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Capítulo 22

DIARIO DE JONATHAN HARKER.

13

3 de octubre.—Como tengo que hacer algo para no volverme loco, escribo este diario. Son ahora las 6 en punto y vamos a reunirnos en el estudio dentro de media hora y comer algo, pues el doctor Van Helsing y el doctor Seward están de acuerdo en que si no comemos no podremos dar lo mejor de nosotros. Y eso, Dios lo sabe, es lo que se nos va a exigir hoy. Tengo que seguir escribiendo pase lo que pase, pues no me atrevo a dejarlo y pensar. Todo, pequeño y grande, debe ir aquí; quizás al final sean las cosas pequeñas las que puedan enseñarnos. La enseñanza, grande o pequeña, no podría habernos llevado a Mina o a mí a ningún sitio peor que donde estamos hoy. Sin embargo, debemos confiar y esperar. La pobre Mina acaba de decirme ahora mismo, con las lágrimas corriendo por sus queridas mejillas, que es en las tribulaciones y desgracias cuando se prueba nuestra fe, que debemos seguir confiando y que Dios nos ayudará hasta el final. ¡El final! ¡Oh. Dios mío! ¿Qué final?… ¡A trabajar, a trabajar![1].

Cuando el doctor Van Helsing y el doctor Seward volvieron de ver al pobre Renfield, nos ocupamos seriamente de lo que había que hacer. Primero, el doctor Seward nos dijo que él y el doctor Van Helsing habían ido a la habitación de abajo y habían encontrado a Renfield caído en el suelo, hecho un ovillo. Su rostro estaba lleno de magulladuras y contusiones, y tenía rotos los huesos del cuello.

El doctor Seward le preguntó al celador que estaba de guardia en el pasillo si había oído algo. Este dijo que había estado sentado —confesó que medio amodorrado— cuando oyó fuertes voces en la habitación, y que entonces Renfield había gritado con fuerza y varias veces, «¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!», después de lo cual hubo un ruido como de algo que caía, y cuando entró en la habitación le encontró en el suelo, boca abajo, igual que le había visto el doctor. Van Helsing le preguntó si había oído «voces» o «una voz», a lo que contestó que no podría decirlo; que al principio le había parecido que eran dos, pero que, como no había nadie en la habitación, podía haber sido sólo una. Podía jurar, si se lo pedía, que la palabra «Dios» fue pronunciada por el paciente. El doctor Seward nos dijo, cuando estuvimos solos, que él no deseaba profundizar en este asunto; tenía que ser tenida en cuenta la posibilidad de una investigación, la cual nunca se acercaría a la verdad, pues nadie creería en ella. Tal como estaban las cosas, pensaba que con las declaraciones del celador podía hacer un certificado de defunción debido a un accidente: caída de la cama[2]. En caso de que se solicitase dicho certificado, habría entonces una investigación formal, necesariamente con el mismo resultado.

Cuando comenzó a discutirse cuál debería ser nuestro siguiente paso, lo primero que decidimos fue que deberíamos contar con Mina para todo[3]; que nada, del tipo que fuese —por penoso que fuese—, debería serle ocultado. Ella misma estuvo de acuerdo con este buen criterio, y fue lastimoso verla tan valiente y al propio tiempo afligida, y tan profundamente desesperada:

—No debe haber ocultaciones —dijo—, ¡Ay!, ya hemos tenido muchas. Y, además, no hay nada en todo el mundo que pueda causarme más dolor del que ya he sufrido…, ¡del que sufro ahora! ¡Pase lo que pase, debe haber una nueva esperanza o un nuevo ánimo para mí!

Mientras hablaba. Van Helsing la miraba fijamente, y dijo repentina, pero reposadamente:

—Pero querida madam Mina, ¿no tiene miedo, no por usted misma, sino a que otros lo tengan por usted después de lo que ha sucedido?[4].

Su rostro se endureció, pero sus ojos brillaron con la devoción de un mártir al responder:

—¡Ah, no, porque he tomado una decisión!

—¿Cuál? —preguntó el profesor suavemente mientras todos los demás estábamos inmóviles, pues cada uno de nosotros, a su manera, tenía una vaga idea de lo que ella quería decir. Su respuesta llegó con una sencillez directa, como si pensara que era la simple constatación de un hecho:

—Porque si encuentro dentro de mí, y voy a buscarlo ansiosamente, un indicio de daño en alguien que yo ame, ¡moriré![5].

—¿No estará pensando en matarse? —preguntó roncamente el profesor.

—¡Lo haría, a no ser que hubiera un amigo que me amase que quisiera evitarme un dolor tal y un esfuerzo tan desesperado!

Le miró significativamente mientras hablaba. El profesor estaba sentado, pero ahora se levantó, se acercó a ella y le puso la mano en la cabeza, y dijo solemnemente:

—Hija mía, hay alguien así, si fuese por su bien, pues yo mismo podría presentar en mi cuenta ante Dios el encontrar una eutanasia tal para usted, incluso en este momento, si fuese lo mejor. ¡No, si fuese necesario! Pero, hija mía… —Por un momento pareció ahogarse, y un gran sollozo llegó a su garganta; lo sofocó y continuó—: Hay aquí personas que se interpondrían entre usted y la muerte. Usted no debe morir. Usted no debe morir por la mano de nadie, y mucho menos por la suya propia[6]. Hasta que el otro, que ha mancillado su dulce vida, no esté verdaderamente muerto, usted no debe morir, pues si él sigue siendo todavía el astuto no muerto, la muerte de usted la igualaría con él. ¡No, usted debe vivir! Usted debe luchar y esforzarse por vivir, aunque la muerte pueda parecerle una dádiva indecible. ¡Debe usted luchar contra la Muerte misma, aunque venga a usted en el dolor o en la alegría, de día o de noche, en la seguridad o en el peligro! Sobre su alma viva yo la conjuro a que no muera, es más, a no pensar en la muerte, hasta que este terrible mal haya pasado.

La pobre Mina se puso pálida como la luna; tembló, se estremeció y se sobresaltó como he visto que se estremecen y tiemblan las arenas movedizas ante la llegada de la marea. Todos estábamos en silencio; no podíamos hacer nada. Por fin se calmó y, volviéndose hacia él, dijo tan dulce —¡pero, oh, tan amargamente!—, al tiempo que le tendía la mano al profesor:

—Le prometo, mi querido amigo, que si Dios me permite vivir, lucharé porque así sea hasta que este horror se haya alejado de mí, si Dios quiere.

Era tan buena y valerosa que todos sentimos que nuestros corazones se habían fortalecido para seguir adelante y resistir por ella, y comenzamos a tratar de lo que íbamos a hacer. Le dije que tenía que guardar todos los papeles en la caja fuerte, así como todos los documentos, diarios y fonógrafos que pudieran necesitarse más adelante, y que tenía que seguir anotando todo como había hecho antes. Le agradó la perspectiva de tener algo que hacer, si es que la palabra «agrado» puede ser utilizarla en relación con este tema tan espantoso.

Como de costumbre. Van Helsing había pensado algo antes que todos los demás, y estaba preparado con una exacta clasificación de nuestro trabajo.

—Quizás haya sido un acierto —dijo— que en nuestra reunión de después de nuestra visita a Carfax decidiésemos no hacer nada con los cajones de tierra que allí había. Si hubiéramos hecho algo, el Conde habría imaginado nuestro propósito, y sin duda habría tomado medidas por adelantado para frustrar lo que quisiéramos hacer con los restantes; ahora no conoce nuestras intenciones y, lo que es más, con toda probabilidad no sabe que tenemos el poder de esterilizar sus escondrijos para que no pueda usarlos como antes[7]. Ahora hemos avanzado tanto acerca de su distribución que, cuando hayamos inspeccionado la casa de Piccadilly, podremos seguir el rastro hasta del último de tales cajones. Por lo tanto, hoy es nuestro, y en este día reside nuestra esperanza. El sol que se levantó sobre nuestro dolor esta mañana nos protege con su curso. Hasta que se ponga esta noche, ese monstruo tiene que conservar la forma que ahora tiene. Está encerrado en los límites de su envoltura terrenal. No puede desvanecerse en aire sutil ni desaparecer por grietas, rendijas o hendiduras. Si va a pasar por una puerta, tiene que abrirla como cualquier mortal. Y, por lo tanto, tenemos este día para encontrar todas sus madrigueras y esterilizarlas. Así conseguiremos, si no le hemos cogido y destruido antes, acorralarle en algún lugar donde atraparle, y que acabar con él sea, en su momento, cosa segura.

Me levanté de un salto, pues no pude contenerme al pensar que huían de nosotros los minutos y segundos de los que dependía la vida y la felicidad de Mina, pues mientras hablábamos toda acción era imposible. Pero Van Helsing levantó su mano admonitoriamente:

—De ningún modo, amigo Jonathan —dijo—; en esto, el camino más rápido para llegar a casa es el más largo, como dice el proverbio de ustedes. Actuaremos todos, y actuaremos con una rapidez desesperada cuando llegue el momento. Pero piense que, con toda probabilidad, la clave de la situación está en esa casa de Piccadilly. El Conde puede tener muchas casas que haya comprado. Tendrá escrituras, llaves y otras cosas. Tendrá papel para escribir, tendrá su talonario de cheques. Hay muchas cosas que deberá tener en algún sitio; por qué no en este lugar tan céntrico, tan tranquilo, donde él puede entrar y salir por la puerta principal o por la trasera a cualquier hora, cuando en medio del tráfico nadie se dé cuenta. Iremos allí y registraremos la casa, y cuando sepamos qué hay en ella, entonces haremos lo que nuestro amigo Arthur llama, en su lenguaje de cazador, «tapar las madrigueras»[8], y así daremos caza a nuestro viejo zorro… ¿no es así?

—¡Entonces vamos ahora mismo! —grité—, ¡Estamos perdiendo un tiempo precioso, precioso!

El profesor no se movió, pero dijo, sencillamente:

—¿Y cómo vamos a entrar en esa casa de Piccadilly?

—¡De cualquier modo! —grité—. Por la fuerza, si es preciso.

—Y su policía, ¿dónde estará y qué dirá?

Me quedé desconcertado, pero sabia que si él quería retrasarlo es que tenía un buen motivo para ello. Así pues, le dije tan serenamente como pude:

—No espere más de lo necesario; usted sabe, estoy seguro, de la tortura en que estoy.

—Ah, hijo mío, ya lo sé, y sin duda no deseo aumentar su angustia. Pero piense qué podemos hacer hasta que todo el mundo se ponga en movimiento. Entonces llegará nuestro momento. He pensado y pensado, y me parece que el camino más sencillo es el mejor de todos. Queremos entrar en la casa, pero no tenemos llave, ¿no es así? —Asentí.

»Ahora supongamos que usted fuese, en realidad, el propietario de esa casa y, sin embargo, no pudiera entrar en ella[9], y piense que usted no tiene alma de ladrón de casas, ¿qué haría?

—Buscaría un cerrajero honrado y le pondría a trabajar para que me abriera quitando la cerradura.

—Y su policía intervendría, ¿no es así?

—¡Oh, no! No si supiesen que el hombre había sido apropiadamente contratado.

—Entonces —me miró fijamente mientras hablaba— todo lo que está en duda es la conciencia de la persona que encarga el trabajo del cerrajero y la creencia de los policías acerca de si esa persona tiene buena o mala conciencia. Sus policías deber ser, sin duda, hombres celosos y hábiles, ¡oh, tan hábiles!, para leer el corazón, que tanto les preocupa en semejante asunto. No, no, amigo Jonathan; vaya usted a quitar la cerradura de cien casas vacías en este Londres suyo o en cualquier ciudad del mundo, y si lo hace como hay que hacer esas cosas y en el momento apropiado en que hay que hacerlas, nadie se entrometerá en nada. He leído algo sobre un caballero que tenía una hermosa casa en Londres[10], y cuando se fue por los meses de verano a Suiza y la cerró, vino un ladrón, rompió una ventana de la parte de atrás y entró. Luego abrió las contraventanas de la parte delantera de la casa y salió y entró por la puerta ante los ojos de la propia policía. Después hizo una subasta en la casa, la anunció, y puso un gran cartel; cuando llegó el momento, vendió a través de una gran agencia de subastas todas las posesiones del otro hombre, que era el dueño de las mismas. Después fue a un constructor y le vendió la casa, llegando a un acuerdo según el cual la derribaría y se llevaría todos los materiales en un cierto tiempo, y su policía y otras autoridades le ayudaron todo lo que pudieron, y cuando el propietario volvió de sus vacaciones en Suiza no encontró si no un solar vacío donde había estado su casa. Todo se había hecho en règle[11] y nuestro trabajo será también un trabajo en règle. No iremos tan temprano como para que a los policías, que tendrán entonces poco en que pensar, les llame la atención; iremos después de las 10, cuando haya mucha gente y cuando tales cosas puedan hacerse como si nosotros fuéramos sin duda los propietarios de la casa.

No pude sino reconocer cuánta razón tenía, y la terrible desesperación del rostro de Mina se relajó un poco; había esperanza en tan buen consejo. Van Helsing continuó:

—Una vez dentro de esa casa, quizá podremos encontrar más pistas; en todo caso, varios de los nuestros pueden quedarse allí mientras los demás buscan los otros sitios donde habrá más cajones de tierra, en Bermondsey y en Mile End.

Lord Godalming se puso en pie:

—Yo puedo ser de alguna utilidad aquí —dijo—. Telegrafiaré a los míos para que tengan caballos y coches preparados donde sea conveniente[12].

—Mira, viejo amigo —dijo Morris—, es una idea magnífica esa de tener todo preparado en caso de que queramos ir a caballo, pero ¿tú no crees que uno de tus aparatosos coches con sus adornos heráldicos en un callejón de Walworth o de Mile End llamaría mucho la atención para nuestros propósitos? A mí me parece que debemos alquilar coches cuando vayamos hacia el sur o hacia el este, e incluso dejarlos en algún lugar cercano adonde vayamos.

—¿El amigo Quincey tiene razón! —dijo el profesor—. Como ustedes dicen, su cabeza está en todo. Lo que vamos a hacer es una cosa difícil, y no queremos gentes que nos vean, si es posible[13].

Mina iba tomando un creciente interés por todo, y yo me alegré de ver que la urgencia de la situación la ayudaba a olvidar algún tiempo la terrible experiencia de la noche. Estaba muy, muy pálida, casi lívida, y tan delgada que tenía los labios como retraídos mostrando los dientes, algo prominentes. No mencioné esto último para no causarle un dolor innecesario, pero se me heló la sangre en las venas al pensar en lo que le había ocurrido a la pobre Lucy cuando el Conde le chupó la sangre. Hasta ahora no había indicios de que los dientes estuviesen afilados, pero como no había pasado mucho tiempo, todavía se podía temer que pasara algo[14].

Cuando llegamos a tratar del orden de lo que teníamos que hacer y de la disposición de nuestras fuerzas, surgieron nuevos motivos de duda. Se acordó finalmente que antes de salir para Piccadilly debíamos destruir la madriguera del Conde que teníamos más a mano. En el caso de que lo descubriese demasiado pronto, todavía iríamos por delante de él en nuestro camino de destrucción, y su presencia en forma puramente material y más débil podía proporcionamos alguna pista nueva[15].

En cuanto a la disposición de las fuerzas, fue sugerido por el profesor que después de nuestra visita a Carfax deberíamos entrar en la casa de Piccadilly; que los dos doctores y yo debíamos permanecer allí, mientras que lord Godalming y Quincey localizaban las madrigueras de Walworth y Mile End y las destruían. Era posible, aunque no lo más probable, avisó el profesor, que el Conde apareciese en Piccadilly durante el día, y que si esto ocurría podríamos entendérnoslas con él en ese mismo momento y lugar. En cualquier caso podríamos seguirle todos juntos. Me opuse a este plan con todas mis fuerzas por lo que a mí se refería, pues dije que yo quería estar con Mina y protegerla. Creí que había tomado una decisión definitiva al respecto, pero Mina no quiso escuchar mi objeción. Dijo que podía haber algún problema legal ante el cual yo podía ser de utilidad; que entre los papeles del Conde acaso se encontrase alguna pista que yo podría entender gracias a mi experiencia de Transilvania, y que, por lo demás, se precisaba de todas las fuerzas que pudiéramos reunir para enfrentarnos con el extraordinario poder del Conde. Tuve que rendirme, pues la decisión de Mina era inamovible; dijo que la última esperanza para ella era que actuásemos todos juntos.

—En cuanto a mí —dijo—, no tengo miedo. Las cosas han ido todo lo mal que podían ir, y pase lo que pase, debe de haber algún elemento de esperanza o consuelo para nosotros. ¡Ve, marido mío! Dios puede protegerme, si así lo quiere, tanto estando sola como acompañada por alguien.

Yo me levanté de un salto, gritando:

—¡Entonces, en nombre de Dios, vámonos inmediatamente, pues estamos perdiendo el tiempo! ¡El Conde puede llegar a Piccadilly antes de lo que pensamos!

—¡No lo creo así! —dijo Van Helsing levantando la mano.

—Pero ¿por qué? —pregunté.

—¿Usted olvida —dijo con una sonrisa— que anoche se dio un gran banquete y que dormirá hasta bastante tarde?[16].

¡Que si lo he olvidado! ¡Nunca lo olvidaré; nunca podré olvidarlo! ¿Podrá alguno de nosotros olvidar nunca esa terrible escena? Mina luchaba para mantener su valerosa serenidad, pero el dolor la dominó; se cubrió el rostro con las manos y se estremeció al tiempo que gemía. Van Helsing no había pretendido recordarle su terrible experiencia, simplemente se había olvidado de Mina y de su papel en la empresa durante el esfuerzo intelectual que había hecho.

Cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir, se quedó horrorizado de su falta de tacto e intentó consolarla.

—¡Oh, madam Mina! —dijo—. ¡Querida, querida madam Mina, ay! ¡Que haya sido yo de entre tantos que la reverenciamos quien haya dicho algo de tan poco tacto! Estos estúpidos y viejos labios míos y esta estúpida y vieja cabeza no lo merecen, pero usted lo olvidará, ¿no es así? —Se inclinó ante ella mientras hablaba; ella tomó su mano y, mirándole a través de las lágrimas, le dijo con voz ronca:

—No, no lo olvidaré, pues es bueno que recuerde; y me acordaré mucho de usted, que es tan bueno; me acordaré de todo. Ahora tienen que irse pronto. El desayuno está preparado, y todos debemos alimentarnos para poder estar fuertes.

Fue un desayuno extraño para todos nosotros. Intentamos estar alegres y animarnos unos a otros, y Mina fue la más brillante y más animada de todos. Al terminar. Van Helsing se puso en pie y dijo:

—Ahora, mis queridos amigos, vamos a proseguir nuestra terrible empresa. ¿Estamos todos bien animados, como lo estábamos aquella noche en que visitamos el escondrijo de nuestro enemigo; animados tanto contra un ataque fantasmal como contra un ataque carnal? —Todos se lo aseguramos—. Entonces está bien. Ahora, madam Mina, usted está en todo caso completamente a salvo hasta la puesta del sol, volveremos antes… si… ¡Volveremos! Pero antes de irnos permítame comprobar que está usted armada contra un ataque personal. Yo mismo, después de que usted bajara, he preparado su habitación colocando en ella las cosas que sabemos para que el no pueda entrar. Ahora permítame protegerla. Toco su frente con este fragmento de la Hostia Consagrada en el nombre del Padre, del Hijo y…

Hubo un espantoso alarido que casi heló nuestros corazones al escucharlo. Al tocar la frente de Mina con la Hostia, esta la había chamuscado, había quemado la carne como si hubiera sido un trozo de metal al rojo vivo. El cerebro de mi pobre y querida Mina había captado el significado de lo ocurrido tan rápidamente como sus nervios habían transmitido el dolor, y la habían dominado de tal manera que su exhausta naturaleza se había hecho oír en aquel terrible grito. Pero las palabras llegaron de inmediato a su pensamiento, tanto que el eco del grito todavía no había cesado de resonar en el aire cuando llegó la reacción, y ella cayó de rodillas en el suelo en una agonía de humillación. Cubriéndose el rostro con su hermoso pelo, como el leproso de antaño con su manto, gimió:

—¡Impura! ¡Impura! ¡Incluso el Todopoderoso rechaza mi carne contaminada! Debo llevar esta señal de vergüenza en mi frente hasta el Día del Juicio.

Todos se detuvieron. Yo me había precipitado a su lado en una agonía de irremediable tristeza, rodeándola con mis brazos y estrechándola con fuerza. Durante unos minutos, nuestros afligidos corazones latieron al unísono mientras los amigos que nos rodeaban apartaban sus ojos, de los que brotaban lágrimas silenciosas. Entonces Van Helsing se volvió y dijo con gravedad, con tanta gravedad que yo no pude evitar pensar que estaba de alguna manera inspirado y diciendo cosas que le llegaban de fuera de sí mismo:

—Es posible que usted tenga que llevar esa marca hasta que el mismo Dios quiera, que será probablemente el Día del Juicio Final, día en que redimirá todos los males de la tierra y de sus hijos, que Él ha colocado en ella. Y, oh, madam Mina, querida mía, querida mía, ojalá que quienes la amamos a usted estemos allí para ver cuando esa cicatriz roja, el signo de que Dios sabe lo que pasó, desaparezca y deje su frente tan pura como el corazón que conocemos. Pues tan cierto es como que estamos vivos, que esa cicatriz desaparecerá cuando Dios considere oportuno aliviarla de ese peso que a todos no abruma. Hasta entonces, llevaremos nuestra cruz como Su Hijo hizo en obediencia a su voluntad. Pudiera ser que seamos los instrumentos elegidos por sus designios y que nos elevemos hasta Él como aquel otro[17] gracias a los azotes[18] y la vergüenza, a las lágrimas y la sangre, a las dudas y a los temores, y todo aquello que diferencia al hombre de Dios[19].

Había esperanza en sus palabras, y consuelo, y estaban dichas para la resignación. Mina y yo lo sentimos así, y al mismo tiempo tomamos las manos del anciano, nos inclinamos y se las besamos. A renglón seguido y sin decir una palabra, todos nos arrodillamos juntos y, cogidos de las manos, juramos ser leales los unos a los otros[20]. Los hombres nos comprometimos a quitar el velo del dolor de la cabeza de aquella a quien, cada uno a su manera, amaba, y rezamos pidiendo ayuda y guía en la terrible tarea que teníamos ante nosotros.

Había llegado el momento de empezar. Dije adiós a Mina, una separación que ninguno olvidaría hasta el día de nuestra muerte, y nos fuimos.

Acerca de una cosa había tomado mi decisión; si encontramos que Mina ha de ser finalmente una mujer vampiro, no se irá sola a ese desconocido y horrible final. Supongo que eso es lo que querían decir en los viejos tiempos con que un vampiro era muchos; al igual que sus repugnantes cuerpos sólo pueden descansar en tierra sagrada, el santo amor era el sargento de reclutamiento de sus espantosas huestes[21].

Entramos en Carfax sin problemas y encontramos todo como estaba la primera vez. Resultaba difícil de creer que un ambiente tan prosaico de abandono y polvo y decadencia pudiese crear el terror que habíamos conocido. Si nuestras mentes no hubieran estado ya totalmente decididas y si no hubiéramos tenido terribles recuerdos para espolearnos, difícilmente habríamos seguido adelante con nuestra tarea. No encontramos papeles ni nada que nos fuera de utilidad, y en la vieja capilla los grandes cajones parecían exactamente iguales a como los habíamos visto la última vez. El doctor Van Helsing nos dijo solemnemente mientras estábamos ante ellos:

—Y ahora, amigos míos, tenemos un deber que cumplir. Debemos esterilizar esta tierra, tan santificada por sagrados recuerdos, que él ha traído desde un país tan lejano para un uso tan cruel. Él ha elegido esta tierra porque era sagrada. Por lo tanto, tenemos que derrotarlo con sus propias armas, pues la vamos a hacer todavía más sagrada. Fue santificada para el uso del hombre; ahora la santificamos para Dios.

Mientras hablaba, sacó de su maletín un destornillador y una llave inglesa, y bien pronto la tapa de uno de los cajones quedó abierta. La tierra olía a moho y a cerrado, pero eso no pareció importarnos, pues nuestra atención estaba concentrada en el profesor. Sacando de su caja un fragmento de la Hostia Consagrada, la depositó reverentemente en la tierra, y seguidamente cerró la tapa y comenzó a atornillarla, ayudándole nosotros mientras lo hacía.

Hicimos lo mismo con todos los cajones, uno por uno, y los dejamos aparentemente como los habíamos encontrado, pero con un fragmento de Hostia en todos ellos.

Una vez que hubimos cerrado la puerta tras de nosotros, el profesor dijo con solemnidad:

—Ya hemos hecho bastante. ¡Si con todos los otros cajones tuviéramos tanto éxito, entonces la luz del atardecer de hoy brillará sobre la frente de madam Mina, tan blanca como el marfil y sin mancha alguna!

Al cruzar el césped de camino hacia la estación para coger nuestro tren, pudimos ver la fachada del asilo. Miré ansiosamente y vi a Mina en la ventana de mi habitación. La saludé con la mano y le hice un gesto afirmativo con la cabeza para indicarle que nuestro trabajo había terminado con éxito. Me contestó con un gesto semejante para indicarme que había comprendido. Lo último que vi de ella fue su mano diciendo adiós. Llegamos a la estación sintiendo un peso en el corazón, y cogimos el tren que soltaba ya el vapor cuando entramos en el andén.

He escrito esto en el tren.

Piccadilly, 12:30 horas[22].—Justo antes de llegar a la estación de Fenchurch Street, lord Godalming me dijo:

—Quincey y yo buscaremos un cerrajero. Es mejor que no venga con nosotros por si hay alguna dificultad, pues dadas las circunstancias no sería tan malo para nosotros haber entrado por la fuerza en una casa vacía. Pero usted es abogado, y la Incorporated Law Society podría decirle que usted debería haber sabido lo que estaba haciendo[23]. —Puse objeciones a lo de no compartir ningún peligro, incluso el de la infamia, pero él continuó así—: Además, llamará menos la atención si no somos demasiados. Mi título facilitará las cosas con el cerrajero[24] y con cualquier policía que pueda aparecer. Es mejor que vaya con Jack y con el profesor y permanezcan en Green Park en algún lugar desde el que puedan ver la casa, y cuando vean la puerta abierta y que el cerrajero se ha ido, entonces vendrán ustedes. Estaremos esperándoles y les dejaremos entrar.

—¡El consejo es bueno! —dijo Van Helsing; de modo que nosotros no hablamos más. Godalming y Morris se marcharon rápidamente en un coche, y nosotros los seguimos en otro. En la esquina de Arlington Street, nuestro contingente se apeó y fue caminando hasta el Green Park[25]. Mi corazón latió apresuradamente al ver la casa en que tantas esperanzas nuestras estaban depositadas, la cual parecía torva y silenciosa en su soledad entre sus vecinas, de aspecto más animado y elegante[26]. Nos sentamos en un banco desde el cual teníamos una buena vista de la casa y comenzamos a fumar unos puros para atraer la menor atención posible. Los minutos parecían pasar con pesados pies de plomo mientras esperábamos la llegada de los demás.

Por fin vimos acercarse un carruaje de cuatro ruedas. De él salieron, de forma despreocupada, lord Godalming y Morris, y del pescante se bajó un corpulento obrero con su cesta de herramientas hecha de juncos. Morris pagó al cochero, quien, tras tocarse el sombrero con la mano, se marchó. Subieron juntos la escalinata y lord Godalming explicó lo que quería que se hiciese. El obrero se quitó la chaqueta parsimoniosamente y la colgó en uno de los barrotes de la barandilla, diciendo algo a un policía que deambulaba por allí en aquel momento. El agente asintió con la cabeza y el hombre, arrodillándose, puso su bolsa junto a él. Tras una búsqueda concienzuda sacó una selección de herramientas que fue colocando a su lado de modo ordenado. Entonces se puso de pie, miró por el ojo de la cerradura, sopló y, volviéndose hacia quienes habían contratado sus servicios, hizo alguna observación. Lord Godalming sonrió, y el hombre levantó un gran manojo de llaves; seleccionando una de ellas comenzó a probar la cerradura, como tanteándola para abrir. Después de intentarlo por unos momentos, probó una segunda llave, y una tercera. De improviso se abrió la puerta tras un ligero empujón, y él y los demás entraron en el vestíbulo. Nosotros continuamos sentados; mi puro se consumía furiosamente, pero el de Van Helsing se apagó por completo. Esperamos pacientemente y vimos al obrero salir y volver a entrar con su bolsa. Mantuvo la puerta entreabierta y la fijó con las rodillas mientras metía una llave en la cerradura. Finalmente se la entregó a lord Godalming, quien sacó el monedero y le dio algo. El hombre se llevó la mano al sombrero, cogió su bolsa, se puso la chaqueta y se marchó; nadie se dio cuenta en absoluto de lo que había ocurrido.

Cuando había transcurrido un tiempo prudente desde que se fuera el hombre, nosotros tres cruzamos la calle y llamamos a la puerta. La abrió inmediatamente Quincey Morris, junto al cual estaba lord Godalming encendiendo un puro.

—Este sitio apesta de manera repugnante —dijo este último cuando entramos.

Apestaba verdaderamente de forma asquerosa —como la vieja capilla de Carfax—, y con nuestra previa experiencia estaba claro para nosotros que el Conde había estado utilizando el lugar con toda libertad[27]. Comenzamos a explorar la casa, manteniéndonos todos juntos por si se nos atacaba, pues sabíamos que teníamos que enfrentamos con un enemigo fuerte y astuto; hasta ese momento no sabíamos si el Conde podía estar en la casa. En el comedor, que estaba al otro lado del vestíbulo, encontramos ocho cajones de tierra. ¡Sólo ocho cajones de nueve que buscábamos! Nuestro trabajo no se había terminado, y nunca acabaría hasta que no encontrásemos el cajón que faltaba. Lo primero que hicimos fue abrir los postigos de la ventana que daba a un estrecho patio empedrado, frente por frente a un establo, pintado[28] como para parecer la fachada de una casa en miniatura. No había ventanas allí, por lo que no temimos ser vistos. No perdimos tiempo en examinar los cajones. Con las herramientas que habíamos traído con nosotros los abrimos uno por uno, tratándolos como habíamos tratado a los otros en la vieja capilla. Era evidente para nosotros que el Conde no estaba en la casa en este momento, y comenzamos a buscar sus pertenencias.

Tras echar una rápida mirada al resto de las habitaciones, desde el sótano hasta el ático, llegamos a la conclusión de que en el comedor había objetos que podían pertenecer al Conde, y nos dedicamos a examinarlos minuciosamente. Estaban sobre la gran mesa del comedor en una especie de desorden organizado. Allí estaban en un gran montón los títulos de propiedad de la casa de Piccadilly; títulos de compra de casas en Mile End y en Bermondsey; papel moneda, sobres, y plumas y tinta. Todo ello estaba cubierto con papel de envolver para mantenerlo a salvo del polvo. Había también cepillos para la ropa, un cepillo y un peine, y un jarro y una jofaina, esta con agua sucia, rojiza, como si fuese sangre. Finalmente, un pequeño manojo de llaves de todas clases y tamaños, probablemente pertenecientes a otras casas. Cuando hubimos terminado de examinar esto último, lord Godalming y Quincey Morris, tomando cuidadosas notas de las diferentes direcciones de las casas del este y del sur, cogieron las llaves en un gran manojo con objeto de destruir los cajones en esos lugares[29]. Los demás, con toda la paciencia que podíamos, esperamos su regreso, o la llegada del Conde.