DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.
3 de octubre.—El tiempo parecía terriblemente inacabable mientras esperábamos la llegada de Godalming y de Quincey Morris[1]. El profesor intentó mantener nuestras mentes activas utilizándolas continuamente. Comprendí su benéfica intención al ver las miradas de soslayo que de vez en cuando dirigía a Harker. El pobre muchacho está abrumado por un sufrimiento tal que da pena verlo. Anoche era un hombre abierto y de aspecto feliz, de rostro firme y joven, lleno de energía, y con el cabello castaño oscuro. Hoy es un viejo macilento, gastado, cuyo cabello blanco armoniza bien con sus ojos hundidos e inflamados y con los rasgos de su rostro marcados por el dolor. Su energía sigue intacta; de hecho, es como una llama viva. Esto puede ser tal vez su salvación, pues, si todo va bien, esto le hará superar el periodo de desesperación; entonces, de alguna forma, despertará otra vez a las realidades de la vida. ¡Pobre muchacho, yo creía que mi propio problema era ya bastante grave[2], pero el suyo…! El profesor se da perfecta cuenta de esto y hace todo lo que puede por mantener activa su mente. Lo que ha estado diciendo ha sido, dadas las circunstancias, de un interés absorbente. Si recuerdo bien, es lo siguiente:
—Yo he estudiado, una y otra vez desde que llegaron a mis manos, todos los documentos relativos a este monstruo, y conforme más los he estudiado, mayor me parece la necesidad de acabar completamente con él. Por todas partes se encuentran señales de sus progresos, no sólo en su poder, sino también en su conocimiento del mismo. Como he aprendido en las investigaciones de mi amigo Arminius de Budapest, en vida fue un hombre excepcional. Soldado, hombre de Estado y alquimista, que después llegó a representar el más alto desarrollo del conocimiento científico de su época. Tenía una poderosa inteligencia, una cultura sin parangón, y un corazón que no conocía ni el miedo ni el remordimiento. Se atrevió incluso a ir a la Scholomance, y no hubo rama del saber que no tocase. Bien, sus poderes mentales sobrevivieron a su muerte física, aunque parecería que su memoria no era perfecta. En algunas de sus facultades mentales ha sido, y es, sólo un niño, pero está creciendo, y algunas cosas suyas que eran infantiles al principio son ahora propias de un hombre. Está experimentando, y lo está haciendo bien, y de no haber sido porque nos hemos cruzado en su camino, podría llegar a ser todavía (y puede ser así si fracasamos) el padre o el promotor de un nuevo orden de seres cuyo camino ha de conducir hacia la Muerte, no hacia la Vida.
Harker gimió y dijo:
—¡Y todo esto preparado contra mi amada! Pero ¿cómo está experimentando? ¡Saberlo puede ayudarnos a derrotarle!
—Desde su llegada ha estado todo el tiempo probando su poder, lenta pero seguramente; su gran cerebro infantil ha estado funcionando[3]. Afortunadamente para nosotros, es todavía eso, un cerebro infantil, porque si se hubiese atrevido, al comienzo, a intentar ciertas cosas, haría mucho tiempo que estaría fuera de nuestro alcance. Sin embargo, quiere triunfar, y un hombre que tiene siglos por delante puede esperar e ir despacio. Festina lente[4] podría muy bien ser su lema.
—No acabo de entenderlo —dijo Harker con cansancio—, ¡oh, sea más claro conmigo! Quizá el dolor y la inquietud estén embotando mi cerebro.
El profesor puso su mano cariñosamente en el hombro de Harker y dijo:
—Ah, hijo mío; seré claro. Usted no ve cómo desde hace poco tiempo acá este monstruo ha ido acercándose al conocimiento de manera experimental, cómo ha estado utilizando al paciente zoófago para efectuar su entrada en la casa del amigo John; pues el vampiro, si bien puede después venir cuando y como quiera, debe al principio hacer su entrada sólo cuando se lo pide un habitante de la casa[5]. Pero estos no son sus experimentos más importantes. ¿No vimos nosotros al principio cómo fueron transportados por otros aquellos cajones tan grandes? Él no sabía otra cosa sino que debía ser así. Pero ese gran cerebro suyo de niño iba madurando, y comenzó a pensar si no podría transportar los cajones por sí mismo. Así comenzó a ayudar en la tarea; y después, cuando vio que la cosa iba bien, intentó transportarlos él solo[6]. Y así progresa, y disemina esas tumbas suyas; y nadie sino él sabe dónde están escondidas. Puede haber pensado en enterrar los cajones profundamente en la tierra. De este modo, que las use sólo por la noche o a una hora en que pueda cambiar de forma es igual para él, ¡y nadie podrá saber que son sus madrigueras! Pero, hijo mío, no desesperes: eso lo ha aprendido demasiado tarde. Ya todos sus escondrijos excepto uno están esterilizados e inutilizados para él, y antes del ocaso también lo estará este. Entonces no habrá lugar al que pueda trasladarse y en el que esconderse. Nos retrasamos esta mañana para poder estar seguros[7]. ¿Acaso no nos jugamos nosotros más que él? Entonces, ¿por qué no ser más cuidadosos que él mismo? Por mi reloj es la una, y, si todo va bien, ya el amigo Arthur y Quincey están de camino para aquí. Hoy es nuestro día, y debemos ir seguros, aunque vayamos despacio, y no perder ninguna oportunidad. ¡Vea! Somos cinco cuando los ausentes regresen.
Mientras hablaba, nos sobresaltó un golpe en la puerta del vestíbulo, el doble golpe[8] del repartidor de telegramas. Fuimos todos, al unísono, al vestíbulo, y Van Helsing, levantando la mano para imponemos silencio, fue a la puerta y la abrió. El repartidor le entregó un telegrama[9]. El profesor volvió a cerrar la puerta y, tras mirar el remitente[10], lo abrió y lo leyó en voz alta:
CUIDADO CON D. ACABA DE SALIR, 12:45, DE CARFAX, Y SE DIRIGE A TODA PRISA Y URGENTEMENTE HACIA EL SUR. IRÁ HACIA ALLÍ Y QUIZÁ QUIERA VERLES.— MINA[11].
Hubo un silencio roto por la voz de Jonathan Harker:
—¡Ahora, gracias a Dios, nos encontraremos pronto!
Van Helsing se volvió rápidamente hacia él y dijo:
—Dios actuará a su propia manera y tiempo. No tema, y no se alegre todavía, pues puede que lo que estamos deseando en este momento sea nuestra perdición.
—Ahora no me importa nada —respondió acaloradamente—, excepto borrar a esta bestia de la faz de la tierra. Vendería mi alma para que fuese así.
—¡Oh, calma, calma, hijo mío! —dijo Van Helsing—, Dios no compra almas así; y el Demonio, aunque pueda comprarlas, no es de fiar. Pero Dios es misericordioso y justo, y sabe del dolor y de la devoción de usted por esa querida madam Mina. Piense en cómo se duplicaría su dolor si ella escuchase sus insensatas palabras. No tema nada de nosotros, todos devotos de esta causa, y hoy veremos el final. El tiempo de la acción se acerca; hoy este vampiro está limitado a los poderes del hombre, y hasta la puesta del sol no cambiará. Necesitará tiempo para llegar aquí, vea, es la una y veinte minutos, y aún tardará más antes de eso, por mucha prisa que se dé. Lo que debemos esperar es que milord Arthur[12] y Quincey lleguen primero.
Como media hora después de haber recibido el telegrama de Mrs. Harker, se escuchó un golpe suave y decidido en la puerta del vestíbulo. Era, simplemente, un golpe normal, como el que es dado a cada momento por miles de caballeros, pero que hizo que el corazón del profesor y el mío latiesen más deprisa. Nos miramos y fuimos hacia el vestíbulo, ambos preparados ya para utilizar nuestras diferentes armas: la espiritual en la mano izquierda, la mortal en la derecha. Van Helsing descorrió el cerrojo y, manteniendo la puerta medio abierta, se echó hacia atrás, con ambas manos preparadas para la acción. La alegría de nuestros corazones debió de reflejarse en nuestros rostros al ver en el escalón más cercano a la puerta a lord Godalming y a Quincey Morris. Entraron rápidamente y cerraron tras de sí la puerta, al tiempo que el primero de ellos decía, mientras atravesaban el vestíbulo:
—Todo va bien. ¡Hemos encontrado los dos sitios, seis cajones en cada uno de ellos y hemos destruido todos!
—¿Destruido? —preguntó el profesor.
—¡Para él!
Permanecimos en silencio durante un minuto y después dijo Quincey:
—No hay nada que hacer sino esperar aquí. Sin embargo, si no aparece antes de las cinco, tendremos que irnos, pues no debemos dejar sola a la señora Harker después del ocaso[13].
—Estará aquí dentro de poco —dijo Van Helsing, que había consultado su cuaderno de notas. —Nota bene[14] en el telegrama de madam que él se dirigió hacia el sur desde Carfax, lo que quiere decir que cruzó el río, y eso solamente pudo hacerlo con la marea baja, lo que debe de ocurrir algo antes de la una[15]. Que haya ido hacia el sur tiene un significado para nosotros. Hasta ahora sólo está receloso; y desde Carfax se fue primero al lugar donde menos sospecha una intromisión. Ustedes deben de haber estado en Bermondsey muy poco tiempo antes que él. Que no haya llegado aquí todavía indica que después fue a Mile End. Esto le ha llevado algún tiempo, pues tuvo que ser ayudado a cruzar el río de alguna manera. Créanme, amigos míos, que no tendremos ya que esperar mucho tiempo. Hemos de tener listo algún plan de ataque, de manera que no perdamos ninguna oportunidad. Vamos, no tenemos tiempo. ¡Tengan sus armas a punto! ¿Están preparados?
Mientras hablaba levantó una mano en señal de advertencia, pues todos pudimos oír cómo una llave era introducida suavemente en la cerradura de la puerta del vestíbulo.
No pude por menos de admirar, incluso en un momento tal, la manera en que un espíritu superior se afirma a sí mismo. En todas nuestras expediciones cinegéticas y aventuras por diversas partes del mundo, Quincey Morris ha sido siempre quien organizaba el plan de acción, y Arthur y yo nos habíamos acostumbrado a obedecerle implícitamente. Ahora, la vieja costumbre parecía renovarse de modo instintivo. Con una rápida ojeada a la habitación organizó de inmediato nuestro plan de ataque, y sin decir palabra, con un gesto, nos asignó a cada uno nuestro sitio. Van Helsing, Harker y yo nos pusimos justo detrás de la puerta, de modo que, cuando fuese abierta, el profesor podría defender la entrada mientras nosotros dos nos interponíamos entre el recién llegado y la puerta. Godalming detrás y Quincey delante, permanecían fuera del alcance de la vista, preparados para actuar frente a la ventana. Esperamos con una tensión tal que hacía que los minutos pasasen con una lentitud de pesadilla. Los espaciados y cuidadosos pasos avanzaron por el vestíbulo: el Conde estaba evidentemente alerta para alguna sorpresa o, al menos, la temía.
De repente, de un salto irrumpió en la habitación, abriéndose así paso antes de que ninguno de nosotros pudiese levantar una mano para impedírselo. Había algo como de pantera en sus movimientos, algo tan poco humano que pareció reponernos de la sorpresa causada por su entrada. El primero en reaccionar fue Harker, quien con un rápido movimiento se lanzó hacia la puerta que conducía a la habitación situada en la parte delantera de la casa. Cuando el Conde nos vio, una horrible mueca apareció en su rostro, dejando ver sus colmillos largos y puntiagudos, pero la espantosa sonrisa se transformó rápidamente en una fría y desdeñosa mirada, como la de un león. Su expresión volvió a cambiar cuando, con un mismo impulso, avanzamos hacia él. Fue una lástima que no tuviésemos un plan de ataque mejor organizado, pues incluso en ese momento me pregunté qué íbamos a hacer. Yo no sabía si nuestras armas letales nos servirían de algo[16]. Evidentemente, Harker quería intentarlo, pues ya tenía dispuesto su gran cuchillo kukri[17], y le amagó con un feroz y repentino tajo. Fue un poderoso sablazo; sólo la diabólica rapidez del salto hacia atrás que dio el Conde le salvó. Un segundo menos y la afilada hoja le hubiera atravesado el corazón. Así, la punta de la cuchilla sólo rasgó la tela de su abrigo, haciendo un gran desgarrón por donde cayó un fajo de billetes de banco y un chorro de oro. La expresión del rostro del Conde fue tan infernal que por un momento temí por Harker, aunque otra vez le vi blandir en alto el terrible cuchillo para asestar otro golpe. De modo instintivo me moví hacia adelante con un impulso protector, llevando el crucifijo y la Hostia en mi mano izquierda. Sentí que una poderosa energía fluía a lo largo de mi brazo, y vi sin sorpresa que el monstruo retrocedía ante un movimiento semejante hecho espontáneamente por cada uno de nosotros. Sería imposible describir la expresión de odio y de frustrada malignidad —de ira y furia infernales— que apareció en el rostro del Conde; su color cerúleo se hizo amarillo verdoso en contraste con sus ojos encendidos, y la cicatriz roja de la frente aparecía sobre la pálida piel como una herida palpitante. Un instante después, con un quiebro sinuoso, pasó por debajo del brazo de Harker antes de que este pudiera asestar su golpe y, agarrando un puñado de dinero del suelo, cruzó corriendo la habitación y se lanzó por la ventana. Entre cristales rotos y brillantes cayó al suelo enlosado de abajo[18]. En medio de todo esto, pude distinguir el tintineo del oro cuando algunos de los soberanos cayeron sobre las losas.
Nos acercamos apresuradamente y le vimos levantarse ileso del suelo. Corriendo escaleras arriba, atravesó el patio enlosado y abrió la puerta del establo. Allí se dio media vuelta para hablarnos:
—Vosotros creéis que me habéis vencido; vosotros con vuestros pálidos rostros todos en fila, como ovejas en el matadero. ¡Pero lo lamentaréis cada uno de vosotros! Pensáis que me habéis dejado sin un lugar para descansar[19], pero tengo más. ¡Mi venganza acaba de comenzar! Durará siglos, y el tiempo está de mi parte[20]. Las muchachas que amáis ya son mías[21]; y gracias a ellas, vosotros y otros seréis míos, mis criaturas, cumpliréis mis órdenes y seréis mis chacales cuando yo quiera alimentarme[22]. ¡Bah!
Atravesó rápidamente la puerta con una sonrisa de desprecio y escuchamos el chirrido del oxidado cerrojo al correrlo tras de sí. Más allá se abrió una puerta para cerrarse después. El primero en hablar entre nosotros fue el profesor, cuando, comprendiendo la dificultad de seguir al Conde por el establo, nos dirigimos hacia el vestíbulo.
—Hemos aprendido algo, ¡mucho! A pesar de sus valientes palabras, nos teme; ¡teme al tiempo, teme a la necesidad! Si no fuera así, ¿a qué tanta prisa? El propio tono de su voz le traiciona, o me engañan mis oídos. ¿Para qué coge ese dinero? Síganle rápidamente. Ustedes son cazadores de una bestia salvaje, y así lo entienden. En cuanto a mí, yo me aseguraré de que nada de lo que hay aquí pueda servirle de algo, si es que regresa.
Mientras hablaba se guardó en el bolsillo el dinero que quedaba, cogió las escrituras de propiedad de donde las había dejado Harker y echó lo demás en la chimenea, encendiendo el fuego con una cerilla[23].
Godalming y Morris se habían precipitado al patio, y Harker se había descolgado por la ventana para seguir al Conde. Este, sin embargo, había echado el cerrojo de la puerta del establo, y para cuando la hubieron forzado y abierto, no había ya ni rastro de él. Van Helsing y yo intentamos averiguar algo por la parte trasera de la casa, pero las caballerizas estaban desiertas y nadie le había visto salir.
La tarde estaba ya muy avanzada[24] y la puesta de sol no tardaría mucho. Tuvimos que reconocer que nuestra partida había terminado; con el corazón apesadumbrado, estuvimos de acuerdo con el profesor cuando dijo:
—Volvamos con madam Mina, la pobre, pobre y querida madam Mina. Todo lo que podíamos hacer ahora lo hemos hecho, y allí por lo menos podemos protegerla. Pero no debemos caer en la desesperación. No queda sino otro cajón de tierra más y debemos intentar encontrarlo; cuando hayamos hecho eso, todo podrá todavía ir bien. —Noté que hablaba con tanta determinación como podía para animar a Harker. El pobre muchacho está totalmente hundido. De vez en cuando dejaba escapar un gemido sordo que no conseguía sofocar: estaba pensando en su esposa.
Con corazones tristes volvimos a mi casa, donde encontramos a Mrs. Harker esperándonos, con un aspecto de alegría que hacía honor a su valentía y generosidad. Cuando vio nuestros semblantes, el suyo se puso tan pálido como la muerte; durante un par de segundos mantuvo cerrados los ojos como si estuviese rezando en silencio, y después dijo alegremente:
—Nunca agradeceré lo bastante a todos ustedes lo que hacen. ¡Oh, pobre amor mío! —dijo al tiempo que tomaba la cabeza gris de su marido entre sus manos y la besaba—: Apoya aquí tu pobre cabeza y deja que descanse. ¡Todo irá bien, querido! Dios nos protegerá, si así lo tiene a bien disponer. —El pobre muchacho gimió. No había lugar para las palabras en su sublime desolación.
Tomamos juntos una especie de cena rutinaria y creo que eso nos animó un tanto. Fue quizá el simple bienestar físico sentido ante la comida por quienes tienen hambre —pues ninguno de nosotros había tomado nada desde el desayuno— o la sensación de compañerismo lo que pudo, acaso, ayudarnos; pero en cualquier caso todos nos sentimos menos desgraciados, y miramos el mañana no carente de esperanza. Fieles a nuestra promesa, le contamos a Mrs. Harker todo lo que había pasado, y si bien en algunos momentos se puso blanca como la nieve cuando el peligro parecía haber amenazado a su marido y en otros enrojeció cuando se ponía de manifiesto la devoción que sentía por ella, escuchó animosa y tranquila. Cuando llegamos al momento en que Harker se arrojó contra el Conde temerariamente, se agarró al brazo de su marido y lo apretó con fuerza como si pensara que así podía protegerle de cualquier daño. No dijo nada, sin embargo, hasta que nosotros terminamos de contar todo y ella de escuchar todo lo ocurrido hasta el momento. Entonces, sin soltar las manos de su marido, se puso en pie en medio de nosotros y habló. Oh, si yo pudiese dar una idea de la escena; de esa dulce, dulce y buena, buena mujer en toda la radiante belleza de su juventud y viveza, con la cicatriz roja de su frente, de la cual ella era consciente y que nosotros mirábamos con los dientes apretados, recordando cuándo y cómo se había producido; su amable bondad opuesta a nuestro torvo odio; su tierna fe frente a todos nuestros temores y dudas; y nosotros sabiendo que, al menos simbólicamente, ella con toda su bondad y pureza y fe había sido rechazada por Dios.
—Jonathan —dijo, y la palabra sonó en sus labios como música, llena de amor y de ternura—; Jonathan, querido, y todos ustedes, mis fieles, fieles amigos, quiero que tengan una cosa presente mientras dure esta espantosa situación. Sé que ustedes deben luchar, que deben destruir incluso como destruyeron a la falsa Lucy para que la verdadera pudiera vivir en el tiempo futuro, pero no se trata de una tarea de odio. Esa pobre alma que ha forjado toda esta desgracia es el caso más triste de todos. Baste pensar qué alegría será la suya cuando también se haya destruido su peor parte para que la mejor pueda gozar de la espiritualidad inmortal. Tienen que sentir misericordia también por él, aunque eso no debe impedir que sus manos le destruyan[25].
Mientras hablaba, pude ver que el rostro de su marido se ensombrecía y endurecía, como si la cólera que sentía le estuviese invadiendo hasta lo más profundo de su ser. Instintivamente apretó con más fuerza las manos de su esposa, hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Ella no se acobardó ante el dolor que yo sabía debía estar sintiendo, pero le miró con ojos más suplicantes que nunca. Cuando hubo terminado de hablar, él se puso en pie de un salto, casi arrancando su mano de la de ella, y dijo:
—Quiera Dios que caiga en mi poder el tiempo necesario para destruir esa vida terrena suya, que es lo que queremos. ¡Si además pudiera enviar su alma por siempre jamás al fuego eterno del infierno, lo haría!
—¡Oh, calla, calla, en nombre de Dios! No digas esas cosas, Jonathan, esposo mío, o me aplastarás de miedo y de horror. Simplemente piensa, querido mío (yo he estado pensando en ello todo este día tan larguísimo) que… quizás… algún día… yo también pueda necesitar de una piedad semejante, y que alguien como tú, y con igual motivo para la ira, ¡pueda negármela! ¡Oh, esposo mío, esposo mío!, sin duda hubiera querido evitarte un pensamiento tal si hubiese habido forma de hacerlo, pero ruego que Dios no tenga en cuenta tus insensatas palabras, sino como el lamento de un hombre con el corazón roto, enamorado y herido en lo más profundo de su ser. Oh, Dios, permite que esos pobres cabellos blancos sean la prueba de lo que ha sufrido quien no ha hecho nada malo en toda su vida y sobre el cual han caído tantas desventuras.
Todos los hombres estábamos bañados en lágrimas. Era inútil intentar evitarlo y lloramos abiertamente. Ella también lloraba, al ver que sus más dulces consejos habían prevalecido. Su marido cayó de rodillas junto a ella y, rodeándola con sus brazos, ocultó su rostro entre los pliegues de su vestido. Van Helsing nos hizo una seña y salimos silenciosamente de la habitación, dejando a los dos amantes corazones a solas con su Dios.
Antes de retirarse, el profesor preparó la habitación contra una posible venida del vampiro[26], y aseguró a Mrs. Harker que podía descansar tranquila. Ella intentó convencerse a sí misma de que así era y, evidentemente para serenar a su marido, aparentó que estaba contenta. Fue una lucha heroica; y tuvo, lo pienso y lo creo, su recompensa. Van Helsing había colocado al alcance de su mano una campanilla para que la hiciese sonar cualquiera de los dos en caso de necesidad. Cuando se retiraron, Quincey, Godalming y yo decidimos quedarnos de guardia, repartiéndonos en turnos la noche y cuidando de la seguridad de la pobre dama afligida. El primer turno le correspondió a Quincey, de modo que el resto nos iremos a la cama tan pronto como podamos. Godalming se ha retirado ya, pues su turno es el segundo. Ahora que he terminado mi tarea, me voy a la cama.
DIARIO DE JONATHAN HARKER.
3 de octubre, cerca de medianoche.—Creí que el día de ayer no iba a terminar nunca. Sentía sobre mí la necesidad de dormir, en una especie de ciega creencia en que al despertar encontraría que las cosas habían cambiado, y que ahora cualquier cambio significaría algo mejor. Antes de salir tratamos sobre nuestro siguiente paso, pero no pudimos llegar a ninguna conclusión. Todo lo que sabíamos era que quedaba un cajón de tierra y que sólo el Conde conocía su paradero. Si decide permanecer oculto, puede confundirnos durante años; ¡y mientras tanto…! La idea es demasiado horrible; no me atrevo ni a pensar en ella ahora. Esto es lo que sé: si alguna vez ha habido una mujer toda perfección es mi pobre y maltratada esposa amada. La quiero mil veces más por su dulce piedad de anoche, una piedad que hace que mi odio por el monstruo parezca algo despreciable. Seguro que Dios no permitirá que el mundo sea peor tras la desaparición de tal criatura. Eso es una esperanza para mí. Todos vamos ahora a la deriva entre escollos, y la fe es nuestra única salvación. ¡Gracias a Dios! Mina está durmiendo y durmiendo sin soñar. Tengo miedo de cómo puedan ser sus sueños, con esos terribles recuerdos para alimentarlos. No la he visto tan tranquila desde la puesta del sol. Entonces, por algún tiempo, su rostro reflejó un reposo semejante a la primavera después de los vendavales de marzo. En aquel momento pensé que era la suavidad de la rojiza puesta del sol sobre su rostro, pero algo me hace creer ahora que tiene un significado más profundo. No tengo sueño, pero estoy cansado, mortalmente cansado. Sin embargo, debo intentar dormir, pues hay que pensar en mañana, y no va a haber descanso para mí hasta…
Más tarde.—Debo de haberme quedado dormido, pues fui despertado por Mina, que estaba sentada en la cama con una expresión de miedo. Yo podía ver sin dificultad, pues no habíamos dejado la habitación a oscuras; había puesto una mano de aviso sobre mi boca y ahora me estaba susurrando al oído:
—¡Silencio! ¡Hay alguien en el pasillo!
Me levanté sin hacer ruido y, atravesando la habitación, abrí suavemente la puerta.
Al otro lado, echado sobre un colchón, estaba Mr. Morris, completamente despierto. Levantó una mano pidiendo silencio y me susurró:
—¡Silencio! Vuelva a la cama. Todo va bien. Uno de nosotros estará aquí toda la noche. ¡No podemos correr ningún riesgo!
Su mirada y su gesto hacían inútil toda discusión, así que regresé y se lo conté a Mina. Suspiró y la sombra de una sonrisa apareció en su pobre y pálido rostro, al tiempo que me rodeaba con sus brazos y me decía dulcemente:
—¡Oh, gracias a Dios por lo hombres buenos y valientes!
Dando un suspiro volvió a hundirse en el sueño. Estoy escribiendo ahora porque estoy desvelado, pero debo intentarlo de nuevo.
4 de octubre, por la mañana.—Durante la noche fui despertado otra vez por Mina. Esta vez habíamos dormido bastante, pues la claridad grisácea de la cercana aurora convertía las ventanas en rectángulos bien definidos, y la llama de gas era como un lunar de luz en lugar de un disco. Me dijo apresuradamente:
—Ve a llamar al profesor. Quiero verle de inmediato.
—¿Por qué? —pregunté.
—Tengo una idea. Supongo que la he debido de tener durante la noche y ha madurado sin yo saberlo. Tiene que hipnotizarme antes del amanecer, y entonces podrá hablar. Ve aprisa, querido, se está haciendo tarde.
Fui a la puerta. El doctor Seward estaba descansando en el colchón y al verme se puso en pie de un salto.
—¿Ocurre algo? —preguntó alarmado.
—No —repliqué—, pero Mina quiere ver al doctor Van Helsing ahora mismo.
—Iré yo —dijo, y se precipitó hacia la habitación del profesor.
Dos o tres minutos después estaba en la habitación en bata, y Mr. Morris y lord Godalming estaban en la puerta haciendo preguntas. Cuando el profesor vio a Mina, una sonrisa, una sonrisa auténtica, borró la ansiedad de su rostro; se frotó las manos y dijo:
—Oh, mi querida madam Mina, es realmente un cambio. Vea, amigo Jonathan, ¡hoy volvemos a tener a nuestra querida madam Mina tal como era antes! —y volviéndose hacia ella dijo alegremente—: ¿Y qué he de hacer por usted? Porque a esta hora no me habrá llamado por una nadería.
—¡Quiero que me hipnotice! —dijo—. Hágalo antes del amanecer, pues siento que puedo hablar, y hablar libremente. ¡Dese prisa, queda poco tiempo! —Sin pronunciar una palabra, la sentó en la cama.
Clavando su mirada en ella, comenzó a hacer pases frente a ella, desde la cabeza hacia abajo, cada vez con una mano[27]. Mina le miró fijamente durante varios minutos, durante los cuales mi corazón latía como un martinete, pues yo sentí que se acercaba una crisis. Los ojos de Mina se fueron cerrando gradualmente y permaneció sentada, completamente inmóvil; sólo por el suave subir y bajar de su pecho podía saberse que estaba viva. El profesor hizo algunos pases más y se detuvo, y pude ver que tenía cubierta la frente de suaves gotas de sudor. Mina abrió los ojos, pero no parecía la misma mujer. Tenía una mirada distante, y su voz reflejaba una triste melancolía que era nueva para mí. Alzando su mano para imponer silencio, el profesor me indicó que trajera a los demás. Entraron de puntillas, cerrando la puerta tras ellos, y se quedaron junto a los pies de la cama, observando. Mina pareció no verles. El silencio fue roto por la voz de Van Helsing hablando en un tono muy bajo para no romper la corriente de pensamiento de Mina:
—¿Dónde está usted?
La respuesta llegó de forma muy neutra:
—No lo sé. El sueño no tiene un lugar que pueda llamar suyo.
Se hizo el silencio durante varios minutos. Mina estaba rígidamente sentada, y el profesor, de pie, la miraba fijamente; los demás apenas osábamos respirar. La habitación iba teniendo más claridad; sin apartar su mirada del rostro de Mina, el doctor Van Helsing me indicó que subiese la persiana. Lo hice así, y el día pareció descender sobre nosotros. Un rayo de luz roja se disparó hacia arriba, y un resplandor rosado pareció difundirse por la habitación. En ese preciso instante volvió a hablar el profesor:
—¿Dónde está ahora?
La respuesta llegó como entre sueños, pero con una intención; era como si estuviese descifrando algo. Yo la había oído utilizar el mismo tono al leer sus notas taquigrafiadas.
—No lo sé. ¡Todo es extraño para mí!
—¿Qué ve?
—No puedo ver nada; todo está oscuro.
—¿Qué oye? —Pude notar la tensión en la paciente voz del profesor.
—Chapoteo de agua. Hay un gorgoteo, y unas olitas saltan. Puedo oírlas en el exterior[28].
—Entonces, ¿está en un barco? —Todos nos miramos, intentando comprender algo de lo que pensaban los demás. Teníamos miedo de pensar. La respuesta fue rápida:
—¡Oh, sí!
—¿Qué más oye?
—El ruido de las pisadas arriba que van de un lado para otro. Se oye el rechinar de una cadena, y el fuerte tintineo del contrapeso del cabestrante caer sobre el trinquete[29].
—¿Qué está haciendo?
—Estoy inmóvil, oh, tan inmóvil. ¡Es como la muerte! —La voz se desvaneció en una profunda aspiración, como la de alguien que duerme, y los ojos, que habían estado abiertos, volvieron a cerrarse[30].
El sol ya había salido y estábamos todos a plena luz del día. El doctor Van Helsing puso las manos sobre los hombros de Mina y apoyó suavemente la cabeza de esta sobre la almohada.
Permaneció por algunos momentos dormida como un niño, y después, tras un profundo suspiro, se despertó y miró con asombro lo que la rodeaba.
—¿He hablado en sueños? —fue todo lo que dijo. Sin embargo parecía comprender la situación sin que le dijéramos nada aunque estaba deseosa de saber qué había dicho. El profesor repitió la conversación que había mantenido con ella, y Mina dijo:
—Entonces no hay un momento que perder, ¡puede que no sea demasiado tarde! —Mr. Morris y lord Godalming se precipitaron hacia la puerta, pero la tranquila voz del profesor les hizo volver:
—Quédense, amigos míos. Ese barco, estuviese donde estuviese, estaba echando el ancla mientras ella hablaba. Hay muchos barcos echando el ancla en este momento en su gran puerto de Londres. ¿Cuál de ellos es el que buscan? Gracias sean dadas a Dios porque otra vez tenemos una pista, aunque adónde puede llevarnos, no lo sabemos. Hemos estado en cierto modo ciegos; ciegos a la manera de los hombres, ay que cuando miramos hacia atrás vemos lo que podríamos haber visto mirando hacia adelante si hubiésemos sido capaces de ver lo que hubiéramos podido ver. Pero. ¡ay!, esto que he dicho es un galimatías[31], ¿no es así? Ahora podemos saber qué había en la cabeza del Conde al coger aquel dinero, pese a que el fiero cuchillo de Jonathan le pone en tal peligro que incluso él tuvo miedo[32]. Él quería escapar, óiganme: ¡escapar! Vio que con sólo un cajón de tierra que quedaba y con un grupo de hombres siguiéndole como los sabuesos al zorro, este Londres no era lugar apropiado para él. Llevó su último cajón de tierra a bordo de un barco, y se va del país. Piensa escapar, ¡pero no!, nosotros le seguimos. ¡Adelante!, como el amigo Arthur diría cuando se pone su casaca roja de caza[33]. Nuestro viejo zorro es astuto, ¡oh, tan astuto!, y nosotros tenemos que seguirle con astucia. Yo también soy astuto y sé algo de lo que ronda por su cabeza. Mientras tanto podemos descansar tranquilos, pues entre él y nosotros hay unas aguas que no quiere atravesar y que no podría hacerlo aunque quisiera[34], a menos que el barco tocase tierra, y aun así sólo con la marea alta o baja. Vean, el sol acaba de salir, y hasta el ocaso todo el día es nuestro. Tomemos un baño, vistámonos, desayunemos, que todos lo necesitamos, y hagámoslo con tranquilidad, porque él no está en el mismo país que nosotros.
Mina le miró suplicante y le preguntó:
—Pero ¿por qué necesitamos buscarle más si ha huido de nosotros?
El profesor tomó su mano y le dio unas palmaditas, al tiempo que contestaba:
—No me pregunte nada todavía. Cuando hayamos desayunado, responderé a todas las preguntas. —No dijo nada más y nos separamos para vestimos.
Después del desayuno, Mina volvió a repetir su pregunta. El profesor la miró seriamente por un minuto, y dijo con pesar:
—¡Porque, mi querida, querida Mina, ahora más que nunca es cuando tenemos que encontrarle aunque tengamos que seguirle hasta la boca del mismo infierno!
Ella se puso más pálida y preguntó débilmente:
—¿Por qué?
—Porque —respondió con serenidad— él puede vivir durante siglos, y usted no es sino una mujer mortal. Ahora es el tiempo lo que tenemos que temer, desde el momento en que él le dejó esa señal en su cuello.
Llegué justo a tiempo para sujetarla en el instante en que caía desvanecida.