DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.
3 de octubre.—Voy a anotar con exactitud todo lo que ha sucedido tan bien como pueda recordarlo, desde que hice la última anotación. Ningún detalle que pueda recordar debe quedar fuera; debo proceder con toda calma.
Cuando llegué a la habitación de Renfield le encontré caído en el suelo sobre su costado izquierdo, en medio de un brillante charco de sangre. Cuando quise moverlo quedó claro que había recibido varias heridas terribles; no parecía haber unidad alguna entre las partes del cuerpo que indican una cordura incluso letárgica. Al ver su cara descubrí que estaba horriblemente magullada, como si hubiese sido golpeada contra el suelo; eran sin duda las heridas de la cara las que habían producido el charco de sangre. El celador que estaba arrodillado junto al cuerpo de Renfield me dijo, una vez que le dimos la vuelta:
—Creo, señor, que tiene la espalda rota. Fíjese, tanto su brazo como su pierna derecha y todo el mismo lado de la cara están paralizados[1].
Cómo podía haber ocurrido algo así intrigó al celador más allá de toda medida. Parecía totalmente desconcertado, y frunció el ceño al decir
—No puedo comprender cómo han pasado ambas cosas. Pudo ponerse la cara así al golpear su cabeza en el suelo. Vi a una joven que hizo lo mismo una vez en el manicomio de Eversfield[2] antes de que nadie pudiera impedírselo. Y supongo que este podría haberse roto la espalda al caerse de la cama, si estaba en una mala postura. Pero, por mi vida, no puedo imaginar cómo ocurrieron ambas cosas.
Si tenía la espalda rota, no podía golpearse la cabeza, y si su rostro estaba así antes de caerse de la cama, habría señales de ello en el lecho.
Yo le dije:
—Vaya a buscar al doctor Van Helsing y dígale que tenga la bondad de venir aquí de inmediato. Le necesito sin perder un instante.
El hombre salió corriendo y a los pocos minutos apareció el profesor, en bata y zapatillas. Cuando vio a Renfield en el suelo, le miró fijamente por un momento y después se volvió hacia mí. Creo que vio en mis ojos lo que yo pensaba, pues dijo muy serenamente, sin duda para que lo oyese el celador:
—¡Ah, un lamentable accidente! Necesitará una vigilancia muy cuidadosa y mucha atención. Yo mismo estaré con usted, pero primero debo vestirme. Si me espera, volveré en unos pocos minutos.
El paciente estaba ahora respirando de forma estertorosa, y era fácil ver que había sufrido alguna terrible herida[3]. Van Helsing regresó con extraordinaria rapidez, trayendo consigo un maletín quirúrgico. Sin duda había estado pensando y había decidido algo, pues casi antes de ver al paciente me susurró:
—Diga al celador que se vaya. Tenemos que estar a solas con él cuando esté consciente, después de la operación.
De modo que le dije:
—Creo que esto será todo por ahora, Simmons. De momento, hemos hecho todo lo que hemos podido. Es mejor que regrese a hacer su ronda, y el doctor Van Helsing va a operarle. Comuníqueme de inmediato si ocurre algo raro en cualquier sitio.
El hombre se marchó y nosotros nos entregamos a un examen exhaustivo del paciente. Las heridas del rostro eran superficiales; el verdadero daño era una fractura del cráneo que se extendía por toda la zona motriz. El profesor se quedó pensando por un momento, y dijo:
—Tenemos que reducir la presión y volver a las condiciones normales en la medida en que ello sea posible; la rapidez de la sufusión indica la terrible naturaleza de su herida. Toda la zona motriz parece afectada[4]. La sufusión del cerebro aumentará velozmente, por lo que debemos trepanar[5] de inmediato, o será demasiado tarde. —Mientras hablaba, tocaron suavemente a la puerta. Fui a abrir y me encontré en el pasillo a Arthur y a Quincey en pijama y zapatillas. Dijo el primero:
—He oído al celador llamar al doctor Van Helsing y decir algo sobre un accidente. Así que desperté a Quincey, o más bien lo saqué de la cama, pues no estaba dormido. Las cosas van demasiado deprisa y de una manera muy extraña para que ninguno de nosotros pueda dormir profundamente en estos días[6]. He estado pensando que mañana por la noche no veremos las cosas como han sido en realidad. Tenemos que mirar hacia atrás y hacia delante algo más de lo que hemos hecho hasta ahora. ¿Podemos pasar? —Asentí, y mantuve la puerta abierta hasta que entraron; después volví a cerrarla. Cuando Quincey vio la postura y el estado del paciente y notó el horrible charco del suelo, dijo en voz baja:
—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado? ¡Pobre, pobre diablo!
Se lo expliqué brevemente y añadí que esperaba que recobrase el conocimiento después de la operación… al menos por breve tiempo, en todo caso. Fue rápidamente a sentarse en el borde de la cama, al lado de Godalming; todos observábamos con paciencia.
—Esperaremos —dijo Van Helsing— sólo el tiempo suficiente para localizar el mejor sitio para trepanar, con objeto de poder extraerle el coágulo de sangre de la manera más rápida y perfecta posible, pues es evidente que la hemorragia va a más[7].
Los minutos que tuvimos que esperar pasaron con espantosa lentitud. Yo tenía el corazón encogido, y por lo que vi en el rostro de Van Helsing, supe que él sentía cierto temor o recelo de lo que pudiera ocurrir. Yo estaba asustado de lo que pudiera decir Renfield. Me daba verdadero miedo pensarlo; la convicción de lo que se aproximaba me abrumaba, como he leído de gentes que han escuchado el reloj de la muerte[8]. La respiración del pobre hombre era entrecortada. A cada instante parecía como si quisiera abrir los ojos y hablar, pero cada vez exhalaba un prolongado soplo de aire estertoroso, y volvía a caer en una insensibilidad mayor aún. Acostumbrado como yo estaba a lechos de enfermos y de muerte, esta incertidumbre me agobiaba más y más. Podía casi oír los latidos de mi propio corazón; y la sangre que llegaba en oleadas a mis sienes resonaba como martillazos. Por último, el silencio se hizo agónico. Miré a mis compañeros, uno tras otro, y viendo sus rostros encendidos y sus frentes húmedas, comprendí que estaban padeciendo idéntica tortura que yo. Se cernía sobre nosotros una nerviosa inquietud, como si sobre nuestras cabezas fuese a tañer fuertemente una campana espantosa cuando menos lo esperásemos.
Llegó por fin un momento en que era obvio que el paciente se hundía rápidamente; podía morir en cualquier instante. Miré al profesor y vi que tenía sus ojos fijos en los míos. Su rostro estaba gravemente tenso al decir:
—No hay tiempo que perder. Sus palabras pueden salvar muchas vidas[9]; he estado pensando eso todo este rato. ¡Incluso puede haber un alma en peligro! Operaremos justo por encima de la oreja.
Sin pronunciar una sola palabra más, hizo la operación[10]. Durante varios minutos la respiración continuó siendo estertorosa. Después aspiró de forma tan prolongada que parecía como si le fuera a reventar el pecho. Abrió de repente los ojos, con una mirada fija y como desamparada[11]. Así continuó por unos instantes; su mirada se transformó en otra de agradable sorpresa, y de sus labios brotó un suspiro de alivio. Se agitó convulsivamente y dijo al propio tiempo:
—Estaré tranquilo, doctor. Dígales que me quiten la camisa de fuerza. He tenido una horrible pesadilla, y me ha dejado tan débil que no me puedo mover. ¿Qué le pasa a mi cara? La siento como hinchada, y me escuece terriblemente.
Intentó mover la cabeza, pero con el esfuerzo sus ojos se pusieron vidriosos otra vez, de modo que, suavemente, le empujé para que se echara de espaldas otra vez. Entonces Van Helsing le dijo con tono grave y reposado:
—Cuéntenos su sueño, Mr. Renfield.
Al escuchar la voz, se le iluminó el rostro, a pesar de sus heridas, y dijo:
—Este es el doctor Van Helsing. Qué bondadoso es usted por estar aquí. Deme un poco de agua, tengo secos los labios, e intentaré contarle lo que soñé —se detuvo, y pareció que iba a desmayarse. Le dije en voz baja a Quincey:
—El coñac; está en mi despacho, ¡rápido!
Salió volando y volvió con un vaso, la licorera del coñac y una jarra de agua. Le humedecimos los abrasados labios y el paciente se reanimó rápidamente. Pareció, sin embargo, que su pobre cerebro herido había estado trabajando mientras tanto, pues, una vez que estuvo totalmente consciente, Renfield me clavó los ojos con una confusión que nunca olvidaré, y dijo:
—No debo engañarme a mí mismo; no fue un sueño, sino una horrenda realidad. —Recorrió la habitación con la vista y, cuando vio las dos figuras sentadas pacientemente en el borde del lecho, continuó—: Si no estuviera seguro, la presencia de estas personas lo confirmaría. —Cerró los ojos por un instante, acaso del dolor o del cansancio, si no voluntariamente, como si estuviese concentrando todas sus posibles facultades; cuando los abrió, dijo apresuradamente y con más energía de la que había mostrado hasta entonces—: ¡Rápido, doctor, rápido! ¡Me estoy muriendo! Siento que no me quedan sino unos pocos minutos, y después debo volver a la muerte, ¡o a algo peor![12]. Moje mis labios con coñac otra vez. Tengo algo que debo decir antes de morir, o antes de que muera mi pobre cerebro destrozado, en cualquier caso. ¡Gracias! Ocurrió esa noche después de que usted me dejara, cuando le imploré que me dejara irme. Entonces no podía hablar, pues sentía que tenía la lengua atada; pero yo estaba tan cuerdo entonces, excepto en ese aspecto, como lo estoy ahora. Después de que usted me dejara estuve sumido en una agonía de desesperación por un largo rato; me parecieron horas. Después me invadió una repentina paz. Mi cerebro recuperó la calma y me di cuenta de dónde estaba. ¡Oí a los perros ladrar detrás de nuestra casa, pero no donde Él estaba!
Mientras Renfield hablaba, los ojos de Van Helsing nunca parpadearon, pero alargó la mano, cogió la mía y la apretó con fuerza. No se traicionó a sí mismo, sin embargo; asintió ligeramente y dijo en voz baja: «Adelante». Renfield continuó:
—Llegó hasta la ventana en medio de la niebla, como le había visto hacer antes a menudo, pero ahora era sólido, no un fantasma, y sus ojos eran feroces, como los de un hombre furioso. Reía con su boca roja; los blancos y agudos dientes brillaron a la luz de la luna cuando se volvió a mirar hacia el círculo de árboles donde ladraban los perros. Al principio yo no quería pedirle que entrase, aunque sabía que él lo estaba deseando, como lo deseaba desde hacía largo tiempo[13]. Entonces comenzó a ofrecerme cosas, no con promesas, sino con hechos. —Le interrumpió una palabra del profesor:
—¿Cómo?
—Haciendo que sucediesen; como solía enviarme moscas cuando brillaba el sol. Grandes y gordas con alas de acero y zafiro; y enormes mariposas nocturnas por la noche, con huesos cruzados en el dorso.
Van Helsing asintió con la cabeza al tiempo que me susurraba involuntariamente:
—La Acherontia Atropos de las Esfinges, que ustedes llaman la «mariposa de la muerte»[14]. —El paciente continuó sin interrumpirse.
—Después comenzó a susurrar: «¡Ratas, ratas, ratas! Cientos, miles, millones de ellas, y cada una, una vida; y perros para comérselos, y gatos. ¡Todo vidas, todo sangre roja con años de vida en ella, y no sólo moscas zumbadoras!». Me reí, porque quería ver qué podía hacer. Entonces aullaron los perros, lejos, más allá de los oscuros árboles de su casa. Me hizo señas para que me acercara a la ventana. Me levanté y miré hacia afuera, y Él levantó las manos y pareció llamar sin utilizar palabra alguna. Una masa negra se extendió por la hierba, con la forma de llamas, y entonces Él hizo que la niebla se desplazase a derecha e izquierda y pude ver que había miles de ratas con centelleantes ojos rojos, como los de Él pero más pequeños. Levantó la mano, y las ratas se quedaron inmóviles; yo pensé que parecía que estaba diciendo; «¡Todas estas vidas te daré, ay, y muchas más y más grandes, durante edades sin fin si postrándote me adorares!»[15], y entonces una nube roja, como el color de la sangre, pareció cernerse sobre mis ojos y, antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me encontré a mí mismo abriendo la ventana y diciéndole a Él: «¡Entra, mi Señor y Maestro!». Las ratas habían desaparecido, pero Él se deslizó en la habitación, pese a que la ventana no estaba abierta sino una pulgada, al igual que la luna se filtraba a menudo por la más estrecha rendija, y se presentó ante mí en toda su grandeza y esplendor.
Su voz se hizo más débil; humedecí sus labios con coñac otra vez y continuó, mas parecía como si su memoria hubiese seguido funcionando durante la pausa, pues su narración había avanzado. Estaba a punto de decirle que volviese atrás, pero Van Helsing me susurró:
—Déjele que siga. No le interrumpa; no puede volver atrás y quizá no podrá continuar si pierde el hilo de su pensamiento. —Renfield siguió así:
—Esperé todo el día para saber algo de Él, pero no me envió nada, ni siquiera una moscarda, y cuando salió la luna yo estaba muy furioso con Él. Cuando se deslizó a través de la ventana, a pesar de que estaba cerrada, y ni siquiera llamó, me volví loco. Se burló de mí, y su rostro blanco emergió de la niebla con sus brillantes ojos rojos, y entró como si fuese el dueño de todo y yo no fuese nadie. Ni siquiera tenía el olor de costumbre cuando pasó junto a mí[16]. No pude detenerle. Pensé que, de algún modo, Mrs. Harker había entrado en la habitación.
Los hombres que estaban sentados en el borde de la cama se levantaron para acercarse, quedándose detrás de él, donde no pudiera verles, mientras que ellos le oían mejor. Ambos permanecían en silencio, pero el profesor dio un respingo y se estremeció; su rostro, sin embargo, mostró una expresión más grave y todavía más sombría. Renfield continuó hablando sin notarlo:
—Cuando Mrs. Harker vino a verme esta tarde no era la misma; era como el té después de que la tetera ha sido rellenada con agua[17]. —Todos nos removimos inquietos, pero nadie dijo una palabra[18]; él continuó así—: Yo no sabía que estaba allí hasta que habló; y no parecía la misma. No me interesan las personas pálidas; me gustan las que tienen mucha sangre, y ella parecía que la había perdido por completo. No pensé en ello en aquel momento, pero cuando se fue empecé a pensar, y creí volverme loco al saber que Él había estado alimentándose de su sangre. —Pude notar que todos se estremecían, al igual que yo, pero por lo demás continuamos guardando silencio—. Así que cuando Él vino esta noche, yo estaba preparado. Vi cómo se filtraba la niebla y la agarré con fuerza. Yo había oído que los locos tienen una fuerza extraordinaria, y yo sabía que estaba loco (a veces, en todo caso), por lo que decidí utilizar mi poder. Y desde luego Él también lo sabía, pues tuvo que salir de la niebla y luchar conmigo. Le sujeté con fuerza, y pensé que iba a vencerle, porque no quería yo que Él le robase más de su vida, hasta que vi sus ojos. Me quemaban, y mi fuerza se tornó agua. Se deslizó por ella, y cuando intenté cogerlo, me levantó y me arrojó contra el suelo. Ante mí había una nube roja y se produjo un ruido como de trueno, y la niebla pareció desaparecer bajo la puerta y salir[19].
Su voz se hizo más débil y su respiración más estertorosa. De modo instintivo, Van Helsing se puso en pie y dijo[20]:
—Ya sabemos lo peor —dijo—. Está aquí, conocemos el propósito. Puede que no sea demasiado tarde; no hay ni un instante que perder.
No había necesidad de expresar en palabras ni nuestro terror ni nuestra convicción; compartíamos ambas cosas. Fuimos rápidamente a las habitaciones respectivas y cogimos lo mismo que llevamos cuando estuvimos en la casa del Conde. El profesor ya tenía lo suyo preparado y, cuando nos reunimos en el pasillo, lo señaló significativamente y dijo:
—Nunca me dejan, y no lo harán hasta que no haya terminado este desgraciado asunto. Sean también prudentes, amigos míos. No es un enemigo corriente al que nos enfrentamos. ¡Ay, ay! ¡Que esa querida madam Mina tenga que sufrir…! —Se calló; se le quebraba la voz, y yo no sé si a mi corazón lo dominaba la ira o el terror.
Nos detuvimos ante la puerta de los Harker. Art y Quincey dudaron, y este dijo:
—¿Debemos molestarla?
—Debemos —dijo Van Helsing, ceñudo—. Si la puerta está cerrada, la forzaré.
—¿Eso no la asustará terriblemente? ¡No es habitual irrumpir así en la habitación de una dama!
Van Helsing dijo solamente[21]:
—Siempre tiene usted razón, pero esta vez se trata de vida o muerte. Todas las habitaciones son iguales para un médico, e incluso si no lo fueran, esta noche todas son la misma para mí. Amigo John, cuando yo haga girar el picaporte, si la puerta no se abre apoye su hombro y empuje con fuerza, y también ustedes, amigos míos. ¡Ahora!
Al pronunciar esta palabra movió el picaporte, pero la puerta no cedió. Nos echamos sobre ella; se abrió de golpe con un crujido, y casi caímos de cabeza en la habitación. El profesor llegó realmente a caerse, y mientras él se apoyaba en manos y rodillas para levantarse, yo miré por encima de él. Lo que vi me dejó espantado. Sentí que se me erizaba el cabello de la nuca y me pareció que mi corazón se paralizaba.
La luna era tan brillante que incluso a través de la gruesa persiana amarilla entraba la luz suficiente como para poder ver. En la cama, en el lado más cercano a la ventana, yacía Jonathan Harker con el rostro enrojecido y respirando pesadamente, como sumido en un estado de estupor. Arrodillada en el otro lado de la cama, y vestida de blanco, estaba su esposa. De pie, cerca de ella, había un hombre alto, delgado y vestido de negro. No estaba mirando hacia nosotros pero, apenas le vimos, todos reconocimos al Conde, en todo, incluso en la cicatriz de su frente[22]. Con su mano izquierda sujetaba las de Mrs. Harker, manteniéndolas separadas al apartarle con fuerza los brazos, que sometía a gran tensión; con la mano derecha la había agarrado por la nuca, obligándola a doblar la cabeza hacia su pecho. El camisón blanco de Mrs. Harker estaba manchado de sangre, y un hilillo descendía también por el pecho desnudo de aquel hombre, visible gracias a su ropa desgarrada. La actitud de ambos tenía un terrible parecido con la de un niño intentando meter la nariz de un gatito en un plato de leche para obligarle a beber[23]. Al precipitarnos en la habitación, el Conde giró la cabeza, y en su rostro apareció la expresión infernal de la que me habían hablado. Sus ojos llameaban, rojos, con una cólera diabólica; las grandes aletas de su blanca y aguileña nariz se abrieron por completo, latiendo en sus extremos; y los dientes, blancos y afilados, rechinaban como los de una bestia salvaje tras los carnosos labios que goteaban sangre. Tras un golpe tal que arrojó a su víctima sobre la cama como si hubiese sido lanzada desde la altura, se volvió y saltó hacia nosotros, pero el profesor ya se había puesto en pie y dirigía el sobre que contenía la Sagrada Hostia contra él. El Conde se detuvo de repente, al igual que había hecho la pobre Lucy ante la tumba, y retrocedió asustado[24]. Siguió retrocediendo más y más a medida que nosotros, con nuestros crucifijos en alto, avanzábamos. La luz de la luna se oscureció repentinamente al tiempo que una gran nube negra cruzó por el cielo, y cuando la lámpara de gas se encendió gracias a una cerilla de Quincey, no vimos otra cosa que un tenue vapor[25], el cual, mientras lo estábamos mirando, se deslizó por debajo de la puerta que, tras la violenta apertura, había recuperado su posición anterior. Van Helsing, Art y yo nos acercamos a Mrs. Harker, que ya había recobrado el aliento y, al mismo tiempo, lanzado un grito tan salvaje, tan penetrante, tan desesperado que pienso que seguirá sonando en mis oídos hasta el día de mi muerte. Durante unos segundos se quedó tendida en la cama en una actitud de impotencia y desaliño. Su rostro estaba lívido, con una palidez acentuada por la sangre que manchaba sus labios, mejillas y barbilla; de su cuello salía un fino reguero de sangre. Tenía los ojos desorbitados por el terror. Se cubrió el rostro con sus pobres manos magulladas, que en su blancura llevaban la roja seña del terrible apretón del Conde, y de detrás de ellas llegó un gemido sofocado y desolado que hizo que el terrible grito anterior se convirtiera en una simple y rápida manifestación de una pena infinita. Van Helsing se acercó y echó delicadamente la colcha de la cama sobre el cuerpo de Mrs. Harker[26], mientras Art, después de mirarla a la cara por un instante, desapareció saliendo a toda prisa de la habitación. Van Helsing me susurró:
—Jonathan ha caído en un estado de estupor como ya sabemos que puede causar el vampiro[27]. Hasta dentro de unos momentos, y hasta que se recupere, no podemos hacer nada por la pobre madam Mina. ¡Debo despertarle!
Humedeció el extremo de una toalla con agua fría y comenzó a darle con ella unos suaves golpecitos en el rostro, mientras su mujer seguía con la cara entre las manos y sollozando de tal manera que oírla partía el corazón. Levanté la persiana y miré por la ventana. La luna brillaba con gran claridad, y pude ver a Quincey Morris correr a través del césped y ocultarse a la sombra de un gran tejo. Me intrigó saber por qué estaba haciendo tal cosa[28], pero en ese mismo instante oí la viva exclamación de Harker al recuperar parcialmente el conocimiento, y me volví hacia la cama. En su rostro, como podía esperarse, había una mirada de tremenda sorpresa. Durante unos instantes pareció estar como aturdido, hasta que la plena consciencia pareció invadirle de golpe y se levantó de un salto. Su esposa se agitó ante el rápido movimiento y se volvió hacia él con los brazos abiertos, como si fuera a abrazarle; sin embargo, los retiró al momento y, juntando los codos[29], se cubrió el rostro con las manos y se puso a temblar de tal modo que la cama se estremeció también bajo ella.
—En el nombre de Dios, ¿qué significa esto? —gritó Harker—, doctor Seward, doctor Van Helsing, ¿qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? Mina querida, ¿qué es esto?, ¿qué significa esa sangre? ¡Dios mío. Dios mío! ¡Ha llegado a esto! —y, poniéndose de rodillas, empezó a golpearse las manos salvajemente. Saltó de la cama con un rápido movimiento y comenzó a vestirse. Todo lo que en él había de hombre se despertó ante la necesidad de un esfuerzo perentorio[30]—. ¿Qué ha sucedido? ¡Díganmelo todo! —gritó sin mediar una pausa—. Doctor Van Helsing, usted quiere a Mina, ya lo sé, oh, haga algo para salvarla. No puede haber ido muy lejos todavía. ¡Protéjala mientras yo le busco!
Su esposa, en medio del terror, del horror y de la angustia, comprendió que corría algún peligro cierto, y al instante, olvidada de su propio dolor, se aferró a él y exclamó:
—¡No, no! Jonathan, no debes dejarme. Ya he sufrido bastante esta noche, bien lo sabe Dios, para que ahora además tenga el temor de que te haga daño a ti. Debes estar conmigo. ¡Quédate con estos amigos que velarán por ti!
Su expresión se había vuelto frenética mientras hablaba, y él, cediendo ante ella, se dejó empujar hasta sentarse en el borde de la cama y la abrazó ardientemente.
Van Helsing y yo intentamos calmarles. El profesor alzó su pequeño crucifijo de oro y dijo con una tranquilidad maravillosa:
—No tema, querida mía. Estamos aquí, y mientras esto permanezca cerca de usted, nada malo podrá acercarse. Esta noche está usted a salvo, y debemos estar tranquilos y deliberar juntos.
Ella se estremeció y guardó silencio, con la cabeza apoyada en el pecho de su marido. Cuando la levantó, su blanco camisón estaba manchado de sangre allí donde lo habían tocado sus labios y en el lugar en el que la pequeña herida de su cuello había dejado caer algunas gotas. En el mismo instante en que lo vio, se echó hacia atrás, emitió un débil gemido y murmuró entre ahogados sollozos;
—¡Impura, impura! No debo tocarle ni besarle nunca más[31]. Oh, que tenga que ser yo ahora su peor enemiga y a quien más tenga que temer.
Al oír esto, él le dijo con decisión;
—Tonterías, Mina. Me avergüenza escuchar esa palabra. No quisiera oírtela decir, no la oiré. ¡Que Dios me juzgue por mis merecimientos y me castigue con más amargos sufrimientos que incluso los de ahora si por algún acto o pensamiento míos ocurre alguna vez algo entre nosotros! —Abrió sus brazos y la estrechó contra su pecho, y por algún tiempo ella estuvo así, sollozando.
Nos miró por encima de la inclinada cabeza de su mujer con ojos que parpadeaban húmedos; le temblaban las aletas de la nariz; su boca estaba rígida como el acero. Al cabo de un rato, los sollozos de ella se hicieron menos frecuentes y más débiles, y fue entonces cuando Jonathan me dijo, hablando con una estudiada tranquilidad que yo pensé que estaba poniendo a prueba el temple de sus nervios:
—Y ahora, doctor Seward, cuénteme todo. Ya conozco demasiado bien lo ocurrido en términos generales; dígame todo lo que ha pasado.
Le dije exactamente lo que había pasado; me escuchaba con aparente impavidez, pero las aletas de su nariz le temblaban y sus ojos centelleaban cuando le conté cómo las manos depravadas del Conde habían sujetado a su esposa en aquella terrible y horrorosa postura, con la boca en la herida abierta de su pecho. Incluso en un momento tal, me interesó observar que, si bien el rostro blanco por la furia se contraía convulsivamente sobre la cabeza inclinada de su esposa, sus manos acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto[32]. En el preciso momento en que termine, llamaron a la puerta Quincey y Godalming. Entraron obedeciendo nuestra invitación. Van Helsing me miró con expresión interrogante. Comprendí que quería decir si íbamos a aprovechar su llegada para distraer en lo posible los pensamientos de estos infelices esposos para que se olvidaran uno del otro y de sí mismos; así pues, le hice un gesto de asentimiento cuando les preguntó qué habían visto o hecho, a lo que respondió lord Godalming:
—No le vi ni en el pasillo ni en ninguna de nuestras habitaciones. Miré en el estudio, pero aunque había estado allí, ya se había ido. Sin embargo, había… —Se calló de repente al ver la pobre figura reclinada en la cama. Van Helsing dijo gravemente:
—Siga, amigo Arthur. No queremos ya más ocultaciones. Ahora nuestra esperanza está en saberlo todo. ¡Hable libremente!
Así pues, Art prosiguió:
—Estuvo aquí, y aunque sólo debió de ser durante unos segundos, lo dejó todo completamente revuelto[33]. El manuscrito había sido quemado por entero y las llamas azules temblaban aún entre las blancas cenizas; los cilindros, también los cilindros de su fonógrafo habían sido lanzados al fuego y la cera ha ayudado a las llamas[34].
Al llegar aquí, le interrumpí:
—¡Gracias a Dios que hay otra copia en la caja fuerte!
Su rostro se iluminó por un momento, pero se ensombreció al continuar:
—Corrí entonces escaleras abajo, pero no le encontré. Miré en la habitación de Renfield, pero no había rastro de él, excepto… —Hizo otra pausa.
—Siga —dijo Harker roncamente; Art bajó la cabeza y se humedeció los labios con la lengua, añadiendo:
—… excepto que ese pobre hombre está muerto.
Mrs. Harker levantó la cabeza, nos miró a uno tras otro, y dijo solemnemente:
—¡Cúmplase la voluntad de Dios!
No pude dejar de pensar que Art ocultaba algo, pero como consideré que ello tenía un propósito, no dije nada. Van Helsing se volvió hacia Morris y le preguntó:
—Y usted, amigo Quincey, ¿no tiene nada que decir?
—Algo —contestó—. Podría ser mucho, eventualmente, pero en este momento no lo sé. Pensé que sería buena idea saber, si era posible, adónde iría el Conde después de dejar la casa. No le vi a él, pero sí un murciélago que salía por la ventana de Renfield y volaba hacia el oeste. Esperé verle, bajo la forma que fuese, volver a Carfax, pero era obvio que buscaba otro escondrijo. No volverá aquí esta noche, pues el cielo está enrojeciendo por el este, y el amanecer está cerca. ¡Tendremos que trabajar mañana!
Pronunció estas últimas palabras con los dientes apretados. Se hizo el silencio por espacio de, quizá, un par de minutos, y pude imaginar que oía el latido de nuestros corazones; entonces dijo Van Helsing, poniendo tiernamente la mano sobre la cabeza de Mina Harker:
—Y ahora, madam Mina, pobre, querida, querida madam Mina, díganos exactamente lo ocurrido. Dios sabe que yo no quiero que usted sufra, pero es necesario que lo sepamos todo, pues, ahora más que nunca, todo el trabajo hay que hacerlo rápidamente y con total audacia. Está cerca de nosotros el día en que todo esto debe terminar, si ello es posible, y ahora tenemos la posibilidad de poder vivir y aprender.
La pobre y querida señora se estremeció, y pude ver la tensión de sus nervios al acercar a su marido hacia ella e inclinar más y más la cabeza hasta su pecho. Después la alzó con orgullo y tendió una mano hacia Van Helsing, que la tomó entre las suyas; y después de inclinarse y besarla con respeto, se la retuvo firmemente. La otra mano la tenía atrapada en la de su marido, quien con su otro brazo la rodeaba de manera protectora. Después de una pausa en que ella estaba, evidentemente, ordenando sus pensamientos, comenzó así:
—Tomé el somnífero para dormir que usted me dio tan amablemente, pero tardó un largo rato en hacerme efecto. Me parecía estar más despierta y miríadas de horribles fantasías acudieron a mi mente, todas ellas relacionadas con la muerte y los vampiros; con sangre, dolor y problemas.
Su marido gimió involuntariamente y ella se volvió hacia él y dijo cariñosamente:
—No te inquietes, querido. Tienes que ser valiente y fuerte, y ayudarme en esta horrible tarea… Si supieras qué esfuerzo supone para mí hablar de este pavoroso asunto, comprenderías hasta qué punto necesito tu ayuda. Pues bien, supe que yo debía poner algo de mi parte para que la medicina hiciese su trabajo con mi fuerza de voluntad; así pues, decidí ponerme a dormir. Estoy bastante segura de que me vino el sueño muy pronto, pues no recuerdo nada más. La entrada de Jonathan no me despertó, pues lo siguiente que recuerdo es que estaba a mi lado. Había en la habitación la más fina y blanca neblina que hubiera visto nunca. Pero ahora no recuerdo si usted sabe algo de esto; lo encontrarán en mi diario, que les enseñaré después. Sentí el mismo vago terror que me había invadido antes, y la misma sensación de que había una presencia extraña. Me volví para despertar a Jonathan, pero le vi tan profundamente dormido que parecía como si hubiera sido él quien había tomado el somnífero y no yo. Lo intenté, pero no pude despertarle. Esto me produjo gran temor, y miré aterrada a mi alrededor. Entonces se me encogió el corazón: junto a la cama, como si hubiera salido de la niebla (o más bien, como si la niebla se hubiese transformado en esta figura, pues aquella había desaparecido por completo), estaba de pie un hombre alto, delgado, todo de negro. Supe quién era de inmediato gracias a las descripciones de otras personas. El rostro cerúleo, la gran nariz aquilina, sobre la cual la luz caía formando una línea blanca y aguda; los rojos labios entreabiertos que dejaban ver los afilados y blancos dientes; y los ojos rojos, que me había parecido ver reflejados a la luz del atardecer en los ventanales de la iglesia de St. Mary, de Whitby. Reconocí también la roja cicatriz de su frente que le hizo Jonathan al golpearle. Por un instante mi corazón dejó de latir, y yo hubiera gritado, pero estaba paralizada. Fue en ese momento cuando habló en una especie de susurro agudo y constante, al tiempo que señalaba a Jonathan: «¡Silencio! Si haces ruido, le cogeré y le sacaré los sesos ante tus propios ojos»[35]. Yo estaba aterrorizada y demasiado desconcertada para hacer o decir nada. Con una sonrisa burlona, me puso una mano en el hombro y, con la otra, me dejó el cuello al desnudo, diciendo al propio tiempo: «Primero un ligero refrigerio para premiar mis esfuerzos. Será mejor que estés quieta; ¡no es la primera vez ni la segunda que tus venas han calmado mi sed!»[36]. Yo estaba aturdida y, cosa extraña, no quería negarme. Supongo que esto es parte de la horrible maldición que cae sobre la víctima cuando es tocada por él. Y, ¡oh Dios mío, Dios mío, apiádate de mí! ¡Puso sus nauseabundos labios en mi cuello!
Su marido volvió a gemir. Ella apretó su mano más fuerte todavía y le miró compasivamente, como si la víctima hubiese sido él, y continuó:
—Después me dijo en tono de burla: «Así que tú también, como los otros, quieres enfrentar tu inteligencia con la mía. ¡Ayudas a esos hombres a perseguirme y a frustrar mis designios! Tú sabes ahora, y ellos ya lo saben también en parte, y lo sabrán por entero, lo que significa cruzarse en mi camino. Deberían haber guardado sus energías para usarlas más cerca de su casa, porque mientras ellos se dedicaban a los juegos de ingenio contra mí (contra mí, que he dominado naciones, y he intrigado por ellas, y he luchado por ellas cientos de años antes de que ellos nacieran), yo estaba contaminándoles. Y tú, su ser más querido, eres ahora para mí carne de mi carne, sangre de mi sangre[37], familia de mi familia, mi generoso lagar por un tiempo, y serás después mi compañera y mi ayudante[38]. Serás vengada a tu vez, porque ninguno de ellos dejará de proveerte de lo que necesites. Pero, sin embargo, tienes que ser castigada por lo que has hecho. Tú has contribuido a desbaratar mis planes; ahora, acudirás a mi llamada. Cuando mi mente te diga “¡Ven!”, atravesarás tierra o mar para obedecerme; para lo cual, ¡termina esto!»[39]. Se abrió entonces la camisa, y con sus largas y afiladas uñas se rompió una vena del pecho. Cuando la sangre comenzó a brotar, cogió mis manos con una de las suyas, sujetándolas fuertemente, y con la otra me agarró por el cuello y me apretó la boca contra la herida, de tal manera que o me asfixiaba o tragaba algo de… ¡Oh Dios mío. Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho para merecer un destino tal, yo que he tratado de caminar por el sendero de la servidumbre y de la rectitud todos los días de mi vida? ¡Dios, apiádate de mí! Mira a esta pobre alma en un peligro peor que mortal, y en tu misericordia, ¡apiádate de aquellos de quienes es querida!
Entonces comenzó a frotarse los labios como para limpiárselos de la contaminación[40].
Conforme iba contando su terrible historia, por oriente comenzó a clarear; todo empezó a verse con más y más nitidez. Harker estaba silencioso y tranquilo, pero en su rostro, a medida que avanzaba la espantosa narración, iba apareciendo una expresión sombría que se hizo más y más profunda a la luz de la mañana, hasta que, cuando surgió la primera tonalidad roja del inminente amanecer, su oscura tez se destacó contra el cabello canoso[41].
Hemos decidido que uno de nosotros esté de guardia por tumos cerca de la desventurada pareja hasta que podamos reunimos todos y acordar qué hacer. De una cosa estoy seguro; el sol no alumbra hoy en toda su gran órbita diaria una casa más desdichada que esta.