montañas adyacentes de uno y otro lado. Había algo salvaje y misterioso en aquel lugar. Podíamos oír el distante aullido de los lobos. Estaban muy lejos, pero su sonido, a pesar de llegar como amortiguado por la silenciosa nevada, era terrorífico. Me di cuenta, por la forma en que el doctor Van Helsing investigaba, de que estaba intentando encontrar algún sitio estratégico donde estuviésemos menos expuestos en caso de ser atacados. El accidentado camino seguía bajando; podíamos notarlo a través de la nieve acumulada.

Al poco, el profesor me hizo una señal, por lo que me incorporé y me puse a su lado. Había encontrado un lugar maravilloso, una especie de oquedad natural en una roca, con una entrada como una puerta entre dos peñas[39]. Me cogió de la mano y me llevó al interior: «¡Mire!», dijo, «Aquí estará en un refugio, y si los lobos vuelven, yo puedo ocuparme de ellos uno a uno». Trajo nuestras pieles e hizo con ellas un cómodo nido para mí. Sacó algunas provisiones y me obligó a tomarlas, pero no pude comer nada; incluso el mero hecho de intentarlo me producía repugnancia, y aunque me hubiera gustado complacerle, me resultó imposible. Pareció muy triste, pero no me hizo ningún reproche. Sacando de su estuche los prismáticos, se puso en pie en lo alto de una roca y comenzó a escrutar el horizonte. De pronto me llamó:

—¡Mire! ¡Madatn Mina, mire, mire!

Me levanté de un salto y me puse junto a él en la roca. Me dio sus prismáticos y señaló con el dedo. La nieve caía ahora más espesa y en furiosos remolinos, pues estaba empezando a soplar un fuerte viento. Sin embargo, hubo momentos en que se calmaban las ráfagas de nieve y yo podía ver en torno mío hasta una gran distancia. Desde la altura en que nos encontrábamos era posible dominar un gran trecho, y muy lejos, más allá de la blanca masa de nieve, pude ver el río como una cinta negra que serpenteaba haciendo ceñidas curvas y ondulaciones a lo largo de su cauce[40]. En línea recta, justo enfrente de nosotros y no demasiado lejos[41] —de hecho, tan cerca que me asombré de no haberlos visto antes— venía un grupo de hombres a caballo a toda prisa. En medio de ellos iba una carreta, un largo leiter-wagon, que se bamboleaba como el rabo de un perro juguetón con cada irregularidad del camino. Recortados contra la nieve, pude ver, por su ropas, que eran campesinos o algún tipo de gitanos.

Sobre la carreta había un gran cajón cuadrado. Me dio un vuelco el corazón al verlo, pues sentí que el final no estaba lejos. Se estaba acercando el anochecer, y yo sabía bien que, con el ocaso, la Cosa, que todavía estaba prisionera en su cajón, recobraría la libertad y podía estudiar la persecución adoptando cualquiera de sus muchas formas. Me volvía hacia el profesor con miedo, mas para mi consternación, no estaba allí. Un instante después le vi más abajo. Había trazado un círculo alrededor de la roca, como el que nos había dado protección la noche pasada. Cuando hubo terminado, volvió otra vez junto a mí, diciendo:

—¡Al menos aquí estará usted a salvo de él! —Me cogió los prismáticos y, cuando la nevada amainó por un momento, barrió con ellos todo el espacio que teníamos debajo de nosotros—. Mire —dijo—, vienen deprisa; están azotando a los caballos y galopando tan velozmente como pueden. —Se calló por un instante y continuó con voz grave—: Corren hacia el ocaso[42]. Quizá lleguemos demasiado tarde. ¡Que sea lo que Dios quiera!

Llegó otra ráfaga de nieve que impedía la visión; el paisaje quedó borrado por completo. Pasó pronto, sin embargo, y una vez más sus prismáticos enfocaron la llanura. De pronto oí un grito repentino:

—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! Vea, dos jinetes los persiguen aprisa viniendo desde el sur. Deben de ser Quincey y John. Tome los prismáticos. ¡Mire antes de que la nieve lo borre todo!

Los cogí y miré. Los dos hombres podían ser el doctor Seward y Mr. Morris. En cualquier caso, sabía que ninguno de ellos era Jonathan. Al mismo tiempo supe que Jonathan no estaba lejos. Mirando alrededor vi al norte de los que venían otros dos hombres, cabalgando a matacaballo[43]. Yo sabía que uno de ellos era Jonathan, y supuse, desde luego, que el otro era lord Godalming. También estaban persiguiendo a los de la carreta. Cuando se lo dije al profesor, gritó de alegría como un colegial y, después de mirar atentamente hasta que la nieve imposibilitó ver nada, apoyó su Winchester, listo para usarlo, en la piedra de la entrada de nuestro refugio.

—Todos convergen —dijo—. Cuando llegue el momento, tendremos rodeados a los gitanos por todos los lados.

Saqué mi revólver y lo dejé, preparado, a mano, pues, mientras estábamos hablando, el aullido de los lobos se hizo más fuerte y cercano. Cuando la tormenta de nieve se calmó por un momento, volvimos a mirar. Resultaba extraño ver caer la nieve en copos tan pesados cerca de nosotros y, más allá, el sol resplandeciendo más y más brillante conforme se iba hundiendo tras las cimas de lejanas montañas[44]. Al recorrer todo lo que nos rodeaba con los prismáticos pude ver, acá y allá, unos puntos que se movían solitarios o en parejas y tríos, e incluso en mayor número: los lobos se estaban reuniendo para lanzarse sobre su presa[45].

Cada instante parecía un siglo mientras esperábamos. El viento llegaba ahora con ráfagas furiosas y arremolinaba con violencia la nieve, envolviéndonos en sus torbellinos. A veces no podíamos ver nada más allá de nuestro brazo extendido; otras, en cambio, aunque el viento gemía a nuestro alrededor, limpiaba el aire de forma que podíamos divisar hasta una remota distancia. Estábamos tan acostumbrados desde hacía tiempo a observar la salida y la puesta del sol que sabíamos con bastante precisión cuándo iba a ocurrir, y ahora sabíamos que el sol se pondría sin que pasara mucho tiempo.

Era difícil creer que, de acuerdo con nuestros relojes, hacía menos de una hora que esperábamos en aquel refugio rocoso antes de que comenzasen a converger tan cerca de nosotros aquellos diferentes grupos. El viento soplaba ahora con ráfagas más violentas y furiosas y venía casi constantemente del norte. Al parecer había alejado de nosotros las nubes cargadas de nieve y, salvo algunas ráfagas ocasionales, no traía nieve consigo. Podíamos distinguir con claridad a las personas de cada grupo, el de los perseguidos y el de los perseguidores. Era bastante extraño que los perseguidos no parecieran darse cuenta de que les perseguían, o al menos no les importaba; parecían, en cambio, apresurarse con redoblada velocidad conforme el sol bajaba a cada momento de las cimas de las montañas.

Se acercaron más y más. El profesor y yo nos acurrucamos detrás de nuestra roca con las armas preparadas; pude ver que estaba decidido a que no pasaran. Ninguno se había percatado de nuestra presencia.

De repente, dos voces gritaron «¡Alto!». Una era la de mi Jonathan, con fuerte tono de cólera; la otra la de Mr. Morris, con un matiz fuerte y decidido de serena autoridad. Es posible que los gitanos no conociesen el idioma, pero no cabía equivocación posible con el tono, en cualquier lengua que se pronunciasen las palabras. Instintivamente tiraron de las riendas, y en ese mismo instante lord Godalming y Jonathan se precipitaron por un lado, y el doctor Seward y Mr. Morris por el otro. El jefe de los gitanos, un tipo de espléndido aspecto que montaba su caballo como un centauro, les hizo señas con la mano para que retrocediesen, y con voz encolerizada ordenó a sus compañeros que siguieran adelante. Fustigaron a los caballos, que se lanzaron hacia adelante, pero los cuatro hombres levantaron sus Winchester y, de una manera inequívoca, cualquiera que fuese la lengua en que se dijeran esas palabras, les ordenaron que se detuviesen[46]. En ese mismo momento, el doctor Van Helsing y yo salimos de detrás de la roca y les apuntamos con nuestras armas. Viendo que estaban rodeados, los gitanos tiraron de las riendas y se detuvieron. El jefe se volvió hacia ellos y dijo algo, tras de lo cual cada gitano sacó el arma que llevaba, cuchillo o pistola, y se prepararon para atacar. Todo ocurrió en un instante.

El jefe, con un rápido movimiento de las riendas, situó su caballo a la cabeza de los suyos y, señalando primero el sol —ahora ocultándose ya tras los picos de las montañas— y después el castillo, dijo algo que no comprendí. Como respuestas, nuestros cuatro hombres descabalgaron y se precipitaron hacia la carreta. Yo debería haber sentido un terrible miedo al ver a Jonathan en tal peligro, pero el ardor del combate debió de apoderarse de mí al igual que de los demás; no sentí miedo, sino un violento e impetuoso deseo de hacer algo. Viendo el rápido movimiento de los nuestros, el jefe de los gitanos dio una orden; instantáneamente sus hombres rodearon la carreta con una especie de empeño desordenado, tropezando y empujándose unos a otros en su afán por cumplir la orden.

En medio de todo esto, pude ver que Jonathan por un lado del círculo de los gitanos y Quincey por el otro, se abrían camino hacia la carreta; era evidente que estaban decididos a terminar su tarea antes de que el sol se pusiera. Nada parecía detenerles o ni siquiera suponerles un obstáculo. Ni las pistolas que les apuntaban, ni los centelleantes cuchillos de los gitanos por delante, ni los aullidos de los lobos por detrás parecían llamar su atención. El ímpetu de Jonathan y el manifiesto propósito que le animaba parecieron intimidar a los que tenía frente a él; instintivamente se apartaron y le dejaron pasar. De inmediato saltó a la carreta y, con una fuerza que parecía increíble, cogió el gran cajón y lo lanzó a tierra y encima de la rueda[47]. Mientras tanto, Mr. Morris había tenido que emplear toda su fuerza para atravesar por su lado el círculo de zíngaros. Durante todo el tiempo que había estado, sin respiración, mirando a Jonathan, le había visto por el rabillo del ojo abriéndose camino desesperadamente y había visto refulgir los cuchillos de los gitanos conforme cruzaba entre estos y los cuchillos que blandían. Mr. Morris los paraba con su gran cuchillo Bowie[48], y al principio pensé que también él había logrado llegar sano y salvo, pero al saltar hacia Jonathan, que ya había bajado de la carreta, pude ver que se apretaba el costado con la mano izquierda y que la sangre corría a lo largo de sus dedos. Pese a esto, no perdió el tiempo, pues mientras Jonathan, con energía desesperada, atacaba un costado del cajón, intentando abrir la tapa con su gran cuchillo kukri, Mr. Morris atacó la tapa frenéticamente desde el otro lado con su Bowie. Ante tales esfuerzos de ambos, la cubierta comenzó a ceder; los clavos saltaron con un chirrido y la tapa del cajón cayó hacia atrás.

Mientras tanto, los gitanos, viéndose apuntados por los Winchester y a merced de lord Godalming y del doctor Seward, se habían rendido sin ofrecer más resistencia. El sol había casi desaparecido de lo alto de las montañas y las sombras alargadas de todo el grupo se proyectaban sobre la nieve. Vi al Conde tendido sobre la tierra del cajón, parte de la cual se había esparcido sobre su cuerpo por la violenta caída. Estaba mortalmente pálido[49], como una figura de cera, y los ojos rojos refulgían con la horrible mirada vengativa que yo conocía demasiado bien[50].

Mientras le observaba, sus ojos vieron el sol que se ocultaba, y la mirada de odio se transformó en otra de triunfo.

Pero en ese mismo instante relampagueó el gran cuchillo de Jonathan al ser blandido en el aire. Grité al ver cómo le cortaba el cuello. Al mismo tiempo, el cuchillo Bowie de Mr. Morris se hundía en el corazón.

Fue como un milagro, pero ante nuestros propios ojos, y casi en lo que se tarda en dar un suspiro, todo el cuerpo se redujo a polvo y desapareció de nuestra vista[51].

Me consolará mientras viva que en ese momento de la disolución final apareció en su rostro una expresión tal de paz como nunca había imaginado en quien podía descansar ahí[52].

El castillo de Drácula se destacaba ahora contra el cielo rojo, y cada piedra de sus rotas almenas se veía distintamente bajo la luz del sol poniente[53].

Los gitanos, considerándonos en cierto modo los causantes de la extraordinaria desaparición del muerto, se dieron media vuelta sin decir palabra y huyeron a caballo como si de ello dependieran sus vidas. Quienes no tenían cabalgadura saltaron a su leiter-wagon y gritaron a los otros que no les abandonasen[54]. Los lobos, que se habían retirado a una distancia prudente, se fueron tras ellos y nos dejaron solos.

Mr. Morris, que había caído en tierra, se apoyaba en el codo manteniendo la mano apretada contra el costado; la sangre seguía deslizándose entre sus dedos. Volé hacia él, pues el Santo círculo ya no podía retenerme; lo mismo hicieron los dos doctores. Jonathan se arrodilló detrás de él, y el herido apoyó la cabeza en su hombro. Con un suspiro, hizo un débil esfuerzo y cogió mi mano con la suya que no estaba manchada de sangre. Debió de ver en mi rostro la angustia de mi corazón, pues me sonrió y me dijo:

—¡Me siento muy feliz por haber servido de ayuda! ¡Oh, Dios! —gritó de repente, esforzándose por sentarse y señalándome—. ¡Vale la pena morir por esto! ¡Miren, miren!

El sol rozaba ahora la cima de la montaña, y sus rojos destellos[55] caían sobre mi rostro que estaba bañado así en una luz rosada. Movidos por el mismo impulso, los hombres cayeron de rodillas y un profundo y grave «Amén» brotó de todos ellos cuando sus ojos siguieron la dirección del dedo del moribundo al tiempo que este hablaba:

—¡Ahora gracias sean dadas a Dios porque todo esto no ha sido en vano! ¡Vean! ¡La nieve no es más pura que su frente! ¡La maldición ha desaparecido!

Y así, con grande y amargo dolor por nuestra parte, con una sonrisa y en silencio, murió, como un valeroso caballero.

Nota

Hace siete años todos atravesamos el fuego[56], y la felicidad de algunos de nosotros[57] desde entonces, creemos, merece la pena por el dolor que sufrimos. Es una alegría más para Mina y para mí que el día del cumpleaños de nuestro hijo coincida con el de la muerte de Quincey Morris. Sé que su madre está secretamente agradecida de que algo del espíritu de nuestro valeroso amigo se haya transmitido a nuestro hijo[58]. Su ramillete de nombres une a todos los componentes de nuestro pequeño grupo; pero le llamamos Quincey[59].

Este verano hicimos un viaje a Transilvania y visitamos el viejo escenario que para nosotros está repleto de vívidos y terribles recuerdos[60]. Era casi imposible creer que las cosas que habíamos visto con nuestros propios ojos y escuchado con nuestro propios oídos fueran verdades auténticas. Había desaparecido toda huella de lo sucedido[61]. El castillo seguía en pie como entonces, levantado sobre un desierto de desolación.

Cuando volvimos a casa hablamos de los viejos tiempos, que ahora podemos rememorar sin desesperación, pues Godalming y Seward están cada uno felizmente casados. Saqué los papeles de la caja fuerte, donde habían estado desde nuestro regreso, ya hace tanto tiempo. Quedamos sorprendidos por el hecho de que en toda la masa de materiales que componen esta relación, difícilmente hay un solo documento auténtico[62]; nada sino una masa mecanografiada, excepto los últimos cuadernos de Mina, Seward y mío, y el memorándum de Van Helsing. Difícilmente podríamos pedir a nadie, aunque quisiéramos, que aceptase esto como pruebas de tan descabellada historia. Van Helsing resumió todo esto cuando dijo, con nuestro hijo sobre sus rodillas[63]:

—¡No queremos pruebas; no pedimos a nadie que nos crea! Este niño sabrá algún día qué mujer tan valiente y animosa es su madre. Ya conoce su dulzura y su atención cariñosa; más adelante comprenderá por qué algunos hombres la amaron de tal manera que se arriesgaron a tanto por ella.

Jonathan Harker.