DIARIO DE JONATHAN HARKER.
1 de octubre, 5:00 de la madrugada.—Me incorpore a la expedición, junto a los demás, con tranquilidad, pues creo que nunca había visto a Mina tan absolutamente fuerte y bien. Me alegro mucho de que haya consentido en retirarse y dejarnos a los hombres hacer el trabajo. En cierto modo, era una pesadilla para mí que ella estuviese metida en este espantoso asunto; pero ahora que su parte ha terminado y que debido a su energía, inteligencia y perspicacia toda esta historia está completa de tal manera que cada detalle tiene sentido; Mina bien puede comprender que su papel ha terminado, y que ahora puede dejarnos a nosotros lo demás[1]. Todos nos sentimos, creo, un poco alterados por la escena con Mr. Renfield[2]. Cuando salimos de su habitación, permanecimos en silencio hasta volver al estudio. Entonces, Mr. Morris le dijo al doctor Seward:
—Oye, Jack, si ese hombre no estaba intentando engañarnos, es el loco más cuerdo que nunca he visto[3]. No estoy seguro, pero creo que tenía un propósito serio, y si es así, fue muy cruel no darle una oportunidad.
Lord Godalming y yo callamos, pero el doctor Van Helsing dijo:
—Amigo John, usted sabe más de locos que yo, y me alegro de ello, pues[4] temo que si yo hubiese tenido que decidir, le hubiera dejado libre antes del último arrebato histérico.
Pero vivimos y aprendemos, y en nuestra presente empresa no debemos correr riesgo alguno, como diría mi amigo Quincey. Todo está bien como está.
El doctor Seward pareció responder a ambos como en una especie de sueño:
—Lo único que sé es que estoy de acuerdo con ustedes en este asunto. Si ese hombre hubiese sido un lunático corriente, me habría arriesgado a confiar en él, mas parece tan relacionado con el Conde, y de una manera tan sospechosa, que temo cometer un error si le ayudo en sus manías[5]. No puedo olvidar cómo me pedía con casi igual vehemencia un gato y después intentó destrozarle el cuello con sus dientes. Además, llamó al Conde «señor y maestro», y puede querer salir para ayudarle de algún modo diabólico. Esa espantosa cosa tiene a su disposición lobos, ratas, y a los de su especie, así que yo supongo que no sería de extrañar que utilizase también a un loco respetable. Desde luego, sin embargo, parecía sincero. Espero que hayamos hecho lo mejor para él[6]. Estas cosas, junto con la difícil tarea que tenemos por delante, pueden amilanar a cualquiera.
El profesor se acercó y, poniendo su mano en el hombro del doctor Seward, dijo con su habitual tono serio y afable:
—Amigo John, no tema. Estamos intentando cumplir con nuestro deber en un caso triste y terrible; sólo podemos hacer lo que creemos es lo mejor. ¿En qué otra cosa podemos confiar como no sea en la piedad del buen Dios?
Lord Godalming había desaparecido hacía unos minutos, pero volvió en este preciso instante. Mostró un pequeño silbato de plata, y dijo:
—Ese viejo caserón puede estar lleno de ratas, y si es así, tengo un antídoto preparado[7].
Una vez al otro lado del muro, nos dirigimos hacia la casa, teniendo cuidado de mantenernos a la sombra que los árboles proyectaban sobre la hierba cuando asomaba, brillante, la luz de la luna[8]. Al llegar al porche, el profesor abrió su maletín y sacó una serie de cosas que dejó en la escalera, dividiéndolas en cuatro pequeños grupos, evidentemente para cada uno de nosotros. Después dijo:
—Amigos míos, vamos hacia un terrible peligro, y necesitamos armas de muchas clases. Nuestro enemigo no es solamente espiritual. Recuerden que tiene las fuerzas de veinte hombres y que nuestros cuellos y gargantas son normales, por lo tanto pueden ser rotos o aplastados, pero contra él no basta la mera fuerza. Un hombre más fuerte o un grupo de hombres más fuertes que él en todo puede, en ciertas ocasiones, reducirle, pero no podrían herirle como nosotros podemos ser heridos por él. Debemos, por lo tanto, guardarnos de su contacto físico. Pónganse esto cerca de su corazón —mientras hablaba, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo dio, pues yo era el que estaba más cerca de él—. Pónganse esas flores alrededor del cuello —ahora me dio un ramo de flores de ajo mustias—; para otros enemigos más mundanos[9], este revólver y este cuchillo, y para ayudarles, estas linternas eléctricas, tan pequeñas que pueden sujetarlas en el pecho, y para todo y sobre todo, esto, que no debemos profanar innecesariamente[10]. —Era un fragmento de la Hostia Consagrada, que me entregó tras meterlo en un sobre. Cada uno de los otros fue equipado de igual modo—. Ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves maestras? Si se da el caso de que podamos abrir la puerta, no necesitamos entrar en la casa por la ventana, como ocurrió en la de miss Lucy.
El doctor Seward probó un par de las llaves maestras, ayudándole para ello su destreza manual como cirujano, que le dejó en un buen lugar. Al poco encontró una apropiada; después de algo de forcejeo moviendo la llave hacia atrás y hacia delante, cedió el cerrojo y con un chirrido oxidado se abrió. Empujamos la puerta, gimieron los goznes herrumbrosos, crujieron, y se abrió muy despacio. Fue sorprendente el parecido con lo que se cuenta en el diario del doctor Seward acerca de la apertura del panteón de miss Westenra; imaginé que la misma impresión les había asaltado a los demás, pues todos a una se echaron hacia atrás. El profesor fue el primero en adelantarse[11] y avanzar hacia la puerta abierta.
—In manus tuas, Domine[12] —dijo, santiguándose al atravesar el umbral. Cerramos la puerta detrás de nosotros para que cuando tuviéramos que encender las linternas no atrajéramos una posible atención desde la calle. El profesor probó cuidadosamente la cerradura, no fuera a ser que no pudiéramos abrirla desde dentro en el caso de tener que salir precipitadamente. Después todos encendimos nuestras linternas y comenzamos nuestra búsqueda.
La luz de las diminutas linternas se proyectaba en toda clase de raras formas al cruzarse sus rayos unos con otros, o al proyectar la opacidad de nuestros cuerpos grandes sombras. No pude, por mi vida, librarme de la sensación de que había alguien más entre nosotros[13]. Supongo que fue el recuerdo tan hondamente llevado conmigo cuando volví de las espantosas circunstancias de aquella experiencia en Transilvania. Creo que esa sensación era común a los del grupo, pues pude observar que no dejaban de mirar a sus espaldas a cada ruido y a cada nueva sombra, tal como me di cuenta de que hacía yo mismo.
Todo estaba cubierto por una densa capa de espeso polvo. En el suelo parecía tener varias pulgadas de espesor, excepto allí donde había huellas recientes de pisadas, en las cuales, bajando mi linterna, puede ver las señales de tachuelas allí donde el polvo se había apelmazado. Las paredes estaban recubiertas como de una especie de capa mullida y pesada de polvo; en los rincones había masas de telarañas en las que se había acumulado el polvo hasta parecer viejos y raídos andrajos, pues el peso las había desgarrado en parte[14]. Sobre una mesa del vestíbulo había un gran manojo de llaves, cada una con su etiqueta amarillenta por el tiempo. Habían sido utilizadas varias veces, pues en la capa de polvo de la mesa se veían huellas semejantes a las que aparecieron cuando el profesor cogió el manojo. Se volvió hacia mí y me dijo:
—Usted ya conoce este sitio, Jonathan. Usted ha hecho planos de él y lo conoce más que nosotros. ¿Cuál es el camino de la capilla?
Yo tenía alguna idea de la dirección, aunque en mi visita anterior no había sido capaz de entrar; así que encabecé la marcha y, después de algunas equivocaciones, me encontré frente a una puerta de roble baja y arqueada, protegida por chapas de hierro. «Este es el sitio», dijo el profesor, iluminando con su linterna un pequeño plano del edificio, copia del archivo de mi correspondencia original acerca de la compra. Con alguna dificultad encontramos la llave en el manojo y abrimos la puerta[15]. Estábamos preparados para algo desagradable pues, mientras abríamos, por las hendiduras se filtraba un débil pero hediondo olor, mas nadie esperaba una fetidez como la que nos encontramos. Ninguno de los otros había visto al Conde de cerca, y cuando yo le vi o estaba en periodo de ayuno en sus habitaciones o ahíto[16] de sangre fresca en un edificio ruinoso y en el que penetraba el aire libremente; pero este lugar era pequeño, cerrado, y su prolongada falta de uso había hecho que su atmósfera estuviese cargada y viciada. Había un olor a tierra, como a algún miasma seco que llegaba por un aire todavía más repugnante. Pero en cuanto al olor mismo, cómo podría describirlo. No es solamente que estuviese formado por todo lo malsano de lo mortal y por el acre olor de la sangre, mas parecía como si la propia corrupción se hubiese corrompido. ¡Puaf! Me pone enfermo pensar en ello. Cada soplo de aire exhalado por ese monstruo parecía haberse adherido a aquel recinto e intensificado su repugnancia[17].
En circunstancias ordinarias tal hedor hubiera puesto punto final a nuestra tarea. Pero este no era un caso común, y el grande y terrible propósito que nos movía nos daba una fuerza que iba más allá de simples consideraciones físicas. Tras la involuntaria reacción de temor consecuencia de la primera vaharada nauseabunda, todos a una emprendimos nuestro trabajo como si aquel repugnante sitio fuese un jardín de rosas[18].
Hicimos un detallado examen del lugar, y el profesor dijo cuando empezábamos:
—Lo primero es ver cuántos cajones quedan; tenemos que examinar cada agujero, cada rincón, cada grieta y ver si podemos conseguir alguna pista para saber qué ha sido del resto[19].
Una mirada bastó para saber cuántos quedaban, pues los grandes cajones con la tierra eran voluminosos y no se podía uno equivocar.
¡De los cincuenta sólo quedaban veintinueve![20]. En cierto momento me asusté, pues al ver a lord Godalming volverse rápidamente y mirar por la puerta arqueada hacia el oscuro pasadizo que había más allá, yo también lo hice, y por un momento mi corazón se quedó paralizado. En algún lugar, mirando desde la sombra, me pareció ver los rasgos del malvado semblante del Conde, el puente de la nariz, los ojos rojos, los labios rojos, la espantosa palidez. Fue sólo por un momento, pues cuando lord Godalming dijo: «Creí haber visto un rostro, pero no eran sino las sombras» y continuó con su búsqueda, dirigí mi linterna en aquella dirección y entré en el pasadizo. No había señales de nadie, y tampoco había rincones, puertas ni salidas de ninguna clase, sino únicamente los gruesos muros, que no podían servir de escondite a nadie, ni siquiera a él[21]. Pensé que el miedo había alimentado la imaginación y no dije nada.
Unos minutos después vi a Morris retroceder repentinamente de un rincón que estaba examinando. Todos seguimos sus movimientos con la mirada, pues sin duda el nerviosismo se estaba apoderando ya de nosotros, y vimos una masa fosforescente que parpadeaba como las estrellas. Retrocedimos instintivamente. Todo aquello se estaba llenando de ratas.
Durante unos minutos permanecimos horrorizados, todos excepto lord Godalming que, aparentemente, estaba preparado para una emergencia tal. Precipitándose hacia la gran puerta de roble recubierta con chapas de hierro que el doctor Seward había descrito desde el exterior y que yo mismo había visto, hizo girar la llave en la cerradura, descorrió los enormes cerrojos y la abrió. Entonces, sacando su pequeño silbato de plata del bolsillo, emitió un sonido bajo y agudo. Fue respondido desde detrás de la casa del doctor Seward por el ladrido de varios perros y, como un minuto después, aparecieron tres terriers doblando con toda rapidez la esquina[22]. De modo inconsciente todos nos habíamos movido hacia la puerta y, conforme lo hacíamos, vi que el polvo estaba ahora muy removido: los cajones desaparecidos habían salido por aquí. Pero incluso en el minuto transcurrido, el número de ratas había aumentado enormemente. Parecían pulular por el lugar todas juntas a la vez, de tal forma que la luz de la linterna brillando sobre sus cuerpos en movimiento y sus centelleantes y siniestros ojos hacían que aquello pareciera como un montón de tierra lleno de luciérnagas. Los perros llegaron corriendo, pero se detuvieron de improviso en el umbral, gruñendo, para después, levantando al unísono sus hocicos, empezar a aullar de la manera más lúgubre posible. Las ratas se multiplicaban a miles, y nosotros nos fuimos de allí.
Lord Godalming cogió uno de los perros y, llevándolo adentro, lo depositó en tierra. En el mismo instante en que sus patas tocaron el suelo pareció recobrar su coraje y se lanzó contra sus enemigos naturales. Las ratas huyeron ante él tan aprisa que antes de que el perro pudiese acabar con la vida de una veintena de ellas, los otros perros, que habían sido llevados allí de igual manera que el primero, se encontraron con una presa escasa, pues toda la masa de ratas había desaparecido.
Con su ida parecía como si alguna maligna presencia se hubiese desvanecido también, pues los perros se pusieron a saltar y a ladrar alegremente, lanzándose de repente sobre sus postrados enemigos, les daban la media vuelta una y otra vez y los lanzaban al aire con violentas sacudidas. A todos nos pareció que recuperábamos nuestros ánimos. No sé si fue porque al abrirse la puerta de la capilla se purificó la corrompida atmósfera o por el alivio que experimentamos al encontrarnos al aire libre, lo cierto es que la sombra del miedo pareció deslizarse de nosotros como una túnica, y el haber ido allí perdió algo de su horrible significado, aunque no disminuyó ni un ápice nuestra resolución[23]. Cerramos la puerta exterior con cerrojos y llaves y llevamos los perros con nosotros, comenzando así nuestra investigación de la casa. No encontramos nada por ninguna parte, excepto polvo en cantidades extraordinarias, todo él sin tocar salvo por mis propias pisadas de cuando hice mi primera visita. Nunca más mostraron los perros síntoma alguno de intranquilidad, e incluso cuando volvieron a la capilla retozaron por allí como si estuviesen en una cacería de conejos durante el verano en un bosque.
Amanecía rápidamente por oriente cuando salíamos por la puerta principal[24]. El doctor Van Helsing había cogido del manojo de llaves la correspondiente a la puerta del vestíbulo, y cerró de forma ortodoxa, guardando la llave en su bolsillo cuando hubo terminado.
—Hasta ahora —dijo— nuestra noche ha tenido bastante éxito. No hemos recibido daño alguno, como yo temía que podía ocurrir, y hemos comprobado cuántos cajones faltan[25]. De lo que más me congratulo es de que nuestro primer paso, y quizá el más difícil y peligroso, ha sido dado sin haber traído aquí a nuestra muy dulce madam Mina o sin turbar su despertar o sus sueños con visiones y sonidos y olores de horror, que podría no olvidar nunca. También hemos aprendido una lección, si se me permite argumentar a particolari[26]: que los salvajes animales que están a las órdenes del Conde no son dóciles a su poder espiritual; como ven, esas ratas que reaccionan a su llamada, al igual que desde lo alto de su castillo convoca a los lobos cuando usted se va y ante el llanto de aquella pobre madre, si bien acuden a su llamada, huyen despavoridas de los perritos de mi amigo Arthur. Tenemos otras cuestiones ante nosotros, otros peligros, otros temores, y ese monstruo no ha utilizado su poder sobre el mundo animal por única o última vez esta noche. O sea, que se ha ido a otra parte. ¡Bien! Esto nos ha dado la oportunidad de gritar «jaque» en esta partida de ajedrez, en que nos jugamos almas humanas. Y ahora, vámonos a casa. Está a punto de amanecer y tenemos razones para sentirnos satisfechos con nuestra primera noche de trabajo. Acaso esté ordenado que tengamos todavía muchas noches y días llenos de peligro; pero debemos continuar y no nos acobardaremos ante peligro alguno.
La casa estaba en silencio cuando volvimos; salvo por alguna desdichada criatura que gritaba en una de las salas lejanas y por un apagado y quejumbroso sonido que llegaba de la habitación de Renfield[27]. El pobre desgraciado estaba sin duda torturándose a sí mismo, a la manera de los locos, con innecesarios pensamientos dolorosos.
Entré de puntillas en mi habitación y encontré a Mina dormida, respirando con tanta suavidad que tuve que acercar el oído para poder escucharla. Parece más pálida que de costumbre. Espero que la reunión de esta noche no la haya preocupado. Estoy verdaderamente agradecido de que no participe en nuestro futuro trabajo, e incluso tampoco en nuestras deliberaciones. Es demasiada tensión para que una mujer pueda soportarla. No pensaba así al principio, pero ahora me doy cuenta de ello. Por lo tanto, me alegro de que sea así. Pueden ocurrir cosas que le asuste oír y, sin embargo, ocultárselas podría ser peor que contárselas si llega a sospechar que le ocultamos algo. Desde ahora nuestro trabajo tiene que ser para ella un libro sellado, al menos hasta que llegue el momento en que podamos decirle que todo ha terminado y que la tierra está libre de un monstruo del submundo. Yo diría que será difícil comenzar a guardar silencio después de tanta confianza entre nosotros, pero he de ser firme, y mañana debo guardar silencio sobre los sucesos de esta noche, y rechazar hablar de nada de lo que ha sucedido. Me echaré en el sofá, para no molestarla[28].
1 de octubre, más tarde.—Supongo que es natural que todos hayamos dormido más de lo habitual, pues el de ayer fue un día muy ajetreado y por la noche no hemos descansado nada. Incluso Mina debía de estar agotada, pues aunque yo dormí hasta que el sol estuvo ya alto, me desperté antes que ella y tuve que llamarla dos o tres veces para que se despertara. Estaba tan profundamente dormida que durante unos segundos no me reconoció y me miró con una especie de absoluto terror; como mira alguien que ha sido despertado de un mal sueño. Se lamentó de estar cansada y la dejé dormir hasta más tarde[29]. Ahora sabemos que han desaparecido veintiún cajones[30] y, si se llevaron varios en algún traslado, podemos ser capaces de seguirles la pista a todos ellos. Lo cual, desde luego, simplificaría enormemente nuestro trabajo, y cuanto antes nos ocupemos de este asunto, mejor. Iré hoy mismo a ver a Thomas Snelling.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD[31].
1 de octubre.—Hacia mediodía me despertó el profesor entrando en mi habitación. Estaba más alegre y jovial de lo acostumbrado, y es por completo evidente que el trabajo de la pasada noche ha contribuido a quitarle un peso de encima. Después de comentar la aventura nocturna, me dijo de repente:
—Su paciente me interesa mucho. ¿Podría visitarle con usted esta mañana? O si usted está demasiado ocupado puedo ir yo solo, si esto es posible. Es para mí una nueva experiencia encontrar un lunático que habla de filosofía y que razona con tanta coherencia.
Yo tenía algo urgente que hacer, así que le dije que si iba él solo a verle, yo se lo agradecería, y que de este modo no tendría que esperarme; llamé, pues, a un celador y le di las oportunas instrucciones. Antes de que el profesor se fuera le puse en guardia para que no sacara ninguna falsa impresión de mi paciente.
—Pero —respondió— quiero que hable de sí mismo y de su manía de comer cosas vivas. Dijo a madam Mina, como ha visto en su diario de ayer, que él tuvo antes esa idea. ¿Por qué se sonríe, amigo John?
—Perdóneme —dije—, pero la respuesta está aquí. —Puse la mano sobre el texto mecanografiado—. Cuando nuestro cuerdo y culto lunático declaró cómo solía consumir vida, su boca era realmente algo nauseabundo por las moscas y arañas que acababa de comerse justo antes de que Mrs. Harker entrase en la habitación.
Van Helsing sonrió también a su vez:
—¡Bien! —dijo—, su memoria es buena, amigo John, yo debía haberlo recordado. Y, sin embargo, esta misma desviación entre pensamiento y memoria es lo que hace de las enfermedades mentales un estudio tan fascinante. Quizá voy a adquirir más conocimientos de la locura de este orate que de las enseñanzas del más sabio. ¿Quién sabe?
Me fui a mi trabajo y antes de lo pensado acabé con todo lo que tenía pendiente. Me pareció que, sin duda, no había transcurrido mucho tiempo, pero aquí estaba Van Helsing otra vez en mi estudio.
—¿Interrumpo? —preguntó cortésmente desde la puerta.
—De ninguna manera —contesté—. Entre. He terminado mi trabajo y estoy libre. Puedo ir con usted ahora, si quiere.
—No hace falta; ¡le he visto!
—¿Y bien?
—Me temo que no me aprecia mucho. Nuestra entrevista ha sido breve. Cuando entré en su habitación, estaba sentado en un taburete, en medio, con los codos apoyados en las rodillas y, en su rostro, la imagen del descontento más sombrío. Me dirigí a él del modo más alegre del que fui capaz y con el mayor respeto que me fue posible. No me contestó nada en absoluto. «¿Me conoce usted?», le pregunté. Su respuesta no fue nada tranquilizadora: «Le conozco bastante bien; usted es el viejo loco Van Helsing. Quiero que se vayan usted y sus estúpidas teorías sobre el cerebro a otra parte. ¡Malditos sean todos los tozudos holandeses!». No dijo una palabra más y siguió sentado, con su implacable mal humor y tan indiferente hacia mí como si yo no estuviese en la habitación. Así perdí esta vez la oportunidad de aprender mucho de este lunático tan inteligente, y así, debo irme, si puedo, a animarme a mí mismo con unas pocas palabras felices, con esa dulce alma que es madam Mina. Amigo John, me alegra indeciblemente que ella ya no sufra más, que no tenga preocupaciones, nada que ver con nuestras terribles cosas. Aunque echaremos muy de menos su ayuda, es mejor así.
—Estoy de acuerdo con usted de todo corazón —respondí con seriedad, pues no quería que flaquease en esta cuestión—. Es mejor que Mrs. Harker se mantenga fuera de esto. Las cosas son ya bastante malas para nosotros, todos hombres de mundo que nos hemos encontrado en muchos aprietos, pero no hay lugar para una mujer, y si ella hubiera seguido en esto, infaliblemente la hubiera destrozado tiempo[32].
Así pues. Van Helsing se ha ido a hablar con Mrs. Harker, y Harker, Quincey y Art están siguiendo las pistas hasta llegar a los cajones de tierra. Voy a terminar mi ronda, y esta noche nos reuniremos.
DIARIO DE MINA HARKER.
1 de octubre.—Me resulta extraño que me mantengan al margen, como estoy hoy; después de tantos años de plena confianza por parte de Jonathan, le veo ahora claramente eludir ciertos temas, los más importantes de todos. Esta mañana dormí hasta tarde, después de las fatigas de ayer[33], y aunque Jonathan también se despertó tarde, fue el primero de los dos en hacerlo. Antes de irse estuvo hablando conmigo más dulce y cariñosamente que nunca, pero sin decir jamás ni una palabra de lo que sucedió en la visita a la casa del Conde. Y sin embargo debía de saber lo terriblemente preocupada que yo estaba. ¡Pobre y querido muchacho! Supongo que le inquietó incluso más que a mí. Todos estuvieron de acuerdo en que lo mejor era que yo no continuase con esta horrible tarea, y asentí. Pero ¡pensar que me oculta algo! Y ahora estoy llorando como una estúpida, cuando sé que eso se debe al gran amor de un marido y a las buenas, buenas intenciones de esos otros hombres animosos…
Eso me ha hecho bien. Bueno, algún día Jonathan me lo contará todo; y para que no llegue a pensar ni por un momento que yo le oculto algo, sigo con mi diario como de costumbre. Así, si ha dudado de mi confianza, se lo enseñaré, con todos los sentimientos de mi corazón puestos por escrito para que los lean sus amados ojos. Me siento extrañamente triste y deprimida[34]. Supongo que es la reacción a tan tremenda agitación.
La pasada noche me fui a la cama cuando se fueron los hombres, y me sentía dominada por una ansiedad devoradora. Estuve pensando en todo lo que ha ocurrido desde que Jonathan vino a verme a Londres[35], y todo parece como una horrible tragedia, con el hado empujando sin tregua hacia algún final ya predestinado. Todo lo que hacemos, por muy razonable que sea, parece conducir a un final de lo más deplorable. Si yo no hubiese ido a Whitby, quizá la pobre y querida Lucy estaría ahora con nosotros. Ella no fue a visitar el cementerio hasta que yo llegué, y si ella no hubiese ido conmigo durante el día, no habría ido allí caminando dormida; y si no hubiera ido allí de noche y dormida, no la habría podido destruir ese monstruo como lo hizo. Oh, ¿por qué iría yo a Whitby? ¡Vaya, llorando otra vez! Me pregunto qué me pasa hoy. Debo ocultárselo a Jonathan, pues si sabe que he llorado dos veces en una misma mañana —yo, que nunca he llorado y a quien él jamás ha hecho derramar una lágrima—, al pobre se le rompería el corazón. Pondré cara alegre, y si siento ganas de llorar, nunca lo verá. Supongo que es una de las lecciones que nosotras, las pobres mujeres, hemos de aprender…
No recuerdo bien cómo me dormí anoche. Sí recuerdo haber oído el repentino ladrido de los perros y muchos sonidos extraños procedentes de la habitación de Mr. Renfield, que se encuentra en alguna parte debajo de esta, como rezar de manera torrencial, y después todo quedó en silencio, un silencio tan profundo que me asustó, y me levanté y miré por la ventana. Todo estaba oscuro y silencioso; las negras sombras proyectadas por la luna estaban como llenas de un misterioso silencio propio. Nada parecía moverse, pero todo estaba tenebroso e inmóvil como la muerte o el destino, de manera que un sutil cendal de blanca niebla, que se deslizaba con una lentitud casi imperceptible por el césped hacia la casa, parecía tener una sensibilidad y una vitalidad propias. Creo que esta digresión de mis pensamientos debió de hacerme bien, pues cuando volví a la cama noté que se apoderaba de mí un perezoso letargo. Permanecí acostada por un rato, pero no pude dormir en absoluto, así que me levanté y me puse a mirar otra vez por la ventana. La niebla se extendía y ahora estaba ya muy cerca de la casa, y pude ver así que una gruesa capa de la misma se pegaba y se quedaba como adherida a la pared, como si estuviese trepando hacia las ventanas. El pobre hombre estaba gritando más alto que nunca, y aunque no podía entender ni una sola palabra de lo que decía, sí podía, de algún modo, reconocer en su tono una súplica apasionada. Hubo después el ruido de una pelea y supe que los celadores estaban haciéndose cargo de él. Me asusté tanto que me deslicé en la cama, tapándome la cabeza con las sábanas y los oídos con los dedos. No tenía ni pizca de sueño en ese momento, o al menos así lo pensé, pero debí de quedarme dormida pues, excepto lo que soñé, no recuerdo nada hasta que Jonathan me despertó. Creo que necesité un esfuerzo y algo de tiempo para darme cuenta de dónde estaba, y que era Jonathan quien se inclinaba sobre mí. Mi sueño era muy peculiar, y casi típico de la forma en que los pensamientos de la vigilia se funden o se continúan con los sueños.
Pensé que estaba despierta y esperando a que Jonathan volviera. Estaba muy inquieta por él, y sin poder hacer nada; mis pies y mi mente y mi cerebro me pesaban de tal manera que nada podía funcionar al ritmo habitual. Y así dormí, desasosegada e inquieta. Entonces comencé a sentir que el aire era pesado y húmedo y frío. Retiré la ropa de cama de mi rostro y encontré, para mi sorpresa, que todo estaba oscuro a mi alrededor. La luz de gas que había dejado encendida para Jonathan, aunque con la llama baja, daba sólo algo como un tenue resplandor rojo en la niebla, que evidentemente se había hecho más espesa y desparramado por la habitación. Entonces recordé que había cerrado la ventana antes de acostarme. Hubiera querido levantarme para cerciorarme de ello, pero una especie de pesado letargo pareció encadenar mis miembros e incluso mi voluntad. Yací inmóvil y resistiendo. Cerré los ojos, pero pese a ello podía seguir viendo a través de los párpados. (Es maravilloso, en qué engaños pueden hacernos caer nuestros sueños y de qué manera tan cómoda podemos ponernos a imaginar.) La bruma se hacía cada vez más y más espesa, y ahora podía ver cómo se aproximaba, pues la veía como si fuera humo —o con la blanca energía del agua en ebullición— filtrándose no a través de la ventana, sino de las junturas de la puerta. Se hizo más y más espesa hasta parecer que se había concentrado en la habitación en una especie de nube con forma de columna, a través de cuya parte superior yo podía ver la luz de gas brillar como un ojo rojo. Las cosas comenzaron a girar en mi cerebro del mismo modo que lo hacía ahora la columna nubosa en la habitación; entonces surgieron las palabras de las Escrituras: «de día en una columna de nube y por la noche en una columna de fuego»[36]. ¿Fue en verdad tal guía espiritual la que venía a mí durante un sueño? Pero la columna estaba compuesta por ambos elementos, guías del día y de la noche, pues el fuego estaba en el ojo rojo que al pensarlo así ejercía sobre mí una nueva fascinación; hasta que, mientras miraba, el fuego se dividió y pareció iluminarme a través de la niebla como dos ojos rojos, iguales a aquellos que Lucy me describió durante su momentáneo desvarío mental cuando, en el acantilado, la luz del sol poniente daba en los ventanales de la iglesia de St. Mary. De improviso recordé con horror que fue así como Jonathan había visto a aquellas espantosas mujeres cobrar realidad en medio de un remolino de niebla a la luz de la luna; entonces debí de desmayarme en mi sueño, pues todo se sumió en una negra oscuridad. El último esfuerzo consciente que la imaginación hizo fue para mostrarme un rostro de lívida blancura inclinándose sobre mí y que surgía de la niebla. Debo tener cuidado con estos sueños, pues podrían alterar la razón si se repitiesen con mucha frecuencia. Haría que el doctor Van Helsing o el doctor Seward me recetasen algo que me hiciese dormir, pero temo alarmarles. En este momento, un sueño así podría añadirse a los temores que sienten por mí. Esta noche haré todo lo posible para dormir de manera natural. Si no lo consigo, mañana les pediré que me den una dosis de cloral[37]; por una vez no puede hacerme daño, y pasaré una buena noche durmiendo. La de ayer me dejó más cansada que si no hubiese dormido nada.
2 de octubre, 10:00 de la noche.—Anoche dormí, pero no soñé. Debí de dormir profundamente, pues no me desperté cuando Jonathan vino a acostarse; pero dormir no me ha descansado nada, pues hoy me siento terriblemente agotada y sin ánimos. Pasé todo el día de ayer intentando leer, o tumbada, dormitando. Por la tarde, Mr. Renfield preguntó si podía verme. Pobre hombre; estuvo muy amable y, cuando me marché, me besó la mano y rogó a Dios que me bendijese. En cierto modo me afectó mucho; lloro cuando me acuerdo de él. Esta es una nueva debilidad con la que he de tener mucho cuidado. Jonathan se sentiría fatal si supiese que he estado llorando. Él y los demás estuvieron fuera hasta la hora de la cena, y todos llegaron cansados. Hice lo que pude para animarles, y creo que el esfuerzo me sentó bien, pues me olvidé de lo agotada que yo estaba. Después de cenar me enviaron a la cama y ellos se fueron a fumar, según dijeron, pero yo sé que querían contarse uno a otro lo que les había ocurrido durante el día; pude ver en la actitud de Jonathan que tenía algo importante que comunicarles. Yo no tenía tanto sueño como debería, por lo que antes de que ellos se fueran le pedí al doctor Seward que me diese un poco de opiáceo, pues no había dormido bien la noche anterior. Muy amablemente me preparó un brebaje para dormir, que me dio diciéndome que no me haría daño alguno, pues era muy suave… Lo he tomado y estoy esperando que me llegue el sueño, que todavía se resiste. Espero no haber hecho nada equivocado, pues al tiempo que el sueño comienza a coquetear conmigo, me asalta un nuevo temor: que acaso he cometido una estupidez al privarme así de la capacidad de despertarme. Puedo desearlo. Aquí viene el sueño. Buenas noches.