cabecera

Capítulo 20

DIARIO DE JONATHAN HARKER.

13

1 de octubre, por la noche.—Encontré a Thomas Snelling en su casa de Bethnal Green, mas por desgracia no estaba en disposición de recordar nada. La mera perspectiva de la cerveza que mi esperada visita abría había sido demasiado para él, que comenzó bien temprano su deseado exceso[1]. Supe, sin embargo, por su mujer, que parecía una decente y pobre alma, que él era simplemente el ayudante de Smollet. De modo que me fui a Walworth y encontré a Mr. Joseph Smollet en su casa y en manga corta, tomándose el último té de un platillo. Es un tipo decente, inteligente, claramente un buen y fiable trabajador, con ideas propias[2]. Recordaba todo acerca del asunto de los cajones, y sacando un fantástico cuaderno, con los cantos gastados por el uso, de algún misterioso receptáculo de la parte trasera de sus pantalones y que tenía anotaciones jeroglíficas con lápiz grueso ya medio borradas, me dio el destino de los cajones. Había seis, me dijo, en el carro que él llevó desde Carfax y dejó en el número 197 de Chicksand Street[3], Mile End, New Town[4], y otras seis que depositó en Jamaica Lane, Bermondsey[5]. Si entonces el Conde pretendía diseminar por todo Londres esos lúgubres refugios suyos, tales lugares fueron elegidos como primer reparto, para después poder distribuirlos mejor. La manera sistemática en que esto se había hecho me hizo pensar que acaso no era su intención limitarse a sólo dos lados de Londres. Ahora se había instalado en el extremo oriental de la zona norte, en el este de la zona sur y en el sur. Seguramente nunca tuvo intención de dejar fuera de sus diabólicos planes ni el norte ni el oeste, por no hablar de la propia City[6] y el corazón mismo del Londres elegante, en el sudoeste y el oeste. Me volví a Smollet y le pregunté si podía decirnos si habían sacado de Carfax más cajones.

Contestó:

—Bueno, jefe, usted me ha tratado muy bien —le había dado medio soberano— y voy a decirle todo lo que sé. Oí a un hombre que se llama Bloxam decir hace cuatro noches en la Liebres y Podencos de Pincher’s Alley[7] que él y su colega habían hecho un trabajo polvoriento en una vieja casa de Purfleet. No hay muchos trabajos así, y yo pienso que a lo mejor Sam Bloxam podría decirle algo sobre esto.

Le pregunté si podía decirme dónde encontrarle. Le dije que si me conseguía la dirección, ello merecería otro medio soberano. Se tomó de un trago lo que le quedaba del té y se levantó, diciendo que iba a comenzar la investigación de inmediato. Se detuvo en la puerta y dijo:

—Mire, jefe, es una tontería que le tenga aquí. Yo puedo encontrar pronto a Sam o no, pero de todos modos no va a estar para decirle muchas cosas esta noche. Sam es un tipo raro cuando empieza a beber. Si usted puede darme un sobre con el sello y pone su dirección, averiguaré dónde encontrar a Sam y se lo mandaré esta noche. Pero será mejor que vaya usted a verlo por la mañana, pronto, o puede que ya no le coja; Sam se levanta muy temprano aunque haya bebido mucho la noche antes.

Esto era una cosa práctica, y así una de sus hijas salió con un penique para comprar un sobre y una hoja de papel, y quedarse con el cambio. Cuando la niña volvió, escribí mi dirección en el sobre y le puse el sello, y después de que Smollet reiterase fielmente su promesa de enviarme las señas cuando las encontrase, me fui a casa. Estamos sin duda sobre la pista. Esta noche estoy cansado y quiero dormir. Mina está profundamente dormida y parece demasiado pálida; tiene los ojos como si hubiese estado llorando. Pobre y querida mía, no tengo duda de que no le gusta quedarse al margen, y esto puede hacer que se preocupe doblemente por mí y por los demás. Pero es mejor así. Es mejor que ahora esté decepcionada y preocupada de este modo que no con los nervios deshechos. Los doctores tenían toda la razón al insistir en que se mantuviese al margen de este horrible asunto. Debo permanecer firme, pues sobre mí ha de pesar esta extraordinaria carga de silencio. Bajo ninguna circunstancia he de hablar con ella de este tema. Pero es posible que no sea una tarea dura, después de todo, pues ella misma ha llegado a ser reticente acerca de esta cuestión, y no ha dicho nada ni del Conde ni de sus fechorías desde que le comunicamos nuestra decisión.

2 de octubre, por la noche.—Un día largo, fatigoso y emocionante. En el primer reparto llegó el sobre en el que yo había puesto mis señas, con un sucio trozo de papel en su interior en que aparecía lo siguiente, escrito con lápiz de carpintero y una letra disparatada:

«Sam Bloxam, Korkans, 4 Poters Cort, Bartel Street, Walworth[8]. Preguntar por el cargadero».

La carta llegó cuando yo estaba todavía en la cama, y me levanté sin despertar a Mina. Parecía cansada y como en letargo, y pálida; lejos de estar bien. Decidí no despertarla y que al regresar de esta nueva búsqueda arreglaría las cosas para que volviese a Exeter[9]. Creo que se sentiría más feliz en nuestra propia casa, con sus tareas diarias en que ocuparse, y no aquí, entre nosotros y en la ignorancia. Sólo vi al doctor Seward por un momento y le dije adonde iba, prometiéndole volver y contar todo a los demás tan pronto hubiese averiguado algo. Fui conduciendo el carruaje a Walworth y encontré Potter’s Court con alguna dificultad. La forma en que lo había escrito Mr. Smollet me había confundido, y estuve preguntando por Poters Court en vez de por Potter’s Court. Sin embargo, una vez que hube encontrado el callejón, no me fue difícil encontrar la pensión Corcoran. Cuando al hombre que me abrió la puerta le pregunté por el cargadero, negó con la cabeza y dijo:

—No sé quién es. No hay tal persona aquí. Nunca he oído hablar de él en todos mis puñeteros días. No creo que haya nadie así viviendo aquí o en otro sitio.

Saqué la carta de Smollet y al leerla pensé que la lección de la ortografía del nombre del callejón podía servirme de guía.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Soy el carguero —contestó. Comprendí de inmediato que estaba en el buen camino; la fonética me había confundido otra vez. Una propina de media corona[10] puso a mi disposición los conocimientos del «carguero», y me enteré de que Mr. Bloxam, que había dormido su resaca de cerveza de la pasada noche en la pensión Corcoran, se había ido a trabajar a Poplar[11] a las 5:00 de la mañana. No supo decirme dónde estaba situado su lugar de trabajo, pero tenía una vaga idea de que se trataba de una especie de almacén nuevo, y con tan mínima pista tuve que irme hacia Poplar. Eran ya las doce cuando pude obtener algún dato satisfactorio acerca de tal edificio, lo que conseguí en un café donde comían varios trabajadores. Uno de ellos me indicó que estaban construyendo en Cross Angel Street un nuevo «almacén frío»[12], y como esto parecía coincidir con lo de «almacén nuevo», me dirigí hacia allí de inmediato. Una entrevista con un arisco portero y con un capataz aún más arisco, ambos apaciguados con «moneda del reino», me pusieron sobre la pista de Bloxam; fueron a buscarle al sugerir que yo estaba dispuesto a pagar su salario de un día a su capataz a cambio del privilegio de poder hacerle unas cuantas preguntas acerca de un asunto personal. Era un tipo bastante despejado, aunque tosco en el habla y los modales. Una vez que le prometí pagarle por la información y le di un adelanto, me dijo que había hecho dos viajes desde Carfax a una casa en Piccadilly[13], y que había llevado de un sitio al otro nueve grandes cajones —«pesadísimos»— con un caballo y un carro alquilados por él para tal propósito. Le pregunté si podía decirme el número de la casa de Piccadilly, a lo que replicó:

—Bueno, jefe, he olvidado el número, pero estaba a pocas puertas de una gran iglesia blanca o algo así, construida no hace mucho[14]. Era también una casa vieja y polvorienta, aunque nada comparado con el polvo de la casa de la cual nos llevamos aquellos puñeteros cajones.

—¿Cómo entraron ustedes en las dos casas, si ambas estaban vacías?

—Estaba el viejo que me contrató esperando en la casa de Purfleet. Me ayudó a levantar los cajones y a cargarlos en el carro. Maldita sea, pero era el tipo más fuerte que me he echado a la cara, y eso que era un tío viejo, con un bigote blanco[15], y tan flaco que uno pensaría que no puede ni hacer sombra.

¡Cómo me hizo estremecer esta frase!

—Vaya, él cogía los cajones por su lado como si fuesen paquetes de té, y yo bufaba y resoplaba para levantar por mi lado, y no es que yo sea un alfeñique, precisamente.

—¿Cómo entró en la casa de Piccadilly? —pregunté.

—Él también estaba ya allí. Debió de ir temprano y llegar antes que yo, porque cuando llamé a la campanilla vino y abrió la puerta él mismo y me ayudó a meter los cajones en el vestíbulo.

—¿Los nueve? —pregunté.

—Sí; había cinco en el primer viaje y cuatro en el segundo. Fue un trabajo de los que dejan a uno seco, y no recuerdo muy bien ni cómo llegué a casa.

Le interrumpí:

—¿Dejaron los cajones en el vestíbulo?

—Sí; era un vestíbulo grande y estaba vacío.

Intenté averiguar más cosas:

—¿No tenía usted llave alguna?

—Nunca usé una llave ni nada. Fue el viejo caballero quien abrió la puerta y quien la cerró cuando yo me marché. No me acuerdo de la última vez, pero fue por la cerveza.

—¿Y no puede recordar el número de la casa?

—No, señor, pero no tendrá dificultad para eso. Es alta, con una fachada de piedra y un arco[16] y escalones empinados hasta la puerta. Conozco bien esos escalones después de haber subido los cajones con la ayuda de tres gandules que se acercaron para ganarse unas perras. El viejo caballero les dio unos chelines, y viendo que tenía muchos más, quisieron más, pero él agarró a uno de esos tipos por el hombro y estuvo a punto de echarle escaleras abajo, hasta que todos se fueron soltando maldiciones[17].

Pensé que con esta descripción podría encontrar la casa, así que, una vez hube pagado a mi amigo por su información, salí hacia Piccadilly. Había sabido algo nuevo y lamentable: el Conde podía, era evidente, mover los cajones de tierra por sí mismo. Siendo así, el tiempo era precioso, pues ahora que había conseguido una cierta distribución de aquellos, podía también terminar su tarea sin ser visto eligiendo el momento oportuno. En Piccadilly Circus[18] despedí el vehículo y fui caminando hacia el oeste; pasado el Junior Constitutional[19] encontré la casa y me convencí de que esta iba a ser la siguiente de las madrigueras preparadas por Drácula. La casa tenía el aspecto de no haber sido habitada por largo tiempo. Las ventanas estaban cubiertas de polvo incrustado, y las contraventanas abiertas. El tiempo había ennegrecido todos los marcos, y la pintura había saltado del hierro en gran parte. Era evidente que hasta no hacía mucho hubo un gran cartel en la balconada, y aunque lo habían arrancado, lo habían hecho tan toscamente que aún quedaban los soportes del anuncio[20]. Detrás de las barandillas podían verse algunas tablas sueltas, cuyos descarnados bordes parecían blancos. Habría dado cualquier cosa por haber podido ver el cartel intacto, pues acaso me hubiera proporcionado alguna pista sobre la propiedad del edificio. Recordé mis experiencias en la investigación sobre Carfax y su compra y no pude dejar de pensar que si encontrase al anterior propietario de esta casa podría también hallar alguna forma de tener acceso a ella.

Por el momento no podía saber más desde el lado de Piccadilly, y nada podía hacerse, así que me fui a la parte trasera del edificio para ver si desde aquí podía averiguar algo. Había actividad en las caballerizas[21], pues las casas de Piccadilly estaban en su mayor parte habitadas. Pregunté a un par de mozos de cuadra y ayudantes suyos que había por ahí si podían decirme algo sobre la casa vacía. Uno de ellos me dijo que había oído que había sido comprada no hacía mucho, pero que no sabría decir quién la había vendido. Me dijo, sin embargo, que hasta hacía muy poco tenía un cartel de «Se vende», y que quizá Mitchell, Sons & Candy, la agencia inmobiliaria, podría decirme algo, pues le parecía recordar haber visto el nombre de dicha agencia en el cartel. No quise parecer demasiado interesado ni que mi informante supiese o pensase demasiado, así que dándole las gracias de la manera habitual, me marche. Estaba ya oscureciendo, y la noche de otoño se acercaba; no perdí más tiempo. Habiendo averiguado las señas de Mitchell, Sons & Candy en un directorio que consulté en el Berkeley Hotel, me presenté rápidamente en sus oficinas de Sackville Street[22].

El caballero que me atendió era sumamente amable en sus modales, pero reservado en la misma proporción. Habiéndome dicho una vez que la casa de Piccadilly —que a lo largo de toda nuestra entrevista llamó «mansión»— había sido vendida, consideró concluida la cuestión. Cuando le pregunté quién la había comprado, abrió un poco más los ojos y guardó silencio durante unos segundos antes de contestar:

—Está vendida, señor.

—Perdóneme —le dije con igual educación—, pero tengo motivos especiales para querer saber quién la ha comprado.

Tras una pausa más larga, alzó sus cejas todavía más.

—Está vendida, señor —fue de nuevo su lacónica respuesta.

—Sin duda —dije— no le importará darme algún detalle más.

—Pero sí me importa —respondió—. Los asuntos de sus clientes están absolutamente seguros en las manos de Mitchell, Sons & Candy.

Era, sin duda, un pedante de primera clase y era inútil discutir con él. Pensé que era mejor adentrarse en su propio terreno, por lo que le dije;

—Sus clientes, señor, son felices de contar con un guardián tan resuelto de su confianza. Yo también soy un profesional. —Le di mi tarjeta—. En este caso no estoy movido por la curiosidad; estoy aquí de parte de lord Godalming, que desea saber algo sobre la propiedad que entiende estaba a la venta hasta hace poco. —Estas palabras dieron un cariz diferente a la cuestión. Y dijo:

—Me gustaría complacerle si pudiese, Mr. Harker, y especialmente complacer a milord. En cierta ocasión nos encargó un pequeño asunto, el alquiler de algunos gabinetes cuando aún era el Honorable Arthur Holmwood[23]. Si usted me deja la dirección de milord, consultaré con la dirección de esta casa la cuestión, y, en todo caso me comunicaré con milord mediante el correo de esta noche. Será un placer si podemos desviarnos de nuestras normas para dar a milord la información solicitada.

Quise ganarme un amigo y no hacerme un enemigo, por lo que le di las gracias y la dirección del doctor Seward, y me marché. Ya había oscurecido, y yo estaba cansado y hambriento. Me tomé una taza de té en la Aërated Bread Company[24] y llegué a Purfleet en el siguiente tren[25].

Encontré a todos los demás en casa. Mina parecía cansada y estaba pálida, pero hizo un valiente esfuerzo para estar brillante y alegre; se me encogió el corazón al pensar que tenía que ocultarle algo y causar así su preocupación. Gracias a Dios, esta será la última noche en quedarse fuera mientras hablamos y sentir la espina de que no le mostremos nuestra confianza.

Necesité todo mi valor para mantener la sabia decisión de tenerla al margen de nuestra desagradable tarea. Parece algo más resignada, o acaso el asunto mismo ha llegado a serle repugnante, pues cuando se hace alguna alusión accidental al mismo, realmente se estremece. Me alegro de haber tomado nuestra decisión a tiempo, pues con tales sentimientos suyos, lo que vamos sabiendo cada vez más, la atormentaría.

No pude decirles nada de mis descubrimientos del día a los demás hasta que estuvimos solos; así que después de la cena —seguida por un poco de música para salvar las apariencias incluso entre nosotros mismos— llevé a Mina a su habitación y la dejé allí para que se acostara. Mi querida niña está más cariñosa conmigo que nunca, se colgó de mí como si quisiera que no me fuera, pero había mucho de que hablar y me marché. Gracias a Dios, el dejar de contarle cosas no ha hecho que cambie nada entre nosotros[26].

Cuando bajé, encontré a los otros en torno a la chimenea del estudio. En el tren, yo había escrito todo en mi diario hasta el último momento, y simplemente se lo leí a ellos como la manera más fácil de ponerles al tanto de mis propias informaciones; cuando hube acabado, Van Helsing dijo:

—Este ha sido un gran día de trabajo, amigo Jonathan. Sin duda estamos sobre la pista de los cajones que faltan. Si los encontramos todos en esa casa, nuestro trabajo está cerca de terminarse. Pero si falta alguno, debemos investigar hasta encontrarlo. Después daremos nuestro coup final, y perseguiremos a ese miserable hasta su muerte verdadera.

Todos estábamos sentados en silencio cuando de improviso habló Mr. Morris[27]:

—¡Dígame! ¿Cómo vamos a entrar en esa casa?

—Entramos en la otra —respondió lord Godalming con rapidez.

—Pero, Art, esto es diferente. Entramos en la de Carfax, pero nos protegía la noche y un parque tapiado. Entrar como ladrones en Piccadilly, de día o de noche, será cosa totalmente distinta. Confieso que no sé cómo vamos a hacerlo, a menos que ese encantador tipo de la agencia nos dé alguna clase de llave; quizá lo sepamos cuando recibamos su carta por la mañana.

Lord Godalming frunció el ceño, se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. Al poco se detuvo y dijo, mirándonos uno a uno:

—Quincey tiene razón. Este asunto del allanamiento se está poniendo serio; una vez nos ha salido bien, pero lo que ahora tenemos entre manos es un asunto complicado, a menos que encontremos el llavero del Conde.

Como no podía hacerse nada hasta la mañana siguiente, pues era al menos aconsejable esperar hasta que lord Godalming recibiera noticias de la agencia Mitchell, decidimos no hacer nada antes de la hora del desayuno. Durante un buen rato nos quedamos sentados, fumando y tratando de nuestro asunto desde diferentes puntos de vista y perspectivas; yo aproveché la ocasión para anotar en este diario todo lo ocurrido hasta el momento. Tengo mucho sueño y me voy a la cama…

Sólo una línea más. Mina duerme profundamente y su respiración es regular. Tiene la frente surcada por pequeñas arrugas, como si estuviese pensando incluso mientras duerme. Sigue estando demasiado pálida, pero no parece[28] tan ojerosa como esta mañana. Espero solucionar todo esto mañana; estará ya en casa, en Exeter. ¡Oh, pero qué sueño tengo!

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

1 de octubre.—Estoy otra vez desconcertado con Renfield[29]. Sus estados de ánimo cambian tan rápidamente que me resulta difícil seguirlos y, como siempre indican algo más que su propio bienestar, constituyen un campo de estudio de lo más interesante. Esta mañana, cuando fui a verle después del rechazo sufrido por Van Helsing, su actitud era la de un hombre dueño de su destino. De hecho, era sueño de su destino, de manera subjetiva. No le interesaba, en verdad, nada que fuese meramente terrenal; estaba en las nubes y miraba desde allá arriba todas nuestras debilidades y necesidades, las de los pobres mortales. Pensé aprovechar la ocasión para aprender algo más, así que le pregunté:

—¿Cómo van las moscas estos días?

Me sonrió con aire de gran superioridad —una sonrisa que podría aparecer en el rostro de Malvolio[30]— y me respondió así:

—La mosca, señor, tiene una característica sorprendente: sus alas son típicas de los poderes aéreos de las facultades psíquicas; ¡los antiguos tenían razón al representar el alma como una mariposa![31].

Pensé que podría llevar esta analogía hasta sus últimas consecuencias lógicas, y de dije rápidamente:

—Oh, es un alma lo que busca ahora, ¿no es eso?

Su locura embotaba su razón, y una expresión de perplejidad cubrió su rostro, al tiempo que, negando con la cabeza con una resolución que pocas veces había visto en él, dijo:

—¡Oh, no; oh no! No quiero almas. Vida es todo lo que quiero. —Al llegar aquí, se animó—: Ahora me siento indiferente hacia eso. La vida está bien; tengo toda la que quiero. ¡Debe usted buscarse un nuevo paciente, doctor, si desea estudiar la zoofagia!

Esto me intrigó un tanto, y seguí sondeándole:

—Entonces usted manda sobre la vida; es usted un dios, supongo.

Sonrió con un inefable aire de benigna superioridad:

—¡Oh, no! Lejos de mí el arrogarme los atributos de la Deidad. No estoy ni siquiera interesado en sus obras propiamente espirituales. Si puedo definir mi posición espiritual, yo estoy de alguna manera, y por lo que se refiere a las cosas puramente terrenales, en la posición que Enoch[32] tenía desde un punto de vista espiritual.

Esto me planteó un problema, pues no recordaba en aquel momento el papel de Enoch, así que le hice una sencilla pregunta, aunque sabía que al hacerla me rebajaba ante los ojos del lunático:

—¿Y por qué con Enoch?

—Porque andaba con Dios.

No pude ver la analogía, pero no quería admitirlo, y volví a insistir en lo que él había negado al principio:

—Así pues, no le interesa la vida y no quiere almas. ¿Por qué no?

Hice mi pregunta muy rápidamente y con cierta aspereza, con el propósito de desconcertarle. Mi esfuerzo tuvo éxito; por un instante volvió de modo involuntario a su antiguo servilismo, e inclinó ante mí y en verdad me halagó cuando replicó así:

—¡No quiero almas, sin duda, sin duda! No las quiero. No podría hacer nada con ellas si las tuviera; no me servirían para nada. No podría comérmelas, ni… —se calló de repente y reapareció en su rostro su antigua expresión de astucia, como una ráfaga de viento que barriese la superficie del agua—. Y, doctor, en cuanto a la vida, ¿qué es, al fin y al cabo? Cuando uno tiene todo lo que necesita, y sabe que ya no quiere nada más, eso es todo. Tengo amigos, buenos amigos, como usted, doctor Seward —esto lo dijo con una mirada de inexpresable astucia—; ¡sé que nunca me faltarán medios de vida!

Creo que a través de la bruma de su locura vio algún tipo de antagonismo en mí, pues de inmediato se acogió a su último refugio de gentes como él, un torvo silencio. Al poco me di cuenta de que por el momento era inútil hablar con él. Estaba malhumorado, y me fui. Más tarde avisó que quería verme. Normalmente no hubiera ido sin un motivo especial, pero justo en estos momentos estoy tan interesado en él que haría de buena gana cualquier esfuerzo. Además, me alegro de tener algo que me ayude a pasar el tiempo. Harker está fuera, siguiendo pistas, al igual que lord Godalming y Quincey. Van Helsing está sentado en mi estudio, absorto en el informe preparado por los Harker; parece creer que con un conocimiento preciso de todos los detalles podrá encontrar alguna pista. No quiere ser molestado en su tarea si no hay motivo para ello.

Le hubiera llevado conmigo a ver al paciente, pero pensé que, tras haber sido rechazado, acaso no le interesaría volver a verle. Había también otra razón: quizá Renfield no hablaría tan libremente ante una tercera persona como cuando él y yo estábamos solos.

Le encontré sentado en su taburete en medio de la habitación, una postura que por lo general es indicativa de alguna energía mental por su parte. Cuando entré, dijo de inmediato, como si la pregunta hubiese estado esperando en sus labios:

—¿Qué piensa sobre las almas?

Era evidente que mi suposición había sido correcta. La cerebración inconsciente estaba haciendo su trabajo, incluso con el lunático. Decidí acabar con aquel asunto.

—¿Qué piensa usted sobre ellas? —pregunté. Tardó un momento en contestar, mirando en torno suyo y arriba y abajo, como si esperase encontrar inspiración para hallar una respuesta.

—¡No quiero almas! —dijo débilmente, en tono de disculpa. El tema parecía obsesionarle y decidí utilizarlo, «ser cruel sólo para ser benéfico»[33]. Así que dije:

—¿Le gusta la vida y desea vida?

—¡Oh, sí! ¡Pero eso está bien; no necesita preocuparse por eso!

—Pero —pregunté—, ¿cómo vamos a conseguir la vida sin conseguir también el alma? —Esto pareció desconcertarle, por lo que yo continué—: Un buen día tendrá usted ocasión de volar por ahí, con las almas de miles de moscas y de arañas y de pájaros y de gatos, zumbando y picando y maullando a su alrededor. Usted ¡tiene sus vidas, ya sabe, y debe usted encargarse también de sus almas!

Algo pareció afectar a su imaginación, pues se tapó los oídos con los dedos y cerró los ojos, apretándolos con fuerza como hace un niño cuando le enjabonan la cara. Había en ello algo patético que me conmovió, y también me dio una lección, pues me pareció que lo que tenía ante mí era un niño, sólo un niño, aunque sus rasgos estuviesen avejentados y la barba de las mejillas fuese blanca. Era evidente que estaba sufriendo algún tipo de trastorno mental, y sabiendo de qué modo había interpretado cosas aparentemente ajenas a él mismo, pensé que podía penetrar en su pensamiento y entenderme con él. El primer paso consistía en recuperar su confianza, por lo que le pregunté, hablando bien alto para que pudiera oírme con sus oídos tapados:

—¿Le gustaría algo de azúcar para atraer a sus moscas otra vez?

Pareció despertarse de improviso y negó con la cabeza. Replicó con una carcajada:

—¡No mucho! ¡Las moscas son pobres cosas, después de todo! —tras una pausa, añadió—: Pero tampoco quiero a sus almas zumbando alrededor de mí.

—¿Y arañas? —continué.

—¡Malditas arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada que se pueda comer ni… —se calló de repente, como si recordase un tema prohibido.

«¡Vaya, vaya!», dije para mí, «esta es la segunda vez que se ha interrumpido para no decir beber; ¿qué significa esto?». Renfield pareció darse cuenta de haber tenido un lapsus, pues se apresuró a seguir hablando, como para distraer mi atención:

—Esas cosas no me interesan en absoluto. «Ratas y ratones y cervatillo», como dice Shakespeare[34]; «pollo de despensa», podría decirse. Ya he superado todas esas tonterías. Lo mismo sería pedirle a un hombre que comiese moléculas con un par de palillos[35] que intentar interesarme a mí en los carnívoros inferiores cuando sé lo que tengo ante mí.

—Ya veo —dije—. ¿Usted quiere cosas grandes a las que poder hincar el diente? ¿Le gustaría desayunarse un elefante?

—¡Qué tonterías ridículas está diciendo! —Se estaba espabilando demasiado, así que pensé presionarle más.

—Me pregunto —dije pensativamente— cómo será el alma de un elefante.

Conseguí el efecto deseado, pues de inmediato perdió su arrogancia y volvió a ser un niño.

—¡No quiero el alma de un elefante ni ninguna otra! —dijo. Durante unos minutos permaneció sentado y abatido. De repente se puso en pie, con los ojos centelleantes y todos los síntomas de una fuerte excitación mental—. ¡Al infierno con usted y sus almas! —gritó.

Parecía tan agresivo que llegué a pensar que estaba a punto de ser víctima de otro arrebato homicida, por lo que toqué mi silbato. Sin embargo, en el instante mismo que lo hice se calmó, y me dijo apologéticamente:

—Perdóneme, doctor; no puedo controlarme. No necesita usted ayuda ninguna. Estoy tan preocupado que enseguida me irrito. Si usted supiese el problema con que tengo que enfrentarme y que tengo que resolver, se apiadaría de mí, me toleraría y me perdonaría. Le ruego que no me ponga una camisa de fuerza. Quiero pensar, y no puedo pensar libremente cuando mi cuerpo está atado. ¡Estoy seguro de que me comprenderá!

Se había, sin duda, autocontrolado; cuando llegaron los celadores les dije que no pasaba nada y se retiraron. Renfield vio cómo se marchaban y cuando se cerró la puerta dijo, con gran dignidad y delicadeza:

—Doctor Seward, ha sido usted muy considerado conmigo. ¡Créame que le estoy muy agradecido!

Me pareció oportuno dejarle en tal estado de ánimo y me fui. Hay sin duda algo para reflexionar en el caso de este hombre. Varios aspectos parecen componer lo que un entrevistador norteamericano llamaría «una historia», si se es capaz de ponerlos en el orden apropiado.

Son estos:

No menciona la palabra beber.

Teme la idea de tener que cargar con el alma de cualquier cosa.

No teme desear «vida» en el futuro.

Desprecia todas las formas de vida inferiores, aunque teme que le acosen sus almas.

¡Lógicamente, todos estos datos apuntan en una dirección! Está de algún modo seguro de que llegará a conseguir una vida superior, teme las consecuencias de ello: cargar con el peso de un alma. Así pues, ¡es una vida humana en lo que él piensa!

¿Y quién se la garantiza…?

¡Dios misericordioso! ¡El Conde le ha visitado, y hay en preparación un nuevo plan terrorífico!

Más tarde.—Después de hacer mi ronda fui a ver a Van Helsing y le conté mis sospechas. Se puso muy serio y, después de reflexionar sobre la cuestión por un rato, me pidió que le llevase a ver a Renfield. Así lo hice. Cuando llegamos a su puerta pudimos oír al lunático cantar alegremente, como solía hacer en un tiempo que ahora parece tan lejano. Una vez dentro vimos con sorpresa que había desparramado su azúcar como antes; las moscas, letárgicas en otoño, estaban comenzando a zumbar por la habitación. Intentamos hacerle hablar sobre lo que habíamos tratado en nuestra conversación previa, pero no hizo caso. Siguió cantando, como si no estuviésemos presentes. Había conseguido un trozo de papel y lo estaba doblando en forma de cuaderno de notas. Tuvimos que marcharnos tan ignorantes como habíamos entrado.

Su caso es en verdad extraño; debemos vigilarle esta noche.

CARTA DE MITCHELL, SONS & CANDY
A LORD GODALMING[36].

1 de octubre[37]

«Milord:

»Nos es grato en todo momento complacerle en sus deseos. Tenemos la satisfacción con respecto a la petición de milord, manifestado en su nombre por Mr. Harker, de proporcionarle la siguiente información relativa a la venta y adquisición de la casa n.° 347 de Piccadilly[38]. Los vendedores han sido los albaceas del difunto Mr. Archibald Winter-Suffield. El comprador es un noble extranjero, el conde de Ville[39], que llevó a cabo la compra personalmente pagando en billetes “al contado”, si milord nos permite usar una expresión tan vulgar. Aparte de esto, no sabemos nada acerca de él.

»Quedamos, milord, humildes servidores de su señoría,

»Mitchell, Sons & Candy.»

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

2 de octubre.—Anoche puse de guardia a un hombre en el pasillo y le dije que tomase nota exacta de cualquier ruido que oyese procedente de la habitación de Renfield. Después de la cena, cuando ya estábamos todos en torno al fuego de la chimenea del estudio —Mrs. Harker se había ido ya a acostar—, tratamos de todas las gestiones y averiguaciones hechas durante el día. Harker era el único que había obtenido algún resultado, y teníamos grandes esperanzas en que su pista fuera importante.

Antes de acostarme, fui a la habitación de mi paciente y miré por la mirilla. Estaba profundamente dormido y su pecho subía y bajaba con una respiración regular.

Esta mañana el celador de guardia me ha informado de que un poco después de medianoche el paciente no podía dormir y estaba rezando sus oraciones en voz bastante alta. Le pregunté si eso era todo; replicó que era todo lo que había oído. Había algo en su actitud tan sospechoso que le pregunté a quemarropa si se había dormido. Lo negó, pero sí admitió que había dado «alguna cabezada». Qué pena que no puedas confiar en estos hombres a menos que los vigiles.

Harker se ha ido hoy siguiendo su pista y Art y Quincey están buscando caballos. Godalming piensa que será bueno tener caballos siempre preparados, pues, cuando tengamos la información que buscamos, no habrá tiempo que perder; tenemos que esterilizar toda la tierra importada entre la salida y la puesta del sol; así podremos atrapar al Conde en su momento más débil, y sin un refugio donde esconderse. Van Helsing se ha ido al Museo Británico para consultar algunos autores sobre medicina antigua[40]. Los médicos antiguos tuvieron en cuenta cosas que los que vinieron después no aceptaron, y el profesor está buscando ciertos remedios contra brujas y demonios que pueden sernos útiles más adelante.

A veces pienso que debemos de estar todos locos, y que despertaremos a la cordura sujetos por camisas de fuerza.

Más tarde.—Nos hemos reunido otra vez. Parece que por fin estamos en el buen camino, y que nuestro trabajo de mañana será el comienzo del fin. Me pregunto si la tranquilidad de Renfield tiene algo que ver con esto. Sus estados de ánimo siguen tan de cerca las acciones del Conde que la próxima destrucción del monstruo sea tal vez, y de algún modo sutil, intuida por él. Si pudiéramos tener algún indicio de lo que pasaba por su mente entre el momento de mi discusión con él hoy[41] y la reanudación de la caza de moscas, ello podría proporcionarnos alguna pista valiosa. Aparentemente lleva un tiempo tranquilo… ¿Es él? Ese grito salvaje parece venir de su habitación…

El celador acaba de irrumpir en mi habitación y me ha dicho que Renfield ha tenido algún tipo de accidente. Le ha oído gritar, y cuando ha entrado lo ha encontrado boca abajo en el suelo, lleno de sangre. Debo ir de inmediato…